Soy Pizarro, y esto es lo que sé que es cierto:
mi padre, Descartes, nació de una cerda, y yo igual que él. Con cuatro años
decidió tener un hijo, un primer nacido, pues ya había cumplido con tres vástagos
naturales y era supervisor del sector dos. Su petición ascendió, y Noé
consideró oportuno permitirle tener un varón, la Seguridad capturó a la cerda
más apropiada y nací yo. Mi madre natural fue Joplin, ya reciclada. Yo me
eduqué en los cánones Primero y Quinto, y prosperé en ellos, hasta ser superior
en el Quinto canon. Luego pasó el tiempo y llegó la guerra.
El canon Quinto no es por naturaleza belicoso,
todo lo contrario; es el menos dado a los juegos de la guerra de entre todos
los cánones. Por desgracia tuvimos que afrontar días muy turbios a pie de
trinchera, pues nuestro lugar como lectores del Legado nos lo imponía. Con todo
esto sólo quiero justificar por qué mi ayuda de campo era Shelley, del Segundo
canon. Los Irregulares de Pizarro éramos la unidad de observadores del Quinto,
el único grupo de combate en toda la historia de mi canon; difícilmente
encontraríamos a alguien entre nosotros con la suficiente destreza para salir
con bien de la lid. Yo, por mi nacimiento, era el indicado para el mando y, una
vez conocido mi destino, busqué un asistente que pudiera cumplir con las
funciones de general. Shelley era una competente oficial y se mantenía en muy
buenas relaciones con el Quinto, interesándose más por las lecturas de los
Legados que en las labores de guerra.
Un día en que los rebeldes del Sexto habían sido
tan brutalmente aplastados que el olor a pólvora y cadaverina impregnaba el
aire y se metía en la ropa hasta hacer imposible separarse de él, un día de
sombras en que la luna ocultaba al sol y se veía como una gigantesca esfera de
inquietante fosforescencia verdosa a punto de desplomarse sobre nosotros, ese
día, el de mi tercer cumpleaños, Shelley dijo que me amaba. Yo estaba sentado
sobre los restos de un muro ruinoso, el decorado apropiado para las
postrimerías de una matanza, contemplando la luna, las siluetas oscuras de los
sauces, y pensando en la sangre que había visto y en la que posiblemente vería
al día siguiente; ella se sentó a mi lado y lo susurró. La conocí veintiocho
meses atrás, y simplemente la consideré mi ayuda de campo, la persona que daría
de verdad las órdenes a los Irregulares mientras yo trataba de alejarme de la
locura. Jamás vi en ella belleza alguna: su piel coriácea, sus espinas, sus
ojos de fuego me parecían más de animal que de mujer. Pero ella me amaba, o
así lo decía. Acaricié su duro cuerpo con mis manos y la besé, sintiendo la
frialdad en sus labios. Mis dos brazos del canon la desnudaron torpemente;
nunca he aprendido a moverlos bien a pesar de las numerosas operaciones que he
padecido para mejorar su coordinación. Ella rió ante mi desmaña, y pronto
acabamos en el suelo húmedo, quién sabe si de sangre.
La noche empezó tan oscura como había sido el
día, pero la fuga de la luna nos permitió ver estrellas y, como todos y cada
uno de los herederos desde que llegamos aquí, pensar en la Tierra.
-¿Es cierto que allí el sol es rojo como el
nuestro, pero la luna es tan pequeña que casi no lo tapa nunca? -dijo, apoyando
la cabeza en mi pecho, procurando no molestarme con las espinas de su cuello.
Yo tomé cuidadosamente una de ellas, negra, flexible, firme y aguda, y la besé
en la punta. Shelley, la fría Shelley que arrancaba cabezas sin pestañear,
sonrió arrobada-. Dime, Pizarro, ¿es verdad?
-¿Cómo voy a saberlo? -bromeé-. Nunca he estado
allí.
-Tú eres del Quinto. Y además naciste de una
cerda, como los primeros nacidos.
-¿Y piensas que eso me hace más sabio?
-Si el Quinto canon no es más sabio, tal vez nos
hemos equivocado de bando en esta guerra.
-Bueno, sí, es cierto. Allí es la luna la que
gira en torno a la Tierra, tan pequeña es.
Eso pareció saciar la curiosidad de su mente
soñadora. Aproveché entonces este dulce silencio, tan común entre dos amantes,
para contemplarla a través de mi ojo y mis manos, que no cesaban de
acariciarla. ¿He dicho que no era hermosa? Si así lo he hecho, mentí. No me lo
pareció en un principio, porque la dureza, la fuerza, la velocidad y la
fiereza no parecen compañeros propios de la belleza. Las mujeres, las de la
Tierra, aquellas que están en las grabaciones, las que conforman el Primer
canon, no muestran todo ese vigor y energía que hay en Shelley. La rubia Monroe
de las películas, o esa belleza evanescente de mirada inquietante, Urna
Thurman, que parece a cada momento estar a punto de disolverse en el aire, convirtiéndose
en alguna fragancia afrodisíaca, están tan lejos de Shelley como yo de los
torpes gigantes del Sexto canon.
Sin embargo, junto a ella conocí el atractivo de
la furia y la violencia, la belleza de la pujanza y la agilidad. Todo ello en
la forma de una mujer blindada, una Venus de acero, mucho más alta y corpulenta
que yo y, por supuesto, mucho más valiente. En definitiva, la Thurman del
Segundo canon.
-No me gusta la guerra -dijo ella tras un suspiro
mientras arrojaba despreciativamente un papel arrugado, que sin duda era su
programa para el día anterior. «Agresividad», habrían escrito en él.
-A nadie le gusta.
-A mí debería gustarme. Me he educado dentro del
Segundo, me he preparado para ella.
-También deberían gustarles sus tareas a los del
Sexto canon, y mira en qué situación estamos.
