En resumen, la idea de adscribir recién nacidos africanos al cuidado de niñas europeas tuvo un éxito inmediato, un éxito del que sólo salieron perjudicados los fabricantes de muñecas y ositos de peluche, pero bien puede decirse que la economía occidental asumió con coraje este pequeño sacrificio ante los numerosos efectos benéficos que prodigó la humanitaria iniciativa. Nadie recuerda a ciencia cierta quién fue el promotor del proyecto, pero a principios del siglo XXI ya eran varias las oenegés que facilitaban esta práctica; hacia la tercera década del siglo, Unicef la consagró en varios documentos y después la ONU la confirmó definitivamente con una reglamentación internacional, ante la aplastante evidencia de que redimía del hambre a numerosos niños nacidos en los países más pobres del planeta.
Puede decirse que el hambre no quedó erradicada del Tercer Mundo, pero al menos evitó que padecieran ese horrible destino los más débiles: los recién nacidos. A mediados del siglo XXI, la ONU pudo declarar de forma solemne que el hambre ya no mataba a las criaturas de corta edad que nacían en depauperadas aldeas africanas.
Básicamente el sistema de adopción consistía en lo siguiente. Las niñas de los países desarrollados, en contra de lo que predijeron tantos grupos feministas, seguían sintiendo la irreprimible inclinación de jugar con muñecos y oficiar sobre ellos una suerte de primaria maternidad. A la vista del mantenimiento de este hábito (que nadie tuvo el atrevimiento de calificar como genético, pero sí como una enojosa herencia cultural) se pensó en trasladar a criaturas hambrientas del Tercer Mundo hasta los hogares europeos, donde las niñas podrían jugar, en vez de con muñecas, con auténticos bebés, a los que darían el biberón, acostarían en camitas y sacarían a pasear en encantadores carritos de juguete.
El sistema de acogimiento contaba con innumerables ventajas: eximía a los padres de los engorrosos procesos burocráticos de la adopción (De hecho, les eximía de toda responsabilidad en el proceso: la moda tomó el informal aspecto de encantadores regalos navideños), ayudaba a completar la formación de las niñas occidentales mediante la adquisición de obligaciones y responsabilidades y, por último, daba a los bebés africanos una razonable posibilidad de seguir vivos, una posibilidad, en todo caso, infinitamente mayor a la que podían esperar de seguir agonizando en aldeas subsaharianas quemadas por el sol.