Tales of Mystery and Imagination

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Diego de Torres Villarroel: La casa de los duendes


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Ya estaba yo puesto de jácaro, vestido de baladrón y reventando de ganchoso, esperan­do con necias ansias el día en que había de partir con mi clérigo contrabandista a la solicitud de unas galeras o en la horca, en vez de unos talegos de tabaco, que (según me dijo) habíamos de transportar desde Burgos a Madrid, sin licencia del Rey, sus celadores ni ministros; y una tarde muy cercana al día de nuestra delincuente resolución, encontré en la calle de Atocha a don Julián Casquero, capellán de la excelentísima señora condesa de los Arcos. Venía éste en busca mía, sin color en el rostro, poseído del espanto y lleno de una horrorosa cobardía. Esta­ba el hombre tan trémulo, tan pajizo y tan arrebatado como si se le hubiera aparecido alguna cosa sobrenatural. Balbuciente y con las voces lánguidas y rotas, en ademán de enfermo que habla con el frío de la calentura, me dio a entender que me venía buscando para que aquella noche acompañase a la señora condesa, que yacía horriblemente atribulada con la novedad de un tremendo y extraño ruido que tres noches antes había resonado en todos los centros y extremidades de las piezas de la casa. Ponderome el tristísimo pavor que padecían todas las criadas y criados, y añadió que su ama tendría mucho consuelo y serenidad en verme y en que la acompañase en aquella insoportable confusión y tumultuosa angustia. Prometí ir a besar sus pies, sumamente alegre, porque el padecer yo el miedo y la turbación era dudoso, y de cierto aseguraba una buena cena aquella noche. Llegó la hora, fui a la casa, entráronme hasta el gabi­nete de su excelencia, en donde la hallé afligida, pavorosa y rodeada de sus asistentas, todas tan pálidas, inmobles y mudas, que parecían estatuas. Procuré apartar, con la rudeza y desenfado de mis expresiones, el asombro que se les había metido en el espíritu; ofrecí rondar los escon­dites más ocultos, y, con mi ingenuidad y mis promesas, quedaron sus corazones más trata­bles. Yo cené con sabroso apetito a las diez de la noche, y a esta hora empezaron los lacayos a sacar las camas de las habitaciones de los criados, las que tendían en un salón, donde se acos­taba todo el montón de familiares, para sufrir sin tanto horror, con los alivios de la sociedad, el ignorado ruido que esperaban. Capitulose a bulto entre los tímidos y los inocentes a este rumor por juego, locura y ejercicio de duende, sin más causa que haber dado la manía, la pre­cipitación o el antojo de la vulgaridad este nombre a todos los estrépitos nocturnos. Apiñaron en el salón catorce camas, en las que se fueron mal metiendo personas de ambos sexos y de todos estados. Cada una se fue desnudando y haciendo sus menesteres indispensables con el recato, decencia y silencio más posible. Yo me apoderé de una silla, puse a mi lado una hacha' de cuatro mechas y un espadón cargado de orín, y, sin acordarme de cosa de esta vida ni de la otra, empecé a dormir con admirable serenidad. A la una de la noche resonó con bastante sen­timiento el enfadoso ruido; gritaron los que estaban empanados en el pastelón de la pieza; desperté con prontitud y oí unos golpes vagos, turbios y de dificultoso examen en diferentes sitios de la casa. Subí, favorecido de mi luz y de mi espadón, a los desvanes y azoteas, y no encontré fantasma, esperezo ni bulto de cosa racional. Volvieron a mecerse y repetirse los porrazos; yo torné a examinar el paraje donde presumí que podían tener su origen, y tampo­co pude descubrir la causa, el nacimiento ni el actor. Continuaba, de cuarto en cuarto de hora, el descomunal estruendo, y, en esta alternativa, duró hasta las tres y media de la mañana. Once días estuvimos escuchando y padeciendo a las mismas horas los tristes y tonitruosos golpes; y, cansada su excelencia de sufrir el ruido, la descomodidad y la vigilia, trató de esconderse en el primer rincón que encontrase vacío, aunque no fuese abonado a su persona, grandeza y familia dilatada. Mandó adelantar en vivas diligencias su deliberación, y sus criados se pusie­ron en una precipitada obediencia, ya de reverentes, ya de horrorizados con el suceso de la última noche, que fue el que diré.

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