-¿No piensas a veces...? -Guardó silencio, porque
lo que estaba dispuesta a decir podía considerarse traición. ¿Debe haber tales
reparos entre amantes? No.
-Sí, lo he pensado. Pero tanto en mí como en ti
esas ideas son contra natura. El Legado es claro: los cánones establecen lo que
compete a cada uno, rebelarse es absurdo.
-Pero, entre los primeros nacidos... ¿cuánto hace
de eso?
-Veintitrés años.
-Eso. Hace tan poco tiempo sólo había Primer
canon.
-Es cierto. Noé transportaba únicamente embriones
congelados del Primer canon, cinco millones exactamente. Los transportó durante
más de treinta años hasta que llegaron a Wolf 359, junto con embriones de otras
especies animales de la Tierra.
-Ya, ya lo sé. -En más de una ocasión me había
oído repetir esa historia. Es mi obligación-. Lo que quiero decir es que la
sociedad de los primeros nacidos vivió con un único canon y subsistió. ¿Por qué
son necesarios los otros cinco ahora?
-Porque así es la sociedad en la Tierra, así es
como nos lo trasmite Noé a través del Legado. Si fuera de otro modo, nos
sumiríamos en el caos. -Traté de poner mi voz más solemne. Pensamientos como
éstos eran la semilla de muchos problemas que no deseaba para Shelley-. Además,
no debes juzgar por los primeros nacidos. Su sociedad era un trámite, un
período de tránsito hasta que los cánones se instauraran. Verás: Noé atravesó
millones de kilómetros hasta llegar aquí, a través del frío espacio. Una vez
llegado a Wolf 359, un planeta fértil y habitable, debía desarrollar los
embriones de hombre. Buscó un animal apropiado para que gestase los gérmenes
humanos, después de alterarlo debidamente. Encontró a los cerdos,
suficientemente adecuados para esa labor; los modificó, implantó en ellos los
óvulos fecundados, y los dejó bajo la vigilancia de Seguridad. Pues bien, aquí
tenemos a cinco millones de hombres y mujeres, todos del Primer canon y
nacidos a más de un parsec de su planeta de origen. Noé tuvo que cuidarlos desde
niños y, a través de Seguridad, fue enseñándoles qué eran, cuál era su
herencia. Naturalmente, en esa situación no había posibilidad de conflicto
alguno. Estaban demasiado ocupados en aprender veinticinco siglos de cultura
terráquea. Más adelante, la siguiente generación sí tuvo que enfrentarse con
verdaderos problemas de organización. Necesitaron recurrir a los cánones que
afanosamente mostró Noé para poder medrar. Comenzaron las operaciones, y
llegamos hasta el día de hoy.
-Lo entiendo. ¿Por qué entonces no se mandaron embriones
del resto de los cánones? Ya sé que tú eres de los pocos en pertenecer a dos
cánones. Yo sólo soy hija natural, pero estarás de acuerdo conmigo, y no te
ofendas por lo que voy a decir, en que todos somos en cierto sentido del Primer
canon, sólo que... mutilados. Entiéndeme, no soy una rebelde, pero ¿no sería
mucho mejor si hubieran enviado ejemplares de todos los cánones?
-No lo sé. -Y no mentí al decirlo. Mis dudas eran
tan intensas como las de Shelley, y esto es muy grave en alguien como yo, cuya
función es impartir la sabiduría que proviene de la Tierra. Todos los
argumentos de Shelley estaban cargados de lógica, y en más de una ocasión los
había utilizado yo mismo en mis soliloquios heréticos. ¿Por qué mandar sólo
ejemplares de un canon, aunque fuera éste el superior? ¿Por qué obligarnos a
operaciones tan radicales? Mis dos brazos de más nunca han tenido la movilidad
de los originales, y tengo que someterme a continuas revisiones e
intervenciones médicas, como todos los de mi canon. Mi único ojo tiene un
espectro de visión muy superior, pero me costó muchos años acostumbrarme a su
posición centrada y a la disminución de campo visual. ¿Y la ubicuidad de los
sexos? La existencia de dos sexos, totalmente diferenciados en todos los
cánones, contravenía directamente al Legado. Se intentó en un principio
recurrir también a la cirugía, sin buenos resultados. Todo esto creaba en mí un
sentimiento de comprensión hacia los rebeldes del Sexto, impropio en alguien de
mi cargo.
El estruendo, aunque lejano, me alarmó e hizo que
las espinas de Shelley se alzaran como el copete de una cacatúa. Nos incorporamos
de un salto y, mientras ella recogía su equipo alegremente diseminado por el
suelo, yo presté atención hacia el sonido de orugas que escuchaba a mi espalda.
Un agente de Seguridad, con sus luces de posición rojas parpadeando, reclamaba
mi interés.
-Pizarro, es una emergencia -dijo con su voz
desprovista de toda emoción-. Los rebeldes asaltan las defensas norte; las han
atravesado en varios puntos y avanzan por la ciudad.
Me encaramé al muro de un brinco. A lo lejos, las
luces de París formaban un disco casi perfecto sobre la campiña, con la
brillante esfera del cuartel de Seguridad bien visible en el centro. Casi perfecto,
como he dicho, porque al norte las explosiones continuas desfiguraban el
contorno. Los habíamos machacado durante dos días. Diez mil individuos del
Sexto canon, sin noción alguna de estrategia, sin haber empuñado jamás en su
vida un arma pero hartos de excavar y excavar en el corazón de la tierra,
enfrentados a todo el Segundo canon y la Seguridad. Murieron sin poder hacer
nada, o eso parecía. Sin embargo, aquí estaban, asaltando la ciudad más
septentrional del sector seis.
-Todos están en sus puestos, Pizarro. -Shelley,
equipada ya con su uniforme, me tendía el comunicador, recordándome mis obligaciones-.
