Humboldt encontró en Sudamérica una cotorra que era la única criatura viviente que hablaba palabras del lenguaje de una tribu extinguida. Se trataba de un lenguaje conformado de vocales suaves y consonantes apenas fricativas en el que no se apreciaba la intervención enojosa de los músculos de la garganta, y tan transparente que parecía haber sido desarrollado por varias generaciones de sopladores de vidrio cruzados con sopranos, como una suerte de viento sin asperezas, a la vez prístino y domesticado. Humboldt la presentó en la MCCVII Conferencia Mundial de Damas Exploradoras y Caballeros Vagabundos, ante un público enfervorizado que aplaudió con perpleja emoción los alardes lingüísticos de la cotorra, sobre todo la emisión de un divertido vocablo que sonaba como un estornudo y que ella, con un extraordinario sentido del espectáculo, repitió varias veces para regocijo de su dócil audiencia. La cotorra, feliz de sentirse observada, se sostenía en una percha esquelética, desde la cual saltaba en ocasiones al hombro izquierdo de Humboldt con un gracioso aleteo que dejaba prendido en el aire un deslumbrante arco iris; estaba recubierta por un plumaje de color esmeralda con mechas amarillas, y tenía la cabeza tocada por un penacho de plumas rojas y azules que hacía pensar en la cimera de una armadura destinada a batallar contra dragones. Cuando hablaba, su pico granate, extrañamente flexible, se alabeaba en un curioso perfil cesáreo, como si también entre las cotorras se contasen emperadores capaces de dirigir huestes multitudinarias hacia campañas históricas.
La verdad es que a Humboldt, cuya apariencia de aventurero de tercera fila semejaba agigantada ahora por las luces del Drury Lane, igual que si desde siempre su anatomía frugal hubiera estado pendiente de una luz cenital que revelase sin torpezas su verdadera prestancia, le satisfacía especialmente mostrarla ante aquel público de conquistadores elegantes a los que siempre había envidiado en secreto. En su gran mayoría, habían dedicado sus días a explorar regiones ignoradas de la tierra sin que jamás les hubiese sido concedido el privilegio de mostrar a la luz un tesoro como el suyo, a pesar de sus condiciones para el heroísmo, que ellos parecían reservar para las fiestas anuales de la Liga donde no titubeaban en alardear de un envidiable arrojo a la hora de trinchar patos muertos y descorchar peligrosas botellas. Muchos se habían dejado resbalar ya hacia una vejez rezongona y fracasada que suponían armada con en el derecho de impugnar los logros de los más jóvenes, blandiendo la excusa de que sólo de esa forma se protegía a la Liga contra descubrimientos demasiado precipitados, hallazgos con pies de barro cuya malversación podía difundir descrédito sobre su irreprochable historia milenaria. El propio Humboldt había tenido que padecer en sus carnes humillaciones destinadas a los advenedizos, como si los más de veinte años que llevaba afiliado a la Liga, viajando por geografías inclementes en busca de paisajes no fijados por los mapas, tribus secretas hurtadas a los libros de Historia o plantas regateadas a los manuales de Botánica, no bastasen para mostrarle la caridad con que se favorecía a las viejas glorias, pues, mientras que a él podía reprochársele hasta con vejaciones el retorno a la sede con las manos vacías, a sus colegas más provectos se les premiaba con estatuas en plazas de ciudades recónditas o canonjías en remotas sucursales de la Liga sólo por su inútil contumacia a la hora de fatigar escenarios en pos de algún hallazgo histórico, aun cuando tanta tozudez estuviera más cerca del orgullo que del sincero servicio a sus votos, pues lo que con ello pretendían no era ensalzar ante la Ciencia el nombre de la Liga sino justificar una existencia a la que la suerte parecía haber pasado por alto.
