¡Buenos días señor! Acomódese como pueda, pero,
por favor, no empuje. Cabemos todos, aunque estemos un poco apretados:
se lo digo yo, que conozco el paño. Tiene usted el codo como una piedra y
me lo está clavando. No es que me duela, no, ni siquiera me molesta.
Además, ¿qué puede hacer usted?
No se preocupe ni ponga
esa cara, hombre. Su estancia aquí no será larga; como mucho, dos
semanas. Se lo digo por experiencia. A estas alturas del curso, nos
necesitan más que nunca, y los que tienen la suerte de estar tan
delgaditos como usted, no duran nada. Pronto descansará y se librará de
estas apreturas y, sobre todo, de este olor. Yo ya ni lo noto, pero
comprendo que un recién llegado...
Cuando me trajeron a mí, me mareé muchísimo.
¡Creí que me moría! ¿No es gracioso?
No
se apene, señor; uno acaba por acostumbrarse. Dígamelo a mí, que llevo
aquí dos años. Se dice pronto ¡dos años! Y ya me ve, tan fresca. Bueno,
es un decir: de fresca, nada. Estoy muy correosa, cada día más. A veces
me desespero, ¿sabe? Me gustaría tumbarme y sobre todo estar seca. Este
caldo es mi desesperación, pero, ¿qué voy a hacer?
Ni
puedo salir, ni me sacan. A ratos pienso que me han olvidado, pero
¡quia! Sé que tarde o temprano les seré útil, y la espera me da una
ansiedad. Si al menos supiera que me han olvidado para siempre, tal vez
yo también me olvidaría de mí misma y dejaría de sufrir.
Cuando
me trajeron, me sentí tan incómoda y tan asustada como usted, hasta que
un señor me puso al corriente de todo y esperé que acabaran conmigo y
me dejaran en paz. Por fin, un día me sacaron. No se crea que fue fácil:
peso mucho, y estaba aún más hinchada que ahora. Me puse muy contenta
cuando vi que, después de muchos tirones y entre dos hombres, conseguían
izarme. Me dije que pronto acabaría todo y que, al fin y al cabo, iba a
ser útil a alguien. Pero cuando me destaparon en la sala de prácticas y
vi la cara que ponía el ayudante, me temí lo peor. Y así fue. Dijo que
estaba muy gorda y que no servía, y por si fuera poco tuve que aguantar
bromas del peor gusto por parte de los muchachos. Una chica vomitó y se
fue llorando, diciendo que no volvería más. Era finita como una caña.
Los otros le dijeron que sí volvería, y que con ella podrían hacer un
ejercicio realmente bueno.
El caso es que me
devolvieron aquí. ¡Qué mal lo pasé! Yo soy una mujer sencilla y sin
estudios, pero tengo mi dignidad. No podía protestar, ni quejarme, ni
siquiera llorar. Pero lo peor no fue la humillación, no señor: lo peor
fue caer de nuevo en el caldo, volver a estas apreturas, a este frío, a
esta oscuridad.
Antes cuidaba de nosotros un señor muy
amable, que se llamaba Hidalgo. Tenía la costumbre de hablarnos. A veces
me decía alguna chanza cariñosa, y un día me prometió que, aunque
estuviera gorda y no sirviera para los ejercicios corrientes, me
utilizaría para otras cosas y luego me enviaría a descansar. Era un
caballero y llegué a creerle, pero desde que se jubiló, nadie ha vuelto a
mirarme a la cara. Es más, creo que sus compañeros me están tomando
manía. Claro, me tienen tan vista... Me llaman La Barrila y me vuelven
la espalda cuando busco conversación. ¿No le estaré molestando?
¡Gracias! ¡Ojalá mañana piense lo mismo y no haga como ellos!
A
veces creo que la culpa de todos mis males la tengo yo, pero luego me
digo que no, que si estoy así de gorda no es porque comiera mucho o por
el alcohol. Es de nacimiento. Nací gorda y torpona. Hay gordas
simpáticas y guapas, o ricas y muy listas, que se abren camino en la
vida y lo pasan tan divinamente. Algunas ganan concursos y salen en las
revistas, pero ésas son las gordísimas, las verdaderas reinas de la
grasa. Yo era una gorda normal y nací sin ningún don y con poco seso,
aunque sin ser tonta, eso no. Al menos, yo creo que no era tonta, aunque
la verdad es que hasta mi madre me lo decía; y mis hermanos, para qué
le voy a contar... Mi padre, como se pasaba la vida borracho, ni se daba
cuenta de mi existencia. Era el único de la familia que no se metía
conmigo, pobre hombre.
En las escuelas de barrio las
niñas gordas lo pasan fatal, créame. Mis maestras me tiraban del pelo, y
las compañeras decían que olía mal. Tenían más razón que un santo. Los
humos de la cocina del bar se me agarraban a la ropa y al pelo y, como
no teníamos cuarto de baño, apenas podía lavarme salvo en el verano, en
el río del pueblo. ¡Ya ve lo que son las cosas: ahora me paso los días,
las semanas y los años con el líquido hasta la coronilla! Claro que
tampoco este olor es el de las rosas, pero de todas formas...
Los
granos que cubrieron mi cara a partir de los doce años no contribuyeron
precisamente a hacerme más bonita, ni tampoco el bizqueo de mi ojo
derecho. Ahora que ya nada me importa y que no deseo más que descansar,
puedo decirle sin sentir vergüenza que, cuanto más crecía, más
repugnante me volvía. Todos lo gritaban a los cuatro vientos; y no es
que fueran malos: es que pensaban que mis sesos de mosquito me impedían
sufrir. Hablaban de mí como de una piedra que ni siente ni padece, como
los muchachos cuando me tuvieron en la mesa de disección y se pusieron a
hacer chistes a mi costa. ¿Cómo iban a saber ellos el daño que me
estaban haciendo? Hidalgo sí sabía, por eso me hablaba amablemente y me
consolaba. Pero Hidalgo era un caso aparte, algunos decían que estaba
loco porque hablaba con nosotros como si estuviéramos vivos.
Cuando
tenía quince años me violó un borracho en un solar abandonado, pero no
una vez sino todas las que le dio la gana durante más de un mes. A mí me
daba vergüenza y no decía nada a nadie. Pero, claro, me quedé
embarazada. Estaba tan gorda de natural que el embarazo ni se me notaba,
pero yo me desesperaba, porque no sabía qué iba a ser de mí. Aquí
trajeron una vez a una embarazada. ¡No vea usted qué revuelo! Todos
querían estudiarla, porque tenía el niño dentro. ¡Muerto, claro! La
habían encontrado en la calle, más tiesa que un palo, y nadie la
reclamó.
Un día aborté. Nada, que se me cayó la
criatura solita, de cuatro meses. Me puse fatal, pero nadie se enteró,
porque lo que es yo, si hay que aguantar, aguanto lo que sea. En el
fondo, estaba muy contenta. Lo peor fue deshacerme de aquello. Temía que
si lo tiraba a la basura, lo encontraran. Al final, lo metí en una
bolsa para el pan con una piedra y lo tiré al río. Si me hubiera tirado
yo también, ahora no estaría aquí fastidiándole a usted. Ya sé que soy
una pesada, pero es que nunca hablo con nadie. Nunca me han hecho caso,
ni en vida ni después.
Tiene usted razón, así
entretenemos la espera. Total, no tenemos nada que hacer; y es seguro
que a por usted ya no vendrán hoy, con la hora que es. No se preocupe
tanto, yo creo que no sentirá nada. Ahora, eso sí, no es como antes.
Antes el señor Hidalgo hacía maravillas con nosotros, con aquellas manos
de artista... ¡Y las cosas que nos decía! ¡Qué hombre! Algunos días
venía y se pasaba las horas muertas con nosotros, sobre todo en verano,
cuando aprieta el calor y aquí se está fresquito. Le respetábamos y le
queríamos, aunque no podíamos decírselo. Pero creo que él lo notaba,
porque eso se nota, ¿no cree usted?
Lo que ocurrió con
el borracho me hizo ir por la vida con más ojo. Bueno, eso creía yo,
pero ¡ca! Ya le he dicho que nunca fui un lince: todas me las daban en
el mismo carrillo. Me harté de mi familia y me puse a servir en una casa
bastante buena. Tenía que cuidar de una vieja y de un par de criaturas,
además de cargar con todas las faenas pesadas. La compra y la comida
las hacía mi compañera, que era más presentable; aunque, no se crea
usted... ¡vaya pendón que estaba hecha! Sisaba y robaba por las dos,
porque yo nunca fui capaz, pero cuando la pescaban me echaba la culpa a
mí, así que acabé en la calle. Hasta que encontré trabajo con las
monjas, hice lo que pude para ganarme los garbanzos, teniendo buen
cuidado de que no volvieran a preñarme.
Con las monjas,
la cosa no mejoró. No es que fueran malas, eso no, pero yo no les caía
bien, aunque me esforzaba por hacer todo lo que me mandaban. ¡Y anda,
que los mandados eran finos! Me pasaba la vida vaciando orinales y
limpiando la mierda de los viejos. Y luego, que si comes demasiado, que
si estás como un tonel... ¡Claro! ¿Qué gusto le iba yo a sacar a la
vida, sino el de atiborrarme siempre que podía? Tampoco crea usted que
aquello era el paraíso por ese lado. La verdad es que se comía fatal,
porque las cocineras eran unas petardas que no echaban sal ni a los
huevos. Yo siempre me quedaba con hambre y me comía las sobras de
algunas ancianitas; señoras muy limpias, eso sí.
¿Usted
viene de un asilo? ¡Entonces, qué le voy a contar! Ya sabe usted lo que
es eso. Con la edad la gente se agría, como la fruta, y aunque hay de
todo, se encuentra uno con cada elemento... Yo tenía bien controlados a
los viejos, pero así y todo no crea, me decían a veces cosas muy sucias,
y si me descuidaba me metían mano. No le hacían remilgos a mi gordura,
no.
Un día me harté y me fui. Viví un tiempo como una
perra, y a veces tuve que rascar algo en los mercados para poder comer.
¿Cree usted que adelgacé? ¡Ni un gramo!
Acabé
juntándome con unos que vivían en unas chabolas, por La Espina. Fue una
buena época. Vivíamos de recoger papeles y trastos de las basuras y de
los tallercillos de por allí, y al menos comíamos todos los días y nos
hacíamos compañía. Tampoco aquellos me hacían ascos, ni tenían por qué
hacérmelos: éramos tales para cuales. Fue entonces cuando me aficioné a
empinar el codo, pero no por vicio, sino para entrar en calor, porque
hay que ver el gris que se cuela por las ventanas tapadas con hojas de
periódicos y por los tejados de uralita.
Creo que fue
el aguardiente barato lo que me nubló un poco el seso. El caso es que me
dio por hablar a gritos por la calle yo sola, y por meterme con los
chavales. Al principio, me huían. Cuando me veían aparecer por los
solares, con mis sacos y mis andrajos, echaban a correr como gallinas.
Yo les insultaba y les mentaba la madre. Ahora que he tenido que
pensarlo despacio, metida dos años en este caldo, me he dado cuenta de
lo imbécil que era. ¿Qué gusto le sacaría yo a aquello? ¡Vaya usted a
saber! Ya no me acuerdo.
Pero dicen que a cada cerdo le
llega su San Martín. Una noche que volvía de recoger cartones, me
salieron al paso cuatro o cinco chicos bastante mayorcitos. Estaba todo
oscuro y no se veía un alma por aquellos andurriales, porque hacía un
frío que pelaba. La botella de vinacho que llevaba en el cuerpo hizo que
no sintiera miedo. Me levanté las faldas y les enseñé el trasero. En
vez de reírse, se asustaron, ya ve lo que son las cosas, pero no se
movieron del sitio y uno me dio un puñetazo en el pecho. Luego, otro
cogió un pedazo de lavabo de un montón de desperdicios y se vino derecho
a mí, como si quisiera estampármelo en la cara. ¡Ya no supe más del
mundo! Me desperté, rodeada de muertos tiesos, en esta fosa de formol.
Yo
también estaba muerta, pero no acababa de creérmelo, porque... no sentí
la muerte. Me vino como me había venido todo en la vida, sin darme
cuenta cabal de las cosas. Un muerto me tuvo lástima y me explicó dónde
estábamos y qué iban a hacer conmigo. Me consoló diciéndome que, cuando
acabaran, me enterrarían y por fin podría descansar. Me habló del señor
Hidalgo y de lo bien que se portaba con los cadáveres, y no tardé en
comprobarlo.
¡Tener que estar en el otro mundo para
conocer a una persona decente! Los médicos y los estudiantes nos tratan
como si fuéramos puro palo, pero él no. Él era especial, tenía usted que
haberle conocido. Cuando nos hablaba, nos hacía sentirnos vivos.
Nos
llamaba con nombres que se inventaba, ¡y se le ocurrían algunos muy
graciosos! A mí me puso Bolita de Sebo, y decía que era su preferida.
Claro, como estaba aquí tiempo y tiempo, llegó a tomarme afecto. Yo iba
viendo entrar y salir muertos, y nunca me llegaba cl turno, después de
haber sido desechada la primera vez. Él me lo explicó con mucha
educación. Me dijo que la capa de grasa hacía difícil trabajar conmigo, y
que los estudiantes no se aclaraban con tanto tocino. No lo dijo así,
pero no puedo acordarme de sus palabras; era un hombre muy sabio y
siempre llamaba a las cosas por su nombre.
[Pique para ampliar]
Ilustración: Valeria Uccelli
Tenía
razón, pero, fíjese, me lo tomé muy a mal. Me dio por pensar que ni en
la muerte me trataban como a los demás. No sólo no me enterraban, como a
cualquier cristiano, sino que me metían en este pozo y además no me
daban el uso que a mis compañeros, como harán con usted. En fin,
quejarse no sirve de nada, ya se sabe, y por eso he acabado por
aguantarme. Sigo esperando que alguien se acuerde de que todavía estoy
aquí y me entierre.
A veces pienso que estaré siempre
aquí, y entonces me entra una congoja que para qué. Preferiría el
infierno: al menos allí estaría caliente. Un día se me ocurrió que esto
era el infierno, pero no. Si lo fuera, no habría tantas idas y venidas.
Esto es la Facultad de Medicina: me lo dijo el señor Hidalgo y lo sé de
sobra por experiencia.
Pero ¿qué dice usted, hombre?
¿Cómo va a tener cada uno un entierro particular? ¡Pues vaya derroche!
Oiga, si lo que quiere es asustarme, lo va a conseguir. ¡No, no! Un día
me sacarán con el gancho, me meterán en una caja y, al cementerio.
¡Ojalá no tarden!
¡Oh, ya se lo llevan! Adiós, señor.
¡Eh,
llévenme también a mí! Es inútil, no pueden oírme. Bueno, por lo menos
he podido hablar con alguien. ¡qué señor tan agradable!
Tal
vez mañana. Aquí van quedando pocos y estamos en plenos exámenes.
Seguro que mañana... o pasado. Al fin y al cabo, ¿qué prisa tengo yo?
¡Eh, oiga, córrase un poco hacia allá! ¿ No ve que me está clavando el
codo en el estómago?
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