Seguridad dice que serán fácilmente reducidos; sólo algunos grupos aislados
han logrado traspasar las defensas. Uno de ellos se dirige a la Quinta casa.
-Y ése es nuestro objetivo, supongo.
Me abroché los pantalones y corrí tras el de
Seguridad y Shelley, que ya nos aventajaba en diez metros con un par de
zancadas. Como la de todos los cánones, nuestra unidad no era más que testimonial:
doce hombres y mujeres que representaban el apoyo del Quinto al orden
establecido. Pero mi idea de reclutar a Shelley acabó por convertirnos en un
buen equipo de combate. Ella supo sacar rendimiento a nuestros cuatro brazos y
nuestro ojo con visión termográfica; mi amor era un genio militar, después de
todo. Sin poder compararnos a los Segundos, éramos lo suficientemente buenos
para proteger nuestra casa en París.
-Pizarro -escuché la voz de Shelley susurrando a
través del comunicador enganchado al oído, mientras veía la luz de su foco táctico
iluminar la pradera que teníamos delante-, creo que tendremos dificultades. Un
grupo se ha hecho fuerte en la cervecería y hace fuego desde allí a la casa
Quinta. Coge a los dos Seguridad y a cinco más y da un rodeo por la primera
circunvalación hasta entrar en la casa por detrás. Allí toma posiciones y
responde al fuego con todo lo que puedas. Yo me llevaré a los demás y trataré
de asaltar la cervecería por sorpresa. ¿Estás de acuerdo?
Era una pregunta protocolaria: siempre estaba de
acuerdo. Cruzamos los pastizales lo más rápido posible, escuchando las órdenes
entrecruzadas de las distintas unidades. Ese sonido en mis oídos, junto a las
parpadeantes luces del Seguridad y la brillante y fugaz silueta roja que era
Shelley en medio de la oscuridad, me enardeció, preparando mi cuerpo para el
inminente combate. Pronto el estruendo de la escaramuza se hizo notable, aunque
estábamos a diez kilómetros de los enfrentamientos. En el perímetro sur nos esperaba
el resto de la unidad: diez miembros del Quinto canon, apresuradamente
pertrechados y seguramente deseando no verse de nuevo frente a frente con el
enemigo. Tras dejar atrás la última loma, París surgió con toda su luminosidad.
Esa noche la ciudad parecía llena de gritos y del correr de la gente. Nadie
había esperado un ataque, no después de la gran victoria de la víspera.
Aunque la misión asignada a mi equipo nos llevaba
a dar un rodeo que casi doblaba la distancia en línea recta hasta la
cervecería, llegaríamos mucho antes que Shelley pues nosotros contábamos con
Seguridad. Montados a horcajadas sobre ellos, tres en cada uno, salimos
disparados, impulsados por las orugas de los agentes a través de la amplia
carretera de circunvalación, iluminada aquí y allá con las parpadeantes luces
rojas de alarma colgadas de altísimas farolas. Agentes de Seguridad la
recorrían de un lado a otro, tratando de mantener orden entre la población
atemorizada, que se echaba a la calle en busca de refugio. Vi la Cuarta casa
arder por una esquina: una bomba había hecho impacto. Peor era la situación
del Centro de Programación, que prácticamente estaba derruido, y cientos de
personas que habían acudido a última hora del día para recibir la actitud de
que gozarían la jornada siguiente habían encontrado en su lugar una triste
muerte.
Abandonamos la carretera para internarnos en la
zona norte de París. El combate se concentraba en los comedores, cuyas amplias
bóvedas de plata ardían en algunos puntos. Aparte de eso, sólo se distinguía
lucha en la zona industrial, en la cervecería. Llegamos a la casa por la parte
trasera, a resguardo de los disparos rebeldes. Salté del Seguridad mientras
amartillaba mi pesado fusil.
-Shelley, ya hemos llegado.
-Nosotros tardaremos unos minutos. Seguid el plan.
En la puerta había un Segundo cerrándonos el
paso, con el rostro encendido de rabia por tener que cumplir humildes
funciones de celador en lugar de estar en lo más crudo de la batalla. Desde
dentro, algunos compañeros me reconocieron y me franquearon la entrada.
-¿Sois los Irregulares de Pizarro? -preguntó el
Segundo, a lo que asentí rápidamente-. Os esperábamos. El fuego es muy intenso
en la otra fachada.
Los primeros en tomar posición fueron los agentes
de Seguridad en el primer piso. De inmediato abrieron fuego con sus lanzacohetes,
y con cada impacto arrancaban trozos de mampostería de la vieja cervecería. La
contienda parecía más destinada a destruir los artesonados de los edificios que
a dañar a nadie. Unos y otros disparábamos sin blancos fijados, abriendo fuego
a discreción, y pronto la calle que nos separaba estuvo cubierta de cascotes.
Desde la larga galería del segundo piso, con las paredes cubiertas de madera
lacada y adornada con los emblemas del Quinto canon, yo ni miraba; sólo sacaba
el fusil con mis brazos superiores por una de las ventanas enrejadas y apretaba
el gatillo con el ojo cerrado.
-Pizarro, hemos encontrado unos visitantes
inesperados que tratan de causarnos problemas. -Era Shelley, por el
comunicador-. Habla con Seguridad, que te den un informe y, si pueden, que manden
apoyo. Vosotros manteneos donde estáis.
Obedecí, como un superior diligente que era. El
pensamiento de que nos quedábamos allí solos, sin su ayuda, me aterraba. Tal
vez también temía perderla, perder mi recién encontrado amor. Sonreí en medio
del tiroteo, especulando con la extraña situación de una Segundo y un Quinto,
casi un Primero. El viejo Descartes no lo toleraría, nadie de mis cánones lo
toleraría. ¿Realmente importaba su opinión en una sociedad en la que los hijos
de Segundos nacen como Primeros hasta pasar por el quirófano? Una vez que hube
obtenido instrucciones de Seguridad, volví a hablar con Shelley.