Al menos por un tiempo, la cotorra de Humboldt sirvió para devolver a cada cual al sitio que le correspondía, y para demostrar que los héroes no siempre respondían a apariencias que tenían más que ver con el lugar común que con la más mostrenca realidad. Humboldt fue el personaje de moda durante un año, la estrella de las fiestas que celebraban los patrocinadores de la Liga para homenajear a sus miembros más destacados, aunque el hecho de que más de una vez se le requiriera la compañía de su cotorra debía haberle puesto en guardia acerca de su exclusivo protagonismo. Pero lo cierto es que aquella petición, lejos de incomodarle por lo que sin duda tenía de rechazo tácito a sus méritos, se le antojaba tan natural como presentarse a las fiestas tocado con su salacot y vestido con sus ropas de explorador, pues, ya desde los primeros días en que halló a su cotorra herida por una cerbatana entre las lianas de un manglar brasileño, a Humboldt se le antojó que había una relación muy estrecha entre aquella ave y él, y que la distancia que hasta aquel día los había separado era un lamentable error que el tiempo se había encargado de subsanar. Además, hacerse acompañar de su cotorra en las fiestas no sólo le proporcionaba aquel inesperado éxito de convocatoria, mayor sin duda del que hasta entonces había cosechado a solas; también sucedía que, al contacto con el pájaro, sus compañeras de la Liga se mostraban exageradamente simpáticas y complacientes con él, como si entre plumas tan coloridas se ocultase algún afrodisíaco que afectaba de un modo ciertamente devastador a sus hormonas. A Humboldt le parecía un sueño cumplido comprobar cómo aquellas damiselas a las que él había admirado desde su más tierna entrada en la Liga, trabajadas por soles ubicados en destinos que pocos podían nombrar y que les habían conferido una belleza similar a la que celebraban las leyendas árabes, le miraban ahora con unos ojos de corderas degolladas que admitían ya sin rebozo que no todas las ranas estaban condenadas a no transmutarse en príncipes. Pertrechado de la misma arrogancia que mostraba su cotorra, Humboldt observaba a aquellas hembras increíbles con la seguridad de que por fin serían suyas, que no se demoraría más en desbrozar el velo de sus vestidos blancos como paisajes árticos que parecían tejidos con los hilos que las mariposas empleaban para fabricar sus crisálidas, y que sólo urdiendo con las manos el mismo gesto que arrancaba palabras a su cotorra ellas caerían rendidas a sus pies, desnudas y sumisas como árboles que de pronto se desprendiesen de todas sus hojas.
Para Humboldt fue todo un descubrimiento. Unas veces con cotorra y otras sin ella, se entregó entusiasmado a explorar aquellas geografías de carne y hueso que también poseían sus tundras misteriosas, sus planicies tostadas, sus alcores letales y sus rincones donde abrevarse de las fatigas que tal ejercicio le procuraba, geografías tan ignotas para él como las que el planeta se empeñaba en escamotearle recogidas en recovecos. Y lo cierto es que aquellas exploraciones le surtieron con muchas más sorpresas de las que le hubieran ofertado los destinos más exóticos. Jamás hubiera sospechado, por ejemplo, que la melindrosa Miss Anastasia Balcombe, experta en desentumecer cavernas de sus tediosos letargos sin visitantes ni inquilinos, tuviera la misma vocación de investigar otros orificios con una lengua larga como un escoplo, y, por lo que podía verse, bastante entrenada en aquellas tareas de inmersión. Tampoco le hubiera parecido creíble, por mucho que se lo hubieran jurado, que Fraülein Grillparzer-Staël, famosa por su capacidad para fechar los vinos más inexpugnables de un solo trago, pudiera establecer también la solera y la calidad de otros jugos un tanto más salados, con el mismo placer que mostraba al catar un vino de Malvasía o paladear el contenido de una crátera griega hallada en cualquiera de los yacimientos que ella encontraba con la misma facilidad con que un zahorí da con un pozo de agua. Ni hubiera pensado Humboldt que doña Francisca Hidalgo de Guevara, adicta a las exploraciones a caballo, conociera otros usos del látigo distintos a los que se aplicaban al arte de la equitación, y no sólo en lo que respectaba al vergajo, sino también al mango. Humboldt tenía que reconocer que, a pesar de las muchas heridas que sus conquistas le habían granjeado no ya en el alma, sino en otros lugares menos etéreos y cicatrizables, aquel año había sido una experiencia de lo más instructiva. Satisfecho del deber cumplido, y no sin melancolía, Humboldt opinaba que había sido una estúpida pérdida de tiempo dedicar su existencia a la criba de tierras lejanas cuando allí mismo, en la propia Liga, había realizado hallazgos tan interesantes como los que celebraban los Anales de la sociedad, y tan dignos de figurar en sus protocolos como el Jardín de las Hespérides o las Montañas de la Luna.
