Eran las ocho y media de la tarde, y el detective Lorenzo Fresnos estaba esperando una visita. Su secretaria acababa de marcharse; afuera había empezado a llover y Fresnos se aburría. Había dormido muy poco esa noche, y tenía la cabeza demasiado espesa para hacer nada de provecho durante la espera. Echó un vistazo a la biblioteca, legada por el anterior ocupante del despacho, y eligió un libro al azar. Se sentó en su sillón y empezó a leer, bostezando.
Le despertó un ruido seco: el libro había caído al suelo. Abrió los ojos con sobresalto y vio, sentada al otro lado de su escritorio, a una mujer de unos cuarenta años, de nariz afilada y mirada inquieta, con el pelo rojizo recogido en un moño. Al ver que se había despertado, ella le sonrió afablemente. Sus ojos, sin embargo, le escrutaban con ahínco.
Lorenzo Fresnos se sintió molesto. Le irritaba que la mujer hubiese entrado sin llamar, o que él no la hubiese oído, y que le hubiera estado espiando mientras dormía. Hubiera querido decir: «Encantado de conocerla, señora...» (era una primera visita) pero había olvidado el nombre que su secretaria le había apuntado en la agenda. Y ella ya había empezado a hablar.
—Cuánto me alegro de conocerle —estaba diciendo—. No sabe con qué impaciencia esperaba esta entrevista. ¿No me regateará el tiempo, verdad?
— Por supuesto, señora —replicó Fresnos, más bien seco. Algo, quizá la ansiedad que latía en su voz, o su tono demasiado íntimo, le había puesto en guardia—. Usted dirá.
La mujer bajó la cabeza y se puso a juguetear con el cierre de su bolso. Era un bolso antiguo y cursi. Toda ella parecía un poco antigua, pensó Fresnos: el bolso, el peinado, el broche de azabache... Era distinguida, pero de una distinción tan pasada de moda que resultaba casi ridicula.
—Es difícil empezar... Llevo tanto tiempo pensando en lo que quiero decirle... Verá, yo... Bueno, para qué le voy a contar: usted sabe...
Una dama de provincias, sentenció Fresnos; esposa de un médico rural o de un notario. Las conocía de sobras: eran desconfiadas, orgullosas, reacias a hablar de sí mismas. Suspiró para sus adentros: iba a necesitar paciencia.
La mujer alzó la cabeza, respiró profundamente y dijo:
—Lo que quiero es una nueva oportunidad.
Lorenzo Fresnos arqueó las cejas. Pero ella ya estaba descartando, con un gesto, cualquier hipotética objeción:
—¡No, no, ya sé lo que me va a decir! —se contestó a sí misma—. Que si eso es imposible; que si ya tuve mi oportunidad y la malgasté; que usted no tiene la culpa. Pero eso es suponer que uno es del todo consciente, que vive con conocimiento de causa. Y no es verdad; yo me engañaba. —Se recostó en el sillón y le miró, expectante.
—¿Podría ser un poco más concreta, por favor? —preguntó Fresnos, con voz profesional. «Típico asunto de divorcio», estaba pensando. «Ahora me contará lo inocente que era ella, lo malo que es el marido, etc., etc., hasta el descubrimiento de que él tiene otra.»
—Lo que quiero decir —replicó la mujer con fiereza— es que mi vida no tiene sentido. Ningún sentido, ¿me entiende? O, si lo tiene, yo no lo veo, y en tal caso le ruego que tenga la bondad de decirme cuál es. —Volvió a recostarse en el sillón y a manosear el bolso, mirando a Fresnos como una niña enfadada. Fresnos volvió a armarse de paciencia.
— Por favor, señora, no perdamos el tiempo. No es-tamos aquí para hablar del sentido de la vida. Si tiene la bondad de decirme, concretamente —recalcó la palabra—, para qué ha venido a verme...
La mujer hizo una mueca. Parecía que se iba a echar a llorar.
—Escuche... —se suavizó Fresnos. Pero ella no le es-cuchaba.
— ¡Pues para eso le he venido a ver, precisamente! ¡No reniegue ahora de su responsabilidad! ¡Yo no digo que la culpa sea toda suya, pero usted, por lo menos, me tenía que haber avisado!
— ¿Avisado? ¿De qué? —se desconcertó Fresnos.
— ¡Avisado, advertido, puesto en guardia, qué sé yo! ¡Haberme dicho que usted se desentendía de mi suerte, que todo quedaba en mis manos! Yo estaba convencida de que usted velaba por mí, por darle un sentido a mi vida...
Aquella mujer estaba loca. Era la única explicación posible. No era la primera vez que tenía clientes des-equilibrados. Eso sí, no parecía peligrosa; se la podría sacar de encima por las buenas. Se levantó con expresión solemne.