-¿Cómo os va?
-Están retrocediendo... Espera. -¡Shelley! ¿Pasa
algo?
-No. Un tirador, ya está neutralizado. Están
retrocediendo, pero no sé si encontraremos más. ¿Qué ha dicho Seguridad?
-Que sólo se trata de grupos dispersos. Ningún
contingente importante ha penetrado más allá de la circunvalación.
-Pásamelos. -Eso hice. Como jefe de unidad,
disponía de un equipo de comunicación más sofisticado que el resto de mis
hombres, con capacidad de mantener abiertos varios canales a un tiempo.
-Seguridad -sonó la voz del agente-. ¿Con quién
hablo?
-Shelley, de los Irregulares de Pizarro. Necesito
una ruta segura desde nuestra posición al edificio de la cervecería. ¿Pueden
proporcionármela?
-Sí. El satélite suministra imágenes claras. Os
tenemos monitorizados. Mantened el curso que lleváis ahora hasta alcanzar el
edificio de Coca-Cola y aguardad instrucciones allí.
Un violento estallido me arrancó de la
conversación. Miré a mi alrededor en busca de desperfectos, cadáveres o
cualquier otra muestra de desastre. Por suerte, el desastre estaba en la acera
de enfrente.
-¡Pizarro! -Era Kepler, que en esos meses de
guerra había desarrollado una beligerancia excesiva para su canon-. ¡Están al
descubierto!
Me levanté y miré por la ventana. Todo el frontis
de la cervecería se había desplomado: los cohetes de Seguridad habían hecho su
trabajo. Entre el humo, mi ojo me mostraba el calor que los enormes corpachones
de los Sextos irradiaban mientras se movían torpemente, buscando una salida.
Disparé con el fusil y con dos subfusiles más hasta vaciar los cargadores. No
creo que acertara a nadie. La puntería nunca fue una de mis virtudes.
-Ya hemos llegado, Seguridad. -Shelley seguía en
marcha.
-Entendido. Ahora tenéis que cruzar la calle
Mayor. Hay cuatro rebeldes cubriendo el cruce. Pasad en grupos de dos y
apostaos en la esquina del Edificio de Reciclaje de Cuerpos. Podemos buscar una
ruta más larga y más segura si quieres.
-No, ésta va bien.
Iba a pedir a Shelley que no se arriesgase, que
la situación ya estaba segura en la casa Quinta, cuando escuché gritos en la
planta baja: estaban dentro. Oí la inconfundible explosión de un agente de
Seguridad que reventaba, y temblé. Habían empleado la misma táctica que
nosotros, disparando desde la cervecería para distraer nuestra atención
mientras accedían por otro lado. Eran más de los que suponíamos. Mi primera
reacción fue esconderme; luego escuché la voz de mis hombres pidiendo
instrucciones, y me acometió un arrebato de responsabilidad.
-¡Kepler! ¿Qué ocurre?
-Han entrado dos. Uno ha caído, pero el otro está
como loco. Ha derribado a tres de los nuestros.
Me dirigí hacia el piso inferior, temiendo el
momento en que tuviera que dar una orden.
-No creo que podamos con él, Pizarro. Necesitamos
a un Segundo. -Sólo era uno, y nosotros más de diez entre mis hombres y el
personal de la casa. Alguna forma habría de eliminarlo.
-Hemos cruzado todos, Seguridad. -La voz de
Shelley se mezclaba con las nuestras en mi receptor.
-¿Qué hacemos, Pizarro?
-Abrid fuego.
-De acuerdo. Ahora girad a vuestra derecha,
siguiendo la línea del Edificio de Reciclaje de Cuerpos. Tomad la primera
bocacalle a la izquierda. Allí aguardad instrucciones.
-Se ha parapetado bien en la entrada, y cubre
todas las puertas. No podemos hacer blanco.
Tuve una idea cuando pisé el primer escalón de
bajada.
-¿Cubre la puerta al exterior?
-Llegamos a la primera bocacalle. Todo está
despejado.
-Naturalmente que no la cubre; es por donde ha
entrado.
-Perfecto. -Sentí entonces lo que debe de sentir
el Segundo canon. Sabía que el pobre rebelde se había metido en su propia
trampa.
-Adelante. El camino está despejado. Llegaréis a
la cervecería en veinte segundos.
-¡Me ha dado!
Supuse que era Kepler. Abrí una ventana en la
escalera, y vi que daba a la calle. Podía descolgarme desde las rejas: no había
demasiada altura. Cuando empecé a salir, me acosó el temor de que otro rebelde
estuviera esperando fuera.
-Seguridad -llamé, con los pies ya colgando por
el alféizar-. Necesito saber si quedan rebeldes detrás de la casa Quinta.
-¡Pizarro, necesitamos instrucciones!
-Identifíquese.
-Seguridad, hemos llegado a un cruce.
-Pizarro, de los Irregulares de Pizarro.
-No. No hay nadie.
-¿No hay nadie en el cruce?
-¡¡Pizarro!!
-Tranquilos, ya estoy casi, mantened las
posiciones.
Caí al suelo, caminé con el mayor sigilo de que
era capaz y llegué a la puerta trasera, arrancada de los goznes por alguna
detonación. Un gigantesco Sexto me daba la espalda, parapetado tras la enorme
mesa de piedra de la recepción, que por fuerza de su naturaleza había sido
capaz de volcar, mientras no paraba de disparar hacia mis hombres dentro de la
casa.
-Seguridad. Hemos llegado a un cruce. Espero
instrucciones.
-Aguarda.
-¡Pizarro! ¡¿Qué hacemos?!
-¡Adelante! -grité, furioso, y vacié el cargador
contra el rebelde torpe y despistado. -¿Avanzamos? -A la derecha.
