A principios del verano, cuando las clases y los exámenes habían
acabado y ya se respiraba en la Facultad un franco ambiente de
vacaciones, el profesor Fabio Mur recibió una inesperada invitación a
participar en un simposio en la ciudad de X.
El curso había sido
duro y Mur se hallaba al borde del agotamiento nervioso, de modo que
pensó que un cambio de ambiente le vendría bien. Se sentía deprimido por
problemas personales, atascado en sus investigaciones y, en suma,
molesto con cuanto le rodeaba. El simposio le proporcionó una excusa
para huir, cosa que de otro modo no hubiera hecho, porque el hastío y el
cansancio mismo le tenían inmovilizado, amenazando con hundirle en un
marasmo estival funesto para su cuerpo y para su espíritu. Se
dispuso, pues, a partir con cierto alivio y con la euforia de quien se
prepara para una pequeña aventura.
El hecho de ser incapaz de
conducir un vehículo no constituía problema alguno en su vida cotidiana:
vivía cerca de la Universidad y de la Biblioteca Nacional, y había
logrado memorizar los números de los autobuses que podían llevarle a una
y otra parte. Pero cuando se veía obligado a viajar, las cosas se
complicaban extraordinariamente. Como odiaba realizar cualquier tipo de
trasbordo, dilapidaba pequeñas fortunas en aviones de línea regular o
trenes que le condujeran exactamente a su destino.
Desgraciadamente,
eso era imposible en el caso del simposio, cuyos organizadores habían
elegido la pintoresca X. con criterio cultural, artístico e incluso
paisajístico, sin preocuparse de su lejanía de las vías de
comunicación de primer orden. Yendo en autobús, había que hacer tres
molestos trasbordos; en tren, sólo dos. Mur optó por el tren, no sin
temblar al recordar que, en una ocasión semejante, hizo un cambio en
Zúrich para ir a Munich y fue a parar a Hannover. Durante la aventura
había perdido un valioso neceser de piel, regalo de su difunta hermana
Cornelia.
Esta vez, tomó el tren en su ciudad y bajó en la estación de Z.,
donde debía trasbordar. Faltaban aún tres cuartos de hora, así que se
dirigió a la cantina y aplacó sus nervios con una copa de coñac. Luego,
acuciado por una necesidad perentoria, se introdujo en el lavabo de
caballeros, cargado con su portafolios y su pequeña maleta, que pesaba
bastante por contener varios libros.
Cuando se disponía a salir,
notó con espanto que el pestillo del retrete se había atascado. Forcejeó
un momento, sudoroso y mirando el reloj a cada segundo, como si
temiera que las manecillas fueran a saltar. Faltaban todavía diez
minutos, pero el profesor Mur nunca confió en la marcha regular del
tiempo, del que en general tenía mala opinión.
La puerta no se
abría. Se sentó en la tapa del water para tranquilizarse, respirando
penosamente el aire hediondo de su pequeña prisión, y en situación tan
ridícula vio que una lustrosa cucaracha negra comenzaba a trepar por el
portafolios, que contenía su ponencia sobre las relaciones entre el
solipsismo y los sistemas estoicos. La empujó con el pie y la hizo caer
al suelo, pero no la aplastó. La idea de matar, aunque fuera al más vil
de los insectos, le producía una especie de hondísimo mareo.
Forcejeó inútilmente, y se dio por vencido. Nunca saldría de allí por
sus propios medios. Sin duda, había llegado el momento de pedir ayuda.
Se preguntó qué convenía gritar en una ocasión como aquélla; socorro le
pareció excesivo.
Miró el reloj otra vez: cinco minutos. Golpeó
la hoja de la puerta, primero tímidamente, como si llamara, y luego con
más fuerza, manchándose los nudillos con cascarilla de pintura reseca.
Finalmente lanzó un desmayado ¡Por favor, sáquenme de aquí!, que le sonó muy poco convincente, y la puerta se abrió por sí sola de par en par.
Loco
de alivio, corrió hacia su andén y subió al tren, que no tardó en
ponerse en marcha. Las cosas están cambiando en este país: ahora los
trenes salen con adelanto, se dijo, consultando su exactísimo reloj y
viendo que faltaban aún dos minutos para la salida anunciada cuando el
tren corría ya a toda velocidad. Estaba satisfecho. Había logrado salir
airoso del absurdo trance del retrete sin ayuda de nadie, y ahora se
dirigía cómodamente a X., la recóndita ciudad medieval donde le
esperaban sus cole-gas. El alivio y el vaivén le dejaron traspuesto.
Cuando
el revisor le despertó, Mur mostró su billete, que llevaba a mano para
no hacer esperar al funcionario. Éste, hombre de aspecto eficiente y
simpático, miró perplejo el cartoncito y luego al pasajero.
—¿Adonde se dirige usted, señor? —preguntó cortes-mente, inclinándose un poco hacia él.
—¿Cómo dice? —exclamó el interpelado, con un punto de alarma en la voz—. ¡Ah, sí, perdone! Voy a X.
—Entonces, siento decirle que se ha equivocado de tren. Éste va a B.
—Pero,
¿cómo es posible? He salido de W., he bajado en Z., para hacer
trasbordo y ahora voy a X. No puede haber error. Andén número tres...
—Este
tren se hallaba en ese andén antes de que llegara el suyo. Ha debido
de tomarlo por error. Pero no se preocupe. Baje en la próxima estación y
vuelva a Z.
Mur se sintió ridículo y desvalido. Dominando como
nadie los laberintos de alta especulación y conociendo al dedillo todas
las ramificaciones del solipsismo, era incapaz de alejarse de su
domicilio un centenar de kilómetros sin darse a sí mismo el penoso
espectáculo de su ineptitud para vadear el río hostil de la realidad. El
revisor le instó a que se apeara.
—Si no se baja, cada vez estará más lejos de su destino.
Bajó.
La estación, pequeña y sucia, estaba poco concurrida. Un empleado le
informó que no podría regresar a Z. hasta el día siguiente, y el
profesor creyó notar en su voz cierto tono de malevolencia; parecía
alegrarse de dar una noticia tan poco alentadora. Pero no se dejó
desanimar y se dijo que, a fin de cuentas, el simposio no comenzaría
hasta dos días más tarde. Respiró hondo para darse ánimos y se dirigió a
la cantina en busca de otro coñac.
El siniestro aspecto del
cantinero, que le recordó vagamente los demonios de feria de su niñez,
estuvo a punto de hacerle renunciar a preguntarle si en aquel pueblo
había algún hotel. Finalmente lo hizo, en voz tan baja que tuvo que
repetir la pregunta.
