Tales of Mystery and Imagination

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Ramón María del Valle-Inclán: Del misterio

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¡Hay también un demonio familiar! Yo recuerdo que, cuando era niño, iba todas las noches a la tertulia de mi abuela una vieja que sabía estas cosas medrosas y terribles del misterio. Era una señora linajuda y devota que habitaba un caserón en la Rúa de los Plateros. Recuerdo que se pasaba las horas haciendo calceta tras los cristales de su balcón, con el gato en la falda. Doña Soledad Amarante era alta, consumida, con el cabello siempre fosco, manchado por grandes mechones blancos, y las mejillas descarnadas, esas mejillas de dolorida expresión que parecen vivir huérfanas de besos y de caricias. Aquella señora me infundía un vago terror, porque contaba que en el silencio de las altas horas oía el vuelo de las almas que se van, y que evocaba en el fondo de los espejos los rostros lívidos que miran con ojos agónicos. No, no olvidaré nunca la impresión que me causaba verla llegar al comienzo de la noche y sentarse en el sofá del estrado al par de mi abuela. Doña Soledad extendía un momento sobre el brasero las manos sarmentosas, luego sacaba la calceta de una bolsa de terciopelo carmesí y comenzaba la tarea. De tiempo en tiempo solía lamentarse: —¡Ay, Jesús!

Una noche llegó. Yo estaba medio dormido en el regazo de mi madre, y, lifl embargo, sentí el peso magnético de sus ojos que me miraban. Mi madfl también debió de advertir el maleficio de aquellas pupilas, que tenían 11 venenoso color de las turquesas, porque sus brazos me estrecharon más. Doña Soledad tomó asiento en el sofá, y en voz baja hablaron ella y mi abuela. Y,, sentía la respiración anhelosa de mi madre, que las observaba queriendo adivinai sus palabras. Un reloj dio las siete. Mi abuela se pasó el pañuelo por los ojoi, J con la voz un poco insegura le dijo a mi madre:

—¿Por qué no acuestas a ese niño?

Mi madre se levantó conmigo en brazos, y me llevó al estrado para que besase a las dos señoras. Yo jamás sentí tan vivo el terror de Doña Soledad. Me pasó su mano de momia por la cara y me dijo:

—¡Cómo te le pareces!

* mi abuela murmuró al besarme: -¡Reza por él, hijo mío!

Hablaban de mi padre, que estaba preso por legitimista en la cárcel de Santiago. Yo, conmovido, escondí la cabeza en el hombro de mi madre, que me estrechó con angustia:

-¡Pobres de nosotros, hijo!

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