En cuanto el Sexto se incorporó al sentir los
primeros impactos en su espalda, el resto de los Irregulares tuvo un blanco
claro. Quedó reducido a un montón de sangre y carne inerte.
-Muy bien, ya está -dije victorioso. Entonces
llegaron a mis oídos unos gritos horribles. Luego, la voz de Seguridad fue
como el hielo contra mi espalda desnuda.
-Pizarro, hemos perdido a la unidad a cargo de
Shelley.
Una emboscada. Se plantaron en medio de la calle,
frente a un grupo de rebeldes apostados. Los seis cayeron bajo el fuego. Nadie
consideró el hecho como una derrota, pues no se esperaba nada de una unidad
dirigida por alguien del Quinto canon. El ataque, por cierto, fue repelido, y
los rebeldes eliminados, pero los Irregulares de Pizarro no fueron la unidad
más lucida. En cuanto terminé de organizar las cosas en la Quinta casa, fui al
hospital. Era noche cerrada en París, y por todos lados se veían equipos de
Sextos apagando incendios y restañando las heridas de la ciudad, que para
desgracia de los rebeldes no fueron muy graves. Hasta que llegué al hospital no
pregunté por la suerte de mis hombres. Tenía miedo por Shelley. Se me dijo que
todos, heridos o muertos, habían sido trasladados al hospital central. Al
llegar allí, el frío eco de los suelos de mármol y el reverberar de gritos y
lamentos terminó por metérseme en los huesos. Creí estar a punto del colapso.
Un Tercero con espasmos en sus flagelos disipó mis temores: Shelley estaba
viva. Un impacto le había perforado el blindaje, y tenía una bala alojada en la
espina dorsal. No podía moverse y estaba en observación. ¿Pronóstico? No
sabían si podría volver a caminar.
Quise ir a verla y, pese a poner muchas pegas, el
Tercero accedió al final. Tenía un aspecto horrible, tumbada y llena de tubos
entrando por todos sus orificios, rodeada de otro montón de camaradas en peor
estado aún. Mantenía los ojos cerrados, y cada una de sus aspiraciones parecía
un esfuerzo mortal. Mi espinoso amor era igual ahora que los restos metálicos
de un agente de Seguridad. Trepé a la cama, abriéndome paso entre los heridos y
procurando no empeorar su situación. Alguno se lamentó y yo me disculpé como
pude, haciendo gestos al Tercero, que movía un flagelo recriminatoriamente
hacia mí. Tomé su mano pensando que estaba inconsciente, y sus dedos, envolvieron
de inmediato mi antebrazo entero. Abrió los ojos.
-Pizarro. ¿Cómo ha ido todo?
-Los rechazamos. Fue más el ruido que otra cosa.
Deben de estar realmente desesperados para intentar un ataque así.
Cerró de nuevo los párpados, y yo la dejé
descansar. Su destartalada figura me producía un dolor sordo, casi
insoportable. Comprendí que la amaba de veras, más de lo que pensaba, y que en
cierto modo era responsable de su estado.
-Shelley, ¿me oyes?
-Sí, estoy despierta.
-Si te molesto me voy, pero...
-No. Me gusta oírte. -Mi dulce guerrero... Hasta
en un momento como ése, después de que mi ineptitud la había arrastrado a la
invalidez, tenía un gesto amable para mí.
-Shelley, ¿qué hice mal?
-Nada. No fue culpa tuya. Seguridad nos conducía;
debió de equivocarse.
-¿Cómo? Os estaba siguiendo por satélite. No han
informado de ningún fallo en el sistema.
-Pues alguno hubo. Nos llevaron directamente a
los rebeldes. Si me hubieran avisado no quedaría nada de ellos.
-Los Regulares de Ford acabaron el trabajo. -Es
una buena unidad.
Sí, eran Segundos. Suspiró profundamente y se
quedó dormida. Alarmado, pregunté al Tercero que estaba de guardia, y deseoso
de que yo abandonara la sala. Tras examinarla me dijo que no ocurría nada; sólo
descansaba.
Salí del hospital indignado. ¿Cómo había podido
equivocarse Seguridad? Se encontraba a cargo de Noé, una inteligencia artificial
de última generación, y nunca cometía errores. Salvo esta vez, salvo cuando era
la mujer que amaba la que salía herida. A la puerta me esperaba un agente, el
que todos los jefes de unidad tenemos asignado, que nada más verme empezó a
reclamar mi atención con sus luces.
-¿Qué quieres? -No tenía humor para aguantar a
Seguridad.
-Pizarro, te informo de que desde este instante
eres supervisor especial del sector seis.
-¿Qué tontería es ésa? Soy superior del Quinto
canon en esta región. No puedo ser supervisor. El supervisor del seis es...
-El supervisor Barnard ha muerto en el ataque.
Por desgracia, se encontraba en la zona del perímetro que sufrió la primera
acometida de los rebeldes.
-¿Y qué hacía Barnard en París?
-Quiso comprobar personalmente que los Sextos
eran convenientemente sofocados.
-Una lástima. -Y no mentía al decirlo. Barnard
era un buen supervisor, una persona eficaz y bastante cordial para lo que son
los Primeros-. Aun así, te repito que soy del Quinto.
-Naciste como Primero. En situaciones de
emergencia como ésta, es preciso cubrir enseguida la vacante de un supervisor
de sector si ésta se produjera. Noé ha considerado que tú, perteneciendo al
Primero y estando presente en el lugar del conflicto, eras el más idóneo.
Descartes estaría orgulloso. Su hijo, su primer
nacido, ese que había preferido las lecturas del Legado a la política, al final
adquiría la posición que le estaba asegurada por nacimiento. Yo no me sentía
igual de contento. No quería premios que vinieran de esa estúpida máquina que
casi había matado a Shelley.
-¿Y qué se supone que debo hacer?
-Lo que quieras. Tú eres el supervisor.
