Tales of Mystery and Imagination

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Lucía Puenzo: Cohiba

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El hombre roza mi mano en la oscuridad. Tiene la piel caliente y áspera. El pelo corto, los rulos aplastados con algún ungüento casero que brilla hasta en la penumbra del cine. Su olor se desprende del resto. Me mira de reojo y yo a él. Todo lo que tiene es nuevo: la camisa blanca, el reloj, la mochila abierta con un par de libros de arte afrocubano. Es un profesor joven o un alumno a punto de recibirse. Treinta años, no más. Saco la mano del apoyabrazos y la escondo entre mis piernas. En la pantalla el protagonista habla a cámara desafiando al Imperio: la comida chatarra es culpable de la obesidad del mundo. Presenta a su novia naturista y a los médicos que van a seguir el desbarranco de su cuerpo embutido de basura un mes entero. Con un movimiento suave, que nadie ve, el hombre deja caer su mano sobre mi pierna. Un segundo nada más –una caricia– y todo desaparece…, la gente, la película: él es lo único que existe, su respiración pausada. Espero agazapada contra la mujer de la derecha. Podría pedirle permiso, decir que tengo que ir al baño, esperar en el hall del cine. Pero no hago nada. La mujer se corre para que mi brazo no siga rozando el suyo. Los tres miramos al frente en silencio. En la pantalla el cuerpo americano empieza a descomponerse. Hinchado, flácido, sin deseo, vomita en la puerta de un McDonald’s y el cine estalla en una carcajada. El hombre ríe con ellos, mientras apoya su pierna contra la mía. Esta vez no me muevo. Se da cuenta que estamos jugando una pulseada (le gusta). Acomoda la mochila en su pierna izquierda y la prepara para que el extraño que está del otro lado no lo vea. Su mano busca el pantalón, desabotona, baja el cierre. Sin girar la cabeza puedo ver cómo la saca. Con la mano derecha la acaricia, la izquierda sostiene la mochila. Arriba y abajo, cada vez más rápido. Sin dejar de mirar la pantalla (arriba, abajo) ríe cuando todos ríen (arriba, abajo) en la fila de adelante un alemán se recuesta en la butaca sin saber que le apunta a la nuca (arriba, abajo), su respiración se agita, se entrecorta, nadie se entera de nada (arriba, abajo), su mano enloquece, señala (alemán, español, argentina) un telégrafo en medio de la guerra (extranjeros blancos, rodeado) la apunta hacia mí (no voy a irme, no voy a darle el gusto) su respiración nos envuelve a los dos (no voy a…) acaba con los aplausos, la mirada fija en la pantalla, salpica la butaca del alemán, las puntas de su pelo rubio, pinta la madera de espasmos y la firma con una última gota de semen. Se queda quieto, recomponiéndose, mientras los créditos anuncian que el americano ganó todos los premios del cine independiente. Cuando las luces se encienden se levanta y pide permiso para que lo dejen pasar. Es el primero en pararse, aunque estamos en medio de una fila. La gente levanta rodillas, alguno se queja por su apuro. Cobarde y huidizo como una rata abandona la sala con la mirada clavada en el suelo. Camina encorvado, su altura lo incomoda. El cine se vacía de a poco sin que pueda arrancar mis ojos de su obra de arte, la expresión más efímera del arte moderno. En la fila de adelante la novia del alemán le acaricia el pelo y saca la mano pegoteada.

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