Eran las ocho y media de la tarde, y el detective Lorenzo Fresnos estaba esperando una visita. Su secretaria acababa de marcharse; afuera había empezado a llover y Fresnos se aburría. Había dormido muy poco esa noche, y tenía la cabeza demasiado espesa para hacer nada de provecho durante la espera. Echó un vistazo a la biblioteca, legada por el anterior ocupante del despacho, y eligió un libro al azar. Se sentó en su sillón y empezó a leer, bostezando.
Le despertó un ruido seco: el libro había caído al suelo. Abrió los ojos con sobresalto y vio, sentada al otro lado de su escritorio, a una mujer de unos cuarenta años, de nariz afilada y mirada inquieta, con el pelo rojizo recogido en un moño. Al ver que se había despertado, ella le sonrió afablemente. Sus ojos, sin embargo, le escrutaban con ahínco.
Lorenzo Fresnos se sintió molesto. Le irritaba que la mujer hubiese entrado sin llamar, o que él no la hubiese oído, y que le hubiera estado espiando mientras dormía. Hubiera querido decir: «Encantado de conocerla, señora...» (era una primera visita) pero había olvidado el nombre que su secretaria le había apuntado en la agenda. Y ella ya había empezado a hablar.
—Cuánto me alegro de conocerle —estaba diciendo—. No sabe con qué impaciencia esperaba esta entrevista. ¿No me regateará el tiempo, verdad?
— Por supuesto, señora —replicó Fresnos, más bien seco. Algo, quizá la ansiedad que latía en su voz, o su tono demasiado íntimo, le había puesto en guardia—. Usted dirá.