Tales of Mystery and Imagination

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Pilar Pedraza: Anfiteatro



A principios del verano, cuando las clases y los exámenes habían acabado y ya se respiraba en la Facultad un franco ambiente de vacaciones, el profesor Fabio Mur recibió una inesperada invitación a participar en un simposio en la ciudad de X.
El curso había sido duro y Mur se hallaba al borde del agotamiento nervioso, de modo que pensó que un cambio de ambiente le vendría bien. Se sentía deprimido por problemas personales, atascado en sus investigaciones y, en suma, molesto con cuanto le rodeaba. El simposio le proporcionó una excusa para huir, cosa que de otro modo no hubiera hecho, porque el hastío y el cansancio mismo le tenían inmovilizado, amenazando con hundirle en un marasmo estival funesto para su cuerpo y para su espíritu. Se dispuso, pues, a partir con cierto alivio y con la euforia de quien se prepara para una pequeña aventura.
El hecho de ser incapaz de conducir un vehículo no constituía problema alguno en su vida cotidiana: vivía cerca de la Universidad y de la Biblioteca Nacional, y había logrado memorizar los números de los autobuses que podían llevarle a una y otra parte. Pero cuando se veía obligado a viajar, las cosas se complicaban extraordinariamente. Como odiaba realizar cualquier tipo de trasbordo, dilapidaba pequeñas fortunas en aviones de línea regular o trenes que le condujeran exactamente a su destino.
Desgraciadamente, eso era imposible en el caso del simposio, cuyos organizadores habían elegido la pintoresca X. con criterio cultural, artístico e incluso paisajístico, sin preocuparse de su lejanía de las vías de comunicación de primer orden. Yendo en autobús, había que hacer tres molestos trasbordos; en tren, sólo dos. Mur optó por el tren, no sin temblar al recordar que, en una ocasión semejante, hizo un cambio en Zúrich para ir a Munich y fue a parar a Hannover. Durante la aventura había perdido un valioso neceser de piel, regalo de su difunta hermana Cornelia.
Esta vez, tomó el tren en su ciudad y bajó en la estación de Z., donde debía trasbordar. Faltaban aún tres cuartos de hora, así que se dirigió a la cantina y aplacó sus nervios con una copa de coñac. Luego, acuciado por una necesidad perentoria, se introdujo en el lavabo de caballeros, cargado con su portafolios y su pequeña maleta, que pesaba bastante por contener varios libros.
Cuando se disponía a salir, notó con espanto que el pestillo del retrete se había atascado. Forcejeó un momento, sudoroso y mirando el reloj a cada segundo, como si temiera que las manecillas fueran a saltar. Faltaban todavía diez minutos, pero el profesor Mur nunca confió en la marcha regular del tiempo, del que en general tenía mala opinión.



