Tales of Mystery and Imagination

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Juan Benet: Fábula novena

Juan Benet



El criado, en estado de intenso azoramiento, llegó al mediodía a casa de su amo, un rico comerciante, y con las siguientes palabras le vino a explicar el trance, por el que había pasado:
_Señor, esta mañana mientras paseaba por el mercado de telas para comprarme un nuevo sudario, me he topado con la Muerte, que me ha preguntado por ti. Me ha preguntado también si acostumbras a estar en casa por la tarde, pues en breve piensa hacerte una visita. He pensado, señor, si no será mejor que lo abandonemos todo y huyamos de esta casa a fin de que no nos pueda encontrar en el momento en que se le antoje.
El comerciante quedó muy pensativo.
_¿Te ha mirado a la cara, has visto sus ojos? _preguntó el comerciante, sin perder su habitual aplomo.
_No, señor. Llevaba la cara cubierta con un paño de hilo, bastante viejo por cierto.
_¿Y además se tapaba la boca con un pañuelo?
_Sí, señor. Era un pañuelo barato y bastante sucio, por cierto.
_Entonces no hay duda, es ella _dijo el comerciante, y tras recapacitar unos minutos añadió_: Escucha, no haremos nada de lo que dices; mañana volverás al mercado de telas y recorrerás los mismos almacenes y si te es dado encontrada en el mismo o parecido sitio procura saludada a fin de que te aborde. En modo alguno deberás sentirte amedrentado. Y si te aborda y pregunta por mí en los mismos o parecidos términos, le dirás que siempre estoy en casa a última hora de la tarde y que será un placer para mí recibida y agasajada como toda dama de alcurnia se merece.
Hízolo así el criado y al mediodía siguiente estaba de nuevo en casa de su amo, en un estado de irreprimible zozobra.
_Señor, de nuevo he encontrado a la Muerte en el mercado de telas y le he transmitido tu recado que, por lo que he podido observar, ha recibido con suma complacencia. Me ha confesado que suele ser recibida con tan poca alegría que nunca

Juan Benet: Reichenau



Años atrás le había dicho:
_Si desea usted algo no tiene más que llamar al timbre; yo acudiré enseguida.
No lo había dicho con esa carencia de tono de quien se halla habituado una y otra vez a la misma fórmula; sin duda no sólo contaba con pocos clientes sino que quiso dar a la frase una intención que entonces no supo adivinar, ansioso por llegar a la cama y demasiado ocupado por la sensación de malestar que le produjo el sujeto.
Fue una noche en que se perdió en un cruce de carreteras, se adentró por una de montaña en lamentable estado y solamente al cabo de un par de horas pudo llegar a otra asfaltada donde aún existía un poste de fundición de principios de siglo, cuyas indicaciones estaban tan borradas que no pudo descifrarlas al resplandor de los faros. Sin lograr orientarse en el mapa tomó al azar un sentido y al cabo de bastantes kilómetros dio con un pueblo desierto y apagado _una docena de casas de adobe a ambos lados de la carretera y una sola bombilla que se balanceaba en el aire colgada del cable, tan mortecina que ni siquiera llegaba a iluminar la calzada_, de suerte que, a pesar del cansancio y lo avanzado de la hora, no tuvo otra opción que seguir adelante, en la dirección de una señal que decía: «A Región 23 km.» Así que cuando poco después, a la salida de una fuerte curva, se topó con un caserón al pie de la carretera con un melancólico luminoso que escuetamente decía «Camas» no lo pensó dos veces.

Juan Benet. Catálisis



Septiembre había vuelto a abrir, tras una semana de abstinencia de sol, su muestrario de colores y matices que, desde las alturas, el clima había escogido para la fugaz temporada del preámbulo otoñal. Las lluvias anteriores habían servido para borrar toda muestra del verano, para cerrar el aguaducho, para llevarse los restos de meriendas campestres y dejar desierta la playa y sus alrededores —el promontorio y la carretera suspendidos en el inconcluyente calderón de su repentina soledad, como el patio de un colegio que tras un toque de silbato queda instantáneamente desprovisto de los gritos infantiles que le otorgan toda su entidad, un mar devuelto a su imposible progresión hacia las calendas griegas, apagado el bullicio con que había de intentar su falsa impresión en el presente.
«Es uno de los pocos privilegios que nos quedan.»
Fueron paseando a lo largo de la carretera, cogidos del brazo, deteniéndose en los rincones de los que habían estado ausentes durante toda la usurpación veraniega, como quienes repasan el inventario de unos bienes arrendados por una temporada. Y aun cuando no pasara un día que no celebrasen los beneficios de la paz que les era devuelta cada año al término del mes de septiembre, en su fuero interno no podían desterrar la impresión de enclaustramiento y derelicción que les embargara con la casi si­multánea desaparición de la multitud que tantas in­comodidades provocaba.
Un rezagado veraneante, un hombre de me­diana edad que paseaba con su perro, que en un prin­cipio les había devuelto la ilusión de compañía has­ta el verano de San Miguel, había de convertirse por la melancolía de su propia imagen en el mejor ex­ponente de un abandono para el que no conocían otros paliativos que las —repetidas una y otra vez sin entusiasmo pero con la fe de la madurez, con la co­medida seguridad de la persona que para su equili­brio y confianza necesita atribuir a una elección libre y voluntaria la aceptación de una solución sin alter­nativa posible— alabanzas a un retiro obligado por motivos de salud y economía.

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