—Sí, el de mi hermana —masculló el hombre sin el menor entusiasmo—. Se llama Las Sirenas y es bastante bueno.
-¿Está muy lejos de aquí?
—¡Qué va! A cinco minutos en coche. Si va andando, tardará más. Vaya carretera adelante, y luego a la izquierda.
Provisto
de la preciosa información, Mur salió al crepúsculo, que ya comenzaba a
ceder el paso a la noche, y buscó inútilmente un taxi. Aguardó. Cuando
se convenció de que no vendría ninguno, echó a andar en la dirección que
le indicara el cantinero.
No tardó en encontrarse ante un
edificio de tres pisos que ostentaba un rótulo de neón con el nombre del
hotel que estaba buscando. Halló la puerta abierta y entró. No se
encontró ante el acostumbrado mostrador de recepción, sino a punto de
caer por el hueco de una escalera oscura y sin barandilla, que parecía
hundirse en las entrañas de la tierra. Nadie acudió a su tímido Buenas
tardes, pronunciado en la penumbra con voz apagada. Retrocedió hasta la
puerta, por ver de llamar la atención de algún otro modo y, habiendo
dado con el timbre, lo pulsó y volvió a entrar. Vio subir por la
escalera a un gato, que por ser negro apenas se distinguía entre las
sombras, un perro pequeño que le ladró aviesamente, y un hombre con una
linterna. Este último le escrutó de un modo tan impertinente que Mur se
puso a balbucir, algo azorado.
—Buenas tardes, señor. ¿Es esto un
hotel? Bueno, ya sé que lo pone en el cartel; lo que quiero decir,
preguntar más bien, es si tienen habitación. Sólo por esta noche.
—Está
completo -fue la obscena respuesta del individuo, que bizqueaba de un
ojo y parecía medio lelo. El profesor sintió que el mundo se desplomaba a
su alrededor, y cuál no sería su urgencia de encontrar acomodo que
insistió, cosa absolutamente ajena a sus costumbres y a su apacible
talante.
—Pero, algo habrá, ¿no cree usted? Una pequeña habitación, el cuarto de una sirvienta... Me arreglaría con cualquier cosa.
—Ya
le he dicho que está completo —repitió con bárbaro aplomo el bizco,
hurgándose los dientes con un palillo y trazando arabescos en el suelo
con el disco de luz de la linterna. El gato lanzó un maullido agudísimo e
inesperado, que rozó los nervios tensos del profesor como el filo de
una navaja.
—¿Sabe usted de algún otro lugar en el que pueda alojarme? —preguntó sin esperanzas.
—Aquí no. Vayase a R, que está sólo a 10 kilómetros: allí hay dos hoteles. En este pueblo no encontrará nada.
Pensando
que de aquel hombre no lograría sacar en limpio más que sandeces, Mur
cogió sus bártulos y decidió dar una vuelta por el centro. Se dijo que
no era imposible que alguna casa particular alquilara camas.
«Maldito
sea el simposio y quienes lo inventaron -iba pensando mientras recibía
en la calva las primeras gotas de lluvia y tropezaba a cada paso con los
adoquines del pavimento-. Mamá ya habrá cenado y estará dando cabezadas
frente al televisor con Espinoza ronroneando en su falda, mientras yo
doy palos de ciego en este pueblo de fantasmas. La verdad es que
considerar todo esto como pura apariencia no reporta el menor consuelo
—al llegar a este punto de su meditación, emitió una siniestra risita de
especialista-. ¡Lo que daría por encontrar un cartel que dijera en
hermosas capitales romanas, o incluso en humilde cursiva, Habitaciones!»
Apenas hubo formulado este pensamiento, alzó los ojos y se halló
ante la confirmación de que el mundo y él eran la misma cosa. La casona
que tenía delante ostentaba sobre la puerta el cartel que acababa de
imaginar. Su alegría no conoció más límite que el recuerdo de lo
acontecido en Las Sirenas.
Pero las diferencias no se hicieron
esperar. Allí no había timbre. Un recio llamador de bronce, en forma de
mano femenina sosteniendo un corazón, era el arcaico sistema que al
parecer continuaba vigente en aquella morada. Mur lo empuñó —mano de
muerta, pensó al sentir su frialdad- y dio tres golpes. Esperó unos
instantes y volvió a golpear, esta vez con mayor firmeza. Una luz se
encendió en el primer piso, abrióse una ventana, y una voz femenina
gritó:
-¡No estamos sordos! ¿Qué quiere a estas horas?
Un
gran trueno puntuó la interrogación. El profesor se apartó un poco de la
puerta, con el fin de que su ángulo de visión se adecuara a la posición
de su interlocutora.
-Buenas noches, señora. Usted perdone, pero ¿tienen habitación? —preguntó con voz conciliadora.
-¿Quién le ha dicho que alquilamos habitaciones? —fue la inhóspita respuesta.
-En realidad, nadie. Lo pone en el letrero de la puerta.
-¡El dichoso letrero! ¡Nunca me acuerdo de quitarlo! Aquí no hay habitaciones. Vaya usted al hotel.
-Por
Dios, señora -insistió Mur, viendo naufragar MI última esperanza-, es
sólo por una noche. El hotel está completo, no tengo coche y hay
tormenta. Hágame usted el favor...
La mujer desapareció de la
ventana, y la esperanza del corazón del profesor. Pero, cuando se
disponía a dar media vuelta, la puerta se abrió y apareció en su umbral
una dama anciana de aspecto distinguido, que le dijo amablemente:
-Pase
usted, señor, y disculpe la rudeza de María. Si es por poco tiempo,
puede quedarse. Da no sé qué ver a una persona como usted bajo la
lluvia.
-No sabe usted cómo se lo agradezco -musitó él con
devoción-. Estoy de paso. Me he confundido de tren... En fin, sólo la
molestaré por una noche.
-Bueno, bueno, venga conmigo y veremos
lo que se puede hacer. Tenemos que quitar el cartelito, pero como está
clavado y además por aquí no pasa casi nadie, nos da pereza. ¡Ay! A mis
años, ya no puedo tener huéspedes. Me canso demasiado, ¿sabe usted?, y
me duelen las piernas si trajino mucho. Pero a un señor no puedo negarle
la hospitalidad, a estas horas y con la noche que hace...