La puerta no se abría. Se sentó en la tapa del water para tranquilizarse, respirando penosamente el aire hediondo de su pequeña prisión, y en situación tan ridícula vio que una lustrosa cucaracha negra comenzaba a trepar por el portafolios, que contenía su ponencia sobre las relaciones entre el solipsismo y los sistemas estoicos. La empujó con el pie y la hizo caer al suelo, pero no la aplastó. La idea de matar, aunque fuera al más vil de los insectos, le producía una especie de hondísimo mareo.
Forcejeó inútilmente, y se dio por vencido. Nunca saldría de allí por sus propios medios. Sin duda, había llegado el momento de pedir ayuda. Se preguntó qué convenía gritar en una ocasión como aquélla; socorro le pareció excesivo.
Miró el reloj otra vez: cinco minutos. Golpeó la hoja de la puerta, primero tímidamente, como si llamara, y luego con más fuerza, manchándose los nudillos con cascarilla de pintura reseca. Finalmente lanzó un desmayado ¡Por favor, sáquenme de aquí!, que le sonó muy poco convincente, y la puerta se abrió por sí sola de par en par.
Loco de alivio, corrió hacia su andén y subió al tren, que no tardó en ponerse en marcha. Las cosas están cambiando en este país: ahora los trenes salen con adelanto, se dijo, consultando su exactísimo reloj y viendo que faltaban aún dos minutos para la salida anunciada cuando el tren corría ya a toda velocidad. Estaba satisfecho. Había logrado salir airoso del absurdo trance del retrete sin ayuda de nadie, y ahora se dirigía cómodamente a X., la recóndita ciudad medieval donde le esperaban sus cole-gas. El alivio y el vaivén le dejaron traspuesto.
Cuando el revisor le despertó, Mur mostró su billete, que llevaba a mano para no hacer esperar al funcionario. Éste, hombre de aspecto eficiente y simpático, miró perplejo el cartoncito y luego al pasajero.
—¿Adonde se dirige usted, señor? —preguntó cortes-mente, inclinándose un poco hacia él.
—¿Cómo dice? —exclamó el interpelado, con un punto de alarma en la voz—. ¡Ah, sí, perdone! Voy a X.
—Entonces, siento decirle que se ha equivocado de tren. Éste va a B.
—Pero, ¿cómo es posible? He salido de W., he bajado en Z., para hacer trasbordo y ahora voy a X. No puede haber error. Andén número tres...
—Este tren se hallaba en ese andén antes de que llegara el suyo. Ha debido de tomarlo por error. Pero no se preocupe. Baje en la próxima estación y vuelva a Z.
Mur se sintió ridículo y desvalido. Dominando como nadie los laberintos de alta especulación y conociendo al dedillo todas las ramificaciones del solipsismo, era incapaz de alejarse de su domicilio un centenar de kilómetros sin darse a sí mismo el penoso espectáculo de su ineptitud para vadear el río hostil de la realidad. El revisor le instó a que se apeara.
—Si no se baja, cada vez estará más lejos de su destino.
Bajó. La estación, pequeña y sucia, estaba poco concurrida. Un empleado le informó que no podría regresar a Z. hasta el día siguiente, y el profesor creyó notar en su voz cierto tono de malevolencia; parecía alegrarse de dar una noticia tan poco alentadora. Pero no se dejó desanimar y se dijo que, a fin de cuentas, el simposio no comenzaría hasta dos días más tarde. Respiró hondo para darse ánimos y se dirigió a la cantina en busca de otro coñac.
El siniestro aspecto del cantinero, que le recordó vagamente los demonios de feria de su niñez, estuvo a punto de hacerle renunciar a preguntarle si en aquel pueblo había algún hotel. Finalmente lo hizo, en voz tan baja que tuvo que repetir la pregunta.
—Sí, el de mi hermana —masculló el hombre sin el menor entusiasmo—. Se llama Las Sirenas y es bastante bueno.
-¿Está muy lejos de aquí?
—¡Qué va! A cinco minutos en coche. Si va andando, tardará más. Vaya carretera adelante, y luego a la izquierda.
Provisto de la preciosa información, Mur salió al crepúsculo, que ya comenzaba a ceder el paso a la noche, y buscó inútilmente un taxi. Aguardó. Cuando se convenció de que no vendría ninguno, echó a andar en la dirección que le indicara el cantinero.
No tardó en encontrarse ante un edificio de tres pisos que ostentaba un rótulo de neón con el nombre del hotel que estaba buscando. Halló la puerta abierta y entró. No se encontró ante el acostumbrado mostrador de recepción, sino a punto de caer por el hueco de una escalera oscura y sin barandilla, que parecía hundirse en las entrañas de la tierra. Nadie acudió a su tímido Buenas tardes, pronunciado en la penumbra con voz apagada. Retrocedió hasta la puerta, por ver de llamar la atención de algún otro modo y, habiendo dado con el timbre, lo pulsó y volvió a entrar. Vio subir por la escalera a un gato, que por ser negro apenas se distinguía entre las sombras, un perro pequeño que le ladró aviesamente, y un hombre con una linterna. Este último le escrutó de un modo tan impertinente que Mur se puso a balbucir, algo azorado.
—Buenas tardes, señor. ¿Es esto un hotel? Bueno, ya sé que lo pone en el cartel; lo que quiero decir, preguntar más bien, es si tienen habitación. Sólo por esta noche.
—Está completo -fue la obscena respuesta del individuo, que bizqueaba de un ojo y parecía medio lelo. El profesor sintió que el mundo se desplomaba a su alrededor, y cuál no sería su urgencia de encontrar acomodo que insistió, cosa absolutamente ajena a sus costumbres y a su apacible talante.
—Pero, algo habrá, ¿no cree usted? Una pequeña habitación, el cuarto de una sirvienta... Me arreglaría con cualquier cosa.
—Ya le he dicho que está completo —repitió con bárbaro aplomo el bizco, hurgándose los dientes con un palillo y trazando arabescos en el suelo con el disco de luz de la linterna. El gato lanzó un maullido agudísimo e inesperado, que rozó los nervios tensos del profesor como el filo de una navaja.
—¿Sabe usted de algún otro lugar en el que pueda alojarme? —preguntó sin esperanzas.
—Aquí no. Vayase a R, que está sólo a 10 kilómetros: allí hay dos hoteles. En este pueblo no encontrará nada.
Pensando que de aquel hombre no lograría sacar en limpio más que sandeces, Mur cogió sus bártulos y decidió dar una vuelta por el centro. Se dijo que no era imposible que alguna casa particular alquilara camas.
«Maldito sea el simposio y quienes lo inventaron -iba pensando mientras recibía en la calva las primeras gotas de lluvia y tropezaba a cada paso con los adoquines del pavimento-. Mamá ya habrá cenado y estará dando cabezadas frente al televisor con Espinoza ronroneando en su falda, mientras yo doy palos de ciego en este pueblo de fantasmas. La verdad es que considerar todo esto como pura apariencia no reporta el menor consuelo —al llegar a este punto de su meditación, emitió una siniestra risita de especialista-. ¡Lo que daría por encontrar un cartel que dijera en hermosas capitales romanas, o incluso en humilde cursiva, Habitaciones!»
Apenas hubo formulado este pensamiento, alzó los ojos y se halló ante la confirmación de que el mundo y él eran la misma cosa. La casona que tenía delante ostentaba sobre la puerta el cartel que acababa de imaginar. Su alegría no conoció más límite que el recuerdo de lo acontecido en Las Sirenas.
Pero las diferencias no se hicieron esperar. Allí no había timbre. Un recio llamador de bronce, en forma de mano femenina sosteniendo un corazón, era el arcaico sistema que al parecer continuaba vigente en aquella morada. Mur lo empuñó —mano de muerta, pensó al sentir su frialdad- y dio tres golpes. Esperó unos instantes y volvió a golpear, esta vez con mayor firmeza. Una luz se encendió en el primer piso, abrióse una ventana, y una voz femenina gritó:
-¡No estamos sordos! ¿Qué quiere a estas horas?
Un gran trueno puntuó la interrogación. El profesor se apartó un poco de la puerta, con el fin de que su ángulo de visión se adecuara a la posición de su interlocutora.
-Buenas noches, señora. Usted perdone, pero ¿tienen habitación? —preguntó con voz conciliadora.
-¿Quién le ha dicho que alquilamos habitaciones? —fue la inhóspita respuesta.
-En realidad, nadie. Lo pone en el letrero de la puerta.
-¡El dichoso letrero! ¡Nunca me acuerdo de quitarlo! Aquí no hay habitaciones. Vaya usted al hotel.
-Por Dios, señora -insistió Mur, viendo naufragar MI última esperanza-, es sólo por una noche. El hotel está completo, no tengo coche y hay tormenta. Hágame usted el favor...
La mujer desapareció de la ventana, y la esperanza del corazón del profesor. Pero, cuando se disponía a dar media vuelta, la puerta se abrió y apareció en su umbral una dama anciana de aspecto distinguido, que le dijo amablemente:
-Pase usted, señor, y disculpe la rudeza de María. Si es por poco tiempo, puede quedarse. Da no sé qué ver a una persona como usted bajo la lluvia.
-No sabe usted cómo se lo agradezco -musitó él con devoción-. Estoy de paso. Me he confundido de tren... En fin, sólo la molestaré por una noche.
-Bueno, bueno, venga conmigo y veremos lo que se puede hacer. Tenemos que quitar el cartelito, pero como está clavado y además por aquí no pasa casi nadie, nos da pereza. ¡Ay! A mis años, ya no puedo tener huéspedes. Me canso demasiado, ¿sabe usted?, y me duelen las piernas si trajino mucho. Pero a un señor no puedo negarle la hospitalidad, a estas horas y con la noche que hace...
Lo condujo por un dédalo de pasillos, salones y escaleras. La casa era hermosa y antigua, amueblada con un gusto excelente, pero acusaba señales de decadencia. Tenía la suciedad elegante de las mansiones que no cuentan con la servidumbre adecuada a su tamaño: polvo en las lámparas, la plata opaca, la tapicería deslucida, los espejos empañados, los techos ennegrecidos. A Mur todo aquello le resultó gratísimo y se felicitó por haber ido a parar a un lugar tan atractivo cuando ya lo daba todo por perdido.


