Humboldt encontró en Sudamérica una cotorra que era la única criatura viviente que hablaba palabras del lenguaje de una tribu extinguida. Se trataba de un lenguaje conformado de vocales suaves y consonantes apenas fricativas en el que no se apreciaba la intervención enojosa de los músculos de la garganta, y tan transparente que parecía haber sido desarrollado por varias generaciones de sopladores de vidrio cruzados con sopranos, como una suerte de viento sin asperezas, a la vez prístino y domesticado. Humboldt la presentó en la MCCVII Conferencia Mundial de Damas Exploradoras y Caballeros Vagabundos, ante un público enfervorizado que aplaudió con perpleja emoción los alardes lingüísticos de la cotorra, sobre todo la emisión de un divertido vocablo que sonaba como un estornudo y que ella, con un extraordinario sentido del espectáculo, repitió varias veces para regocijo de su dócil audiencia. La cotorra, feliz de sentirse observada, se sostenía en una percha esquelética, desde la cual saltaba en ocasiones al hombro izquierdo de Humboldt con un gracioso aleteo que dejaba prendido en el aire un deslumbrante arco iris; estaba recubierta por un plumaje de color esmeralda con mechas amarillas, y tenía la cabeza tocada por un penacho de plumas rojas y azules que hacía pensar en la cimera de una armadura destinada a batallar contra dragones. Cuando hablaba, su pico granate, extrañamente flexible, se alabeaba en un curioso perfil cesáreo, como si también entre las cotorras se contasen emperadores capaces de dirigir huestes multitudinarias hacia campañas históricas.
La verdad es que a Humboldt, cuya apariencia de aventurero de tercera fila semejaba agigantada ahora por las luces del Drury Lane, igual que si desde siempre su anatomía frugal hubiera estado pendiente de una luz cenital que revelase sin torpezas su verdadera prestancia, le satisfacía especialmente mostrarla ante aquel público de conquistadores elegantes a los que siempre había envidiado en secreto. En su gran mayoría, habían dedicado sus días a explorar regiones ignoradas de la tierra sin que jamás les hubiese sido concedido el privilegio de mostrar a la luz un tesoro como el suyo, a pesar de sus condiciones para el heroísmo, que ellos parecían reservar para las fiestas anuales de la Liga donde no titubeaban en alardear de un envidiable arrojo a la hora de trinchar patos muertos y descorchar peligrosas botellas. Muchos se habían dejado resbalar ya hacia una vejez rezongona y fracasada que suponían armada con en el derecho de impugnar los logros de los más jóvenes, blandiendo la excusa de que sólo de esa forma se protegía a la Liga contra descubrimientos demasiado precipitados, hallazgos con pies de barro cuya malversación podía difundir descrédito sobre su irreprochable historia milenaria. El propio Humboldt había tenido que padecer en sus carnes humillaciones destinadas a los advenedizos, como si los más de veinte años que llevaba afiliado a la Liga, viajando por geografías inclementes en busca de paisajes no fijados por los mapas, tribus secretas hurtadas a los libros de Historia o plantas regateadas a los manuales de Botánica, no bastasen para mostrarle la caridad con que se favorecía a las viejas glorias, pues, mientras que a él podía reprochársele hasta con vejaciones el retorno a la sede con las manos vacías, a sus colegas más provectos se les premiaba con estatuas en plazas de ciudades recónditas o canonjías en remotas sucursales de la Liga sólo por su inútil contumacia a la hora de fatigar escenarios en pos de algún hallazgo histórico, aun cuando tanta tozudez estuviera más cerca del orgullo que del sincero servicio a sus votos, pues lo que con ello pretendían no era ensalzar ante la Ciencia el nombre de la Liga sino justificar una existencia a la que la suerte parecía haber pasado por alto.