Mientras escribo esto y el mundo se desmorona a mi alrededor, me
sorprendo a mí mismo pensando de nuevo en Helena, recordando la belleza
infinita de su cara, deslizándome por sus rizos de avena y suspirando
por la tibia calidez de su piel blanca como la leche.
Helena... Pronunciar tu nombre es sufrir un dolor deseado. Helena
Maíz, Helena Arroz, Helena Avena... Te amo hasta perder el aliento, y
saber que no existes, que nunca has existido, me acerca tanto a la
muerte como el bálsamo de tu recuerdo a la vida.
He de controlarme, debo aplicar las técnicas de yoga que me enseñó, triste ironía, el propio Nanda. ¡El mismísimo Dios!
Respiración baja, respiración media. Adopto la postura padmasana e
intento enfocar mi mente en un lugar vacío, oscuro y distante.
Y allí está Helena esperándome.
¡Dios! Vuelvo a sentir hambre. Esto no funciona, estoy al borde de otro ataque. Abro el paquete y contemplo el frasco lleno de cápsulas que me entregó Martín, advirtiéndome:
—Ten cuidado. Esta droga te aliviará. Pero al mismo tiempo destruirá en cada toma millones de tus neuronas. No abuses de ella, o acabarás convertido en un vegetal.
Es para reírse, en cualquier caso acabaré convertido en un vegetal. La droga me la dio Martín tan sólo cinco semanas antes de suicidarse. Lo encontraron en su casa, tenía la mano izquierda y los pies atravesados por clavos de quince centímetros. Él mismo se había clavado al suelo. No sé por qué lo hizo. Quizás el dolor le permitió olvidarse de Nanda, el dios tirano. Quién sabe. El caso es que estaba allí, grapado al suelo en mitad de un charco de sangre, delante de un televisor chispeante de estática. En el vídeo encontraron la cinta que había estado viendo mientras agonizaba. Era una grabación familiar con imágenes felices de su mujer y su hijito de seis años. Ambos habían muerto en la Primera Revuelta Sagrada. Les mataron, sencillamente, porque fueron sorprendidos en una iglesia rezando a Cristo. Martín nunca pudo superarlo.
He tomado cinco cápsulas. No debería hacerlo; ya desde la primera ocasión comprobé sus atroces efectos: la droga hizo que me olvidara de mi pie derecho. Oh, sí. Está ahí, como siempre. Lo veo, es un pie normal y sano. Pero no puedo recordarlo, la droga lo borró de mi memoria. Así que ahora cojeo porque no puedo acordarme de lo que hay en el extremo de mi pierna. ¿De qué me olvidaré esta vez?
Pero es un riesgo necesario. No puedo permitirme otra recaída, seguir amando a Helena es un lujo que no puedo consentir. En mi primer ataque... Oh, Nanda traidor. Fue tan ridículo. El médico no lo podía creer, y eso que en aquel momento vivía un infierno absurdo en un hospital abarrotado de maníacos religiosos. Me ingresaron en coma, inconsciente. Tenía el estómago abultado por las dieciséis cajas de cereales que había devorado —¿Cómo puede alguien comerse más de ocho kilos de cereales? —me preguntó asombrado el doctor.