Ya estaba yo puesto de jácaro, vestido de
baladrón y reventando de ganchoso, esperando con necias ansias el día en que
había de partir con mi clérigo contrabandista a la solicitud de unas galeras o
en la horca, en vez de unos talegos de tabaco, que (según me dijo) habíamos de
transportar desde Burgos a Madrid, sin licencia del Rey, sus celadores ni
ministros; y una tarde muy cercana al día de nuestra delincuente resolución,
encontré en la calle de Atocha a don Julián Casquero, capellán de la
excelentísima señora condesa de los Arcos. Venía éste en busca mía, sin color
en el rostro, poseído del espanto y lleno de una horrorosa cobardía. Estaba el
hombre tan trémulo, tan pajizo y tan arrebatado como si se le hubiera aparecido
alguna cosa sobrenatural. Balbuciente y con las voces lánguidas y rotas, en
ademán de enfermo que habla con el frío de la calentura, me dio a entender que
me venía buscando para que aquella noche acompañase a la señora condesa, que
yacía horriblemente atribulada con la novedad de un tremendo y extraño ruido
que tres noches antes había resonado en todos los centros y extremidades de las
piezas de la casa. Ponderome el tristísimo pavor que padecían todas las criadas
y criados, y añadió que su ama tendría mucho consuelo y serenidad en verme y en
que la acompañase en aquella insoportable confusión y tumultuosa angustia. Prometí
ir a besar sus pies, sumamente alegre, porque el padecer yo el miedo y la
turbación era dudoso, y de cierto aseguraba una buena cena aquella noche. Llegó
la hora, fui a la casa, entráronme hasta el gabinete de su excelencia, en
donde la hallé afligida, pavorosa y rodeada de sus asistentas, todas tan
pálidas, inmobles y mudas, que parecían estatuas. Procuré apartar, con la
rudeza y desenfado de mis expresiones, el asombro que se les había metido en el
espíritu; ofrecí rondar los escondites más ocultos, y, con mi ingenuidad y mis
promesas, quedaron sus corazones más tratables. Yo cené con sabroso apetito a las diez de la noche, y a esta hora empezaron
los lacayos a sacar las camas de las habitaciones de los criados, las que tendían en un salón, donde
se acostaba todo el montón de familiares, para sufrir sin tanto horror, con
los alivios de la sociedad, el ignorado ruido que esperaban. Capitulose
a bulto entre los tímidos y los inocentes a este rumor por juego, locura y
ejercicio de duende, sin más causa que haber dado la manía, la precipitación o
el antojo de la vulgaridad este nombre a todos los estrépitos nocturnos.
Apiñaron en el salón catorce camas, en las que se fueron mal metiendo personas
de ambos sexos y de todos estados. Cada una se fue desnudando y haciendo sus
menesteres indispensables con el recato, decencia y silencio más posible. Yo me
apoderé de una silla, puse a mi lado una hacha' de cuatro mechas y un espadón
cargado de orín, y, sin acordarme de cosa de esta vida ni de la otra, empecé a dormir
con admirable serenidad. A la una de la noche resonó con bastante sentimiento
el enfadoso ruido; gritaron los que estaban empanados en el pastelón de la
pieza; desperté con prontitud y oí unos golpes vagos, turbios y de dificultoso
examen en diferentes sitios de la casa. Subí, favorecido de mi luz y de mi
espadón, a los desvanes y azoteas, y no encontré fantasma, esperezo ni bulto de
cosa racional. Volvieron a mecerse y repetirse los porrazos; yo torné a
examinar el paraje donde presumí que podían tener su origen, y tampoco pude
descubrir la causa, el nacimiento ni el actor. Continuaba, de cuarto en cuarto
de hora, el descomunal estruendo, y, en esta alternativa, duró hasta las tres y
media de la mañana. Once días estuvimos escuchando y padeciendo a las mismas
horas los tristes y tonitruosos golpes; y, cansada su excelencia de sufrir el
ruido, la descomodidad y la vigilia, trató de esconderse en el primer rincón
que encontrase vacío, aunque no fuese abonado a su persona, grandeza y familia
dilatada. Mandó adelantar en vivas diligencias su deliberación, y sus criados
se pusieron en una precipitada obediencia, ya de reverentes, ya de
horrorizados con el suceso de la última noche, que fue el que diré.
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