Lo
condujo por un dédalo de pasillos, salones y escaleras. La casa era
hermosa y antigua, amueblada con un gusto excelente, pero acusaba
señales de decadencia. Tenía la suciedad elegante de las mansiones que
no cuentan con la servidumbre adecuada a su tamaño: polvo en las
lámparas, la plata opaca, la tapicería deslucida, los espejos
empañados, los techos ennegrecidos. A Mur todo aquello le resultó
gratísimo y se felicitó por haber ido a parar a un lugar tan atractivo
cuando ya lo daba todo por perdido.
II
Cuando
hubo dejado su equipaje en la habitación, pensó que era hora de comer
algo. Abandonó a regañadientes su refugio, se metió en el primer bar
que le salió al paso, y cenó unas salchichas que rezumaban aceite sobre
un lecho de escarola marchita regadas con una cerveza floja y dulzona.
Pensó que su estómago no se revolvería mucho más de lo que preveía si
remataba el asqueroso condumio con un coñac, que al menos tuvo la virtud
de entonarle y darle fuerzas para regresar. No le costó mucho encontrar
el arruinado palacio, si bien se extravió un par de veces y fue a parar
primero a una especie de muralla, y después a un callejón sin salida
cuyo hedor le recordó su aventura en el urinario de la estación.
Se
sintió feliz al penetrar en el amplio zaguán de la casa. Cuando subía
las escaleras, creyó oír un lejano rugido, que atribuyó a algún desorden
de su imaginación, provocado por el silencio ensordecedor en que la
noche había sumido a la ciudad.
La ventana de su cuarto daba a un
jardín trasero que sin duda debía de ser hermoso, pero que tenía el
inconveniente de atraer a los mosquitos. Varios de ellos, enormes y
zancudos, que zumbaban ya por la habitación cuando entró, le produjeron
un terror desmedido. Cultivaba la creencia de que tales insectos pueden
penetrar por la oreja humana y llegar al cerebro, causando la muerte o
la locura de su víctima. En previsión de semejante accidente, se ató un
pañuelo alrededor de la frente, sobre las orejas, anudándoselo en la
nuca, inestable posición que hizo que la prenda resbalase de inmediato.
Dejó entonces de lado todo prejuicio y se lo ató bajo la barbilla, como
una cofia, y de esta guisa se metió en la cama, que era blanda y cuyas
limpias sábanas tenían un grato olor a espliego.
El temor a los
mosquitos, la digestión de la cena desapacible y el miedo a no
despertarse a tiempo al día siguiente, le hicieron estar dando vueltas
en el lecho hasta altas horas. Por fin, un sopor de plomo cayó sobre él,
anegándole. Se vio en su aula habitual de la Facultad, vigilando un
examen de sus alumnos. Pudo leer la pregunta que él mismo había
formulado en la pizarra, y se espantó ante su inextricable sintaxis, su
absurdo planteamiento y sus faltas de ortografía. Oyó risitas y vio que
los muchachos, a pesar de hallarse muy separados unos de otros, se daban
codazos. Una nube de mariposas blancas revoloteaba sobre sus cabezas, y
una densa yedra trepaba por las paredes. Estuvo largo rato vigilando
desde su mesa de la tarima hasta que, aburrido y sintiendo que los pies
se le dormían, se puso a dar paseos por entre los pupitres. Se detuvo
ante el extintor de incendios, hermoso artefacto de un rojo brillante,
rodeado de mariposas rosadas, y se preguntó qué sucedería si lo ponía en
marcha en aquel momento. Al pensamiento siguió un deseo incontenible, y
a éste su realización: apretó un resorte y brotó una cascada de espuma
que se extendió por toda la clase, cubriendo las mesas. Los estudiantes
se apresuraron a sacar libros y apuntes, y a copiar frenéticamente. Mur
estaba fuera de sí. Gritó: ¡Las mariposas no les dan derecho a
comportarse de este modo!, y se despertó sudando, presa de una tremenda
angustia.
El reloj, que agarró con mano crispada, le hizo saber
que faltaba media hora para la salida de su tren. Se levantó como una
flecha, recogió sus cosas y salió corriendo, sin afeitarse. En el
pasillo se dio cuenta de que todavía llevaba el pañuelo anudado bajo la
barbilla.
Llegó a la estación a punto de ver al tren ponerse en
marcha. Hubiera podido correr un poco y cogerlo, pero se quedó clavado
en el andén, desolado. El siguiente no salía hasta las seis de la tarde.
Se sentía mal. El estómago le dolía, le ardía y le pesaba.
Estaba mareado y lleno de irritación contra sí mismo. Viéndose incapaz
de pasar el día dando vueltas sin rumbo por la ciudad, decidió que lo
mejor sería volver a la pensión y quedarse en su cuarto leyendo hasta
que fuera la hora. El mero hecho de haber tomado esta resolución le
llenó de júbilo, y comenzó a sentirse algo mejor.
A la luz del
día, el caserón donde había pasado la noche se le reveló en toda su
belleza. Era curvo y, dando la vuelta a su fachada, se llegaba a una
calle en cuesta desde cuyo punto más elevado se ofrecía un panorama
insólito: palacio, calle y casas adyacentes formaban una elipse perfecta
que encerraba un jardín ubérrimo. Debía de ser un anfiteatro romano,
que el paso de los siglos había enmascarado sin borrar su huella.
El
hecho de hallarse alojado en un anfiteatro, regocijó a Mur hasta el
punto de que su malestar y sus preocupaciones se esfumaron. Se apresuró a
descender, a entrar en el edificio y a volver a alquilar su habitación a
la amable señora. La cama no estaba hecha ni el cuarto arreglado, pero
dijo que no le importaba, puesto que pensaba marcharse esa misma tarde.
Al
quedarse solo de nuevo, advirtió con sorpresa que alguien había dejado
un sobre entre el espejo del lavabo y el vaso del cepillo de dientes. Lo
tomó con mano trémula, como hacía con todo tipo de correspondencia y
con el auricular del teléfono, ya que cualquier intrusión del mundo
exterior, por insignificante que fuera, le aterraba secretamente. El
sobre llevaba su nombre, escrito de un modo incorrecto y con una
caligrafía algo ruda, aunque hermosa. Lo abrió, extrajo una cuartilla
manuscrita y se sentó en la cama a leerla, con el corazón palpitándole
de temores inciertos. Decía así:
«Estimado profesor:
»Sé
que volverá (o al menos lo espero), y que si vuelve y encuentra esta
carta, se extrañará, naturalmente. Usted no me conoce, pero yo a usted
sí. Le he visto apenas un momento y sin embargo sé que es un caballero;
diría más: un poeta, un espíritu delicado. Por eso me dirijo a usted.
