Me metí en la cama a las cuatro de la madrugada, pero no importaba:
podía levantarme cuando quisiera; tenía por delante dos días libres. Tal vez
debería haberme quedado a dormir con él.
¡Había insistido tanto! Pero no quería ponérselo fácil; a fin de cuentas, desvió la conversación cuando
le insinué lo del contrato con su agencia de publicidad.
Lo mucho que habíamos bebido me tenía desvelada. Dudé si tomarme un
somnífero, pero lo dejé: con tanto whisky en el estómago, podía pasarme lo que
a Ester. De todos modos, no lardé en dormirme.
Me despertaron unos timbrazos. El maldito
teléfono. Me di la vuelta y no hice caso, pero el cabrón que llamaba parecía
dispuesto a batir su propio récord. Insistía, insistía, taladrándome la
cabeza. Miré el reloj: las ocho y media. Mierda. Me senté en la cama y
descolgué con la insensata esperanza de que fuera Rene, que tal vez hubiera
reflexionado sobre lo del contrato. Pero no, claro. Una voz afeminada que
conocía muy bien me saludó, llenándome de arrullos que no presagiaban nada
bueno.
—¿Cómo estás, bonita? ¿Te despierto? ¡No
sabes cómo lo siento, cariño, pero es importante!
—Oye, Luisón, déjalo para más tarde si no te importa. Me encuentro
fatal. Creo que hoy no me levantaré. Te llamo luego, cuando me despeje un poco.
—¿Pero qué os pasa a todos hoy? ¿Es que se ha declarado la peste?
—Luisón, por favor...
—No cuelgues, nena. Óyeme. Tienes que echarme una mano. Raquel se ha
puesto enferma y hay que ir al stand de
Lauder. Pero ya.
¡Raquel se había puesto enferma! Conocía
su enfermedad: era idéntica a la mía. Habíamos estado en la misma fiesta, y sin
duda a ella le dio más fuerte, porque se perdió a las tres con un individuo y
ya iba como una cuba.
—Es mi día libre, hijo. Y mañana también.
—Ya sé que es tu día libre, por eso te lo
pido como favor personal. Te digo que estoy en un apuro, cielo. Anda, sé buena.
—Que vaya Nacho.
—Nacho está maquillando para una sesión fotográfica y no volverá hasta
la noche, si es que vuelve. Oye, nena, te juro que no lo lamentarás. Habrá una
sorpresita para ti.
—¡Ya! Un lote de Margaret Astor, como la otra vez...
—No, algo mucho mejor. ¡En la nómina!
Suspiré de fastidio. Aquellas sorpresitas
de Luisón eran siempre limosnas que hubieran hecho blasfemar a una chica de
barra. Pero había en su voz un tonillo de amenaza que también conocía, así que
me resigné a sustituir a Raquel. La muy zorra.
El stand
resplandecía de luces
inadecuadas, en el centro de la planta baja de los grandes almacenes más
horteras de la ciudad. Carteles de diseño impecable anunciaban las marcas, y
una voz aterciopelada y ambigua, con falso acento extranjero y afectada
lentitud, invitaba por los altavoces a las clientes a dejarse maquillar
gratuitamente «por nuestro personal especializado, verdaderos artistas que
tratarán su rostro como el de una estrella».
Luisón me recibió hecho unas mieles y me tendió una bata rosada.
—Toma, cariño. Ponte esto y retócate un poco el maquillaje. Esta
mañana tienes cara de muerta.
—¿Y de qué quieres que la tenga? Me
acosté a las cuatro. Como
Raquel.
No dio señales de haber oído lo último. Me empujó hacia el diminuto
camerino improvisado y me ayudó a arreglarme el pelo y los labios.
—Total —dije—, a estas tonterías del
maquillaje gratuito nunca se anima nadie. Podías haberme dejado descansar, maldita
sea. Siempre estáis inventando mamonadas.
—No soy yo quien las inventa, tesoro. Si
por mí fuera, sabes perfectamente que nos lo montaríamos de otra manera. Pero
el que paga, manda. Venga, sal. Yo tengo que hablar con los de Administración,
a ver qué saco. ¡Ay, hija, estás monísima! Y, por si te sirve de consuelo, yo
me acosté a las seis, y ya ves: como una rosa.
Sí, como una rosa que hubiera estado
sobre una lápida durante una semana.
