Septiembre había vuelto a abrir, tras una semana de abstinencia de sol, su muestrario de colores y matices que, desde las alturas, el clima había escogido para la fugaz temporada del preámbulo otoñal. Las lluvias anteriores habían servido para borrar toda muestra del verano, para cerrar el aguaducho, para llevarse los restos de meriendas campestres y dejar desierta la playa y sus alrededores —el promontorio y la carretera suspendidos en el inconcluyente calderón de su repentina soledad, como el patio de un colegio que tras un toque de silbato queda instantáneamente desprovisto de los gritos infantiles que le otorgan toda su entidad, un mar devuelto a su imposible progresión hacia las calendas griegas, apagado el bullicio con que había de intentar su falsa impresión en el presente.
«Es uno de los pocos privilegios que nos quedan.»
Fueron paseando a lo largo de la carretera, cogidos del brazo, deteniéndose en los rincones de los que habían estado ausentes durante toda la usurpación veraniega, como quienes repasan el inventario de unos bienes arrendados por una temporada. Y aun cuando no pasara un día que no celebrasen los beneficios de la paz que les era devuelta cada año al término del mes de septiembre, en su fuero interno no podían desterrar la impresión de enclaustramiento y derelicción que les embargara con la casi simultánea desaparición de la multitud que tantas incomodidades provocaba.
Un rezagado veraneante, un hombre de mediana edad que paseaba con su perro, que en un principio les había devuelto la ilusión de compañía hasta el verano de San Miguel, había de convertirse por la melancolía de su propia imagen en el mejor exponente de un abandono para el que no conocían otros paliativos que las —repetidas una y otra vez sin entusiasmo pero con la fe de la madurez, con la comedida seguridad de la persona que para su equilibrio y confianza necesita atribuir a una elección libre y voluntaria la aceptación de una solución sin alternativa posible— alabanzas a un retiro obligado por motivos de salud y economía.
Todas las tardes salían a pasear, en dirección al promontorio y el río, si estaba despejado el cielo, más allá de la playa y hacia el pueblo si amenazaba lluvia; todos los días tenían que comunicarse los pequeños cambios que advertían (todos ellos referentes al prójimo o a cuanto les rodeara) y las menudas sorpresas que aún les deparaba una existencia tan sedentaria y monótona. Porque para ellos ya no había cambios ni margen alguno para la novedad, a fuerza de haberse repetido durante años que envejecerían juntos.
A pesar de vivir en el pueblo (eran las únicas personas con estudios, como allí decían, que habitaban en él durante todo el año) desde bastante tiempo atrás no tenían otros conocidos que los obligados por su subsistencia y solamente de tarde en larde un pequeño propietario y su señora pasaban a hacerles visita y tomar una merienda en su casa. Tan sólo recibían los periódicos y semanarios de la ciudad y las cartas del banco y no se sabía, desde que asentaron allí, que se hubieran ausentado del pueblo un solo día, a pesar de las incomodidades que provocaban los veraneantes. No eran huraños, no se podía decir que sus costumbres fueran muy distintas a las de la gente acomodada del lugar y se cuidaban con sumo tiento —no lo hacían ni en privado— de no expresar la añoranza de la ciudad o el eterno descontento por la falta de confort o de animación del medio que habían elegido, al parecer, para el resto de su vida.
Se diría que lo habían medido y calibrado todo con la más rigurosa escrupulosidad; que, a la vista de su edad, de sus achaques, de sus rentas y gustos, habían ido a elegir aquel retiro para consumir gota a gota —sin un derroche ni un exceso ni un gesto de impaciencia ni una costosa recaída en el entusiasmo— unos recursos que habían de durar exactamente hasta el día de su muerte; por eso se tenían que pasar de todo dispensable capricho y de la más inocente tentación, no podían sentir curiosidad hacia forasteros y veraneantes ni se podían permitir un brote de envidia, siempre reprimido, o un gesto de asombro ante cualquier emergencia de lo desconocido que permitiese la irrupción en la escena montada para el último acto de la comedia de esos decorados y agentes secretos que todo tiempo esconde a fin de otorgarse de tanto en tanto la posibilidad de un argumento. Empero, todos los días debían de esperar algo imprevisto, que ni siquiera se confesaban uno a otro. Porque la negativa a aceptarlo, la conformidad con la rutina y la disciplina para abortar todos los brotes de una quimérica e infundada esperanza eran —más que el pueblo tan sólo animado durante dos meses, aparte de los preparativos para el verano y los coletazos de los rezagados— lo que constituía la esencia de su retiro.
