Tales of Mystery and Imagination

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Tomás Donaire Mendoza: No me pongas esa cara



A menudo el picor era molesto, pero aquella mañana resultaba simplemente insoportable. Sabía que no debía rascar­se, que no serviría de nada, pero aun así no pudo evitar pasarse los dedos puestos de punta, en forma de peine, por luda la cara. Se sintió agradablemente aliviado por un momento, en el que emitió un breve suspiro y luego, pocos segundos después, peor. Mucho peor.
-Malditos sean sus dichosos caprichos —farfulló mien­tras componía una mueca amarga.
Ahora la cara le escocía y el picor se había multiplicado, como si un millar de abejas se hubieran posado en ella para aguijonearla. Se miró por un instante al espejo y pudo distin­guir cinco ronchas en su cara, rojizas y algo hinchadas, recorriéndola de arriba abajo como un campo recién arado. La san­gre le palpitaba en cada una de aquellas marcas, y sentía cómo la piel alrededor de ellas se tensaba tanto que parecía a punto de rasgarse como unas sábanas viejas. Esa era una pesadilla que tenía a menudo, que la piel se estiraba hasta que su rostro se deshacía, la piel caía a tiras, y al final quedaba poco más que una calavera pelada. No resultaba en absoluto agradable.
Maldijo otra vez y se metió en la ducha. El agua fría era lo único que engañaba aquella sensación de endemoniado picor —durante un rato—, sin que tuviese la inconveniente necesidad de restregar su cara contra un montón de papel de lija. Bendita ducha fría. El chorro cayendo directamente en el rostro atenuaba la intensidad del picor de tal forma que se convertía en un chisporroteo molesto, pero que a aquellas alturas casi le parecía agradable. Se abandonó bajo el agua más de media hora y sólo cuando la piel de los dedos se arrugaba ya como un puñado de garbanzos tomó la determinación de salir.
Se secó, tomando especial cuidado en la cara, se colocó el albornoz y luego, palpándose con suavidad las mejillas ron breves cachetes, entró al dormitorio.
Observó con inquietud que Silvia estaba ya despierta y que pasaba el rato leyendo una de sus novelitas románticas, desparramada sobre la cama con postura indolente.
Levantó los ojos de las páginas al verle pasar y, al ver su gesto quejoso, le preguntó.
—¿Otra vez ese picor?
—Sí, sí... otra vez. Ya sabes... —murmuró, dudando de si expresar su enfado o dejarlo pasar.
—Puedes echarte la crema, ¿no? Esa que dan con el apa­rato.
Negó con la cabeza.
—Ya sabes que esa crema es una porquería. No sirve para nada. No me aliviaría ni la picadura de mosquito.
—Tonterías —replicó Silvia dejando de lado la novela y tomando el bote de crema de la mesilla—. Aquí pone que... —añadió señalando la etiqueta del producto.
—¿Qué importa lo que ponga? No funciona, al menos conmigo, así que, ¿para qué demonios me la voy a echar?
Silvia lo miró con ojos grandes y luego se encogió de hombros. Su melena pelirroja centelleó al moverse con el brillo del sol.
—Está bien, como quieras... Pero me gustaría que utili­zaras el modelador personal otra vez ahora. He pensado que me apetece besarme con Eduardo Noriega antes de desayu­nar —dijo, sonriendo pícaramente.
—¡Oh, ya basta! No pienso utilizar el dichoso modelador más por hoy. ¡Ni una vez más! ¿Me oyes? ¡El picor es insoportable! —explotó—. ¡Por Dios, la cara no me va a aguan tar ni un cambio de forma más! ¿Es que no te valió con que me convirtiera en Newman y Delon esta noche?
Silvia permaneció imperturbable. Luego sonrió.


—Alain Delon furioso resulta mucho más atractivo de I" que pensaba —fue todo lo que respondió mientras le dedicaba una larga mirada con sus intensos ojos verdes. Torció la boca en una sonrisa sensual y se levantó para acariciarle la cara con el dorso de la mano.
El la miró tenso mientras se acercaba. Era cierto que aún tenía las facciones de Delon, pero cuando se había mirado al espejo ni se había dado cuenta. Estaba tan acostumbrado a los cambios que ya ni siquiera le importaba el aspecto que tenía cada mañana. Clooney, Botto, Delon, Gable, Brando, Mastroiani, Banderas, Affleck, Ford... ¿Qué más daba?
—Venga, no me pongas esa cara —dijo ella con su tono más seductor, el que en última instancia siempre utilizaba para convencerle—. Sé bueno, échate la crema para aliviarte y luego conviértete en Noriega, ¿quieres? Ahora me voy a duchar y te dejo tiempo para que te modeles, ¿qué te parece?
El frunció el ceño.
—¿No te valdría mi rostro para desayunar? ¿Mi verdade­ra cara?
—Oh, cariño, Carlitas... Tu cara no está mal, pero no me puedes comparar. ¡Noriega es mucho mejor acompañante que tú para desayunar!