»Es
obvio que tiene cosas que hacer, ya que está aquí de paso, pero mi
situación es tan apurada que me atrevo a pedirle que se quede unos días,
querido amigo, sólo unos días.
»No le pediría esto si mi
situación no fuera verdaderamente angustiosa. Ahora no puedo explicarle
más. Pero un poco más adelante, tal vez dentro de unas horas,
comprenderá lo insólito de mi caso y el beneficio que su ayuda puede
reportarme. Será tan grande que también se beneficiará usted; mejor
dicho, su espíritu. Pero usted es todo espíritu.
»Si decide
irse, adiós. Si se queda, será usted mi salvador. En cualquier caso,
puede escribirme. Entregue su carta a Ana, la hija de la sirvienta.
Ella sabe dónde encontrarme.
»Gracias por todo.
Y»
El
profesor Mur permaneció sumido en la mayor perplejidad, preguntándose
si la misiva era una broma de mal gusto o el comienzo de la aventura de
su vida. Daba por sentado que quien la había escrito era una mujer,
aunque nada en el texto apoyara esta conclusión. Su primer impulso fue
salir corriendo en busca de la mencionada Ana y aclarar aquellos
misterios, pero luego pensó que no debía precipitarse, que su tren salía
a las seis y que no podía arriesgarse a perderlo.
Una ducha le
tonificó. Se afeitó, peinó cuidadosamente sus escasos cabellos rojizos,
y se sintió mejor, aunque fuera incapaz de tomar una determinación
respecto a la carta, que yacía sobre la cama deshecha como un signo de
interrogación.
A través de la ventana vio pasar por el jardín a
una niña morena que llevaba un cubo lleno de carne, pero su propio
nerviosismo le impidió prestarle atención.
Con el fin de calmarse
y hacer tiempo para la comida, se puso a repasar su ponencia, que
había mecanografiado cuidadosamente. Una primera lectura le
aterrorizó: no lograba entender nada de lo que había escrito pocos días
antes. Releyó, párrafo por párrafo, sin mejores resultados. Al tercer
repaso, pensó que aquello era un galimatías no sólo incomprensible sino
escrito en un estilo propio de un estudiante de primer curso. Dudó de
haber agotado la bibliografía, temió que sus colegas se burlaran de sus
conclusiones y acabó extendiendo una nube de negros pensamientos sobre
el resto de su obra y sobre su vida entera. La sensación de fracaso que
le acompañaba desde la adolescencia y a la que estaba acostumbrado como
al latido de una llaga incurable, le asaltó con violencia, situándose en
la boca de su estómago y pesándole como una esfinge de plomo.
La
niña volvió a pasar ante su ventana, ahora con el cubo vacío y
ensangrentado. Con los ojos bajos, le dijo de un tirón, como si temiera
olvidar algo:
—Buenos días, señor. Dice la señora que si comerá con ella. Que hay crema de verduras y pescado.
De momento, no supo qué responder, ya que no esperaba esa invitación y pensaba comer fuera.
-Sí, guapa. Dile que comeré con ella encantado. Y dale las gracias -dijo por fin.
—Ha dicho que a la una -informó la pequeña.
Mur
se acercó a ella, y pudo verla mejor. Era delgada y oscura como una
hormiga, y tenía tristes ojos bizantinos: una criatura sin brillo, pero
profunda como un pantano. Sus manos estaban manchadas de sangre. Había
dejado el cubo en el suelo y jugueteaba con una rosa raquítica que
acababa de arrancar.
—Oye -dijo Mur, iluminándose de repente-, ¿no serás tú Ana, la hija de la...?
-Sí,
de la criada, ¿por qué? -en su voz y en su actitud había un leve tono
de insolencia—. ¿Por la carta? Me la ha dado para usted una persona hace
mucho rato. ¿Hay respuesta?
-Puede que la haya... Dime, ¿quién te la ha dado?
—No
puedo decirlo, así que no me lo pregunte -Mur vio en sus ojos el brillo
de una resolución obstinada, inaccesible al soborno, y no insistió.
La
niña se fue, balanceando torpemente el cubo sangriento, y la rosa quedó
en el alféizar. Mur releyó la carta y suspiró. Comenzaban a gustarle
los pequeños misterios de aquella casa, en la que flotaba una especie de
difusa extravagancia. Decidió contestar y dejar la ponencia para más
tarde.
«Mi desconocida amiga -escribió—:
»No le ocultaré
que su inesperada misiva me ha sumido en la mayor perplejidad. En primer
lugar, porque hoy en día nadie escribe cartas; y luego, porque para mí
es novedad ser escogido para una misión tan alta como la que usted
parece reservarme y cuya naturaleza, por otra parte, desconozco.
«Usted
me pide que me quede, lo cual me halaga, pero como muy bien dice, tengo
mis obligaciones. Estoy de paso y he de marcharme hoy en el tren de las
seis a X., donde se celebra un simposio de Filosofía al que presento
una ponencia. Le doy todos estos detalles fastidiosos para que comprenda
que, si desatiendo de momento su llamada, no es por capricho, sino por
necesidad.
»Por otra parte, si al menos supiera qué desea de mí, o
algo más concreto sobre usted..., pero es tan poco lo que me dice...
Tal vez, aunque me quedara, no podría resolver su problema, ni siquiera
prestarle una ayuda apreciable. He permanecido siempre enfrascado en mis
estudios y me temo que tengo poca experiencia de la vida.
»Lo
siento de corazón, querida amiga. A mi vuelta del simposio pasaré por
aquí, por si todavía puedo serle de utilidad. Es lo más y lo menos que
puedo hacer. Hasta entonces.
»Suyo afectísimo, Fabio Mur».
Se
dijo que la solución de compromiso que apuntaba en su último párrafo le
haría quedar bien con su corresponsal, al tiempo que le proporcionaba
una excusa para regresar a la ciudad y a la casa del anfiteatro. Apenas
hubo metido el pliego en el sobre, vio pasar de nuevo a Ana, ligeramente
doblada por el peso de otro cubo de carne.
-Oye, niña, ¿puedes entregar esto a la persona que te dio la carta?
Ella
asintió gravemente con la cabeza y tomó el sobre con sus manitas
sucias, dejando en él huellas de sangre seca. Luego le miró
interrogante, como si quisiera
penetrar en sus pensamientos. No aceptó la moneda que él le tendió.
—Vaya a comer ya, si quiere -dijo-. La señora le espera.
III
Mur
dio un último repaso a su persona y se dirigió al comedor, en el que se
halló solo y en penumbra. Pero no tardó en llegar la señora, que
descorrió las cortinas y dejó penetrar la luz del día a raudales. La
plata y el cristal relucían en la mesa, adornada con un búcaro de
porcelana negra que contenía rosas del color del pergamino.
—Buenos
días de nuevo, profesor —dijo gentil, inclinando coqueta la cabeza
plateada y sonriendo como una muchacha. El paso por la vida la había
pulido como el esmeril a una estatua, sin merma de su delicada
hermosura.
-Lamento causarle tantas molestias, señora -se
disculpó Mur—. Perdí mi tren esta mañana, como le dije. Espero no perder
también el de las seis, aunque en realidad, si no fuera porque me
reclamaran mis obligaciones, tal vez le pediría hospitalidad por más
tiempo. Este lugar y esta casa son privilegiados.
El primer plato
fue servido por una mujer que sin duda era la madre de la pequeña,
sombría como ella y con los mismos ojos opacos, pero sin fuego.
-Ha
sido muy amable permitiéndome comer con usted -dijo Mur a su
anfitriona-. Le confieso que anoche cené francamente mal, supongo que
por lo intempestivo de la hora, que me obligó a hacerlo en un lugar
desagradable y nada limpio. En realidad, me siento perdido si no me
cuida una mujer.
—¿Está usted casado? -preguntó ella, con cierta coquetería.
—¡Oh, no! Vivo con mi madre y una vieja sirvienta.
—Bueno,
al fin y al cabo tiene suerte; aunque, si me permite la indiscreción,
pienso que un caballero debe casarse. No hay apoyo comparable al de una
esposa.
—Una esposa es siempre una extraña —dijo Mur sin meditar
sus palabras, de las que se arrepintió al momento al ver la expresión
maliciosa que asomaba a los ojos de la anciana—. Quiero decir que no
puedo imaginar qué sería de mí sin mi madre. No creo que una esposa
soportara con paciencia todas mis manías.
La criada retiró los
platos y reapareció en seguida con una suculenta fuente de pescado. Mur,
que sabía hacer honor a la buena mesa, expresó alegremente su
satisfacción.
—He aprendido a vivir de las cosas del mar —explicó la señora—. En esta casa no probamos la carne.
Por
la mente de Mur se deslizó el insidioso recuerdo de la pequeña Ana
acarreando sus cubos sangrientos, pero no dijo nada, aunque sintió
curiosidad por saber a qué o a quién iban destinados, ya que en la casa
no parecía haber perros ni gatos.
—Yo —dijo ella con expresión
soñadora— estuve casada muchos años con el hombre al que amaba. La
primera noche que dormí sola desde mi boda fue la de la muerte de mi
esposo. —Mur tuvo la impresión de que mentía.
—¿Tuvieron hijos? —preguntó, por decir algo.
-Una
hija. También murió -respondió la anciana con voz hueca, clavando la
mirada en un bordado del mantel y siguiendo su complicado dibujo con un
dedo. Luego alzó los ojos, extática y radiante, y exclamó:
-¡Era preciosa, mi niña! Demasiado preciosa... Le enseñaré su retrato.
-Me encantará, pero no quisiera despertar en usted recuerdos penosos...
Mientras
tomaban el café en la polvorienta biblioteca, Mur pudo admirar un óleo
que representaba a una jovencita lindísima, vestida de negro.
-Es
ella -dijo la señora-. Tuvo el capricho de que la pintaran de luto,
porque mi marido acababa de morir. Y todos sus caprichos eran ley en
esta casa. Todos. Tal vez fue ése mi principal error. Los niños son
seres humanos, no animales de lujo.
Mur se acercó al cuadro, que
le pareció sabio y fresco. Sentada en un diván lila contra un fondo
verde, la muchacha resplandecía. Su cabello era negro como el azabache, y
sus ojos claros y ausentes le recordaron los de un gato ensimismado en
la contemplación de una presa imaginaria.
—Tiene la gracia de un felino —comentó.
Habló de espaldas a la mujer y no pudo ver la expresión de su rostro, pero notó en su voz un matiz de espanto cuando preguntó:
-¿Por qué dice usted eso?
-¡Oh!
-replicó-. ¡Lo he dicho con la mejor intención, se lo aseguro! No creo
que haya nada en el mundo más gracioso y elegante que un gato. Pero,
desde luego, tal vez no sea ésa la comparación más adecuada en el caso
de una muchacha tan... espiritual.
En aquel momento, apareció en
el umbral de la puerta la pequeña Ana. Tenía una expresión furtiva y de
uno de sus bolsillos sobresalía un trozo de papel blanco.
-¿Puedo retirar las tazas, señora? -preguntó con humildad hipócrita, dirigiendo una mirada cómplice a Mur.
-¡No! -exclamó la anciana con aire contrariado-.
Te he dicho mil veces que no aparezcas sin que te llame. Anda, márchate a jugar al jardín.
La niña dio media vuelta y desapareció tan silenciosamente como había llegado, dejando en el aire un leve olor a humedad.
—Esta criatura —explicó a Mur su anfitriona- me pone nerviosa. La pobre no tiene la culpa, pero no puedo remediarlo.
IV
Antes
de emprender el viaje, Mur se retiró a descansar a su cuarto. El sopor
comenzaba a invadirle, cuando el rostro de Ana apareció enmarcado en la
ventana y una manita sucia le hizo una seña.
—Tengo una cosa
para usted —dijo, y le tendió un sobre blanco, sin duda el mismo que
asomaba de su bolsillo cuando irrumpió en la biblioteca. Desapareció en
cuanto se lo hubo entregado.
Mur se sentó en la cama, sacó la carta con mano temblorosa y leyó:
«Querido amigo:
«Agradezco
su respuesta y le molesto de nuevo para rogarle una vez más que se
quede y me ayude. No tengo otra alternativa. La solución que usted
propone, y que desde luego estimo en lo que vale, es inviable, porque, o
se hace ahora lo que hay que hacer, o todo está perdido para mí. Lo
terrible del caso es que no puedo ser más explícita hasta que usted no
se comprometa formalmente a prestarme auxilio. No se trata de una
cuestión de dinero ni de honor: eso sí puedo decírselo. Es algo mucho
más importante. DE VIDA O MUERTE.