Desde luego, Humboldt no ignoraba que su nuevo rol de galán se lo debía a su cotorra, pero aquella circunstancia tampoco le importaba demasiado cuando los trofeos que le reportaba eran los mismos que lucían en su currículum los guapos oficiales de la Liga. Humboldt sostenía la teoría de que las conquistas venéreas eran como el cricket: no importaba si la benevolencia de los árbitros o la compra de partidos daban el triunfo a un equipo al final de la temporada; lo que la historia recordaría serían sus éxitos, no los medios de que se había valido para conseguirlos. Así, mientras que otro hubiera considerado una afrenta ignominiosa la petición de que la cotorra estuviera presente durante sus coyundas, él aceptaba aquel ruego con saludable deportividad, tampoco como un cumplido pero sí como parte de una transacción que no le ofendía pagar. Y, por otro lado, aquello le permitió llegar a un conocimiento mucho más profundo de su mascota. Pues descubrió que ciertas palabras que la cotorra musitaba desde la alcándara dorada que pendía de la percha, mientras él se debatía con heroísmo bajo las sábanas, parecían poseer la virtud de influir sobre él, de extraer de sus fondos más íntimos una violencia animal cuya existencia jamás había sospechado hasta entonces, en tanto que otras palabras que a Humboldt le pasaban por completo desapercibidas provocaban en sus partenaires de cama una suerte de arrobado embrujamiento que él sólo había observado en las hembras de tribus ancladas todavía en la prehistoria, de esas que son capaces de llamar nación a un simple pedazo de tierra.
Aquello lo llenó de asombro. Con un cigarrillo engatillado en la comisura del labio, y apartado en un extremo del lecho después de unas cuantas horas de bombeo animal, Humboldt se entretenía en meditar sobre aquel extraño lenguaje que la cotorra expectoraba con una intencionalidad tan evidente que conjuraba la posibilidad de que su orden misterioso se debiese al azar. En opinión de Humboldt, y por increíble que pareciese, la cotorra sabía exactamente qué estaba diciendo cuando cacareaba su suave letanía de palabras, cuando le difundía en los oídos aquel sonido casi inaprehensible que convertía sus previsibles habilidades amatorias en los embates de una bestia salvaje. La cotorra podía hablar. No soltaba ruidillos así porque sí, tal y como un loro habría gorgojeado un aria de Mozart. Nada de eso. Era inteligente. Comprendía lo que decía. Y, más allá de eso, sabía que sus palabras ejercían un enorme poder de persuasión en los seres que las escuchaban, ya fuesen caballeros pacíficos que de pronto veían cómo su afable temperamento se iba corrompiendo hasta adquirir la sensibilidad de un cromañón o mujeres de orgasmos silenciosos que, al llamado de un arrullo indefinible, llenaban las alcobas con unos aullidos que resultaban más propios de condenadas a la hoguera que de altivas damas educadas en las efusiones sin escándalo.
Alentado por lo asombroso de sus suposiciones, Humboldt decidió mostrar la cotorra a su amigo Lawrence Darwin. Darwin era un joven lingüista escocés, recién afiliado a la Liga, que acababa de retornar de un largo periplo por África orientado por la superstición de que varios de los dialectos hablados por las tribus que habitaban las estepas extendidas a la vera del cabo de Hornos guardaban estrechas conexiones con el lenguaje de una tribu pre-azteca. Todavía no había llegado a una conclusión que pudiese defender sin incurrir en titubeos ni contradicciones, pues, lamentablemente, de aquel idioma pre-azteca sólo quedaban algunos residuos que se le mostraban irreconciliables con la burda semántica de los dialectos africanos; sin embargo, y como una señal que el Señor le mostraba para confirmar sus sospechas, Darwin constató con asombro que muchas de las palabras que la cotorra le gruñía desde su jaula eran prácticamente idénticas a las que él mismo acababa de recoger en África. Tenían el mismo tejido inconsútil, la misma envoltura aérea que le habían fascinado al hallarlas en el continente africano, donde casi todas las formas de comunicación verbal estaban producidas por ruidos guturales, como golpes secos percutidos sobre timbales. No, para Darwin no podía haber dudas: tanto las palabras que él había cosechado en su periplo como las que emitía la cotorra para nombrar los objetos que él y Humboldt le iban mostrando tras los barrotes de la jaula poseían una raíz común. Durante varias semanas de investigación en las que apenas consintió en postrar los párpados más allá de una hora al día, Darwin fue garrapateando sus hallazgos en unos cuadernos que acabaron por conformar una gramática y un diccionario, convencido de estar realizando un descubrimiento que cambiaría la concepción que hasta entonces se tenía del mundo, aunque prefería reservarse sus convicciones y actuar con cierta frialdad para no suscitar en su amigo la presunción de que
el interés que ostentaba en la cotorra no radicaba precisamente en saber si pertenecía a una especie capaz de discernir palabras. Humboldt, mientras tanto, se tuvo que contentar con una actividad algo más gregaria: cada vez que la cotorra se dignaba a replicar la aparición de los objetos con una palabra nueva que los definía, le suministraba por la puertecita metálica de la jaula una galletita de alfalfa que el pájaro atenazaba con el pico, tras pronunciar una palabra misteriosa que, a pesar de las apariencias, no quería significar “gracias”; como la mayoría de las palabras emitidas por la cotorra, también ésta poseía la rúbrica del extraño sufijo “siso”, que a pesar de sus esfuerzos Darwin aún no había conseguido fijar con una traducción que le satisficiese.