Saludé a las dos pequeñas que me habían
adjudicado como ayudantes. Una era filipina, probablemente para dar al asunto
algún exotismo. La otra, una rubita teñida con cara de zorra, joven de cuerpo
pero con muchas horas de vuelo y unas ojeras que ni el lápiz corrector podía
disimular. Me sonrieron como lo hacen las de su clase, con una muequecilla
insolente. No llegarían muy lejos.
Durante más de una hora permanecí ociosa
y aburrida. Nadie se decidía a ponerse en mis manos, lo cual me parecía
natural. El sillón de la víctima era como el de los dentistas, a pesar de su
tapizado ultramoderno de plexiglás rosa. Y se elevaba sobre una plataforma lo
suficientemente alta como para convertir en un espectáculo a cualquiera que
osara sentarse en
él. Aquellos tinglados
siempre me traían a la memoria los tenderetes de los barberos y sacamuelas de
feria que había visto en algunas películas. Y la voz aterciopelada que invitaba
a probar nuestro arte y la bondad de los productos que
aplicábamos no sonaba muy diferente de la de un charlatán callejero.
Muchas mujeres paseaban
por delante de nosotras sin detenerse, mirándonos furtivamente. Yo sonreía con
discreción, como una furcia de lujo, y alguna que otra vez señalaba el sillón
rosado inclinando ligeramente la cabeza, que me dolía cada vez más, en parte
por la resaca y sobre todo por culpa de la cantinela del locutor, locutora o
lo que demonios fuera. La filipina y la rubita se habían sentado en un rincón
del stand y estaban enfrascadas en el arreglo de
sus propias uñas.
¿Por qué no había hablado Rene del
contrato? Se hacía lenguas sobre mi valía y decía que estaba desperdiciando
mis habilidades en trabajos insignificantes, lo cual era completamente cierto.
Entonces, ¿por qué tanta invitación, tanta vacilación, tanto viajecito de fin
de semana, si siempre estábamos igual? Harta de maquillar caras insustanciales,
de tratar de dar alguna vida a ojos mortecinos, expresión a bocas sin forma, yo
quería demostrar que podía hacer cosas espectaculares, brillantes. Obras de
arte. El lo sabía. ¿Por qué me entretenía? ¿Por qué no me proporcionaba algo
realmente bueno?
Vi entrar a una mujer alta y delgada. No
vestía particularmente bien, pero caminaba con una elegancia insólita en estos
lugares, aunque con desgana, como si estuviera muy fatigada. Desde donde me
hallaba no podía distinguir su rostro, medio tapado por unas gafas negras
desmesuradas. Vacilaba. Parecía asustada o perdida, y evitaba el roce de los
muchos clientes que frecuentaban en aquellos momentos los almacenes.
Me miró. Lo supe a
pesar de que no podía verle los ojos. Me dije que me gustaría maquillarla, pero
no era de la clase de mujeres que se someten en público a una sesión. Sin
embargo, se acercó al stand y
se detuvo a pocos pasos de mí, mirándome como si no hubiera nadie más en el
mundo. Le sonreí personalmente.
Había algo en ella que
me gustaba, aunque no hubiera sabido decir exactamente qué: tal vez su
distinción. Mora podía ver mejor su ropa: era negra, buena pero muy gastada, arrugada
y rozada, como si hubiera pasado la noche al raso. Y el pelo le colgaba húmedo
y enredado a ambos lados del rostro. Un detall-e me extrañó terriblemente: no
llevaba bolso.
—¿Sería tan amable de permitirme
maquillarla, señora? —pregunté, algo intimidada.
No contestó, pero sonrió e hizo un ligero
gesto afirmativo con la cabeza. La conduje al sillón y puse delante uno de los
paneles del stand.
Sabía que no debía
hacer eso y que si Luisón pasaba por allí, tendríamos bronca, pero deseaba
maquillar a aquella mujer con cierta intimidad.
Mis ayudantes torcieron el gesto cuando
vieron que se les venía encima un trabajo, aunque su tarea consistía únicamente
en proporcionarme toallas y los productos que les pidiera. Más lista que la
otra, la filipina compuso inmediatamente una sonrisa misteriosa y se acercó en
seguida, trayendo algunas cosas.