Decidieron llegarse hasta el cruce a nivel, un paseo algo más largo que lo usual. Al toparse con él debieron de pensar que la situación del hombre del perro no debía de ser muy distinta a la suya. «Fíjate, han talado los árboles que había allí, ¿te acuerdas?» o «Vete a saber lo que van a construir aquí, una casa de pisos» o «Me ha dicho la panadera que cierran el negocio; van a poner en su lugar una tienda de recuerdos y chucherías y cremas para el sol», constituían el repertorio de frases usuales con que ambos seguían día a día el curso de unas transformaciones que nada tenían que ver con ellos, que tanto contrastaban con aquella tan monástica austeridad que hasta la eliminaciórkde una camisa o un trapo viejo llegaba a suponer un cierto quebranto al duro voto de duración que tan firme como resueltamente habían profesado para poder subsistir.
La lluvia y la desaparición de los veraneantes hicieron el resto en aquel momento; esto es, una nueva acción de gracias por las bondades de su retiro, por el encanto de una naturaleza que volvía con todas sus prendas a enseñorearse del lugar, tras dos meses de humillante servidumbre a los requerimientos de la moda estival.
«Fíjate cómo huele aquí; qué delicia. Cuatro gotas y cómo se ha puesto todo esto.»
Una acción de gracias con renovada fe, con tan sincera convicción que apenas dieron importancia al nuevo encuentro con el rezagado veraneante del perro, un hombre de medio luto, con quien se habían cruzado poco antes en el mismo sentido y que, por consiguiente, hubo de hacer el mismo camino que ellos, con mayor rapidez y tomando un itinerario pa ralelo.
Se detuvieron a escuchar el canto de unos estorninos que, en un frondoso seto de plátanos, también se preparaban para el viaje. Se asomaron a contemplar el mar en la revuelta de la carretera sobre el promontorio, olas grandes y distanciadas que rompían a sus pies con una reverencia de reconocimiento y vasallaje a todos los que —como ellos— se habían elevado por encima de las contingencias diarias para sacrificarse en lo último, atentos tan sólo a lo inmutable. Pocas veces se habían alejado tanto por la tarde; era uno de esos días que rebosaban seguridad y firmeza, tan necesarias para los seis meses de frío. Con frecuencia habían comentado cómo aquellos paseos fortalecían su espíritu.
«Nos acercaremos hasta la venta. Todavía oscurece tarde y tenemos tiempo de sobra. Hace una tarde magnífica.»
La venta distaba todavía casi un kilómetro. En los últimos tiempos sólo habían llegado hasta allí, a sentarse bajo el alpendre a tomar una cerveza o un refresco, cuando alguien del pueblo les había acercado en el coche.
Ya habían descendido la cuesta del promontorio, enfilando la recta al término de la cual se hallaba la venta —tras una revuelta, escondida entre una masa de árboles— cuando ella se detuvo súbitamente, para escuchar algo que no llegó por entero a sus oídos. «¿Qué ha sido eso?», preguntó mirando hacia el cielo, «¿no has oído nada?, ¿no has sentido algo raro?»
Fue como un relámpago diurno que, sin acompañamiento del trueno, al ser apenas vislumbrado por el rabillo del ojo necesita de una confirmación para despejar la inquietante sensación que deja el visto y no visto. «No sé... por allí, o tal vez por allí, ¿no has visto nada?»
«Allá lejos debe de haber tormenta. Está el tiempo muy movido. No sé si será mejor que volvamos.»