Para entonces, dos circunstancias debían de haber llamado ya la atención de Darwin: la primera, que a medida que la investigación sobre la cotorra avanzaba, su amigo Humboldt iba mostrándose más huraño y desconcertante, como si fuese él quien estuviera encerrado en una jaula de oro y no su cotorra. En las pocas ocasiones en que Darwin apartaba la mirada de su gramática para rebañar inspiración en el paisaje que le imponía la ventana, encontraba a Humboldt con los ojos fijos en él, emborronados por una sombra espesa a la que Darwin no tardó en dar el nombre de recelo; enseguida de reparar en ella, Darwin, dando buen ejemplo de su talante nada violento, bajaba la vista de nuevo a su gramática, mientras escuchaba con un encono cada vez más difícil de disimular cómo Humboldt desmenuzaba con las muelas otra galletita de alfalfa. No ignoraba que Humboldt trituraba de aquella forma las galletitas para desconcentrarlo, pero decidió no reprender su comportamiento convencido de que su amigo, de manera completamente inconsciente, envidiaba los logros por los que él estaba avanzando, sin duda mucho más destacables que el hallazgo por pura chiripa de una mierda de pájaro en mitad de la selva. Sin embargo, y a pesar de que hacía todo lo posible por no reparar en sus manías e incluso por obviar su existencia, cierta noche Darwin soñó que la cotorra era él, y que Humboldt, desde el otro lado de los barrotes, le premiaba con galletitas cada vez que conseguía gruñir la palabra “siso”; luego le daba un par de golpes amistosos en la cresta de colores que le adornaba la cabeza y añadía en un extraño dialecto africano: “Buen chico, buen chico...” Era una pesadilla que se le repetiría muchas noches, y de la que siempre despertaba entre horrorizadas carcajadas. La última vez que aquel sueño lo arrancó a la vigilia, Darwin abandonó su cama y se dirigió al escritorio para apuntar sus pormenores en una libreta de cubiertas desgastadas. No advirtió entonces la segunda circunstancia que tenía que haber llamado su atención: la caligrafía elegante que desde niño embellecía sus escritos se había deformado ahora en una sucesión de letras ilegibles, llenas de picos y trazados filosos, que semejaban esconder una tensión apenas contenible, una suerte de violencia secreta.
Contra lo que pretendían las ridículas estrategias enervadoras de Humboldt, Darwin logró acabar su gramática y concluir un diccionario que permitía desenvolverse sin dificultades en los predios de aquel lenguaje novedoso, cuyos rudimentos resultaban curiosamente sencillos de aprender. Poco después, y para escarnio de Humboldt, que jamás había imaginado cuáles eran las verdaderas intenciones de su amigo al escudriñar a la cotorra, los resultados de su investigación aparecían publicados en el boletín anual de la Liga, precisamente en las páginas reservadas a los descubrimientos de mayor enjundia. Darwin había desarrollado la teoría de que el lenguaje que hablaba la cotorra procedía de África. Unas cuantas cotorras emigrantes lo habrían trasladado a Centroamérica y desde allí habría descendido hasta Brasil, tal vez por medio de las mismas cotorras o, como sostenía Darwin, transportado por los pocos indígenas que huían selva a través de los conquistadores españoles. Según afirmaba, la primera tribu que aprendió el lenguaje de las cotorras desapareció de la superficie de la tierra cuando los españoles le impusieron el aprendizaje de su idioma: acostumbrados como estaban a la elegante suavidad de su lengua en la que no intervenía la ya atrofiada musculatura de sus gargantas, atrofiada precisamente por no haberla expuesto a sonidos más groseros, los indígenas fueron cayendo como moscas uno tras otro, sin necesidad de recibir el golpe de las armas, pues el carraspeo y el gargajeo que caracterizaban muchos de los fonemas de aquel lenguaje alienígena acabaron de minar no sólo sus cuerdas vocales sino también el sistema inmunológico de sus laringes. Se hicieron más débiles no sólo a los virus foráneos que les transmitían los conquistadores en toda clase de intercambios orales sino también a otros males autóctonos
contra los cuales el paso de los siglos los había reforzado. Sólo unos cuantos indios lograron sobrevivir a la criba, y, tras emprender la huida, instalaron el lenguaje de las cotorras en Brasil, donde otras cotorras aprendieron no sólo el sonido que lo identificaba sino también su significado. Era un lenguaje que parecía llevarse especialmente bien con las cotorras.