II

Cuando hubo dejado su equipaje en la habitación, pensó que era hora de comer algo. Abandonó a regañadientes su refugio, se metió en el primer bar que le salió al paso, y cenó unas salchichas que rezumaban aceite sobre un lecho de escarola marchita regadas con una cerveza floja y dulzona. Pensó que su estómago no se revolvería mucho más de lo que preveía si remataba el asqueroso condumio con un coñac, que al menos tuvo la virtud de entonarle y darle fuerzas para regresar. No le costó mucho encontrar el arruinado palacio, si bien se extravió un par de veces y fue a parar primero a una especie de muralla, y después a un callejón sin salida cuyo hedor le recordó su aventura en el urinario de la estación.
Se sintió feliz al penetrar en el amplio zaguán de la casa. Cuando subía las escaleras, creyó oír un lejano rugido, que atribuyó a algún desorden de su imaginación, provocado por el silencio ensordecedor en que la noche había sumido a la ciudad.
La ventana de su cuarto daba a un jardín trasero que sin duda debía de ser hermoso, pero que tenía el inconveniente de atraer a los mosquitos. Varios de ellos, enormes y zancudos, que zumbaban ya por la habitación cuando entró, le produjeron un terror desmedido. Cultivaba la creencia de que tales insectos pueden penetrar por la oreja humana y llegar al cerebro, causando la muerte o la locura de su víctima. En previsión de semejante accidente, se ató un pañuelo alrededor de la frente, sobre las orejas, anudándoselo en la nuca, inestable posición que hizo que la prenda resbalase de inmediato. Dejó entonces de lado todo prejuicio y se lo ató bajo la barbilla, como una cofia, y de esta guisa se metió en la cama, que era blanda y cuyas limpias sábanas tenían un grato olor a espliego.
El temor a los mosquitos, la digestión de la cena desapacible y el miedo a no despertarse a tiempo al día siguiente, le hicieron estar dando vueltas en el lecho hasta altas horas. Por fin, un sopor de plomo cayó sobre él, anegándole. Se vio en su aula habitual de la Facultad, vigilando un examen de sus alumnos. Pudo leer la pregunta que él mismo había formulado en la pizarra, y se espantó ante su inextricable sintaxis, su absurdo planteamiento y sus faltas de ortografía. Oyó risitas y vio que los muchachos, a pesar de hallarse muy separados unos de otros, se daban codazos. Una nube de mariposas blancas revoloteaba sobre sus cabezas, y una densa yedra trepaba por las paredes. Estuvo largo rato vigilando desde su mesa de la tarima hasta que, aburrido y sintiendo que los pies se le dormían, se puso a dar paseos por entre los pupitres. Se detuvo ante el extintor de incendios, hermoso artefacto de un rojo brillante, rodeado de mariposas rosadas, y se preguntó qué sucedería si lo ponía en marcha en aquel momento. Al pensamiento siguió un deseo incontenible, y a éste su realización: apretó un resorte y brotó una cascada de espuma que se extendió por toda la clase, cubriendo las mesas. Los estudiantes se apresuraron a sacar libros y apuntes, y a copiar frenéticamente. Mur estaba fuera de sí. Gritó: ¡Las mariposas no les dan derecho a comportarse de este modo!, y se despertó sudando, presa de una tremenda angustia.
El reloj, que agarró con mano crispada, le hizo saber que faltaba media hora para la salida de su tren. Se levantó como una flecha, recogió sus cosas y salió corriendo, sin afeitarse. En el pasillo se dio cuenta de que todavía llevaba el pañuelo anudado bajo la barbilla.
Llegó a la estación a punto de ver al tren ponerse en marcha. Hubiera podido correr un poco y cogerlo, pero se quedó clavado en el andén, desolado. El siguiente no salía hasta las seis de la tarde.
Se sentía mal. El estómago le dolía, le ardía y le pesaba. Estaba mareado y lleno de irritación contra sí mismo. Viéndose incapaz de pasar el día dando vueltas sin rumbo por la ciudad, decidió que lo mejor sería volver a la pensión y quedarse en su cuarto leyendo hasta que fuera la hora. El mero hecho de haber tomado esta resolución le llenó de júbilo, y comenzó a sentirse algo mejor.
A la luz del día, el caserón donde había pasado la noche se le reveló en toda su belleza. Era curvo y, dando la vuelta a su fachada, se llegaba a una calle en cuesta desde cuyo punto más elevado se ofrecía un panorama insólito: palacio, calle y casas adyacentes formaban una elipse perfecta que encerraba un jardín ubérrimo. Debía de ser un anfiteatro romano, que el paso de los siglos había enmascarado sin borrar su huella.
El hecho de hallarse alojado en un anfiteatro, regocijó a Mur hasta el punto de que su malestar y sus preocupaciones se esfumaron. Se apresuró a descender, a entrar en el edificio y a volver a alquilar su habitación a la amable señora. La cama no estaba hecha ni el cuarto arreglado, pero dijo que no le importaba, puesto que pensaba marcharse esa misma tarde.
Al quedarse solo de nuevo, advirtió con sorpresa que alguien había dejado un sobre entre el espejo del lavabo y el vaso del cepillo de dientes. Lo tomó con mano trémula, como hacía con todo tipo de correspondencia y con el auricular del teléfono, ya que cualquier intrusión del mundo exterior, por insignificante que fuera, le aterraba secretamente. El sobre llevaba su nombre, escrito de un modo incorrecto y con una caligrafía algo ruda, aunque hermosa. Lo abrió, extrajo una cuartilla manuscrita y se sentó en la cama a leerla, con el corazón palpitándole de temores inciertos. Decía así:

«Estimado profesor:
»Sé que volverá (o al menos lo espero), y que si vuelve y encuentra esta carta, se extrañará, naturalmente. Usted no me conoce, pero yo a usted sí. Le he visto apenas un momento y sin embargo sé que es un caballero; diría más: un poeta, un espíritu delicado. Por eso me dirijo a usted.
»Es obvio que tiene cosas que hacer, ya que está aquí de paso, pero mi situación es tan apurada que me atrevo a pedirle que se quede unos días, querido amigo, sólo unos días.
»No le pediría esto si mi situación no fuera verdaderamente angustiosa. Ahora no puedo explicarle más. Pero un poco más adelante, tal vez dentro de unas horas, comprenderá lo insólito de mi caso y el beneficio que su ayuda puede reportarme. Será tan grande que también se beneficiará usted; mejor dicho, su espíritu. Pero usted es todo espíritu.
»Si decide irse, adiós. Si se queda, será usted mi salvador. En cualquier caso, puede escribirme. Entregue su carta a Ana, la hija de la sirvienta. Ella sabe dónde encontrarme.
»Gracias por todo.

El profesor Mur permaneció sumido en la mayor perplejidad, preguntándose si la misiva era una broma de mal gusto o el comienzo de la aventura de su vida. Daba por sentado que quien la había escrito era una mujer, aunque nada en el texto apoyara esta conclusión. Su primer impulso fue salir corriendo en busca de la mencionada Ana y aclarar aquellos misterios, pero luego pensó que no debía precipitarse, que su tren salía a las seis y que no podía arriesgarse a perderlo.
Una ducha le tonificó. Se afeitó, peinó cuidadosamente sus escasos cabellos rojizos, y se sintió mejor, aunque fuera incapaz de tomar una determinación respecto a la carta, que yacía sobre la cama deshecha como un signo de interrogación.
A través de la ventana vio pasar por el jardín a una niña morena que llevaba un cubo lleno de carne, pero su propio nerviosismo le impidió prestarle atención.
Con el fin de calmarse y hacer tiempo para la comida, se puso a repasar su ponencia, que había mecanografiado cuidadosamente. Una primera lectura le aterrorizó: no lograba entender nada de lo que había escrito pocos días antes. Releyó, párrafo por párrafo, sin mejores resultados. Al tercer repaso, pensó que aquello era un galimatías no sólo incomprensible sino escrito en un estilo propio de un estudiante de primer curso. Dudó de haber agotado la bibliografía, temió que sus colegas se burlaran de sus conclusiones y acabó extendiendo una nube de negros pensamientos sobre el resto de su obra y sobre su vida entera. La sensación de fracaso que le acompañaba desde la adolescencia y a la que estaba acostumbrado como al latido de una llaga incurable, le asaltó con violencia, situándose en la boca de su estómago y pesándole como una esfinge de plomo.
La niña volvió a pasar ante su ventana, ahora con el cubo vacío y ensangrentado. Con los ojos bajos, le dijo de un tirón, como si temiera olvidar algo:
—Buenos días, señor. Dice la señora que si comerá con ella. Que hay crema de verduras y pescado.
De momento, no supo qué responder, ya que no esperaba esa invitación y pensaba comer fuera.
-Sí, guapa. Dile que comeré con ella encantado. Y dale las gracias -dijo por fin.
—Ha dicho que a la una -informó la pequeña.
Mur se acercó a ella, y pudo verla mejor. Era delgada y oscura como una hormiga, y tenía tristes ojos bizantinos: una criatura sin brillo, pero profunda como un pantano. Sus manos estaban manchadas de sangre. Había dejado el cubo en el suelo y jugueteaba con una rosa raquítica que acababa de arrancar.
—Oye -dijo Mur, iluminándose de repente-, ¿no serás tú Ana, la hija de la...?
-Sí, de la criada, ¿por qué? -en su voz y en su actitud había un leve tono de insolencia—. ¿Por la carta? Me la ha dado para usted una persona hace mucho rato. ¿Hay respuesta?
-Puede que la haya... Dime, ¿quién te la ha dado?
—No puedo decirlo, así que no me lo pregunte -Mur vio en sus ojos el brillo de una resolución obstinada, inaccesible al soborno, y no insistió.
La niña se fue, balanceando torpemente el cubo sangriento, y la rosa quedó en el alféizar. Mur releyó la carta y suspiró. Comenzaban a gustarle los pequeños misterios de aquella casa, en la que flotaba una especie de difusa extravagancia. Decidió contestar y dejar la ponencia para más tarde.
«Mi desconocida amiga -escribió—:
»No le ocultaré que su inesperada misiva me ha sumido en la mayor perplejidad. En primer lugar, porque hoy en día nadie escribe cartas; y luego, porque para mí es novedad ser escogido para una misión tan alta como la que usted parece reservarme y cuya naturaleza, por otra parte, desconozco.
«Usted me pide que me quede, lo cual me halaga, pero como muy bien dice, tengo mis obligaciones. Estoy de paso y he de marcharme hoy en el tren de las seis a X., donde se celebra un simposio de Filosofía al que presento una ponencia. Le doy todos estos detalles fastidiosos para que comprenda que, si desatiendo de momento su llamada, no es por capricho, sino por necesidad.
»Por otra parte, si al menos supiera qué desea de mí, o algo más concreto sobre usted..., pero es tan poco lo que me dice... Tal vez, aunque me quedara, no podría resolver su problema, ni siquiera prestarle una ayuda apreciable. He permanecido siempre enfrascado en mis estudios y me temo que tengo poca experiencia de la vida.
»Lo siento de corazón, querida amiga. A mi vuelta del simposio pasaré por aquí, por si todavía puedo serle de utilidad. Es lo más y lo menos que puedo hacer. Hasta entonces.
»Suyo afectísimo, Fabio Mur».
Se dijo que la solución de compromiso que apuntaba en su último párrafo le haría quedar bien con su corresponsal, al tiempo que le proporcionaba una excusa para regresar a la ciudad y a la casa del anfiteatro. Apenas hubo metido el pliego en el sobre, vio pasar de nuevo a Ana, ligeramente doblada por el peso de otro cubo de carne.
-Oye, niña, ¿puedes entregar esto a la persona que te dio la carta?
Ella asintió gravemente con la cabeza y tomó el sobre con sus manitas sucias, dejando en él huellas de sangre seca. Luego le miró interrogante, como si quisiera
penetrar en sus pensamientos. No aceptó la moneda que él le tendió.
—Vaya a comer ya, si quiere -dijo-. La señora le espera.