—Lo siento, señora, pero estoy muy ocupado y...
A la mujer se le puso una cara rarísima: la boca torcida, los labios temblorosos, los ojos mansos y aterrorizados.
—Por favor, no se vaya... no se vaya... no quería ofenderle —murmuró, ronca; y luego empezó a chillar—: ¡Es mi única oportunidad, la única! ¡Tengo derecho a que me escuche! ¡Si usted no...! —Y de pronto se echó a llorar.
Si algo no soportaba Fresnos era ver llorar a una mujer. Y el de ella era un llanto total, irreparable, de una desolación arrasadora. «Está loca», se repitió, para serenarse. Se volvió a sentar. Ella, al verlo, se calmó. Sacó un pañuelito de encaje para enjugarse los ojos y volvió a sonreír con una sonrisa forzada. «La de un náufrago intentando seducir a una tabla», pensó Fresnos. El mismo se quedó sorprendido: le había salido una metáfora preciosa, a la vez original y ajustada. Y entonces tuvo una idea. Pues Fresnos, como mucha gente, aprovechaba sus ratos libres para escribir, y tenía secretas ambiciones literarias. Y lo que acababa de ocurrírsele era que esa absurda visita podía proporcionarle un magnífico tema para un cuento. Empezó a escucharla, ahora sí, con interés. — Hubiera podido fugarme, ¿sabe? —decía ella—. Sí, le confieso que lo pensé. Usted... —se esforzaba visiblemente en intrigarle, en atraer su atención — , usted creía conocer todos mis pensamientos, ¿verdad?
Lorenzo Fresnos hizo un gesto vago, de los que pueden significar cualquier cosa. Estaría con ella un rato más, decidió, y cuando le pareciese que tenía suficiente material para un relato, daría por terminada la visita.
— ¡Pues no! —exclamó la mujer, con tono infantil-mente burlón —. Permítame que le diga que no es usted tan omnisciente como cree, y que aunque he sido un títere en sus manos, también tengo ideas propias. —Su mirada coqueta suavizaba apenas la agresividad latente en sus palabras. Pero Fresnos estaba demasiado abstraído pensando en su cuento para percibir esos matices.
—... cuando me paseo por el puerto, ¿recuerda? — continuaba ella—. En medio de aquel revuelo de gaviotas chillando, que parecen querer decirme algo, transmitirme un mensaje que yo no sé descifrar. —Se quedó pensativa, encogida. «Como un pajarito», pensó Fresnos, buscando símiles. «Un pajarito con las plumas mojadas» — . O quizá el mensaje era, precisamente, que no hay mensaje —murmuró ella.
Sacudió la cabeza, volvió a fijar los ojos en Fresnos y prosiguió:
—Quería empezar de nuevo, despertarme, abrir los ojos y gobernar el curso de mi vida. Porque aquel día, por primera y desgraciadamente única vez, intuí mi ceguera — «¿Ceguera?», se asombró Fresnos—. Esa ceguera espiritual que consiste en no querer saber que uno es libre, único dueño y único responsable de su destino, aunque no lo haya elegido; en dejarse llevar blandamente por los avatarcs de la vida. — «Ah, bueno», pensó Fresnos, algo decepcionado. Claro que en su cuento podía utilizar la ceguera como símbolo, no sabía bien de qué, pero ya lo encontraría.
—Por un momento —continuó la mujer — , jugué con la idea de embarcarme en cualquier barco y saltar a tierra en el primer puerto. ¡Un mundo por estrenar...! — exclamó, inmersa en sus fantasías—. A usted no le dice nada, claro, pero a mí... Donde todo hubiera sido asombro, novedad: con calles y caminos que no se sabe adonde llevan, y donde uno no conoce, ni alcanza siquiera a imaginar, lo que hay detrás de las montañas... Dígame una cosa —preguntó de pronto—: ¿el cielo es azul en todas partes?
—¿El cielo? Pues claro... —respondió Fresnos, pillado por sorpresa. Estaba buscando la mejor manera de escribir su rostro, su expresión. «Ingenuidad» y «amargura» le parecían sustantivos apropiados, pero no sabía cómo combinarlos.
— ¿Y el mar?
—También es del mismo color en todas partes —sonrió él.
— ¡Ah, es del mismo color! —repitió la mujer—. ¡Del mismo color, dice usted! Si usted lo dice, será verdad, claro... ¡Qué lástima!
Miró al detective y le sonrió, más relajada.
— Me alegro de que hagamos las paces. Me puse un poco nerviosa antes, ¿sabe? Y también me alegro —añadió, bajando la voz— de oírle decir lo del cielo y el mar.