«Vamos a acercarnos hasta la venta.»
Siguieron caminando, con frecuentes miradas hacia el cielo, cambiando entre ellos esas frases tranquilizadoras que todo ánimo optimista espera que alcancen y persuadan a los elementos para que refrenen sus impulsos tormentáceos.
Llegaron a la curva cuando todavía quedaba un par de horas de luz. Impaciente por localizar su objetivo estiraba el cuello o salía de la calzada para apaciguar la inquietud que se había apoderado de sus pasos. Y de nuevo ella se detuvo de repente, con los pies juntos y la boca abierta, completamente inmovilizada, con la mirada fija en el frente.
«¿Qué te pasa?»
Sacudió su brazo, tomó su mano y la apretó con fuerza, una mano inerte a través de la cual sintió que pasaba a su cuerpo todo el flujo de su espanto, casi reducida a la nada en el momento en que, todo el campo sumido en el repentino silencio que preludia a la tormenta, cuando se siente que se han agazapado hasta los seres invisibles, en otro punto muy distinto pero también a sus espaldas, percibió —no vio— el relámpago, el desgarrón conjunto y contradictorio de un cielo y un mar que tras el espejismo mudaran hacia un continente más falso y grave, como el niño que con su cuerpo trata de ocultar el desperfecto que ha causa do; en un momento envejecidos y deteriorados |H>I una película de vicioso óxido.
Se había vuelto para observar al paseante del perro —inverosímilmente lejano, aun cuando terminaba de cruzarse con ellos, en el mismo momento del trance— cuando despertó.
«¿Y la venta? ¿Dónde está la venta?», preguntó.
Fue aquella insistente pregunta lo que colmó su desorientación. Se adelantó unos pasos, dejándola sola en la carretera, se encaramó a un pequeño montículo para otear en todas direcciones y volvió aún más confundido.
«Me parece que la hemos pasado.»
«Es a la vuelta de aquella curva.»
«No sé en qué íbamos pensando. Vamos a volver de todas maneras.»
Pero ella le miró de manera singular; carecía de expresión, pero la incredulidad se había adueñado de tal manera de todo su cuerpo que no pudo reprimir un gesto de disgusto.
«Vamos», le dijo, tratando de volverla en dirección opuesta a la que habían traído. Pero ella se mantuvo rígida, con la mirada puesta en el frente.
«Es inútil», contestó.
«¿Qué es lo que es inútil? Vamos, se va a hacer tarde. Es hora de que volvamos.»
«Es inútil», repitió.
«Pero, ¿qué es lo que es inútil?»
«Todo. Todo ha cambiado. Fíjate cómo ha cambiado todo. Dame la mano. Fíjate.»
Obedeció y se produjo de nuevo el relámpago, acaso a consecuencia de la descarga que sufrió a través de su mano. Todo había mudado, en efecto: tras el deslumbramiento provocado por el rayo, todo en su derredor —sin producirse el menos perceptible cambio— era irreconocible, de igual manera que la fotografía de un paisaje familiar, cuando ha sido revelada al revés, no resulta fácil de identificar porque no esconde ningún engaño.
Dieron unos vacilantes e ingrávidos pasos, en la misma dirección que habían traído; luego pronunció unas palabras inconexas.
«La venta... el fondo, más al fondo.»
«Eso es, más al fondo.»
Quedaron inmovilizados, cogidos de la mano y mirando al frente de la carretera boquiabiertos, sin mover un músculo ni hacer el menor signo cuando el hombre que paseaba con su perro se cruzó de nuevo con ellos, sin reparar en la inusitada imagen que componían.
Tampoco el perro se volvió a mirarles, marchando apresuradamente, con la cadena tirante.
En cuanto a ellos... los últimos vestigios de su percepción no les sirvieron para advertir que además del perro se ayudaba de un bastón, siempre adelantado y casi inmóvil sobre sus rígidos y acelerados pasos, no giraba la cabeza y ocultaba sus ojos tras unas gafas oscuras.
No comments:
Post a Comment