El herrador, sudoroso, tiró martillo y clavos en el cajón, y metió la
cabeza bajo el chorro del pilón, y se dejó estar por unos instantes a
su caricia. Se mal secó con un delantal viejo, que le quedaron goteando
barba y pelo, y de éste venían los hilillos de agua que le caían por la
frente.
– Ya se ve -le dijo a don León- que entiendes mucho de
caballos, y me gusta mucho el tuyo, cuya raza no conozco ni creo haber
visto nunca otro semejante, que lleve el lucero dorado, y la cola negra
azulada, que es lo más insólito que presenta. Mis abuelos estuvieron en
Troya herrando los caballos de los aqueos, y mi padre viajó hacia
Poniente, enseñando a aquellos bárbaros atlánticos el arte de la
herradura, que ignoraban, y yo herré, de mozo, para el César de Roma, y
nunca, hasta que me trajiste tu caballo, supe que se ayudaba a un feliz
viaje clavando una herradura de plata en la mano de cabalgar del corcel.
¡Todos los días se aprende algo! Y te felicito porque puedes permitirte
este gasto, que una herradura de plata se va en pocas leguas.
– Mi caballo -explicó don León- es, si puede decirse esto de caballos, de raza divina. Sabrás que en cierta isla de Levante apareció un día en la playa, como resto de un naufragio, un caballo labrado en madera, policromado, que seguramente ejerciera de mascarón de proa en una nave. Y el tal caballo era de cuerpo entero y debía encajar en la proa por los cascos traseros, levantándose sobre las olas encabritado. Era de una talla perfecta y lo más al natural que puedas imaginarte. Lo recogieron los isleños, y a hombros, y relevándose, lo llevaron al atrio del alcalde, quien salió con su mujer de la mano a admirarlo, y quedó con los ancianos en decidir qué se haría con aquel presente de las olas.
– ¿Estará vivo? -preguntaba la alcaldesa, que era casi una niña, muy ensortijada y con un ramo de flores en la cintura.
– Hubo que convencerla de que no -prosiguió don León- acercando el torrero del faro una mecha encendida a las bragas del caballo, que no se movió. Quedó en el atrio el caballo en espera de una decisión, sin guarda de vista, que aquella es una isla pacífica en un mar solitario. Y no se sabe cómo a las yeguas de aquellas gentes les llegó la noticia del bayo y su hermosura, y como las dejaban sueltas al aire libre en las eras, porque era tiempo de verano, sin ponerse de acuerdo, que se sepa, llegaron todas a un tiempo al atrio a admirar el noble bruto, yeguas viejas y yeguas mozas. Lo que pasó cuando las yeguas comenzaron a rozarse con el caballo y a lamerlo no se sabe bien, que el alcalde despertó cuando su atrio era una feria de relinchos, y ya el caballo de madera, se ignora de cuál espíritu vivificado, cubría la yegua del abad mitrado de Santa Catalina, que la habían mandado del monasterio a la granja del monte a reponerse de un catarro, y las otras yeguas, decepcionadas, mordían y coceaban a la elegida. Gritó el alcalde, salió a la ventana en camisón la alcaldesa, y corrió el alguacil a encender un farol, y cuando lo hubo encendido se vio el cuadro que dije. El caballo, al darse por descubierto, como ya había terminado la cobertura, salió galopando hacia el mar. La yegua del abad quedó preñada; y de la cría que hubo desciende mi caballo, que saca en su capa los colores del decorado de su abuelo. El abad, que aunque gordo era letrado, explicaba la elección de su yegua por el aroma de incienso que despedía, que le quedaba a la montura suya de llevarla en las procesiones, y añadió en una homilía que algunas reglas ascéticas tenían prohibido el incienso por afrodisíaco, argumentando que sí Salomón violentó a la reina de Saba fue porque ésta le presentó una caja de plata llena de incienso en cuadradillos.