Tales of Mystery and Imagination

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Felisberto Hernández: Acunamiento

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Prólogo

Todos los sabios estaban de acuerdo en que el fin del mundo se aproximaba. Hasta habían fijado fecha. Todos los países se llenaron de espanto. Todos los hombres con el espíritu impreciso, no podían pensar en otra cosa que en hacerse los gustos. Y se precipitaban. Y no se preocupaban de que los póstumos placeres fueran a expensas del dolor de los demás. Hubo un país que reaccionó rápidamente de la fantástica noticia. Nadie sabía si ese estado de coraje era por ignorancia, por sabiduría, por demasiado dolor o por demasiado cinismo. Pero ellos fueron los únicos asombrosamente capaces de resolver el problema de precaverse: construyeron seis planetitas de cemento armado incluyendo las leyes físicas que los sostuvieran en el espacio.

I

Por más grande que fuera el esfuerzo humano, resultaba ridículo y pequeño al querer suplir a la Tierra. Se calculaba que ese país tenía diez veces más habitantes de los que cabían en los planetitas. Entonces decidieron algo atroz: debían salvarse los hombres perfectos. Vino el juicio final y unos cuantos hombres juzgaron a los demás hombres. En el primer momento todos se manifestaron capaces de esta tarea. Sin embargo, hubo un hombre extrañamente loco, que dijo lo contrario. Además propuso al pueblo que todos los hombres que se eligieran para juzgar a los demás, debían aceptar esta tarea a condición de ser fusilados.

II

El pueblo aceptó esta última proposición. Se disolvieron las aptitudes para la tarea de selección: nadie amaba la justicia al extremo de dar la vida por ella. Hubo sin embargo un hombre de experiencia concreta que aceptó. Indignado porque un grupo de inteligentes se burló de su experiencia, prefirió juzgar al grupo de inteligentes, y morir fusilado con una sonrisa trágica de ironía y de veneno de rabia. Gracias a los sacrificados por la justicia a ellos mismos, se juzgó a los hombres y los perfectos ocuparon sus respectivos puestos en los planetitas de cemento armado.

Felisberto Hernández: El vapor

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Fui a otra ciudad que tenía un río como para llegar o salir de ella en vapor. No me ocurrió nada raro hasta que salí de allí. Cuando caminaba por el muelle recordaba los momentos de actor que había representado en esa ciudad: en los conciertos, en las calles, en los cafés y en las visitas. Ahora en el muelle había muy poca gente y de esa gente parecía que nadie me conocía ni nadie había ido a mis conciertos. Entonces tuve una angustia parecida a la de los niños mimados cuando han vuelto de pasear y les sacan el traje nuevo. Me reí de esta ridiculez y traté de reaccionar, pero entonces caí en otra angustia mucho más vieja, más cruel y que por primera vez vi que era de una crueldad ridícula. Al principio de esta última angustia pensé que podía reaccionar como en la anterior: yo era fuerte, podía resistir todo y hasta podía realizar el poema de lo absurdo. Además tenía el placer de la impersonalidad: cuando me quedaba distraído. Sin darme cuenta me había parado en la punta del muelle como si ya fuera a subir al vapor, aunque éste todavía no se veía venir. Y sin darme cuenta caí en la impersonalidad: parecía que todo el cuerpo se me hubiera salido por los ojos y se me hubiera vuelto como un aire muy liviano que estaba por encima de todas las cosas. Pero de pronto la angustia me volvió a atacar y la sentí más precisa que nunca en su cruel ridiculez. La sentí como si dos avechuchos se me hubieran parado uno en cada hombro y se me hubieran encariñado. Cuando la angustia se me inquietaba, ellos sacudían las alas y se volvían a quedar tan inmóviles como me quedaba yo en mi distracción. Ellos habían encontrado en mí el que les convenía para ir donde yo hubiera querido ir solo. Habían descubierto mi placer y se me colaban, llegaban hasta donde iba mi imaginación y no me dejaban ir al placer libre de la impersonalidad. El vapor vino de arriba, pero al llegar frente al muelle dio una vuelta y quedó en sentido contrario al que venía. Yo subí sin mucha curiosidad ni mucho interés, y me empecé a pasear por cubierta mientras subían bultos. Tardaron mucho en esta operación y yo ya sabía cómo era todo el vapor. Entonces empecé a mirar para el muelle. Cuando estaba oscureciendo, el vapor salió y dio otra vuelta para seguir en la misma dirección que venía. Yo parado en cubierta miraba las calles que venían a morir al río y que al cruzar tan de cerca, el vapor parecía una imaginación pesada, suave y misteriosa. Cuando fui a entrar en mi camarote no lo encontré donde yo pensaba porque al dar vuelta el vapor y seguir mirando al muelle se me habían trastornado todos los lugares. Después que lo encontré volví a pasear y tuve una impresión rara y desagradable de mi angustia ridícula: la idea de los avechuchos se me había endurecido sin que yo me diera cuenta y sin querer caminaba despacio y sin moverme mucho para que los avechuchos no se inquietaran. Tuve una reacción: me sacudí y hasta llegué a hacer mención de pasarme una mano por un hombro. Pero la impresión desagradable de esa manera de caminar, me venía apenas me distraía un poco. La angustia se me había vuelto de una monotonía tan extraña como la de algunos cantos judíos: nos parece que nunca encuentran la tonalidad definida, que siempre les amaga y que para ellos es normal no encontrarla.

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