Tales of Mystery and Imagination
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Esther Seligson: Rojo menguante
Tsering era un monje nuevo. Es decir que hacía solamente un par de años que formulara sus votos y vistiera
el hábito de la Orden. No fue empujado por alguna crisis mística o una urgente devoción. Tampoco habría
dicho que lo hizo por comodidad. ¿Miedo? Sin duda.
Verse lanzado, a causa de sus acciones, en el Reino de los Infiernos no era una perspectiva esperanzadora para sus próximos sesenta años. El Lama a quien le confesó sus temores, y el origen de ellos, viendo su sincero arrepentimiento, le sugirió esa salida —provisoria sin embargo— para que pudiera ponerse a prueba, dado que nada hay en la vida de un ser humano que esté irremisiblemente perdido, ningún rasgo de carácter que la voluntad y la motivación pura no puedan transformar.
Pero ese Lama, un viejo sabio pleno de compasión y verdadero conocimiento de las flaquezas humanas, no
sin cierto espíritu malicioso, lo envió a presidir los rezos y encargarse del servicio ritual en un pequeño templo recién edificado para una comunidad de adeptos en su mayoría extranjeros y de la cual él era Lama Guía.
Tsering creció en el seno de un budismo condimentado por las diferentes prácticas a los dioses hinduistas, sincretismo amable al que se habían habituado los exiliados que vivían en los alrededores de la gran ciudad, con la particularidad de que su madre era devota del culto a Kali, la Terrible, la Oscura. Sin embargo, él siempre fue dejado en la libertad de hacer de sí mismo lo que su excepcional belleza le dictara. En efecto: tenía un porte majestuoso, una suerte de timidez en los gestos, de asombro infantil en la mirada, de desamparo aquiescente en la sonrisa, que le ganaba de inmediato el corazón de la gente. N
o que hubiese abusado de ello —parecía no tener conciencia cabal del alcance, desastroso o benéfico, de estos rasgos en su persona— con deliberada intención, pero, ahora, al hacer el recuento de su vida hacia atrás, comprendía cuánto fue el daño que causara, en especial entre las mujeres, aunque también hubo una época en que se dejó seducir por hombres maduros y ricos capaces de proporcionarle los medios que iría a dispendiar en los burdeles más exquisitos o en los suntuosos regalos con que compraba al padre, a la madre o a ambos, de la daikini que quería ser suya. Sí, su pasión eran las vírgenes a punto de entrar en la adolescencia, pero con el cuerpo ya formado y exuberante.
Ahora bien, como le dijera el viejo Lama, ése no era el pecado, por supuesto: la pasión erótica, la capacidad de vivirla y hacer de ella un Arte, pertenecía al Reino de las Divinidades y feliz el mortal bendecido con ese don. El aspecto condenador habría sido la facilidad con que Tsering agotaba el fuego de esa pasión, la avidez de hambriento insaciable con que pasaba de un cuerpo a otro sin medir consecuencias. “Hasta los ríos que se salen de madre vuelven a su lecho y regulan el ímpetu de su caudal”, le dijo risueño. “Tú vives desbordado, ajeno a los estragos que causaste a tu paso”, concluyó el venerable sabio al cabo de
las largas sesiones en que Tsering hizo el recuento de sus correrías. Después siguieron varios periodos de ayuno, de meditaciones y de paulatino entrenamiento en las secuencias y contenidos de los rezos que iría a presidir. El Lama lo seguía de cerca en este proceso con la paciencia de quien observa el brote de retoños en un árbol ha poco podado.
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