Escuché los golpes de la pala sobre la tierra y estiré la mano para tocar a Yaira. Luego me levanté sobre los codos y en la oscuridad adiviné el bulto de mamá y Titina en la otra cama. Aún era de noche y en el patio seguían los golpes de la pala sacando la tierra. Corrí un poco la mano de Yaira y volví a acostarme. Por entre la pared de esterilla entraba la luz de la luna formando líneas sobre el piso de tierra y las camas. La pala decía chak, chak, chak. Oía también la respiración del que cavaba. Por el ruido supe que venía del lado del hueco donde Yaira y yo jugábamos a escondernos. Recordé la cajita guardada en la pared.
Me senté en la cama y volví a mirar a mamá. Luego me acerqué y vi que no estaba papá. Entonces me arrastré por el suelo hasta la pared y observé a los del patio: uno fumaba y el otro cavaba. No podía distinguirlos bien, pero al instante supe que eran papá y el Caliche. El Caliche agrandaba el hueco. A esa hora era bien de noche y yo tenía sueño. En la cajita guardábamos la moneda de mil pesos que le quitamos al prisionero. Me dormí y cuando desperté, el cielo empezaba a clarear. Me limpié la cara, escupí el sabor a tierra de la boca y miré por el hueco de la esterilla. Papá acomodaba plásticos, piedras y pedazos de madera sobre el hueco tapado. Caliche le indicaba con la mano y papá se movía a tapar. Terminaron cuando ya era de día. Caliche se fue por el lado del caño y papá fue a lavarse la cara y las manos. Al desayuno dormía y roncaba en la cama.
Mamá nos decía de papá: «Trabaja hasta tarde». Llegaba borracho y mamá dejaba que se montara encima de ella. Papá respiraba fuerte y la cama parecía caerse. Luego mamá se levantaba, le esculcaba los bolsillos del pantalón y escondía el dinero en el hueco del pilar de guadua de la cocina. Cuando no llegaba, mamá no hablaba, ni preparaba la comida, ni atendía a la niña. Se sentaba con los ojos rojos en un rincón de la cocina, con una correa en la mano, y cada vez que nos acercábamos tiraba a pegarnos. A mí me daba pesar con Titina porque la agarraba a correazos. Una vez oí a mamá hablando con doña Carmen. La próxima vez la mataba, le decía, sin importarle que la metieran a la cárcel. Mamá decía que cuando papá no llegaba era porque se quedaba durmiendo allá donde ella. Doña Carmen andaba siempre con los vestidos apretados y la risa en la boca. Mamá decía que así se vestían y se reían las mujeres para provocar a los hombres. Con Yaira nos metíamos por los patios y por los lados del caño para ir a verla. Una vez la vimos sentada en las piernas de papá. Tenía la boca pintada y la blusa entreabierta. Papá metía la cara entre la blusa y doña Carmen se reía. Se reía de las cosquillas que le hacía. Yaira se abrió la blusa, me mostró las teticas, y dijo:
—Chucuan-chudo chuyo chuse-chua chugran-chude chuvoy chua chuser chucochumo chue-chulla.
A mediamañana Yaira y yo fuimos al hueco. Papá y el Caliche lo habían rellenado. Yaira se puso a buscar las muñecas que papá le traía del Basuro y yo me asomé al caño a ver si encontraba la colección de carritos que me regaló la tía Isaura. Cuando nos acordamos del dinero quitamos los plásticos, las piedras y los pedazos de madera y luego cogimos unos pedazos de cerámica y nos pusimos a raspar la tierra. Pero la tierra estaba apretada de lo duro que le habían dado con la pala. Yaira se sentó a llorar porque quería mucho a sus muñecas. De pronto me dijo: