El timbre del despertador le produjo un ligero sobresalto. Malhumorada, encendió la luz y se dispuso a seguir durmiendo cinco minutos más. A su lado, él se agitó y murmuro algo, pero no se despertó.
Llegó a clase con el tiempo justo. Cuando abrió la carpeta, advirtió que había olvidado los apuntes. No recordaba nada de lo que tenia que explicar aquel día. Muy nerviosa, pero tratando de no perder el control de la situación, guiñó el ojo a uno de los muchachos de la primera fila, tal vez el Representante. El chico subió de un ágil salto a la tarima y se sentó junto a ella. Mejor dicho, en el mismo sillón que ella, que era muy ancho, y empezó a recitar el tema. Lo haces muy bien cariño -pensó, mirando de soslayo aquella boca joven, de la que brotaba un torrente de erudición-, muy bien.
Sigue, sigue, no te detengas.
Entonces se despertó definitivamente.
Aquel sueño idiota había durado más de media hora. Tenía otra media para arreglarse, coger el coche y aparcar, si quería llegar a tiempo a clase. Se sentía mal. Todo le dolía, especialmente la garganta. "No iré", pensó. Pero hizo un esfuerzo, se incorporó en la cama tibia y fue alcanzando las prendas que el día anterior había dejado caer sobre una silla. Encontrar un zapato debajo de la cama le costó un minuto y le arrancó un par de maldiciones.
A pesar de que el tiempo apremiaba, extendió sobre el rostro, con mano torpe de impaciencia, una ligera capa de maquillaje, se peinó y se pinto los labios. No había tiempo para más. Tenía hambre y sabía el precio que iba a pagar por comenzar la jornada en ayunas, pero no podía ni hacerse un café. Cogió el bolso, la carpeta y los libros, y salió.
Había que cambiar aquel maldito ascensor. Era una máquina malvada, que acudía con lentitud exasperante cuando uno tenía prisa y cuyas puertas tardaban una eternidad en abrirse.
El día era oscuro y desapacible. Un viento helado barría las calles todavía dormidas. Y llovía.
Ella era incapaz de soportar que le cayera encima una sola gota, de modo que, aunque tenía el garaje a dos pasos, volvió a subir, a por el paraguas. Cuando iba a abrir el ascensor para bajar, se le cayeron los libros y lo perdió, llamado por algún otro vecino. Se agachó a recogerlos. Una punzada de dolor le atravesó el costado izquierdo al incorporarse. Para no entretenerse más, emprendió el descenso a pie.
A partir del segundo piso la luz no funcionaba, lo cual la lleno de angustia. Bajar unas escaleras a tientas era todavía peor que soportar la lluvia: siempre temía que un abismo se abriera bajo el último escalón. Por otra parte, nunca estaba segura de cuál era el ultimo.
Ante la puerta del garaje, advirtió con horror que había dejado las llaves del coche sobre la consola del vestíbulo al coger el paraguas. No había tiempo de volver por ellas. Si tomo un taxi -pensó-, todavía llego.