Tras aquel alarde de fortaleza teórica, el joven Darwin se convirtió en la nueva estrella de la Liga en detrimento de su desdichado amigo Humboldt, que descendió a las capas más ínfimas de la popularidad y tuvo que ver cómo sus amantes iban desertando de él, con el gesto de repugnancia con que hubieran despachado a un leproso, para mendigar unos pocos minutos de inmortalidad en la alcoba de Darwin, en esta ocasión sin la exigencia de que la cotorra pastorease sus encuentros y con el agravio añadido de que sus facultades amatorias quedarían en entredicho ante todo un experto en lenguas. Por si aquella humillación no hubiera sido bastante, la nueva gramática, bautizada por la Liga como “darwiniano”, pasó a convertirse en el lenguaje de moda entre los caballeros más refinados y las damas más elegantes de la sociedad, no sólo de la Liga sino incluso de fuera de ella. Como si de un argot culto se tratase, los salones y los clubes se cargaron con las palabras amables y los giros hipnóticos del darwiniano, los carteles de los teatros y los rótulos de las marquesinas suprimieron los textos vernáculos por su traducción al nuevo idioma, y algunos periódicos decidieron lanzar tiradas especiales de sus ejemplares con las noticias transformadas a las palabras definidas por Darwin. Para Humboldt, aquello era como vivir en una pesadilla. No podía escapar del darwiniano. Incluso en la Liga se le exigía dirigirse a sus socios mediante los usos gramaticales del nuevo orden, y entonces Humboldt tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no asesinar a sus maltratadores cada vez que gemía un “numble-wumble-siso, susbe-dusbe-siso”, o cualquiera de las construcciones verbales que, tuvieran la finalidad que tuviesen, ya fueran saludos, comentarios banales o meras requisitorias, parecían habérsele grabado a fuego en la memoria, como una oración a algún dios antediluviano. Intentó fugarse de aquel martirio burlando los lugares donde el darwiniano se había aferrado con mayor fiereza, y estableciéndose en aquellos parajes donde su melancólico susurro todavía no se había extendido. Durante semanas, Humboldt y su cotorra arrastraron una existencia de parias, lejos del sonido tibio del darwiniano, como si también ellos quisiesen impedir la defenestración de sus sistemas inmunitarios o el resquebrajamiento de los muros que separaban la demencia de la cordura; para evitar tentaciones, Humboldt había sellado el pico de la cotorra con una tira de goma arábiga, de modo que no pudiera articular ni una sola palabra darwiniana. A la cotorra aquello no pareció importarle gran cosa, quizá por lo que advertía en ese gesto de impotencia ante un fenómeno definitivamente imparable. Fue una época infeliz que sólo se suavizó cuando Humboldt y su pajarraco, cada vez más escuálido por los métodos que su amo empleaba para no oírle hablar, encallaron en los bajos fondos de la ciudad, donde el darwiniano no había llegado a propagarse. Pero aquel estado virginal duraría poco tiempo: cierto día que Humboldt acudió a un mercadillo callejero a comprar naranjas, la vendedora, una afable campesina de mofletes cárdenos y ojos achinados que llevaba la cabeza atada con un pañuelo de lunares blancos, le tendió su pedido mientras le dedicaba un alegre “busbe-siso” adornado por una sonrisa desdentada. Humboldt, estupefacto, salió corriendo de allí sin atreverse a recoger de aquella mano envenenada la bolsa con las naranjas, y, por suerte para él, antes de que pudiera ver cómo la sonrisa de la mujer se deformaba en una fulminante mueca de odio que lo siguió en su carrera desmañada hasta que Humboldt pudo perderse tras una esquina.