III

Mur dio un último repaso a su persona y se dirigió al comedor, en el que se halló solo y en penumbra. Pero no tardó en llegar la señora, que descorrió las cortinas y dejó penetrar la luz del día a raudales. La plata y el cristal relucían en la mesa, adornada con un búcaro de porcelana negra que contenía rosas del color del pergamino.
—Buenos días de nuevo, profesor —dijo gentil, inclinando coqueta la cabeza plateada y sonriendo como una muchacha. El paso por la vida la había pulido como el esmeril a una estatua, sin merma de su delicada hermosura.
-Lamento causarle tantas molestias, señora -se disculpó Mur—. Perdí mi tren esta mañana, como le dije. Espero no perder también el de las seis, aunque en realidad, si no fuera porque me reclamaran mis obligaciones, tal vez le pediría hospitalidad por más tiempo. Este lugar y esta casa son privilegiados.
El primer plato fue servido por una mujer que sin duda era la madre de la pequeña, sombría como ella y con los mismos ojos opacos, pero sin fuego.
-Ha sido muy amable permitiéndome comer con usted -dijo Mur a su anfitriona-. Le confieso que anoche cené francamente mal, supongo que por lo intempestivo de la hora, que me obligó a hacerlo en un lugar desagradable y nada limpio. En realidad, me siento perdido si no me cuida una mujer.
—¿Está usted casado? -preguntó ella, con cierta coquetería.
—¡Oh, no! Vivo con mi madre y una vieja sirvienta.
—Bueno, al fin y al cabo tiene suerte; aunque, si me permite la indiscreción, pienso que un caballero debe casarse. No hay apoyo comparable al de una esposa.
—Una esposa es siempre una extraña —dijo Mur sin meditar sus palabras, de las que se arrepintió al momento al ver la expresión maliciosa que asomaba a los ojos de la anciana—. Quiero decir que no puedo imaginar qué sería de mí sin mi madre. No creo que una esposa soportara con paciencia todas mis manías.
La criada retiró los platos y reapareció en seguida con una suculenta fuente de pescado. Mur, que sabía hacer honor a la buena mesa, expresó alegremente su satisfacción.
—He aprendido a vivir de las cosas del mar —explicó la señora—. En esta casa no probamos la carne.
Por la mente de Mur se deslizó el insidioso recuerdo de la pequeña Ana acarreando sus cubos sangrientos, pero no dijo nada, aunque sintió curiosidad por saber a qué o a quién iban destinados, ya que en la casa no parecía haber perros ni gatos.
—Yo —dijo ella con expresión soñadora— estuve casada muchos años con el hombre al que amaba. La primera noche que dormí sola desde mi boda fue la de la muerte de mi esposo. —Mur tuvo la impresión de que mentía.
—¿Tuvieron hijos? —preguntó, por decir algo.
-Una hija. También murió -respondió la anciana con voz hueca, clavando la mirada en un bordado del mantel y siguiendo su complicado dibujo con un dedo. Luego alzó los ojos, extática y radiante, y exclamó:
-¡Era preciosa, mi niña! Demasiado preciosa... Le enseñaré su retrato.
-Me encantará, pero no quisiera despertar en usted recuerdos penosos...
Mientras tomaban el café en la polvorienta biblioteca, Mur pudo admirar un óleo que representaba a una jovencita lindísima, vestida de negro.
-Es ella -dijo la señora-. Tuvo el capricho de que la pintaran de luto, porque mi marido acababa de morir. Y todos sus caprichos eran ley en esta casa. Todos. Tal vez fue ése mi principal error. Los niños son seres humanos, no animales de lujo.
Mur se acercó al cuadro, que le pareció sabio y fresco. Sentada en un diván lila contra un fondo verde, la muchacha resplandecía. Su cabello era negro como el azabache, y sus ojos claros y ausentes le recordaron los de un gato ensimismado en la contemplación de una presa imaginaria.
—Tiene la gracia de un felino —comentó.
Habló de espaldas a la mujer y no pudo ver la expresión de su rostro, pero notó en su voz un matiz de espanto cuando preguntó:
-¿Por qué dice usted eso?
-¡Oh! -replicó-. ¡Lo he dicho con la mejor intención, se lo aseguro! No creo que haya nada en el mundo más gracioso y elegante que un gato. Pero, desde luego, tal vez no sea ésa la comparación más adecuada en el caso de una muchacha tan... espiritual.
En aquel momento, apareció en el umbral de la puerta la pequeña Ana. Tenía una expresión furtiva y de uno de sus bolsillos sobresalía un trozo de papel blanco.
-¿Puedo retirar las tazas, señora? -preguntó con humildad hipócrita, dirigiendo una mirada cómplice a Mur.
-¡No! -exclamó la anciana con aire contrariado-.
Te he dicho mil veces que no aparezcas sin que te llame. Anda, márchate a jugar al jardín.
La niña dio media vuelta y desapareció tan silenciosamente como había llegado, dejando en el aire un leve olor a humedad.
—Esta criatura —explicó a Mur su anfitriona- me pone nerviosa. La pobre no tiene la culpa, pero no puedo remediarlo.


IV

Antes de emprender el viaje, Mur se retiró a descansar a su cuarto. El sopor comenzaba a invadirle, cuando el rostro de Ana apareció enmarcado en la ventana y una manita sucia le hizo una seña.
—Tengo una cosa para usted —dijo, y le tendió un sobre blanco, sin duda el mismo que asomaba de su bolsillo cuando irrumpió en la biblioteca. Desapareció en cuanto se lo hubo entregado.
Mur se sentó en la cama, sacó la carta con mano temblorosa y leyó:

«Querido amigo:
«Agradezco su respuesta y le molesto de nuevo para rogarle una vez más que se quede y me ayude. No tengo otra alternativa. La solución que usted propone, y que desde luego estimo en lo que vale, es inviable, porque, o se hace ahora lo que hay que hacer, o todo está perdido para mí. Lo terrible del caso es que no puedo ser más explícita hasta que usted no se comprometa formalmente a prestarme auxilio. No se trata de una cuestión de dinero ni de honor: eso sí puedo decírselo. Es algo mucho más importante. DE VIDA O MUERTE.
»Sé que tiene intención de marcharse esta tarde. Hágalo, si quiere; al fin y al cabo, ¿qué pueden importarle a usted nuestros problemas? Pero si decide quedarse, me veo en la obligación de advertirle que lo que le voy a pedir es extraordinario y terrible. Y se lo advierto porque, por encima de mis intereses personales, deseo jugar limpio. ¡Jugar! En mi situación, emplear esta palabra es escandaloso.
«Atentamente. Desesperadamente,
Y».