—Sí, claro, y Viggo Mortensen para el mediodía, Javier Bardem para la comida, Johnny Depp para la merienda y Sean Connery para la cena. ¡Ya lo sé! Y para la noche mejor no hablamos... —terminó con mal disimulada rabia.
—Oh, vamos, ni que te estuviera torturando. ¡A nadie le puede molestar ser un chico guapo!
—Creo que a mí empieza a resultarme insufrible.
—Venga, no seas tonto. Me voy a la ducha y luego habla­mos Eduardo y yo, ¿vale? —dijo guiñando un ojo mientras salía corriendo de puntillas camino del baño. Cuando hacía gestos como ésos su belleza resultaba arrebatadora.
Sin embargo, Carlos la vio marcharse con recelo. La cara le seguía picando, casi le escocía, y estaba harto. La situa­ción no podía ni debía prolongarse ni un minuto más. Si Volvía a utilizar el modelador, su pesadilla acabaría por convertirse en realidad, y no estaba dispuesto a tolerarlo. Él no era un tipo feo, era agradable, no un guaperas, pero agra­dable. Y si seguía haciendo caso a Silvia no sólo acabaría por destrozar su cara, sino que además se volvería loco. Con tantos cambios, con tantos rostros diferentes, un día terminaría por no saber ni siquiera quién era.
Se sentó sobre la cama y tomó el modelador con las manos. Era un artefacto parecido a un casco, pero la visera era opaca, y de la parte trasera salían unos cables que conec­taban con el ordenador. Lucía un color rojo brillante y tenía una pegatina de grandes letras azules que rezaba «Modelador Personal Actar Pro. Haz de tus sueños tu imagen». Ni que decir tiene que el eslogan le resultaba espantoso. El interior de la visera estaba acolchado con unas almohadillas grises que escondían millares de electrodos. Con pequeñas descar­gas controladas, el modelador tensaba los músculos, los hin­chaba o los adelgazaba a placer y transformaba la cara del sujeto en la que hubiese elegido. Un enjambre de pequeños microdifusores repartidos por el resto del casco se encarga­ban de dar el tono adecuado al cabello. Había un catálogo de rostros famosos, la mayoría de actores o cantantes, pero actualmente se podía encontrar de todo: deportistas, presen­tadores de televisión, políticos, personajes de la prensa del corazón... No había fin. Y Silvia compraba perso-discos nue­vos cada día para hacerle cambiar de apariencia. Estaba seguro de que podía decir sin temor a equivocarse que había superado al hombre de las mil caras. Hacía tiempo.
Miró el modelador desesperado y luego echó un vistazo | la crema. No, ya no se pondría otra vez ese mejunje por una buena temporada. Y tampoco cambiaría de cara. Lo había decidido, en aquel mismo momento, y sabía lo que tenía que hacer para que Silvia no pusiera el grito en el cielo.
Como un muchacho revoltoso que sabe que está a punto de hacer una grave travesura, se levantó y miró alrededor muy atento. El ruido de la ducha llegaba como un murmu­llo desde el cuarto de baño, y supo con seguridad que Silvia no podría verlo. Nadie podría. Luego encendió la música y subió el volumen. Ahora tampoco podría oírlo.
Envalentonado, enrabietado por el horrible picor de la cara y el deseo de poner fin a aquella larga pesadilla, levan­tó el modelador con ambas manos por encima de su cabe­za, y con todas sus fuerzas, casi sonriendo de placer, lo arrojó contra el suelo. No se conformó con hacerlo una vez: lo hizo varias, furioso y eufórico, sabiéndose por fin libera­do. Luego se lo colocó en la cabeza, lo encendió, bajó la visera, y se aseguró —muy satisfecho— de que estaba completamente estropeado.
Silvia salió al poco rato de la ducha y lo encontró senta­do en la cama maldiciendo al modelador. Su cara era toda­vía la de Alain Delon, pero ya empezaba a destensarse en algunos puntos de los mofletes y del mentón.
—¿Se puede saber qué ha pasado? ¿Por qué no eres Noriega? —preguntó entre sorprendida y preocupada.
—Este condenado cacharro... Me temo que se haya estro­peado.
—¿De qué estas hablando? ¡Es imposible! Yo misma lo llevé a revisar hará no más de un par de semanas. Me dije­ron que estaba perfectamente. Además, es casi nuevo.
Carlos se había olvidado del maniático cuidado que su mujer le profesaba al modelador (muchas veces había pen­sado que se preocupaba más por el artefacto que por él mismo) y temió que sospechara. Pero no se amilanó y con­tinuó con su engaño.
—¿Qué sé yo? Se habrá fundido algún fusible, un con­densador o un circuito... o lo que sea que lleve por dentro. I labra que llevarlo a arreglar.
—No puede ser. ¿Has mirado bien? —dijo con voz tré­mula, casi temblando.
—Sí, llevo un buen rato intentando hacerlo funcionar y nada. No hay manera. —Contempló el rostro preocupado de Silvia, y para aliviarla añadió—. ¡Oh, vamos! No pasa nada porque un día desayunes conmigo en vez de con un rostro famoso. No te voy a comer. —Sonrió.