Tenía miedo de que me dijera que no había tal cielo ni tal mar, que todo eran bambalinas y papel pintado.
Lorenzo Fresnos miró con disimulo su reloj. Eran las nueve y cuarto. La dejaría hablar hasta las nueve y media, y luego se iría a casa a cenar; estaba muy cansado.
La mujer se había interrumpido. Se hizo un silencio denso, cargado. Afuera continuaba lloviendo, y el cono de luz cálida que les acogía parecía flotar en medio de una penumbra universal. Fresnos notó que la mujer estaba tensa; seguramente había sorprendido su mirada al reloj.
—Bueno, pues a lo que iba... —continuó ella, vacilante—. Que conste que no le estoy reprochando que me hiciera desgraciada. Al contrario: tuve instantes muy felices, y sepa usted que se los agradezco.
—No hay de qué —replicó Fresnos, irónico.
—Pero era —prosiguió la mujer, como si no le hubiera oído— una felicidad proyectada hacia el porvenir, es decir, consistía precisamente en el augurio (creía yo) de una felicidad futura, mayor y, sobre todo, definitiva... No sé si me explico. No se trata de la felicidad, no es eso exactamente... Mire, ¿conoce usted esos dibujos que a primera vista no son más que una maraña de líneas entrecruzadas, y en los que hay que colorear ciertas zonas para que aparezca la forma que ocultan? Y entonces uno dice: «Ah, era eso: un barco, o un enanito, o una manzana»... Pues bien, cuando yo repaso mi vida, no veo nada en particular; sólo una maraña.
«Bonita metáfora», reconoció Fresnos. La usaría.
—Cuando llegó el punto final —exclamó ella, mirándole de reojo— le juro que no podía creérmelo. ¡Era un final tan absurdo! No me podía creer que aquellos sueños, aquellas esperanzas, aquellos momentos de exaltación, de intuición de algo grandioso..., creía yo..., terminaran en..., en agua de borrajas —suspiró—. Dígame —le apostrofó repentinamente — : ¿por qué terminó ahí? ¡Siempre he querido preguntárselo!
—¿Terminar qué? —se desconcertó Fresnos.
— ¡Mi historia! —se impacientó la mujer, como si la obligaran a explicar algo obvio —. Nace una niña..., promete mucho..., tiene anhelos, ambiciones, es un poqui-tín extravagante..., lee mucho, quiere ser escritora..., incluso esboza una novela, que no termina —hablaba con pasión, gesticulando — , se enamora de un donjuán de opereta que la deja plantada..., piensa en suicidarse, no se suicida..., llegué a conseguir una pistola, como usted sabe muy bien, pero no la usé, claro..., eso al menos habría sido un final digno, una conclusión de algún tipo..., melodramático, pero redondo, acabado..., pero ¡qué va!, sigue dando tumbos por la vida..., hace un poquito de esto, un poquito de aquello..., hasta que un buen día, ¡fin! ¡Así, sin ton ni son! ¿Le parece justo? ¿Le parece correcto? ¡Yo...!
—Pero ¿de qué diablos me está hablando? —la inte-rrumpió Fresnos. Si no le paraba los pies, pronto le insultaría, y eso ya sí que no estaba dispuesto a consentirlo.
La mujer se echó atrás y le fulminó con una mirada de sarcasmo. Fresnos observó fríamente que se le estaba deshaciendo el moño, y que tenía la cara enrojecida. Parecía una verdulera.
— ¡Me lo esperaba! —gritó — . Soy una de tantas, ¿verdad? Me desgracia la vida, y luego nj se acuerda. Luisa, los desvelos de Luisa, ¿no le dice nada? ¡Irresponsable!
—Mire, señora —dijo Fresnos, harto—, tengo mucho que hacer, o sea, que hágame el favor...
—Y sin embargo, aunque lo haya olvidado —prosiguió ella, dramática, sin oírle — , usted me concibió. Aquí, en este mismo despacho: me lo imagino sentado en su sillón, con el codo en la mano, mordisqueando el lápiz, pensando: «Será una mujer. Tendrá el pelo rojizo, la nariz afilada, los ojos verdes; será ingenua, impaciente; vivirá en una ciudad de provincias...» ¿Y todo eso para qué? ¡Para qué, dígamelo! ¡Con qué finalidad, con qué objeto! ¡Pero ahora lo entiendo todo! —vociferó—. ¡Es usted uno de esos autores prolíficos y peseteros que fabrican las novelas como churros y las olvidan en cuanto las han vendido! ¡Ni yo ni mis desvelos le importamos un comino! ¡Sólo le importa el éxito, el dinero, su mísero pedacito de gloria! ¡Hipócrita! ¡Impostor! ¡Desalmado! ¡Negrero!