La magia de la casa y el encanto oblicuo de las mujeres que había conocido hasta el momento en ella se unieron para hacer vacilar la voluntad del profesor, que no supo ya si romper la carta y repasar la ponencia, romper la ponencia y responder la carta, u olvidarse de ambas, volver a su mundo habitual y no complicarse más la existencia.
Se hallaba sumido en estas dudas cuando se desencadenó la tormenta. La hora de la partida de su tren se acercaba, pero la lluvia, cuya intensidad aumentaba por momentos y que era empujada en distintas direcciones por locas rachas de viento, reforzaba su deseo de quedarse y dejarse arrastrar a la aventura que con tanta insistencia se le proponía. Unos golpes en la puerta le sacaron de su ensimismamiento.
Era la criada, que venía de parte de la señora a recordarle la hora, por si se había dormido. El estallido de un trueno que les hizo temblar a ambos, le decidió.
—Dígale que le agradezco su aviso, pero que me gustaría quedarme esta noche, si no tiene inconveniente. El tiempo no invita a viajar -dijo, como si hablara en sueños. La mujer le miró despavorida y susurró:
—Por favor, señor, márchese. Aquí tenemos muchos problemas, y usted seguramente también tendrá los suyos. Siga su camino.
La penumbra comenzaba a borrar los detalles del cuarto. De las entrañas de la casa pareció brotar un tremendo rugido, seguido de unos pasos apresurados. La mujer se persignó. Estaba clavada en el umbral y se mantenía aferrada a la puerta entreabierta, como si temiera que Mur fuera a cerrarla bruscamente.
—No comprendo qué quiere usted decir, pero no tema que le cause molestias: sólo permaneceré aquí esta noche, y cenaré fuera. Y crea que no es mi intención inmiscuirme en los asuntos de la casa. Yo...
La mujer no le escuchaba. Miraba fascinada los sobres y las cartas que Mur conservaba en su mano, escritas con tinta escarlata. Las señaló, exclamando:
—¡Ya ha empezado! Señor, si no se marcha usted, no le dará ocasión de arrepentirse siquiera de sus pecados. ¡No le dará ocasión! ¡No le dará ocasión!
Se echó a llorar muy cerca de Mur, presa de un terror convulso cuya causa él desconocía. Pero su abandono a aquella violenta emoción fue interrumpido bruscamente por la aparición de su ama, que, serena y sonriente, emergió de las tinieblas del corredor, la apartó de un empujón y se metió en el cuarto, cerrando la puerta tras de sí.
—¿Qué ocurre, profesor? ¿Le ha molestado esa estúpida? —preguntó, echando un vistazo a su alrededor.
—No —respondió Mur—. Le he dicho que probablemente no me iría esta tarde y se ha puesto un poco nerviosa. Eso es todo. Si no le molesta, me gustaría pasar la noche aquí. Llueve demasiado y no me encuentro del todo bien.
-No haga caso de esa pobre mujer, señor Mur. Puede quedarse todo el tiempo que quiera. La verdad es que me encanta volver a tener un hombre en casa, sobre todo un hombre educado, como usted. Cenaré a las ocho; si quiere, puede acompañarme.
Cuando la anciana le dejó solo, Mur pensó en la conveniencia de telefonear a los organizadores del simposio para excusar su asistencia, y a su madre para darle cuenta de su paradero, pero lo dejó para más tarde y se puso a redactar la respuesta a la última carta de su misteriosa corresponsal.

«Querida:
»He decidido quedarme y ayudarla, sea lo que sea lo que vaya a pedirme usted. Me temo que la tormenta de esta tarde tiene algo que ver con mi decisión, aunque no sea muy galante que se lo diga.
»Esta noche dormiré aquí. La señora de la casa me ha invitado a cenar y creo que no saldré. Espero noticias suyas, porque ardo en deseos de conocerla.
»Suyo afectísimo, Fabio Mur».

Como si hubiera sido llamada, Ana apareció en la ventana en cuanto Mur hubo introducido la carta en un sobre. Estaba empapada y tenía las manos sucias de barro. Le miró en silencio, pegando su naricilla al cristal. Mur se apresuró a abrir.
-¿Qué haces ahí? Vas a coger frío.
-Se queda, ¿verdad? ¿Tiene algo para...? -y se calló bruscamente.
-¿Para quién? -preguntó él, perentorio-. ¿Para ella?
La niña asintió, solemne, con la mirada vacua.
-¿Quién es ella? -insistió Mur-. ¿La conozco yo?
—Déme la carta, si la tiene. Yo no sé nada.
Mur se impacientó. Nunca le habían gustado los niños, y particularmente aquélla le resultaba odiosa. Cuando ella alargó la mano para coger la carta, él le aferró la muñeca y la apretó brutalmente.
-¡Dime de una vez quién te manda!
La niña le miró con los ojos chicos de odio, como una pequeña harpía. Mur tuvo miedo de la lucecita salvaje que brillaba en el fondo de sus pupilas.
-¡Viejo de mierda! Si no me sueltas, grito y verás la que se arma. Ella está equivocada... tú no la puedes .lyudar, no la vas a ayudar. Tú no entiendes nada y eres un cobarde.
Impresionado por su expresión y sus palabras, la Éoltó. Ella cogió la carta, sobre la que cayó una lágrima de rabia, y salió corriendo bajo la lluvia. De algún sitio I notaban apagados rugidos que se fundían con truenos ya lejanos.
Mur se vio asaltado por un ataque de angustia. Eran las seis y media, había perdido el último tren que podía conducirle al simposio a tiempo de leer su ponencia, y sin duda iba a quedar mal con sus colegas y con los organizadores, a los que todavía ni siquiera había telefoneado. Por otra parte, aquella casa, aquellas tormentas, aquellas mujeres, el anfiteatro, las cartas, tenían algo de fantasmagórico y de tramposo que intuía, pero cuya naturaleza no podía precisar. A su mente acudió un tropel de imágenes y pensamientos inconexos: hombres chapoteando en aguas movedizas de algún film olvidado, miríadas de errores y erratas de sus libros, vergonzosas escenas domésticas, el olor de un cadáver familiar pudriéndose en agosto en una estancia penumbrosa. Su frente se perló de sudor y decidió que necesitaba una copa.
Había dejado de llover. En el cielo crepuscular aparecían grandes claros anaranjados, que se reflejaban en los charcos haciendo resplandecer la calle. Entró en un bar y pidió un coñac y cambio para telefonear, pero finalmente renunció a hacerlo, vencido por una lasitud infinita. Un segundo trago le hizo sentirse repentinamente dueño de sí mismo, pletórico de fuerza y de afán de aventuras. Se encogió de hombros ante el recuerdo del simposio, de sus colegas y de su madre, y se dijo que su compromiso con ellos no era mayor que el que el destino le había reservado con su desconocida corresponsal, que tal vez le necesitara realmente. Al fin y al cabo, nadie hasta el momento había solicitado su ayuda de manera tan directa y perentoria.
Pero a esa euforia efímera siguió una nueva punzada de dolorosa desorientación. Una voz interior le acusó de faltar a sus compromisos y le hizo preguntarse si no estaría tratando de eludir la vergüenza de exponer sus vanas teorías y sus embrolladas conclusiones ante una audiencia más exigente que la de los estudiantes. Cuando se llevaba a los labios la tercera copa, recordó sonriendo amargamente una muletilla que su padre solía repetir cuando le enfadaba con sus tribulaciones de adolescente. Ahora, en una madurez que estaba ya más cerca del ocaso que de la plenitud, continuaba ahogándose, pero no en un vaso de agua, sino en un líquido turbio y viscoso que cada vez se parecía más al aceite en el que se han frito alimentos una y otra vez.

V

La cena fue tan excelente como la comida, y Mur dijo en broma a su anfitriona que pensaba quedarse a vivir con ella. Una sonrisa picara y juvenil acogió sus palabras.
—¡Recuerde que ya tiene usted una madre! —exclamó la señora, no sin malicia. Pero él no comprendió su intención y movió la cabeza afirmativamente.
Mur se preguntó por primera vez si ella tendría algo que ver con la mujer que solicitaba su ayuda sin darse a conocer, y no halló respuesta. Por una parte, estaba seguro de que no se trataba de la misma persona, aunque no tenía pruebas de ello; pero eso no quitaba que se hallara implicada de alguna manera en el asunto, y de hecho su actitud de aquella tarde, irrumpiendo en su cuarto y arrojando de él casi a la fuerza a la criada, parecía indicarlo. Sin embargo, ella no hacía nada por precipitar los acontecimientos, y lo único extraño de su actitud era su excesiva amabilidad con un huésped intempestivo, al que no conocía pero con el que derrochaba delicadezas sospechosas. Como de costumbre, Mur no veía clara la situación y se sentía inerme.
Cuando, tras una corta sobremesa, se dirigía a su cuarto con la intención de leer un rato y esperar los acontecimientos, Ana salió a su encuentro.
—Venga usted —le dijo secamente—. Ella quiere verle.
—Perdóname lo de antes —repuso él ruborizándose, avergonzado de su conducta de la tarde—. Estaba muy preocupado, pero no quería hacerte daño. No creas que soy una mala persona.
—Sé lo que es usted, y también que ella hace mal confiando en un hombre tan cobarde -fue el seco comentario de la niña, que le dio la espalda y echó a andar rápida y silenciosamente delante de él.
Salieron al jardín y lo cruzaron bajo la húmeda luna gris. Frente a la casa, en lo que antes fuera graderío del anfiteatro, se alzaba la mole oscura del antiguo hospital de la ciudad, ahora semiabandonado. La muchacha abrió una puertecilla de madera, casi oculta por un rosal silvestre.
Una escalera estrecha y muy empinada, de construcción reciente, les condujo a un largo corredor quebrado, pintado de blanco e iluminado con tubos de neón, que evocaba la limpieza patética de las granjas y los sanatorios. En un rincón, Mur vio argollas y cadenas de metal brillante, grandes cubos de zinc y algo que le pareció un aparato ortopédico de caucho. No tardaron en hallarse ante una puerta blindada, que la niña abrió sin dificultad, dando paso a Mur a un ámbito oscuro y perfumado, muy diferente de lo que dejaban atrás.
Dulce y ronca, una voz femenina resonó suavemente desde el rincón más sombrío de la estancia.
—Pase, Fabio, ¡Dios mío, por fin se ha decidido! —dijo cordial y recriminatoria-. ¡Le estoy tan agradecida! Pero, por favor, no se acerque a mí. Siéntese en ese sillón y hablemos.
Mur tropezó con el mueble. Se sentó y clavó la mirada en el lugar del que provenía la voz. Al irse, la niña había cerrado la puerta tras de sí y reinaba una oscuridad profunda. No logró discernir más que la mancha clara de unas manos, que debían de ser blanquísimas, y el fulgor dorado de unos ojos. Puesto que apenas podía ver, intentó al menos descifrar la naturaleza del olor que impregnaba el ámbito, una mezcla de laurel, alcanfor y almizcle que poseía una cualidad bestial, como si emanara de carne viva o de una piel recién arrancada. Nada de lo que había olido hasta entonces se le parecía, y nunca le había causado tanto placer un aroma.
—Aquí me tiene, querida. Estoy dispuesto a ayudarla en lo que pueda. Al fin y al cabo, mis obligaciones no eran demasiado importantes.
—En eso se equivoca, generoso amigo —replicó la voz—. Todas las obligaciones son importantes, y dejarlas para acudir a la llamada de lo desconocido puede resultar peligroso. Tal vez ha cometido usted un error, pero ¿qué importa? Yo amo el error. Soy un error. Escuche, Fabio, ¿cree usted que yo, dada la forma en que me expreso por escrito y ahora de viva voz, poseo un alma inmortal?
Golpeado por lo inesperado de la pregunta, Mur permaneció vacilante unos momentos. Luego, sencillamente, no supo qué contestar, y por último optó por una declaración de principios poco comprometedora.
—No creo que tenga usted un alma inmortal, señora, por la sencilla razón de que no creo en la inmortalidad del alma. De todos modos, se me escapa el sentido de su pregunta; mejor dicho, no sé a qué se refiere.
—Yo sí creo en esas cosas, y lo mejor será que usted lo sepa desde el principio. Creo que tengo un alma inmortal y deseo salvarla. ¿Le parece... ridículo?
-No —replicó categórico y sincero-, no me parece ridículo en absoluto. Respeto todo tipo de creencias, aunque no las comparta. Lo que quisiera antes que nada, aunque le parezca que desvío la conversación, es saber quién es usted.
-Ha visto mi retrato esta tarde, según me ha dicho la niña. Y al parecer le ha gustado mucho. Me ha comparado con un gato, ¿no es así?
—¿Es usted la hija de la dueña de la casa? —preguntó él, sorprendido-. Ella dijo que estaba...