Me incliné sobre la mujer, que se había
dejado caer en el sillón como si estuviera muerta de fatiga y apoyaba la cabeza
en el cojinete, y le dije:
—Señora, lo siento, pero tendrá que quitarse las gafas.
Con ademán lánguido y maravillosamente
delicado se las quitó y las dejó en el regazo, permaneciendo con los ojos cerrados.
La contemplé durante unos segundos, para hacerme una idea de cómo trabajar con
ella. Su piel era blanquísima, Um poco marchita, pero eso tenía arreglo.
Su cabello debía de se r rubio, pero lo llevaba teñido de castaño oscuro,
maltratado y
con las puntas
abiertas. Yo no podría hacer nada con él, aunque sabía lo que le convenía.
Tenía la nariz y los pómulos tan bien formados que no iba a necesitar
corrección con sombras, y Isa frente despejada, algo protuberante. Era un
rostro de manual, el sueño de cualquier esteticista. Sólo me faltaba averiguar
de qué color eran sus ojos para tener la idea del conjunto que mee permitiera
una creación perfecta.
—¿Le importaría abrir los ojos un momento, por favor?
Pareció no oírme, porque no los abrió ni realizó el menor movimiento.
Repetí el ruego, con idéntico resultado. Através del
espejo pude ver la sonrisa maligna de la filipina, a mis espaldas, y un gesto
burlón de la rubita. No insistí. Cubrí el hermoso rostro con crema limpiadora y
comencé a masajearlo.
Cuando mis manos entraron en contacto con
la piel de la mujer, no pude reprimir un estremecimiento de asco. Estaba
helada. Y no sólo helada: dura como el mármol. Nunca había tocado nada
semejante. La crema no penetraba y mis manos resbalaban. Tardé un tiempo en
conseguir que mis dedos volvieran flexible aquella especie de corteza y le
trasmitieran algún calor. Los ojos continuaban cerrados. Una lágrima tembló en
el borde de un párpado y se la enjugué con un kleenex.
Había cruzado las piernas y tenía las manos
también cruzadas. En uno de sus dedos brillaba un diamante montado de forma
antigua y caprichosa, que lanzaba destellos azules. El hecho de que algunas de
sus uñas estuvieran rotas y astilladas acentuaba la delicadeza y finura de las
manos. Llevaba las largas piernas enfundadas en medias de seda de calidad
excelente, pero con una carrera a la altura de las rodillas, y calzaba zapatos
negros de tacón muy alto, gastados y sin brillo. La montura de las gafas era
de carey de color miel.
Cuando retiré la crema, la extraña piel
esplendió en su magnífica palidez, pero pude ver que bajo ella se extendían
unas manchas azuladas que no había visto nunca en un rostro vivo. Eran como
derrames internos cerca de la nariz, a un lado de la frente y en la barbilla. Me
acerqué mucho a observarlas, y entonces percibí por vez primera un olor como
de cieno, muy intenso, junto a la raíz del cabello. Me hizo pensar en plantas
acuáticas.
Disimular aquellas manchas constituyó un
reto a mi habilidad, porque reaparecían bajo los maquillajes convencionales,
incluso los más cubrientes. Únicamente pequeñas pinceladas de polvos dispuestas
como escamas lograron taparlas. Invertí en la operación más de tres cuartos de
hora. Mis ayudantes se reían con disimulo en un rincón y cuchicheaban. La mujer
permanecía quieta, con los ojos cerrados, respirando con regularidad. Pensé
que se había quedado dormida.
Los labios me dieron muchas
satisfacciones. Su dibujo era tan hermoso y seguro que no tuve que hacer más
que seguirlo Con
el perfilador, sin
rectificar un milímetro su forma. Los cubrí con carmín granate satinado y
parecieron pétalos frescos. Como se obstinaba en no abrir los ojos, me resigné
a maquillárselos sin tener en cuenta su color: una sombra gris casi imperceptible
sobre el párpado superior, un punto de luz en el centro, y rosa dorado
suavizando las ojeras. Peiné ligeramente con rimel castaño sus cejas, espesas y
bien formadas.
Parecía una hermosa máscara oriental. Una
leve capa de polvos transparentes remató mi obra, de la que me sentí íntimamente
satisfecha.
—Creo que ya hemos terminado, señora.
Espero no haberla atormentado demasiado.
