Un hombre sueña: una esquina, una calle, y en el fondo de la calle, una casa. Sabe que sueña. Avanza, entre neblinas, por unos gastados piedrones negros y lustrosos. Entra en la casa. Después de la puerta de calle, un amplio corredor le ofrece posibilidades diversas. Abre una puerta interior. En una habitación amplia y en penumbras, un hombre, en un sillón dormita. Un hombre de unos cuarenta años, que no parece cansado ni preocupado.
El recién llegado lo observa. En una mesa cerca del sillón hay un libro. Siete Noches, es su título. El recién llegado se acerca al dormido. Primero con curiosidad, luego con estupor. Reconoce los rasgos de la cara, el abundante pelo negro, el rictus de los labios en descanso y la manera de dormitar con la cabeza apoyada en el pecho, las manos cruzadas y abandonadas. Estos detalles le son familiares, más que familiares, le son íntimos. El que está sentado se inclina, toma una hoja de papel y un bolígrafo, y comienza a escribir rápidamente. Al recién llegado le incomoda esta indiferencia.
Transcurre un instante, unos segundos, una suma de segundos.
El que escribe, sigue concentrado en su quehacer. El otro no sale de su asombro. Observa con curiosidad y con inquietud controlada, reprimida. La letra del que escribe comienza a deformarse. Y sin interrumpirse le dice al recién llegado: