Soy Pizarro, y esto es lo que sé que es cierto:
mi padre, Descartes, nació de una cerda, y yo igual que él. Con cuatro años
decidió tener un hijo, un primer nacido, pues ya había cumplido con tres vástagos
naturales y era supervisor del sector dos. Su petición ascendió, y Noé
consideró oportuno permitirle tener un varón, la Seguridad capturó a la cerda
más apropiada y nací yo. Mi madre natural fue Joplin, ya reciclada. Yo me
eduqué en los cánones Primero y Quinto, y prosperé en ellos, hasta ser superior
en el Quinto canon. Luego pasó el tiempo y llegó la guerra.
El canon Quinto no es por naturaleza belicoso,
todo lo contrario; es el menos dado a los juegos de la guerra de entre todos
los cánones. Por desgracia tuvimos que afrontar días muy turbios a pie de
trinchera, pues nuestro lugar como lectores del Legado nos lo imponía. Con todo
esto sólo quiero justificar por qué mi ayuda de campo era Shelley, del Segundo
canon. Los Irregulares de Pizarro éramos la unidad de observadores del Quinto,
el único grupo de combate en toda la historia de mi canon; difícilmente
encontraríamos a alguien entre nosotros con la suficiente destreza para salir
con bien de la lid. Yo, por mi nacimiento, era el indicado para el mando y, una
vez conocido mi destino, busqué un asistente que pudiera cumplir con las
funciones de general. Shelley era una competente oficial y se mantenía en muy
buenas relaciones con el Quinto, interesándose más por las lecturas de los
Legados que en las labores de guerra.
Un día en que los rebeldes del Sexto habían sido
tan brutalmente aplastados que el olor a pólvora y cadaverina impregnaba el
aire y se metía en la ropa hasta hacer imposible separarse de él, un día de
sombras en que la luna ocultaba al sol y se veía como una gigantesca esfera de
inquietante fosforescencia verdosa a punto de desplomarse sobre nosotros, ese
día, el de mi tercer cumpleaños, Shelley dijo que me amaba. Yo estaba sentado
sobre los restos de un muro ruinoso, el decorado apropiado para las
postrimerías de una matanza, contemplando la luna, las siluetas oscuras de los
sauces, y pensando en la sangre que había visto y en la que posiblemente vería
al día siguiente; ella se sentó a mi lado y lo susurró. La conocí veintiocho
meses atrás, y simplemente la consideré mi ayuda de campo, la persona que daría
de verdad las órdenes a los Irregulares mientras yo trataba de alejarme de la
locura. Jamás vi en ella belleza alguna: su piel coriácea, sus espinas, sus
ojos de fuego me parecían más de animal que de mujer. Pero ella me amaba, o
así lo decía. Acaricié su duro cuerpo con mis manos y la besé, sintiendo la
frialdad en sus labios. Mis dos brazos del canon la desnudaron torpemente;
nunca he aprendido a moverlos bien a pesar de las numerosas operaciones que he
padecido para mejorar su coordinación. Ella rió ante mi desmaña, y pronto
acabamos en el suelo húmedo, quién sabe si de sangre.