Sin abrir los ojos, se puso las gafas. Se
miró en el espejo. Una amplia sonrisa sin alegría se dibujó en su boca. Sólo
entonces dejó oír su voz, muy ronca, algo metálica, que me hizo estremecer
como el primer contacto con su piel.
—Gracias. Ha sido usted muy amable. ¿Puedo peinarme un poco?
—Puedo hacerlo yo misma, si me lo permite.
Asintió sin dejar de sonreírme a través
del espejo. Arreglé lo mejor que pude su cabellera húmeda y no muy limpia, de
la que se desprendía aquel olor peculiar a agua estancada y que me dejó las
manos viscosas.
Radiante de belleza, con el aire de quien
se dispone a reemprender un camino agotador, se levantó, se alisó la falda y
me tendió la mano. Estaba fría y escurridiza como su rostro. El diamante se
había deslizado hacia la palma se clavó ligeramente en la mía, produciéndome un
dolor intenso que la levedad del contacto no justificaba.
La seguí con la mirada hasta la puerta y la perdí en seguida entre la
gente. Mis ayudantes trataron de enredarme en comentarios maliciosos e
insustanciales sobre ella, pero yo estaba agotada. La llegada de Raquel para
reemplazarme fue un alivio, porque, de haber permanecido en pie más tiempo bajo
aquellas luces, con la cabeza doliéndome como si me fuera a estallar, me habría
desvanecido. Ni siquiera tuve fuerzas para reprocharle que no hubiera llegado
a su hora, ni humor para escuchar sus disculpas. Me marché a casa y me metí en
la cama.
Dormí mucho tiempo. Cuando comenzaba a
caer la noche, Luisón volvió a llamarme.
—Oye, nena, en primer lugar muchísimas gracias por haberme sacado del
apuro esta mañana. Te debo un día de descanso.
—No tiene importancia, pero te cojo la palabra.
—¡Oh, sí la tiene! Eres un tesoro. Pero,
espera: ahora viene lo bueno. Hay un trabajo estupendo para ti. Mucha, muchísima
pasta, cariño.
—¿De qué se trata? ¿Publicidad? —en
aquella época, la publicidad era mi obsesión.
—¡Nada de publicidad! Algo mucho más...
descansado. Oye, mira, hay una familia amiga mía que nada en la abundancia.
Tienen toda clase de caprichos y los pagan muy bien. Hay que hacer un
maquillaje especial esta noche. Ahora.
—¿Un maquillaje especial? ¿A un caniche,
o algo por el estilo?
—No bromees, nena. Es un asunto muy
serio. La señora ha fallecido. Era preciosa y muy coqueta. La han vestido
maravillosamente y parece dormida.
—¿Sí? ¿Y qué?
—Pues que no te costaría nada hacer un
buen trabajo con ella y...
—¡Luisón! ¿Estás insinuando que yo tengo que maquillar a una muerta?. ¿Te has vuelto loco?
—No te será difícil, nena. Está fresca como una rosa. Su hija se
empeña, querida. Dice que las pompas fúnebres hacen a los difuntos unos
maquillajes que les dan todo el aire de cadáveres. Y tiene razón. Quieren un
especialista.
Quise creer que bromeaba, pero cierto temblor en su voz me advirtió de
que aquello iba completamente en serio. La habitación me dio vueltas. Todavía
me dolía la cabeza, y las lloras que había dormido no habían conseguido que me recuperara
del todo.
—Yo no he hecho eso en mi vida, Luis, y no voy a empezar ahora. Pídeselo
a Raquel. Está antes en la lista de méritos.
—Ya se lo he pedido... —confesó, con voz desalentada—. No se atreve.
Tiene... Le da reparo. Oye, nena, hazlo por mí. Pagan de maravilla y sólo será
un momento.
¿De modo que Raquel no se atrevía a maquillar una cara? ¡Ella que
tanto presumía de profesionalidad! Sonreí y me mordí
los labios. —¿Cuánto?
La cifra era realmente tentadora. ¿Y por
qué no hacerlo, al fin y al cabo? Yo
no tenía miedo como Raquel. Me hice de rogar un poco más, pero acabé diciéndole
que sí.
—Eres un cielo, nena. Llegarás a donde te propongas.
—No sé si sabré hacerlo, Luisón. Es la primera vez que lo intento.
—No hay nada que uno haga por primera vez. Chao. Paso a recogerte.
Quizá Luis tenía razón. Quizá no iba a
ser la primera vez.
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