Prólogo
Todos los sabios estaban de acuerdo en que el fin del mundo se aproximaba. Hasta habían fijado fecha. Todos los países se llenaron de espanto. Todos los hombres con el espíritu impreciso, no podían pensar en otra cosa que en hacerse los gustos. Y se precipitaban. Y no se preocupaban de que los póstumos placeres fueran a expensas del dolor de los demás. Hubo un país que reaccionó rápidamente de la fantástica noticia. Nadie sabía si ese estado de coraje era por ignorancia, por sabiduría, por demasiado dolor o por demasiado cinismo. Pero ellos fueron los únicos asombrosamente capaces de resolver el problema de precaverse: construyeron seis planetitas de cemento armado incluyendo las leyes físicas que los sostuvieran en el espacio.
I
Por más grande que fuera el esfuerzo humano, resultaba ridículo y pequeño al querer suplir a la Tierra. Se calculaba que ese país tenía diez veces más habitantes de los que cabían en los planetitas. Entonces decidieron algo atroz: debían salvarse los hombres perfectos. Vino el juicio final y unos cuantos hombres juzgaron a los demás hombres. En el primer momento todos se manifestaron capaces de esta tarea. Sin embargo, hubo un hombre extrañamente loco, que dijo lo contrario. Además propuso al pueblo que todos los hombres que se eligieran para juzgar a los demás, debían aceptar esta tarea a condición de ser fusilados.
II
El pueblo aceptó esta última proposición. Se disolvieron las aptitudes para la tarea de selección: nadie amaba la justicia al extremo de dar la vida por ella. Hubo sin embargo un hombre de experiencia concreta que aceptó. Indignado porque un grupo de inteligentes se burló de su experiencia, prefirió juzgar al grupo de inteligentes, y morir fusilado con una sonrisa trágica de ironía y de veneno de rabia. Gracias a los sacrificados por la justicia a ellos mismos, se juzgó a los hombres y los perfectos ocuparon sus respectivos puestos en los planetitas de cemento armado.