Tales of Mystery and Imagination

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Daniel Mares: Los herederos



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Soy Pizarro, y esto es lo que sé que es cierto: mi padre, Descartes, nació de una cerda, y yo igual que él. Con cuatro años decidió tener un hijo, un primer nacido, pues ya había cumplido con tres vástagos naturales y era supervisor del sector dos. Su petición ascendió, y Noé consideró oportuno permitirle tener un varón, la Seguridad capturó a la cerda más apropiada y nací yo. Mi madre natural fue Joplin, ya reciclada. Yo me eduqué en los cánones Primero y Quinto, y prosperé en ellos, hasta ser superior en el Quinto canon. Luego pasó el tiempo y llegó la guerra.
El canon Quinto no es por naturaleza belicoso, todo lo contrario; es el menos dado a los juegos de la guerra de entre todos los cánones. Por desgracia tuvimos que afrontar días muy turbios a pie de trinchera, pues nuestro lugar como lectores del Legado nos lo imponía. Con todo esto sólo quiero justificar por qué mi ayuda de campo era Shelley, del Segundo canon. Los Irregulares de Pizarro éramos la unidad de observadores del Quinto, el único grupo de combate en toda la historia de mi canon; difícilmente encontraríamos a alguien entre nosotros con la suficiente destreza para salir con bien de la lid. Yo, por mi nacimiento, era el indicado para el mando y, una vez conocido mi destino, busqué un asistente que pudiera cumplir con las funciones de general. Shelley era una competente oficial y se mantenía en muy buenas relaciones con el Quinto, interesándose más por las lecturas de los Legados que en las labores de guerra.
Un día en que los rebeldes del Sexto habían sido tan brutalmente aplastados que el olor a pólvora y cadaverina impregnaba el aire y se metía en la ropa hasta hacer imposible separarse de él, un día de sombras en que la luna ocultaba al sol y se veía como una gigantesca esfera de inquietante fosforescencia verdosa a punto de desplomarse sobre nosotros, ese día, el de mi tercer cumpleaños, Shelley dijo que me amaba. Yo estaba sentado sobre los restos de un muro ruinoso, el decorado apropiado para las postrimerías de una matanza, contemplando la luna, las siluetas oscuras de los sauces, y pensando en la sangre que había visto y en la que posi­blemente vería al día siguiente; ella se sentó a mi lado y lo susurró. La conocí veintiocho meses atrás, y simplemente la consideré mi ayuda de campo, la persona que daría de verdad las órdenes a los Irregulares mientras yo trataba de alejarme de la locura. Jamás vi en ella belleza alguna: su piel coriácea, sus espinas, sus ojos de fuego me parecían más de animal que de mujer. Pero ella me ama­ba, o así lo decía. Acaricié su duro cuerpo con mis manos y la besé, sintiendo la frialdad en sus labios. Mis dos brazos del canon la des­nudaron torpemente; nunca he aprendido a moverlos bien a pesar de las numerosas operaciones que he padecido para mejorar su coordinación. Ella rió ante mi desmaña, y pronto acabamos en el suelo húmedo, quién sabe si de sangre.

Daniel Mares: Gómez Meseguer y el Ogro Santaolaya

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Se recibió en la Jefatura Provincial de Madrid el siguiente telegrama:
SITUACIÓN CRÍTICA. EL BANDIDO MORTAJA HA TOMADO EL PUEBLO. YA SON MÁS DE VEINTE MUERTOS. NECESITAMOS AUXILIO POR CARIDAD.
Lo firmaba el padre Quintana, párroco de Castroviejo. La respuesta no tardó en enviarse:
MENSAJE RECIBIDO. MANDAMOS AYUDA DE INMEDIATO. GÓMEZ MESEGUER LLEGARA EL LUNES EN EL RÁPIDO DE LAS DIEZ Y MEDIA.
No era baladí la premura con que se tramitó todo el asunto, pues el peligro que se cernía sobre Castroviejo era más de lo que ese simple telegrama dejaba ver. Así lo entendieron los gobernadores, vicegobernadores y capitanes en Madrid, que no tardaron ni un día en mandar a Gómez Meseguer para allá, una diligencia nada habitual en la administración pública. Tanta prisa estaba justificada, porque en primer lugar el telegrama venía firmado por el cura, lo que hacía pensar que no quedaba otra autoridad capaz en el pueblo. Además, aunque Mortaja era un ogro y de estos canallas suele dar buena cuenta la Guardia Civil, este nombre no era sino el seudónimo que utilizaba un viejo conocido de la justicia castellana: Jacinto Santaolaya, un ogro desalmado de la peor ralea, del que afortunadamente se había perdido la pista desde que siete años atrás asolara Burgos a sangre y fuego. En Madrid no querían otros desmanes como aquellos de Burgos y decidieron acabar con Santaolaya por siempre. Así que mandaron a Juan Gómez Meseguer, filósofo y cazabestias, un granadino de raza que había despachado a la culebra de Puertalmonte en menos tiempo del que se tarda en rezar tres avemarías.
Con éstas me encargaron a mí la tarea de dar cuenta por escrito de todo lo que sucediera y, siendo ésta mi primera misión de campo, la excitación me hizo pecar en exceso de puntualidad. Así me planté una hora antes de lo acordado en Atocha, paseando por el andén con los billetes en el bolsillo, la cámara colgada al cuello, una maleta al brazo derecho y mi prometida, que estaba más nerviosa que yo si cabe, al izquierdo. La pobre me había pedido por favor que renunciase, que alegase cualquier excusa. Incluso la misma noche anterior, en la cama, me había rogado que si iba a ir accediese a casarme con ella antes.
-Así -dijo-, ya que apenas he podido ser tu esposa, seré tu viuda.
-No digas tonterías Laura -repliqué tratando de tranquilizarla-. No me pasará nada.
-¿Nada? Se trata de un ogro.
-Es Gómez Meseguer el que se enfrentará a él, yo sólo me encargo del papeleo. No tengas miedo, él es un profesional.
Y como tal profesional se presentó en el andén con puntualidad británica. Nadie me lo había descrito, ni había visto foto alguna de él. No le faltaba razón a mi superior cuando me dijo que lo reconocería nada más verlo. Apareció entre la bruma matutina repiqueteando con sus tacones por el apeadero. Le acompañaba un moro espléndido, como Valentino en El Hijo del Caid, que arrastraba un baúl tan grande como él. Gómez Meseguer era fornido y bajo, vestía un tres cuartos de cuero gastado, botas de media caña marrones y un borsalino blanco por sombrero. Sin duda tenía más edad de la que traslucía su cara, adornada con una barba rubia bien recortada. Al verme se dirigió con decisión hacia mí tendiéndome su mano nervuda.

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