Silvia se acercó, todavía con el albornoz y con el cabello mojado cayéndole por la espalda, y cogió el modelador.
—Eres un manazas, seguro que lo has hecho mal. Te habrás equivocado. Póntelo y déjame probar a mí.
Carlos se lo colocó con un suspiro y escuchó cómo su mujer manipulaba los controles. Aún tuvieron que pasar un par de minutos antes de que se diera por vencida y conclu­yera que el modelador definitivamente no funcionaba.
—No puede ser...
—Pues así es —replicó Carlos, muy ufano y para nada compungido.
Silvia lo miró entrecerrando los ojos, con el guiño casi cómico que denotaba sospecha. El se dio cuenta del error y volvió a dedicarle otra vez su mueca más desolada.
—¡Arréglalo! —le espetó furiosa mientras se lo echaba encima.
—¿Cómo? De verdad que no tengo ni la menor idea de lo que le puede pasar. No sabría qué hacer.
—¿Voy a tener que arreglarlo yo?
—No estaría mal —exclamó irónico—. Puedes empezar cuando quieras...
—Oh, ¡cállate! —replicó Silvia cogiendo el modelador de nuevo para contemplarlo con patente desesperación—, Sí, veo que voy a tener que solucionarlo yo misma — dijo muy segura—. Lo mejor será que vayas preparando el desayuno... Supongo que eso lo sabrás hacer.
—¡Ah, claro que sabré! No te preocupes. De todas for­mas, creo que lo más sensato sería llevarlo a un técnico pan que lo arreglara —añadió mientras salía de la habitación.
Pero Silvia no respondió, se quedó allí mirando el arte­facto con un gesto confuso que oscilaba entre la rabia y una demudada angustia.
Carlos la escuchó trastear desde la cocina y luego llamar al servicio técnico. Sonrió. Hubiera sido difícil no escu­charla con los gritos que daba.
—¿Pero qué clase de servicio es ése si hasta mañana no lo tendrían reparado? ¡Ustedes son un atajo de incompeten­tes y vagos! —la oyó quejarse una vez.
—No debe de ser gran cosa —decía poco después—. ¡Seguro que podría arreglarlo hasta un niño de tres años!
-Y luego añadió furiosa—. ¡No, yo no puedo arreglarlo! ¡Y por supuesto que no tengo tres años! Hace mucho tiempo que voy a su tienda, casi una vez por semana... ¿lis que eso no vale nada? —terminó por decir casi gimo­teando.
Carlos, mientras tanto, preparó el desayuno con calma y muy satisfecho. El picor estaba desapareciendo y la piel se destensaba, dejándole una agradable sensación de bienes-lar. Poco a poco recuperaba el estado natural de su cara y se empezaba a sentir más animado. Colocó las galletas, los panecillos, la mantequilla, la mermelada y el café sobre la bandeja, y con paso alegre se dirigió a la habitación. Le sor­prendió encontrarse con la puerta cerrada.
—¡El desayuno está listo, cariño! Abre la puerta, lo lomaremos en la cama.
Nadie respondió.
—¿Ocurre algo? —preguntó, mientras daba a la puerta unos suaves golpecitos con los nudillos. De nuevo silencio.
—¡Silvia! ¿Estás ahí? ¡Abre! —insistió algo temeroso. Entonces escuchó un breve hipido y un sollozo. —¿Qué te pasa, cariño? De verás que no es para tanto... Seguro que podrás soportar que esta mañana sea yo quien tome el desayuno contigo. Mañana lo habrán arreglado. ¿Estás bien?
Dejó la bandeja en el suelo y forzó el pomo. La puerta aguantó. —¡Abre!
—¡No entres! —gritó ella de pronto. —¿Qué estas diciendo? ¡Cómo no voy a entrar! ¡Dime qué te pasa!
Aferró el pomo y tiró de él con fuerza. No cedió. Entonces tomó carrerilla y arremetió contra la puerta impul­sado por un indefinible miedo. Los goznes se quejaron y la pared dejó caer restos de yeso al suelo. Pero no cedió.
—¡Vete! —chilló Silvia.
Carlos no le hizo caso. Lo intentó de nuevo y entonces la puerta se abrió descerrajada. Entró corriendo a la habita­ción y encontró el modelador tirado sobre la cama y a su mujer cubriéndose la cara con las manos.
—¿Qué te pasa? —exclamó alarmado mientras la aga­rraba de los brazos y trataba de calmarla.
—¡Déjame! —repitió ella, debatiéndose con desespera­ción—. No me mires... ¡No me toques!
Lloraba y gimoteaba como una niña abandonada.
Carlos quiso abrazarla, pero entonces vio, entre sus cabellos pelirrojos, rizados y brillantes, su horrible y espantoso rostro.
—Dios mío, ¡no puede ser! —exclamó estupefacto.
Pero así era. Contemplándola asombrado, con los ojos muy abiertos e incapaz de contener un balbuceo de estupor, descubrió al fin la verdadera cara de la mujer a la que amaba. Tan extraña, tan ajena, que ni siquiera podía reconocerla.

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