Como alumbrado por una revelación, Humboldt llegó a la conclusión de que esa misma noche haría lo que tenía que haber hecho mucho tiempo antes: matar a Darwin. Su lasitud había permitido que las cosas llegasen demasiado lejos. Ahora el darwiniano dominaba el mundo. No había nadie que no lo chapurrease, o por lo menos que no se sintiese tentado de dirigirse a sus congéneres empleando los pegajosos registros de aquella lengua repulsiva, y por alguna razón que escapaba a su comprensión y que no respondía al nombre de “envidia”, Humboldt hallaba algo amenazante en ello. De modo que armado con los huesos de su pájaro, al que la inanición o quizás la imposibilidad de proferir palabras había acabado por matar, y amparado por la niebla que desde hacía días había convertido las calles en laberintos de una ciudad sumergida, Humboldt erró de un lado a otro hasta dar con la plaza en la que se desaguaba el edificio donde
vivía Lawrence Darwin. La verdad es que hasta aquel día había sido un barrio tranquilo, por eso Humboldt se sorprendió de que en su avance hacia la casa lo asaltaran diversos gemidos de dolor, voces violentas emitidas en darwiniano y ruidos de refriega inteligibles en cualquier idioma, como si bajo el velo incólume de la niebla se estuviera desarrollando una batalla campal cuyo resultado sólo podría vislumbrarse cuando descendiese la marea. En el interior del edificio que habitaba Darwin, donde la niebla no había conquistado territorio alguno, Humboldt tropezó en las escaleras con un tipo vestido de librea y tocado con un sombrero hongo que bajaba los peldaños de dos en dos, con saltos presurosos y furtivos, mientras se asía a la barandilla con una garra ensangrentada, jadeando una respiración de asmático. Humboldt sintió que la cólera lo ganaba al recibir el empujón de aquel hombre, pero prefirió hacer un esfuerzo y seguir su camino hacia la casa de Darwin sin matarlo. El tipo, en cambio, no debía de ser del mismo parecer. Aferró a Humboldt por el vuelo de su levita y lo arrojó al rellano de las escaleras, para abalanzarse después sobre él y sentarse a horcajadas en su pecho mientras trataba de estrangularlo con aquella mano manchada de sangre que sin duda testimoniaba una capacidad innata para privar de la vida a quien se le antojase. Humboldt, que apenas podía respirar, oyó un taconeo cercano y vio que otro hombre salía del tabuco de la portera; se estaba subiendo los pantalones, pero la atención que dedicaba a aquel empeño quedó relegada a un segundo plano al ver la escena que se desarrollaba ante él. Igual que si su gesto lo pudiese vengar de alguna afrenta familiar acontecida en un pasado del que ya ni la historia podía dar cuenta, el desconocido se precipitó a saltitos sobre ambos, con el pantalón enrollado en los tobillos, y estrujó con las dos manos el cuello del hombre de la librea, hasta que los ojos de aquel rival desprevenido se salieron de sus órbitas y la lengua le colgó entre los labios adornada de un bilioso color violeta, entumecida como un pescado muerto. Eliminado por fin aquel cándido enemigo el desconocido lo dejó caer, con un gesto de altiva repugnancia afeándole el rostro, quizás estupefacto por haber perdido el tiempo con un sujeto que ni se había molestado en adornar tan primoroso asesinato con una mínima resistencia. A Humboldt ni siquiera lo miró: no debió de antojársele un adversario de altura cuando pasó por su lado tras subirse el pantalón y calzarse los tirantes sin dedicarle un pisotón o un escupitajo. Tambaleándose, con las yemas de su agresor garabateadas alrededor de la garganta como en un molde de arcilla, Humboldt se levantó y ascendió por las escaleras en pos de la casa de Darwin. Se preguntaba qué podía estar pasando para que no le resultasen improcedentes aquellas conductas violentas, más propias de una taberna abarrotada de piratas borrachos que de un mundo regido por reglas civilizadas. Iba a surtirse de respuestas que le entretuviesen el ascenso pero su interés se diluyó al doblar el primer tramo de escaleras: la excitación lo ganó al divisar entre los barrotes de la barandilla las piernas desnudas de la portera, que sobresalían por la puerta de su tabuco junto al esqueleto de una silla caída. Con un esfuerzo que a otro hombre menos domesticado habría supuesto la muerte, decidió respirar hondo, ignorar la insoportable ebullición de sus testículos y seguir subiendo escaleras.