Naturalmente. En tanto se eligiese al definitivo
supervisor, yo era la autoridad máxima. Mi sangre de Primero reaccionó con esa
idea, y pronto empecé a pensar en mis deberes sociales.
-Deberíamos tomar medidas para atender los daños,
y prepararnos para otro posible ataque.
-Noé ha tomado esas medidas con carácter de
emergencia, pero por supuesto puedes revisarlas si así lo deseas.
Para qué. Seguramente serían las más apropiadas.
Seguridad siempre acierta, jamás ha cometido un error que se recuerde. Salvo
uno, uno que me tocaba directamente a mí y a los míos. La rabia me inundó
mientras miraba mi reflejo en la cromada piel del Seguridad, hasta que no pude
soportar su presencia.
-¿Qué es lo que falló? -le espeté en su cara sin
ojos ni boca.
-No entiendo la pregunta.-En el asalto, parte de
mi unidad cayó en una emboscada mientras vosotros la guiabais. ¿Por qué?
-Debo entender que responsabilizas a Seguridad de
las bajas de tu unidad. -Eché a caminar, seguido por el estruendo de las orugas
del agente. Es inútil discutir con uno de esos cacharros de metal: no se
ofenden jamás.
-Vosotros los conducíais hacia la cervecería.
¿Por qué no advertisteis la emboscada?
-La unidad decidió entrar en una calle no segura.
No tenemos culpa de eso.
-Pero ¿por qué no la previnisteis? Todos están
muertos o heridos. -Sentí repentinos deseos de disparar contra el agente: él
no me devolvería el fuego. Noé no atacaría a alguien leal: supondría que se
trataba de un acceso de ira y me dejaría descargarla, a sabiendas de que
podría reponer el agente en pocas horas. Eso mismo dotaba al gesto de una
futilidad incapaz de sofocar mi furia.
-Sí se advirtió. Indicamos que la unidad
aguardara instrucciones, pero no hizo caso.
-Shelley dice que la mandasteis directa a la
celada.
-No fue así.
Traté de hacer memoria. Toda la situación ocurrió
mientras yo disfrutaba de mis segundos de héroe, matando por la espalda al
Sexto, y no podía ordenar mis recuerdos.
-¿Tenéis grabadas las comunicaciones?
-Sí, puedo reproducírtelas ahora mismo si lo
deseas.
-Por favor. Quiero oír lo que ocurrió minutos
antes de la emboscada.
El agente se estiró en su imponente altura,
y vi cómo la antena del hombro se movía en busca de Noé, allá en su órbita
alta. Pronto el ruido de estática dio paso a las comunicaciones de la pasada
batalla:
«Pásamelos.
»...
»Seguridad. ¿Con quién hablo?
»Shelley, de los Irregulares de Pizarro. Necesito
una ruta segura desde nuestra posición al edificio de la cervecería. ¿Pueden
proporcionármela?
»Sí. El satélite suministra imágenes claras. Os
tenemos monitorizados. Mantened el curso que lleváis ahora hasta alcanzar el
edificio de Coca-Cola y aguardad instrucciones allí.
»¡Pizarro! ¡Están al descubierto!
»...
»Ya hemos llegado, Seguridad.
»Entendido. Ahora tenéis que cruzar la calle
Mayor. Hay cuatro rebeldes cubriendo el cruce. Pasad en grupos de dos y
apostaos en la esquina del Edificio de Reciclaje de Cuerpos. Podemos buscar una
ruta más larga y más segura si quieres.
»No, ésta va bien.
»¡Kepler! ¿Qué ocurre?
»Han entrado dos. Uno ha caído, pero el otro está
como loco. Ha derribado a tres de los nuestros.
»...
»No creo que podamos con él, Pizarro. Necesitamos
a un Segundo.
»Hemos cruzado todos, Seguridad.
»¿Qué hacemos, Pizarro?
»Abrid fuego.
»De acuerdo. Ahora girad a vuestra derecha,
siguiendo la línea del Edificio de Reciclaje de Cuerpos. Tomad la primera
bocacalle a la izquierda. Allí aguardad instrucciones.
»Se ha parapetado bien en la entrada y cubre
todas las puertas. No podemos hacer blanco.
»¿Cubre la puerta al exterior?
»Llegamos a la primera bocacalle. Todo está
despejado.
»Naturalmente que no la cubre; es por donde ha
entrado.
»Perfecto.
»Adelante. El camino está despejado. Llegaréis a
la cervecería en veinte segundos.
»¡Me ha dado!
»Seguridad. Necesito saber si quedan rebeldes
detrás de la casa Quinta.
»¡Pizarro, necesitamos instrucciones!
»Identifíquese.
»Seguridad, hemos llegado a un cruce.
»Pizarro, de los Irregulares de Pizarro.
»No. No hay nadie.
»¿No hay nadie en el cruce?
»¡¡Pizarro!!
»Tranquilos, ya casi estoy, mantened las
posiciones.
»Seguridad. Hemos llegado a un cruce. Espero
instrucciones.
»Aguarda.
»¡Pizarro! ¡¿Qué hacemos?!
»Adelante.
»¿Avanzamos?
»A la derecha.
»Muy bien, ya está.
»...
»Pizarro, hemos perdido a la unidad a cargo de
Shelley.»
-¡Ahí está! -exclamé, exaltado-. Le indicasteis
hacia dónde ir y los metisteis de cabeza en la trampa. Respecto a su posición,
¿dónde estaban los rebeldes?
-A la derecha del cruce.
-Entonces, ¿por qué los mandasteis allí?
-No lo hicimos.
-¡Maldita sea! Repite los últimos cuatro
mensajes.
«¿Avanzamos?
»A la derecha.
»Muy bien, ya está.
»...
»Pizarro, hemos perdido a la unidad a cargo de
Shelley.»
-Ahí lo tienes: «A la derecha».
-Eso no es Seguridad.