«Se toma por un personaje de ficción», pensó Fresnos, boquiabierto. Se quedó mirándola sin acertar a decir nada, mientras ella le cubría de insultos. ¡Aquello sí que era una situación novelesca! En cuanto llegara a casa escribiría el cuento de corrido. Sólo le faltaba encontrar el final.
La mujer había callado al darse cuenta de que él no la escuchaba, y ahora le miraba de reojo, avergonzada y temerosa, como si el silencio de él la hubiera dejado des-nuda.
—Déme aunque sólo sean treinta páginas más —susu-rró—, o aunque sean sólo veinte, diez... Por favor, señor Godet...
—¿Señor Godet?... —repitió Fresnos. Ahora era ella la que le miraba boquiabierta.
—¿Usted no es Jesús Godet?
Lorenzo Fresnos se echó a reír a carcajadas. La mujer estaba aturdida.
— Créame que lamento este malentendido —dijo Fresnos. Estaba a punto de darle las gracias por haberle servido en bandeja un argumento para relato surrealista—. Me llamo Lorenzo Fresnos, soy detective, y no conozco a ningún Jesús Godet. Creo que podemos dar la entrevista por terminada. —Iba a levantarse, pero ella reaccionó rápidamente.
—Entonces, ¿usted de qué novela es? —preguntó con avidez.
—Mire, señora, yo no soy ningún personaje de novela; soy una persona de carne y hueso.
— ¿Qué diferencia hay? —preguntó ella; pero sin de-jarle tiempo a contestar, continuó—: Oiga, se me ha ocurrido una cosa. Ya me figuraba yo que no podía ser tan fácil hablar con el señor Godet. Pues bien, ya que él no nos va a dar una nueva oportunidad, más vale que nos la tomemos nosotros: usted pasa a mi novela, y yo paso a la suya. ¿Qué le parece?
—Me parece muy bien —dijo tranquilamente Fresnos— . ¿Por qué no vamos a tomar una copa y lo discutimos con calma? —Sin esperar respuesta, se levantó y fue a coger su abrigo del perchero. Se dio cuenta de que no llevaba paraguas, y estaba lloviendo a mares. Decidió que cogería un taxi. Entonces la oyó gritar.
Estaba pálida como un cadáver mirando la biblioteca, que no había visto antes por estar a sus espaldas. La barbilla le temblaba cuando se volvió hacia él.
—¿Por qué me ha mentido? —gritó con furia—, ¿por qué? ¡Aquí está la prueba! —Señalaba, acusadora, los libros — . ¡Cubiertos de polvo, enmudecidos, inmovilizados a la fuerza! ¡Es aún peor de lo que me temía, los hay a cientos! Sus Obras Completas, ¿verdad? ¡Estará usted satisfecho! ¿Cuántos ha creado usted por diversión, para olvidarlos luego de esta manera? ¿Cuántos, señor Godet?
—¡Basta! —gritó Fresnos—. ¡Salga inmediatamente de aquí o llamo a la policía!
Avanzó hacia ella con gesto amenazador, pero tropezó con un libro tirado en el suelo junto a su sillón. Vio el título: «Los desvelos de Luisa». Creyó comprenderlo todo. Alzó la cabeza. En ese momento menguó la luz eléctrica; retumbó un trueno, y la claridad lívida e intemporal de un relámpago les inmovilizó. Fresnos vio los ojos de la mujer, fijos, desencajados, entre dos instantes de total oscuridad. Siguió un fragor de nubes embistiéndose; arreció la lluvia; la lámpara se había apagado del todo. Fresnos palpaba los muebles, como un ciego.
— ¡Usted dice que el cielo es siempre azul en todas partes! —La voz provenía de una forma confusa y move-diza en la penumbra—. ¡Sí! —gritaba por encima del estruendo —, ¡menos cuando se vuelve negro, vacío para siempre y en todas partes! — ¡Tú no eres más que un sueño! —vociferó Fresnos, debatiéndose angustiosamente — . ¡Soy yo quien te he leído y quien te está soñando! ¡Estoy soñando, estoy so-ñando! — chilló en un desesperado esfuerzo por despertar, por huir de aquella pesadilla.
— ¿Ah, sí? —respondió ella burlona, y abrió el bolso. Enloquecido, Fresnos se abalanzó hacia aquel bulto
movedizo. Adivinó lo que ella tenía en sus manos, y antes de que le ensordeciera el disparo tuvo tiempo de pensar: «No puede ser, es un final absurdo...»
«Ni más ni menos que cualquier otro», le contestó bostezando Jesús Godet mientras ponía el punto final.
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