»Sé que tiene intención de
marcharse esta tarde. Hágalo, si quiere; al fin y al cabo, ¿qué pueden
importarle a usted nuestros problemas? Pero si decide quedarse, me veo
en la obligación de advertirle que lo que le voy a pedir es
extraordinario y terrible. Y se lo advierto porque, por encima de mis
intereses personales, deseo jugar limpio. ¡Jugar! En mi situación,
emplear esta palabra es escandaloso.
«Atentamente. Desesperadamente,
Y».
La
magia de la casa y el encanto oblicuo de las mujeres que había
conocido hasta el momento en ella se unieron para hacer vacilar la
voluntad del profesor, que no supo ya si romper la carta y repasar la
ponencia, romper la ponencia y responder la carta, u olvidarse de ambas,
volver a su mundo habitual y no complicarse más la existencia.
Se
hallaba sumido en estas dudas cuando se desencadenó la tormenta. La
hora de la partida de su tren se acercaba, pero la lluvia, cuya
intensidad aumentaba por momentos y que era empujada en distintas
direcciones por locas rachas de viento, reforzaba su deseo de quedarse y
dejarse arrastrar a la aventura que con tanta insistencia se le
proponía. Unos golpes en la puerta le sacaron de su ensimismamiento.
Era
la criada, que venía de parte de la señora a recordarle la hora, por
si se había dormido. El estallido de un trueno que les hizo temblar a
ambos, le decidió.
—Dígale que le agradezco su aviso, pero que me
gustaría quedarme esta noche, si no tiene inconveniente. El tiempo no
invita a viajar -dijo, como si hablara en sueños. La mujer le miró
despavorida y susurró:
—Por favor, señor, márchese. Aquí tenemos muchos problemas, y usted seguramente también tendrá los suyos. Siga su camino.
La
penumbra comenzaba a borrar los detalles del cuarto. De las entrañas de
la casa pareció brotar un tremendo rugido, seguido de unos pasos
apresurados. La mujer se persignó. Estaba clavada en el umbral y se
mantenía aferrada a la puerta entreabierta, como si temiera que Mur
fuera a cerrarla bruscamente.
—No comprendo qué quiere usted
decir, pero no tema que le cause molestias: sólo permaneceré aquí esta
noche, y cenaré fuera. Y crea que no es mi intención inmiscuirme en los
asuntos de la casa. Yo...
La mujer no le escuchaba. Miraba
fascinada los sobres y las cartas que Mur conservaba en su mano,
escritas con tinta escarlata. Las señaló, exclamando:
—¡Ya ha
empezado! Señor, si no se marcha usted, no le dará ocasión de
arrepentirse siquiera de sus pecados. ¡No le dará ocasión! ¡No le dará
ocasión!
Se echó a llorar muy cerca de Mur, presa de un terror
convulso cuya causa él desconocía. Pero su abandono a aquella violenta
emoción fue interrumpido bruscamente por la aparición de su ama, que,
serena y sonriente, emergió de las tinieblas del corredor, la apartó de
un empujón y se metió en el cuarto, cerrando la puerta tras de sí.
—¿Qué ocurre, profesor? ¿Le ha molestado esa estúpida? —preguntó, echando un vistazo a su alrededor.
—No
—respondió Mur—. Le he dicho que probablemente no me iría esta tarde y
se ha puesto un poco nerviosa. Eso es todo. Si no le molesta, me
gustaría pasar la noche aquí. Llueve demasiado y no me encuentro del
todo bien.
-No haga caso de esa pobre mujer, señor Mur. Puede
quedarse todo el tiempo que quiera. La verdad es que me encanta volver a
tener un hombre en casa, sobre todo un hombre educado, como usted.
Cenaré a las ocho; si quiere, puede acompañarme.
Cuando la
anciana le dejó solo, Mur pensó en la conveniencia de telefonear a los
organizadores del simposio para excusar su asistencia, y a su madre para
darle cuenta de su paradero, pero lo dejó para más tarde y se puso a
redactar la respuesta a la última carta de su misteriosa corresponsal.
«Querida:
»He
decidido quedarme y ayudarla, sea lo que sea lo que vaya a pedirme
usted. Me temo que la tormenta de esta tarde tiene algo que ver con mi
decisión, aunque no sea muy galante que se lo diga.
»Esta noche
dormiré aquí. La señora de la casa me ha invitado a cenar y creo que no
saldré. Espero noticias suyas, porque ardo en deseos de conocerla.
»Suyo afectísimo, Fabio Mur».
Como
si hubiera sido llamada, Ana apareció en la ventana en cuanto Mur hubo
introducido la carta en un sobre. Estaba empapada y tenía las manos
sucias de barro. Le miró en silencio, pegando su naricilla al cristal.
Mur se apresuró a abrir.
-¿Qué haces ahí? Vas a coger frío.
-Se queda, ¿verdad? ¿Tiene algo para...? -y se calló bruscamente.
-¿Para quién? -preguntó él, perentorio-. ¿Para ella?
La niña asintió, solemne, con la mirada vacua.
-¿Quién es ella? -insistió Mur-. ¿La conozco yo?
—Déme la carta, si la tiene. Yo no sé nada.
Mur
se impacientó. Nunca le habían gustado los niños, y particularmente
aquélla le resultaba odiosa. Cuando ella alargó la mano para coger la
carta, él le aferró la muñeca y la apretó brutalmente.
-¡Dime de una vez quién te manda!
La
niña le miró con los ojos chicos de odio, como una pequeña harpía. Mur
tuvo miedo de la lucecita salvaje que brillaba en el fondo de sus
pupilas.
-¡Viejo de mierda! Si no me sueltas, grito y verás la
que se arma. Ella está equivocada... tú no la puedes .lyudar, no la vas a
ayudar. Tú no entiendes nada y eres un cobarde.
Impresionado por
su expresión y sus palabras, la Éoltó. Ella cogió la carta, sobre la
que cayó una lágrima de rabia, y salió corriendo bajo la lluvia. De
algún sitio I notaban apagados rugidos que se fundían con truenos ya
lejanos.
Mur se vio asaltado por un ataque de angustia. Eran las
seis y media, había perdido el último tren que podía conducirle al
simposio a tiempo de leer su ponencia, y sin duda iba a quedar mal con
sus colegas y con los organizadores, a los que todavía ni siquiera había
telefoneado. Por otra parte, aquella casa, aquellas tormentas, aquellas
mujeres, el anfiteatro, las cartas, tenían algo de fantasmagórico y de
tramposo que intuía, pero cuya naturaleza no podía precisar. A su mente
acudió un tropel de imágenes y pensamientos inconexos: hombres
chapoteando en aguas movedizas de algún film olvidado, miríadas de
errores y erratas de sus libros, vergonzosas escenas domésticas, el olor
de un cadáver familiar pudriéndose en agosto en una estancia
penumbrosa. Su frente se perló de sudor y decidió que necesitaba una
copa.
Había dejado de llover. En el cielo crepuscular aparecían
grandes claros anaranjados, que se reflejaban en los charcos haciendo
resplandecer la calle. Entró en un bar y pidió un coñac y cambio para
telefonear, pero finalmente renunció a hacerlo, vencido por una lasitud
infinita. Un segundo trago le hizo sentirse repentinamente dueño de sí
mismo, pletórico de fuerza y de afán de aventuras. Se encogió de
hombros ante el recuerdo del simposio, de sus colegas y de su madre, y
se dijo que su compromiso con ellos no era mayor que el que el destino
le había reservado con su desconocida corresponsal, que tal vez le
necesitara realmente. Al fin y al cabo, nadie hasta el momento había
solicitado su ayuda de manera tan directa y perentoria.
Pero a
esa euforia efímera siguió una nueva punzada de dolorosa desorientación.
Una voz interior le acusó de faltar a sus compromisos y le hizo
preguntarse si no estaría tratando de eludir la vergüenza de exponer sus
vanas teorías y sus embrolladas conclusiones ante una audiencia más
exigente que la de los estudiantes. Cuando se llevaba a los labios la
tercera copa, recordó sonriendo amargamente una muletilla que su padre
solía repetir cuando le enfadaba con sus tribulaciones de adolescente.
Ahora, en una madurez que estaba ya más cerca del ocaso que de la
plenitud, continuaba ahogándose, pero no en un vaso de agua, sino en un
líquido turbio y viscoso que cada vez se parecía más al aceite en el que
se han frito alimentos una y otra vez.
V
La
cena fue tan excelente como la comida, y Mur dijo en broma a su
anfitriona que pensaba quedarse a vivir con ella. Una sonrisa picara y
juvenil acogió sus palabras.
—¡Recuerde que ya tiene usted una
madre! —exclamó la señora, no sin malicia. Pero él no comprendió su
intención y movió la cabeza afirmativamente.
Mur se preguntó por
primera vez si ella tendría algo que ver con la mujer que solicitaba su
ayuda sin darse a conocer, y no halló respuesta. Por una parte, estaba
seguro de que no se trataba de la misma persona, aunque no tenía
pruebas de ello; pero eso no quitaba que se hallara implicada de alguna
manera en el asunto, y de hecho su actitud de aquella tarde,
irrumpiendo en su cuarto y arrojando de él casi a la fuerza a la criada,
parecía indicarlo. Sin embargo, ella no hacía nada por precipitar los
acontecimientos, y lo único extraño de su actitud era su excesiva
amabilidad con un huésped intempestivo, al que no conocía pero con el
que derrochaba delicadezas sospechosas. Como de costumbre, Mur no veía
clara la situación y se sentía inerme.
Cuando, tras una corta
sobremesa, se dirigía a su cuarto con la intención de leer un rato y
esperar los acontecimientos, Ana salió a su encuentro.
—Venga usted —le dijo secamente—. Ella quiere verle.
—Perdóname
lo de antes —repuso él ruborizándose, avergonzado de su conducta de la
tarde—. Estaba muy preocupado, pero no quería hacerte daño. No creas que
soy una mala persona.
—Sé lo que es usted, y también que ella
hace mal confiando en un hombre tan cobarde -fue el seco comentario de
la niña, que le dio la espalda y echó a andar rápida y silenciosamente
delante de él.
Salieron al jardín y lo cruzaron bajo la húmeda
luna gris. Frente a la casa, en lo que antes fuera graderío del
anfiteatro, se alzaba la mole oscura del antiguo hospital de la ciudad,
ahora semiabandonado. La muchacha abrió una puertecilla de madera, casi
oculta por un rosal silvestre.
Una escalera estrecha y muy
empinada, de construcción reciente, les condujo a un largo corredor
quebrado, pintado de blanco e iluminado con tubos de neón, que evocaba
la limpieza patética de las granjas y los sanatorios. En un rincón, Mur
vio argollas y cadenas de metal brillante, grandes cubos de zinc y algo
que le pareció un aparato ortopédico de caucho. No tardaron en
hallarse ante una puerta blindada, que la niña abrió sin dificultad,
dando paso a Mur a un ámbito oscuro y perfumado, muy diferente de lo
que dejaban atrás.
Dulce y ronca, una voz femenina resonó suavemente desde el rincón más sombrío de la estancia.
—Pase,
Fabio, ¡Dios mío, por fin se ha decidido! —dijo cordial y
recriminatoria-. ¡Le estoy tan agradecida! Pero, por favor, no se
acerque a mí. Siéntese en ese sillón y hablemos.
Mur tropezó con
el mueble. Se sentó y clavó la mirada en el lugar del que provenía la
voz. Al irse, la niña había cerrado la puerta tras de sí y reinaba una
oscuridad profunda. No logró discernir más que la mancha clara de unas
manos, que debían de ser blanquísimas, y el fulgor dorado de unos ojos.
Puesto que apenas podía ver, intentó al menos descifrar la naturaleza
del olor que impregnaba el ámbito, una mezcla de laurel, alcanfor y
almizcle que poseía una cualidad bestial, como si emanara de carne viva o
de una piel recién arrancada. Nada de lo que había olido hasta entonces
se le parecía, y nunca le había causado tanto placer un aroma.
—Aquí
me tiene, querida. Estoy dispuesto a ayudarla en lo que pueda. Al fin y
al cabo, mis obligaciones no eran demasiado importantes.
—En eso
se equivoca, generoso amigo —replicó la voz—. Todas las obligaciones
son importantes, y dejarlas para acudir a la llamada de lo desconocido
puede resultar peligroso. Tal vez ha cometido usted un error, pero ¿qué
importa? Yo amo el error. Soy un error. Escuche, Fabio, ¿cree usted que
yo, dada la forma en que me expreso por escrito y ahora de viva voz,
poseo un alma inmortal?
Golpeado por lo inesperado de la
pregunta, Mur permaneció vacilante unos momentos. Luego, sencillamente,
no supo qué contestar, y por último optó por una declaración de
principios poco comprometedora.
—No creo que tenga usted un alma
inmortal, señora, por la sencilla razón de que no creo en la
inmortalidad del alma. De todos modos, se me escapa el sentido de su
pregunta; mejor dicho, no sé a qué se refiere.
—Yo sí creo en
esas cosas, y lo mejor será que usted lo sepa desde el principio. Creo
que tengo un alma inmortal y deseo salvarla. ¿Le parece... ridículo?
-No
—replicó categórico y sincero-, no me parece ridículo en absoluto.
Respeto todo tipo de creencias, aunque no las comparta. Lo que quisiera
antes que nada, aunque le parezca que desvío la conversación, es saber
quién es usted.
-Ha visto mi retrato esta tarde, según me ha
dicho la niña. Y al parecer le ha gustado mucho. Me ha comparado con un
gato, ¿no es así?
—¿Es usted la hija de la dueña de la casa? —preguntó él, sorprendido-. Ella dijo que estaba...
—...muerta.
En cierto modo, es así. Estoy... En fin, todos preferimos jugar a que
no existo. Confío en que eso no será pecado aunque a veces lo dudo.
Usted no lo puede comprender, pero yo no deseo manchar mi alma inmortal
ni siquiera con la sombra de un pecado. Quiero salvarme.
—Si es
usted la criatura que vi en el cuadro, sin duda se salvará, crea yo lo
que crea. El cielo al que usted aspira debe de estar lleno de bellezas
como la suya, y no piense que se lo digo por vana galantería. Estoy
íntimamente convencido de que lo bello y lo bueno son la misma cosa.
—No es como filósofo que yo le necesito, sino como hombre capaz de llevar a cabo un acto valeroso, querido amigo —dijo la voz ronca y dulce, imperiosamente—. Es preciso que me mate usted esta noche. Ahora.
Permanecieron
largo rato en silencio. Mur no sabía qué responder a un reto que le
parecía el fantaseo de una mente enferma. Sintió miedo. Estar encerrado a solas con una loca en plena oscuridad resultaba poco tranquilizador.
-Usted
cree que estoy loca —dijo ella, adivinando MIS pensamientos—, pero lo
verdaderamente espantoso es que no lo estoy. Mi enfermedad es del
cuerpo, no del alma, aunque afecta a todo mi ser y pone en peligro la
supervivencia de mi espíritu. Mi cuerpo, Fabio, está cambiando. Desde
pequeña fui diferente, pero todos consideraban eso como una especie de
graciosa peculiaridad. Unos ojos poco comunes, un talle demasiado
flexible, la agilidad, el olor de la piel, el cabello sedoso, el
vello... Fui una niña rara y preciosa, y una
adolescente un poco
siniestra. Después, todo fue en aumento, y pronto el proceso se
consumará irreversiblemente y perderé mi auténtica naturaleza. Ahora es
el momento justo, pero mi madre se niega a .ayudarme, movida por un
amor que yerra: me prefiere viva y perdida a muerta y salvada. Sólo
puedo confiar en la niña, que es la única que comprende mi drama en
todo su horror, porque también ella es distinta.
—¿La ha visto
algún médico? -preguntó Mur, arrastrado por el espíritu de la
banalidad, e inmediatamente arrepentido de su torpeza.
—Los
médicos no entienden estas cosas. Tampoco los sacerdotes. Fabio,
dejémonos de rodeos. Tengo una pistola. Era de mi padre. Quiero que me
mate usted con ella. ¡Tenga compasión de mí y máteme! Sé que si es usted
quien lo hace, me salvaré.
-Si está usted convencida de que la
muerte acabará con sus sufrimientos, ¿por qué no se mata usted misma?
—preguntó Mur brutalmente, fascinado y desorientado por las palabras de
ella y por el tono, cada vez más grave, de su voz.
-Le creía
generoso, pero veo que es usted capaz de golpes bajos. No importa. Yo ya
no tengo orgullo. Se lo suplico, Fabio, se lo suplico. Podría decirle
que no tengo valor para matarme, pero mentiría. No lo hago porque eso
pondría en peligro la salvación de mi alma.
—¿Y no la pone el hecho de pedírmelo a mí?
—No.
No queda mucho tiempo para explicaciones. Le suplico que me mate. Es
muy sencillo: sólo tiene que apretar el gatillo —una mano salió de la
penumbra y le tendió el arma, fría como el hielo-. No se le perseguirá
por lo que haga conmigo, porque estoy oficialmente muerta y nadie fuera
de la casa conoce mi existencia. Mi madre no dirá nada; al contrario, se
sentirá aliviada. Me emparedarán en este sótano y el mundo lo ignorará
todo.
-Escuche, querida, desconozco la naturaleza de su
enfermedad y estoy dispuesto a creer que sufre mucho más de lo que puedo
imaginar, pero convenga en que traza usted planes sumamente
extravagantes para sí y para los demás. Planes... fantásticos. Hablaré
con su madre esta misma noche y trataré de ayudarla a mi manera.
—Al parecer, me he equivocado con usted -dijo ella Con voz terriblemente ronca.
-Sin
duda, y crea que me resulta odioso decepcionarla, pero lo que me pide
está fuera de mis capacidades. No soy un personaje de novela
fantástica, sino un profesor bastante convencional, en cuyo plan de vida
no entra disparar con balas de plata sobre personas atacadas por males
misteriosos.
Bruscamente, se encendió una luz intensa, y Mur la
vio ante sí, tan bella y monstruosa, tan torturada, tan humana y tan
bestial que ni siquiera sintió repugnancia. Sólo un estupor glacial y
una ardiente compasión.
-Tal vez ahora comprenda y se decida
—dijo ella con una voz en la que ya se adivinaba el gruñido—. ¡Dispare, por Dios! ¡Sálvese usted, al menos!
-No puedo —balbució-. No puedo. Perdóneme.
La miró tiernamente, porque la amaba, porque la estaba perdiendo por momentos.
Los
ojos de oro, la piel sedosa, los colmillos, la esbeltez elegantísima,
el olor, dejaron de fluctuar entre una y otra naturaleza, y se fijaron
en una forma ya perfecta, sin rasgo alguno de monstruosidad. La
criatura saltó sobre Fabio Mur con un movimiento fastuoso, al tiempo
que la pistola se disparaba.
Al día siguiente, Ana encontró en la estancia dos cadáveres. Se
arrodilló junto a la que había sido su ama y la acarició tiernamente. Se
acabó el ir y venir con los cubos. Del hombre daría cuenta ella misma
poco a poco.
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