Darwin parecía estar esperándolo cuando Humboldt entró atropelladamente en su casa, arrancando de un puntapié la puerta de sus alguazas. Le arrojó un busto de granito a la cabeza que no le dio por poco, a lo cual Humboldt replicó con el lanzamiento de su cotorra, que perdió todas las plumas al estrellarse contra una pared. Para Darwin fue como si le hubiera lanzado el cadáver de su propia madre. Con los ojos desencajados, saltó sobre Humboldt y ambos rodaron por la alfombra en una suerte de estúpida danza pugilística, los dedos de Darwin clavados en el cuello de Humboldt, cómodamente instalados en los espacios ya establecidos por el pionero del descansillo, y los de Humboldt hundidos en los ojos de Darwin, que gemía horriblemente en algún novedoso dialecto darwiniano. Humboldt no dejó de apretar hasta que la sangre de aquel par de ojos reventados le empapó los puños de la camisa, y pudo volver a respirar cuando el cuerpo de Darwin, casi exánime, cayó bocabajo sobre su hombro, con la frente enterrada en la alfombra y las rodillas dobladas, componiendo un ademán de ridícula pleitesía. A Humboldt le costó un esfuerzo ímprobo sacarse de encima el peso de aquel cuerpo que todavía resollaba palabras ininteligibles en su oído. De un empujón lo apartó de su lado. Darwin rodó entonces sobre su espalda y se quedó mirando al techo con sus cuencas vacías, conjugando una sonrisita traviesa en la que estaba poniendo los últimos hilos de aliento que le quedaban. Dijo algo en darwiniano: “nunbe-yumbe-siso, bumbo-wombo-siso”, y soltó un graznido apenas gutural con
el que trató de imitar el sonido de una carcajada. Inquieto por las palabras que el lingüista acababa de pronunciar, Humboldt miró hacia el desordenado escritorio de Darwin, se levantó de un salto y corrió a buscar el cuaderno de tapas descuajaringadas donde su amigo de tiempos mejores había garrapateado su teoría sobre el darwiniano. Era cierto: tal y como acababa de oír, el texto contenía un párrafo que Lawrence Darwin, miembro honorífico de la Liga Mundial de las Damas Exploradoras y los Caballeros Vagabundos, experto en lenguas, difundidor del darwiniano, había escamoteado a las páginas del boletín anual. Humboldt sólo tuvo que echarle un vistazo para entender qué era lo que estaba sucediendo a su alrededor, por qué todo el mundo, incluido él, se veía atacado por aquella súbita fiebre de violencia que era incapaz de dominar. El párrafo, continuación inmediata de aquél en el que se daba cuenta de la fuga de los indios al Brasil, decía lo siguiente:
“...Aquel idioma, sin embargo, parecía tener una enorme capacidad metamórfica. Tan pronto como se vio amenazado por el lenguaje de los invasores, se autoimplantó una partícula que transformaba todas las palabras pronunciadas en llamadas subliminales a la violencia. No sé explicarlo de otra manera, pero opino que dicha partícula es como una voz instalada en nuestro inconsciente colectivo que, al ser pronunciada y con mayor motivo aún al ser oída, nos hace ingresar en un estado general de guerra hipnótica ante el cual sólo cabe una respuesta útil: luchar sin rendirse.”
La última anotación del cuaderno afirmaba: “También he detectado una sumisión a las tareas reproductivas en el caso de las mujeres. Será gracioso ver lo que sale de aquí”.
Humboldt se quedó perplejo. No sabía qué hacer con aquella información. Seguido de la risita de Darwin, que ya tenía los minutos contados, abandonó la casa y corrió escaleras abajo, en pos de la niebla que cubría pudorosamente las escaramuzas que se manifestaban en la calle. En su carrera de peldaño en peldaño, Humboldt pudo escuchar el ruido de unos pasos que correteaban con premura en el interior de aquellas casas de suelos entarimados, escuchó carcajadas obscenas, llantos de niños, vajillas que se rompían en pedazos contra las paredes, puertas que se abrían con un gemido y se cerraban de golpe, lámparas que caían, muebles que se desmoronaban, amenazas de muerte a los vecinos pronunciadas en darwiniano, y pensó que no podía quedarse allí por más tiempo, que debía hacer algo, pero qué, y para qué, y la verdad, por qué. Mientras se dejaba abrazar por aquella niebla que parecía haber ascendido de la tierra para ocultar crímenes o evitar que los hombres se avergonzasen de su condición animal, pensó que la mejor opción sería dirigirse a los muelles, meterse de polizón en un barco y largarse de allí. Animado por su idea, atravesó como pudo aquel laberinto de calles invisibles a las que complicaban los intentos de emboscadas perpetrados por darwinianas insaciables de carne y darwinianos ansiosos de verter más sangre, y logró alcanzar el puerto, guiado por las sirenas de los barcos que zarpaban hacia el horizonte con sus arrebatados mugidos de bestias prehistóricas. Allí la niebla se iba dispersando poco a poco, como un ejército a la fuga, en grandes penachos que el mar engullía con su respiración pesada y expectante. El paisaje que desvendaban se fue engarzando de siluetas articuladas en posturas claramente beligerantes. Un marinero apuñalaba a un individuo con aspecto de vendedor de seguros contra unas cajas de estiba. Una mujer era perseguida por dos camareros de alguna taberna cercana que ya se habían bajado los pantalones hasta las rodillas y corrían desbasculados por el peso de un par de falos cabezones, mientras un cura se levantaba las faldas para empotrar a aquella hembra procaz y gimoteante contra unos cabos de sirga. Alguien gritó en darwiniano: “¡simba-wumba-siso!”, y Humboldt, levantando la mirada, alcanzó a divisar a un muchacho acorralado por varios niños en lo alto de una de las grúas de los astilleros. El muchacho dio un traspié y cayó desde la grúa hasta la dársena del puerto. Humboldt no vio cómo reventaba, pero imaginó, con un placer culpable, el sonido de su cabeza al estallar contra las losas del suelo.
Hurtándose como pudo a las miradas borrachas de los marineros, Humboldt consiguió escabullirse al interior de uno de los barcos que acababan de soltar amarras para zarpar rumbo a algún destino donde imponer también la lengua de las cotorras. No podían descubrirle. No podían verle. Descendió a las sentinas, se ocultó en un barril de agua y se obligó mentalmente a permanecer allí hasta que el barco atracase en algún puerto. Contaba hasta mil en inglés y luego contaba del mil al uno en francés, después recitaba el alfabeto griego y cuando terminaba con él repasaba de memoria las seis primeras páginas del Quijote en español, para acabar recordando el sonido a herramienta antigua que tenía el padrenuestro rezado en latín. No podía permitirse hablar una sola palabra de darwiniano, aun cuando sus pensamientos se deslizaban caprichosamente hacia él, como una llamada clandestina al desorden. Oía las carreras de los marineros persiguiéndose en cubierta por encima de su cabeza y el reluctante azote del mar en el casco del barco justo bajo sus pies. Contabilizaba el transcurso de los días por los cambios de luces que penetraban por las junturas del barril en el que se hallaba oculto, pero el sueño que le sorprendía de pronto terminó por hacerle perder la cuenta de las jornadas de travesía que llevaba sumadas. Había contado ya catorce muertos, pero desde luego podían ser muchos más. Una vez despertó sobresaltado al escuchar a un marinero que había descendido a la sentina y susurraba en darwiniano: “Vamos, sal, sé que estás ahí”. Con un sable de corsario atravesaba los barriles de agua y escarbaba con la punta en su interior, hasta que el barril escupía su contenido y el marinero, tras revisar ansiosamente el color del agua, quedaba convencido de que su adversario, fuese éste quien fuese, tampoco estaba allí. Faltaban tres barriles por examinar, entre ellos el que ocupaba un Humboldt extraviado en oraciones aprendidas durante la infancia, cuando se oyó un grito desgarrador, una carcajada entorpecida por dos o tres exabruptos darwinianos y un disparo. A pesar del silencio repentino que lo siguió, y al que sólo rompían los golpes taciturnos que el hocico del agua daba contra el lomo del barco, Humboldt tardó varias horas en convencerse de que podía asomar la cabeza; no sabía si temía más la posibilidad de que alguien pudiera haber sobrevivido a la batalla o aceptar que ya no quedaba nadie vivo en todo el barco, que podía salir por fin de allí.
El barco encalló tres días después en una playa de arenas doradas que se adentraba en una selva de árboles verdes, a los que un viento suave hacía balancear su cimera de hojas rotas, entreveradas algunas de ellas por palmas de colores rojos y morados, como un tocado para una armadura destinada a luchar contra dragones. Humboldt ignoraba dónde estaba, pero el alma le dio un vuelco en el pecho cuando vio que en la penumbra que tejían los árboles quedó prendido durante unos segundos un deslumbrante arco iris. Una tiza de mil colores cruzó la oscuridad y conformó otro arco iris al lado del anterior, que ya se desvanecía en el aire como una lluvia de estrellas procedente de alguna galaxia pintada por un niño. Humboldt titubeó antes de ingresar en la selva, progresivamente interesado en lo que acababa de ver. Cuando sus pisadas en la hierba provocaron la estampida de un nubarrón de plumas rojas, azules, verdes y amarillas, se asombró primero de que aquel lugar pudiera existir sin que el hombre lo hubiera marcado aún con una cifra en los mapas, pero luego sintió el horror de que él hubiera acudido a despertarlo. Caminaba selva adentro sin saber exactamente qué iba a hacer allí, si encontrar una cura, un antídoto, un remedio, o qué, mientras una cotorra, la única que se había dignado a permanecer cerca de él mientras sus hermanas volaban hacia el corazón hirviente de la selva, lo seguía con la mirada, como un centinela que custodiase la entrada de un templo, musitando algunas palabras sinuosas desde la joya inverosímil de su pico granate.
Aquella cotorra había encontrado en Sudamérica a Humboldt, la única criatura viviente que hablaba palabras del lenguaje de una tribu extinguida.
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