—...muerta. En cierto modo, es así. Estoy... En fin, todos preferimos jugar a que no existo. Confío en que eso no será pecado aunque a veces lo dudo. Usted no lo puede comprender, pero yo no deseo manchar mi alma inmortal ni siquiera con la sombra de un pecado. Quiero salvarme.
—Si es usted la criatura que vi en el cuadro, sin duda se salvará, crea yo lo que crea. El cielo al que usted aspira debe de estar lleno de bellezas como la suya, y no piense que se lo digo por vana galantería. Estoy íntimamente convencido de que lo bello y lo bueno son la misma cosa.
—No es como filósofo que yo le necesito, sino como hombre capaz de llevar a cabo un acto valeroso, querido amigo —dijo la voz ronca y dulce, imperiosamente—. Es preciso que me mate usted esta noche. Ahora.
Permanecieron largo rato en silencio. Mur no sabía qué responder a un reto que le parecía el fantaseo de una mente enferma. Sintió miedo. Estar encerrado a solas con una loca en plena oscuridad resultaba poco tranquilizador.
-Usted cree que estoy loca —dijo ella, adivinando MIS pensamientos—, pero lo verdaderamente espantoso es que no lo estoy. Mi enfermedad es del cuerpo, no del alma, aunque afecta a todo mi ser y pone en peligro la supervivencia de mi espíritu. Mi cuerpo, Fabio, está cambiando. Desde pequeña fui diferente, pero todos consideraban eso como una especie de graciosa peculiaridad. Unos ojos poco comunes, un talle demasiado flexible, la agilidad, el olor de la piel, el cabello sedoso, el vello... Fui una niña rara y preciosa, y una
adolescente un poco siniestra. Después, todo fue en aumento, y pronto el proceso se consumará irreversiblemente y perderé mi auténtica naturaleza. Ahora es el momento justo, pero mi madre se niega a .ayudarme, movida por un amor que yerra: me prefiere viva y perdida a muerta y salvada. Sólo puedo confiar en la niña, que es la única que comprende mi drama en todo su horror, porque también ella es distinta.
—¿La ha visto algún médico? -preguntó Mur, arrastrado por el espíritu de la banalidad, e inmediatamente arrepentido de su torpeza.
—Los médicos no entienden estas cosas. Tampoco los sacerdotes. Fabio, dejémonos de rodeos. Tengo una pistola. Era de mi padre. Quiero que me mate usted con ella. ¡Tenga compasión de mí y máteme! Sé que si es usted quien lo hace, me salvaré.
-Si está usted convencida de que la muerte acabará con sus sufrimientos, ¿por qué no se mata usted misma? —preguntó Mur brutalmente, fascinado y desorientado por las palabras de ella y por el tono, cada vez más grave, de su voz.
-Le creía generoso, pero veo que es usted capaz de golpes bajos. No importa. Yo ya no tengo orgullo. Se lo suplico, Fabio, se lo suplico. Podría decirle que no tengo valor para matarme, pero mentiría. No lo hago porque eso pondría en peligro la salvación de mi alma.
—¿Y no la pone el hecho de pedírmelo a mí?
—No. No queda mucho tiempo para explicaciones. Le suplico que me mate. Es muy sencillo: sólo tiene que apretar el gatillo —una mano salió de la penumbra y le tendió el arma, fría como el hielo-. No se le perseguirá por lo que haga conmigo, porque estoy oficialmente muerta y nadie fuera de la casa conoce mi existencia. Mi madre no dirá nada; al contrario, se sentirá aliviada. Me emparedarán en este sótano y el mundo lo ignorará todo.
-Escuche, querida, desconozco la naturaleza de su enfermedad y estoy dispuesto a creer que sufre mucho más de lo que puedo imaginar, pero convenga en que traza usted planes sumamente extravagantes para sí y para los demás. Planes... fantásticos. Hablaré con su madre esta misma noche y trataré de ayudarla a mi manera.
—Al parecer, me he equivocado con usted -dijo ella Con voz terriblemente ronca.
-Sin duda, y crea que me resulta odioso decepcionarla, pero lo que me pide está fuera de mis capacidades. No soy un personaje de novela fantástica, sino un profesor bastante convencional, en cuyo plan de vida no entra disparar con balas de plata sobre personas atacadas por males misteriosos.
Bruscamente, se encendió una luz intensa, y Mur la vio ante sí, tan bella y monstruosa, tan torturada, tan humana y tan bestial que ni siquiera sintió repugnancia. Sólo un estupor glacial y una ardiente compasión.
-Tal vez ahora comprenda y se decida —dijo ella con una voz en la que ya se adivinaba el gruñido—. ¡Dispare, por Dios! ¡Sálvese usted, al menos!
-No puedo —balbució-. No puedo. Perdóneme.
La miró tiernamente, porque la amaba, porque la estaba perdiendo por momentos.
Los ojos de oro, la piel sedosa, los colmillos, la esbeltez elegantísima, el olor, dejaron de fluctuar entre una y otra naturaleza, y se fijaron en una forma ya perfecta, sin rasgo alguno de monstruosidad. La criatura saltó sobre Fabio Mur con un movimiento fastuoso, al tiempo que la pistola se disparaba.
Al día siguiente, Ana encontró en la estancia dos cadáveres. Se arrodilló junto a la que había sido su ama y la acarició tiernamente. Se acabó el ir y venir con los cubos. Del hombre daría cuenta ella misma poco a poco.

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