Guardé un instante de silencio. Ciertamente, el
tono de voz era distinto, pero fácil de confundir en el alboroto de la lucha.
-¿Y quién demonios dio esa orden? Porque, desde
luego, yo no fui.
-Lo siguiente tan sólo es una hipótesis. Creemos
que fueron los rebeldes. Debían de tener sintonizada y decodificada nuestra frecuencia
de combate. Siguieron el camino que marcábamos a tu unidad y, en el momento
preciso, dieron la orden.
Y Shelley creyó que era Seguridad, y giró a la
derecha y quedó paralítica, y el resto de los Irregulares muertos o heridos.
Saber la verdad no hizo que me sintiera mejor. Si
yo no hubiera pedido ayuda a Seguridad, Shelley no habría confundido los mensajes:
demasiado jaleo en la radio, demasiado barullo. Debí mantener las líneas
limpias, debí ordenar silencio, nunca debí empeñarme en formar una unidad
operativa de un montón de predicadores torpes, jamás debí obstinarme en
contravenir tanto mi canon. Por algo están, por algo nos hicieron llegar desde
la Tierra.
Pasé por el Centro de Programación transitorio
que el Cuarto canon había improvisado en la puerta sur, una tienda oval de
tela metalizada para sustituir al original, que había sufrido graves desperfectos.
Pronto amanecería, y no se podía dejar a toda la población de París, alrededor
de cien mil personas, sin programa. Para mí había «Paz y Contemplación», justo
lo qué deseaba. Cuando uno abre el sobre lacrado en rojo que el Cuarto canon le
ha preparado y descubre que su programa es exactamente el que ha deseado
durante todo el día, es el momento más agradable del mundo. Volví a salir al
encuentro de mi diligente guardia de Seguridad mientras leía con más
detenimiento las breves instrucciones del programa:
«Relajarse. No mantener contacto con personal
relacionado con la actividad laboral por tiempo mayor de media hora. Pensar en
los hechos intranscendentes ocurridos durante los dos últimos meses, sin detenerse
en ninguno de ellos más de doce minutos. Realizar excesos en bebida o comida.
Pasar la mitad del día al menos en el campo. Pasear. De noche, mirar las
estrellas. Pensar en la Tierra.»
Irónico. Como si hubiera un instante en mi vida
en que no hubiera pensado en la Tierra. Iba a entregarme de lleno a mi programa
desde ese mismo momento sin reparo alguno, porque el programa anterior ya
había sido superado por las circunstancias. Salí de la ciudad cuando el sol
despuntaba, dedicado a tontas cavilaciones y bebiendo una coca-cola. El aire
se caldeó, y entre las ligeras nubes se impuso la titánica figura de la luna,
que cubrió la mitad del cielo y se hundió en el horizonte. Un viento matutino
empezaba a agitar los altos tallos de la hierba cuando llegué al mismo lugar
donde seis horas antes había gozado del cuerpo de Shelley. No fue azar, no lo
creo. En el espacio de una noche había copulado con una mujer, había creído
sinceramente que ella era ese amor que suponemos irrealizable, y luego la había
conducido a la muerte; consideré razonable que acabara esa extraña jornada
allí. Ya con la luz, me quedé ensimismado, escuchando el vaivén cadencioso de
los sauces y contemplando la imagen del inmenso creciente lunar. En la región
de sombras del satélite gaseoso se vislumbraban los relampagueos de lejanas y
hercúleas tormentas, muy acordes con mi estado de ánimo.
Rabia, eso tendría que haber puesto en mi
programa, no paz y contemplación. Pero, como todo lo que me rodeaba, la programación
no funcionaba. ¿Cuándo había sido la última vez que había podido seguir mi
programa para un día sin desviarme de él lo más mínimo? No lo recordaba. Es
imposible estar en paz cuando uno acaba de condenar a la invalidez a la mujer
que ama, por mucho que se empeñe el Cuarto canon, como tampoco es posible mover
bien cuatro brazos si uno ha nacido sólo con dos, como no tiene sentido que
individuos con el cuerpo perfectamente adaptado al trabajo físico se rebelen
contra él y lleguen a urdir tretas suficientemente ingeniosas para acabar con
mi Shelley Eso puede hacerlo un Segundo, no un bruto de más de tres metros de
alto.
Todo estaba mal. No era tan limpio como cuando yo
era pequeño. Entonces, las lecciones brillaban como el oro. Los cánones,
perfectamente definidos, con sus funciones demarcadas con precisión,
cimentaban un mundo transparente y perfecto heredado de nuestros padres en la
Tierra. Y entonces crecí, y empezaron a aparecer esas pequeñas molestias, que
en un principio no parecían ser capaces de derribar el equilibrio de nuestra
civilización. Incómodas operaciones, brazos que se mueven mal o exoesqueletos
que se rechazan, descontentos en un canon o en otro; molestias que derriban el
frágil castillo de naipes de la estabilidad social.
Sin embargo, en la Tierra todo estaba bien, todo
funcionaba como una maquinaria recién engrasada. ¿Qué tenían allí que no teníamos
aquí? ¿Cómo se libraban de esas irritantes impurezas en el sistema? Ahora yo
tenía autoridad y deseaba eliminar los errores de mi mundo. Pero ¿cómo?
El agente, que no se había separado de mí,
comenzó a deambular en torno al muro donde me había sentado, para llamar mi
atención. Tenía que revisar esos planes de Noé, tenía obligaciones de mi cargo
que atender. «Paz y Contemplación» aguardaría unos minutos más.
-Quiero hablar con Noé. -El Seguridad comenzó con
sus ruidos electrónicos mientras establecía contacto con la nave en órbita.
-¿Qué quieres, Pizarro?
-¿París está seguro? ¿Sigue el Segundo en estado
de alerta? -Sí.
Pensé en pedir que me proyectara los planos de la
ciudad y la posición de las tropas, pero estaba demasiado cansado. No quería
ser supervisor, ni creo que valiera para ello.
-Comunica a quien corresponda que el supervisor
Pizarro mantiene seguro el sector y que espera a que se envíe al supervisor definitivo.
-Ya está. ¿Algo más?
Noé, con sutileza, me señalaba que no podía
olvidar las tareas de mi canon, del mío por elección, por muchos laureles que
mi posición política me hubiera atribuido.
-¿Se ha recibido mensaje de la Tierra? -Por
absurdo que fuese, es la obligación del Quinto canon. Nosotros custodiamos el
Legado, lo divulgamos y esperamos por si nuestros padres de las estrellas nos
ofrecían unas migajas más de sabiduría. Jamás llegó un mensaje, en veintidós
años, y ésta no iba a ser una ocasión excepcional.
-No.
De nuevo pensé en Shelley, aguardando en el
hospital, confiando en que los Terceros pudieran arreglar su médula y que no
acabaran reaprovechando su cuerpo. Todo porque yo la había confundido; si su
superior hubiera sido del Segundo canon, nada habría salido mal, no habría
equivocado aquel mensaje del astuto rebelde por los de Seguridad. ¿Por qué ese
empeño de hacer a mis Irregulares algo más que una unidad testimonial? Porque
no entendía bien los cánones, porque necesitábamos ese mensaje de la Tierra que
nunca llegaba. Nos abandonaron con su herencia, sin explicar cómo emplearla.
Sin noticias de nuestros progenitores desde que llegamos aquí y mucho antes,
todo el tiempo en el que Noé atravesó el espacio.
-Noé, ¿cuánto hace que recibiste instrucciones de
la Tierra?
-Hace treinta y seis años y medio.
Hace treinta y seis años, cuando Noé era un
cascarón en construcción orbitando nuestro planeta madre, antes de dejar la
Tierra en pos de un nuevo hogar para la semilla del hombre... No, fue después.
-Noé, esa comunicación la recibiste... Si hace
treinta y seis años, fue después de salir de la Tierra, en tránsito.
-Sí. -No podía ser. Debía de tratarse de un error
en las fechas que acababa de darme, un error en su almacén de datos. Naturalmente,
no podía ser un fallo en los cálculos de Noé, como no lo fue la emboscada de
Shelley. No obstante, nadie había oído jamás nada sobre que Noé recibiera una
comunicación en tránsito, tal vez porque nadie lo había preguntado antes.
Insistí.
-¿Cuánto tiempo después?
-Ciento cincuenta y tres años... perdona, eso es
en tiempo de la Tierra. Catorce años desde la partida.-¿Qué decía el
comunicado?
-Era muy extenso y estaba codificado. Pasé un año
decodificándolo. Tuve que eliminar parte de la información menos relevante para
dejar sitio a ésta, que tenía prioridad.
En ese momento lo vi. Vi a Noé, viajando solo
todos esos años, en silencio, llevando en su vientre las semillas congeladas
del hombre. Vi a Shelley sola, en medio de la calle, tiroteada, escuchando una
voz que creyó amiga. ¿Por qué no iba a hacerlo? Un día, el silencio de Noé se
rompió, las luces de sus controles iluminaron su frío interior para recibir el
mensaje de casa, ¿por qué no?
-Noé, ese único mensaje, ¿era de la Tierra?
-Sí.
-Haré la pregunta de otro modo: ¿podría ese
mensaje provenir de otro punto?
-Sí. Pero era de la Tierra. No puede ser de otro
lugar.
-Claro, Noé.
Soy Pizarro, y esto es lo que ahora sé que es
cierto. Llegado el día, el hombre quiso que su simiente fecundase las
estrellas, construyó un arca, la llenó de óvulos fértiles, y la mandó hacia
Wolf 359. Durante el trayecto la nave recibió un mensaje, de algún lugar
distinto, muy distinto, e interpretó que eran nuevas instrucciones. El hombre
llegó al nuevo mundo, se desarrolló y aprendió lo que la nave dijo que era su
herencia, pero no era la herencia de un solo pueblo.
Es difícil vivir bajo las imposiciones de los
padres. Los hijos han de buscar su propio lugar en el mundo, y los patrimonios
pesan. Allí, en ese cielo medio embozado por la luna, hay una Tierra con un
solo canon, con hombres y mujeres, con Marilyn Monroe, Urna Thurman y
Coca-Cola, donde los cuerpos muertos se reciclan, la gente mira una luna
pequeña y un sol rojo mientras alguien programa sus estados anímicos para la
siguiente jornada. Y hay otra Tierra, con muchos cánones, con formas distintas
para médicos y soldados, y donde hay dos, tres o ningún sexo. Y luego estamos
nosotros, herederos de ambos sin entender a ninguno.
No más Legados, digo: hemos de construir nuestra
propia herencia para nuestros propios hijos.
-Noé, soy supervisor especial del sector seis.
-Lo sé, Pizarro.
-Quiero que cierres todas tus antenas, que las
desconectes. ¿Mis atribuciones me permiten hacer esto?
-Te lo permiten. Debo informarte no obstante de
que eso impedirá que recibamos mensajes de la Tierra, y que tal decisión puede
ser revocada por cualquier otro supervisor.
-Ya veremos. Es hora de que empecemos a valemos
por nosotros mismos.
-Como quieras, Pizarro. Desconexión en quince
segundos.
No sé qué saldrá de todo esto. Quizá si
edificamos nuestras propias tradiciones no tengamos que combatir por ellas.
Sólo quizá.
-Espera. ¿Puedes mandar un mensaje antes de
cerrar?
-¿Hacia la Tierra?
-No, a todos lados, para que cualquiera pueda
oírlo.
-Sí, en todas las frecuencias. Listo. ¿Cuál es el
texto del mensaje?
-Dejadnos solos.
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