Tales of Mystery and Imagination

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Juan Benet: Reichenau



Años atrás le había dicho:
_Si desea usted algo no tiene más que llamar al timbre; yo acudiré enseguida.
No lo había dicho con esa carencia de tono de quien se halla habituado una y otra vez a la misma fórmula; sin duda no sólo contaba con pocos clientes sino que quiso dar a la frase una intención que entonces no supo adivinar, ansioso por llegar a la cama y demasiado ocupado por la sensación de malestar que le produjo el sujeto.
Fue una noche en que se perdió en un cruce de carreteras, se adentró por una de montaña en lamentable estado y solamente al cabo de un par de horas pudo llegar a otra asfaltada donde aún existía un poste de fundición de principios de siglo, cuyas indicaciones estaban tan borradas que no pudo descifrarlas al resplandor de los faros. Sin lograr orientarse en el mapa tomó al azar un sentido y al cabo de bastantes kilómetros dio con un pueblo desierto y apagado _una docena de casas de adobe a ambos lados de la carretera y una sola bombilla que se balanceaba en el aire colgada del cable, tan mortecina que ni siquiera llegaba a iluminar la calzada_, de suerte que, a pesar del cansancio y lo avanzado de la hora, no tuvo otra opción que seguir adelante, en la dirección de una señal que decía: «A Región 23 km.» Así que cuando poco después, a la salida de una fuerte curva, se topó con un caserón al pie de la carretera con un melancólico luminoso que escuetamente decía «Camas» no lo pensó dos veces.


A la segunda llamada se iluminó y abrió una ventana de la planta media y un sujeto __cuidándose de poner en evidencia que había sido despertado y sacado de la cama_ le preguntó qué deseaba y de malos modos le ordenó, tras acceder a acogerlo por aquella noche, que dejara el coche detrás de la casa. Se demoró bastante en abrir la puerta y todavía se abrochaba el cinturón por debajo de la chaqueta del pijama cuando sin más preguntas y sin exigirle documentación alguna tomó del casillero una larga llave, con el número 9 estampado en una chapa unida a ella mediante una anilla.
El hostal era un edificio de construcción barata y anticuada, con un tufillo a humedad, amueblado para su menester con tanto rigor y tanta economía que por doquier imperaba un manifiesto desprecio al detalle innecesario: las bombillas colgaban exentas de sus casquillos, las paredes no se ornamentaban con las estampas de los calendarios y en el dormitorio _además de la cama metálica, la mesilla de noche y un minúsculo lavabo sin agua corriente_ no existía otro mueble que una silla con tablero de contrachapado. En cuanto al dueño _pues era evidente que se trataba del dueño_ no cabía señalar sino el escaso aprecio que parecía tener hacia su propia ocupación, como si en ella hubiera buscado refugio más por seguridad que por otra razón, a fin de poner a resguardo unos pocos dineros ganados quién sabe dónde y de qué manera. Al tiempo que le dejó pasar, haciéndole entrega de la llave, le dijo señalando a la pera que colgaba sobre la cabecera de la cama:
_Si desea usted algo no tiene más que llamar. Yo acudiré al momento.
Se durmió en seguida, con el pensamiento puesto en abreviar cuanto le fuera posible aquella noche teresiana, pero pronto se había de despertar sudando, agobiado por el peso de las mantas. Empezó por revolverse en la cama, incapaz de desentenderse de su intenso olorcillo a pobreza, hasta que le llegó el eco de las voces, el cuchicheo de dos o tres personas más allá de paredes y corredores vacíos, más allá de una cocina desierta y un obrador en orden, palabras amagadas y risas contenidas que parecían corresponder a la conversación de unas sirvientas cuyas voces no debían alcanzar el ámbito de los señores.
Insomne e inquieto encendió la luz y entonces cesaron las voces. Vino a suponer que el resplandor de su ventana en la carretera había servido de advertencia a los imprudentes charlatanes y, con el ánimo más tranquilo, volvió a apagar la luz aunque recelara ya de poder sublimar su descanso en el sueño. Pronto habían de volver, más cercanos y zumbantes, sonidos silbantes y prolongados y consonantes repetidas a punto en cada momento de cristalizar en una palabra inteligible que desaparecía en el aire como una pompa de jabón, que le fueron envolviendo con su inverosímil aproximación, con tal intensidad que contradecía la lejanía, con la sospecha de que iban dirigidas a él precisamente porque nunca sería capaz de comprenderlas. No, no procedían de un lugar determinado, no eran pronunciadas en parte alguna porque se trataba de un espacio sonoro definitivo _más allá de los muebles y las paredes de su habitación_ por la cadena de susurros y risas femeninas _mujeres de edad, que se confiaban secretos malignos, que se fundían y separaban en un torbellino de gestos y movimientos abortados y esfumados en el mismo momento de aparecer en el argentino reverbero de la oscuridad_ no traídos por el éter sino conjugados con el único continuo de las tinieblas e inseparables de ellas.
Encendió de nuevo la lámpara pero por poco tiempo. La bombilla se fundió, tras un chasquido que fue la señal para que las mujeres iniciaran de nuevo su fiesta, alborozadas por su victoria sobre la luz y dispuestas a aprovechar la impunidad de que se habían hecho acreedoras.
Se levantó sudando pero como hacía frío en la habitación volvió a la cama. Escondió la cabeza bajo las mantas y... en efecto, se diría que su conversación se hizo más recogida, como si se desarrollara también en un muy próximo y a la vez remoto rincón bajo las sábanas. Sacó la cabeza de entre las mantas para, a tientas, buscar la pera del timbre que colgaba sobre su cabeza y cuando la encontró no pudo llamar. Más bien le contuvo la aprensión de tener que recurrir al dueño del hotel, el recuerdo de una mueca de suficiencia, la cabeza de cartón-piedra. Agarró la pera con ambas manos e incluso se la llevó a la boca, azuzado por la fiebre, acariciando el botón con la lengua sin poder contener ni las lágrimas ni la orina ante el intolerable crescendo de las voces que solamente remitieron con una amanecida que le había de sorprender cubierto de sudor, jadeante y exhausto, con la cabeza apoyada en los barrotes del testero y la mirada idiotizada, casi colgado con ambas manos del cordón eléctrico del timbre, orgulloso empero de haber sobrellevado la noche sin recurrir a la ayuda que le había sido ofrecida.
Cuando abonó la cuenta _una cuenta irrisoria_ a la mañana siguiente no cruzó una palabra de más con el dueño del hotel; acaso una sensación de confianza se había enseñoreado de un ánimo aherrojado en aquellas fechas por toda clase de dificultades pero capaz de pasar por encima de la oblicua mirada del dueño del hotel que, sin duda _añadiendo el despecho a guisa de interés_, quiso significarle que bien podía haberse ahorrado tal trance con sólo haber apoyado el timbre; que no era un reproche ni una advertencia, sino la exposición de un estado de cuentas; que no se llamara a engaño porque el trance que había sufrido no era más que la sanción al rechazo de su oferta; y que en circunstancias análogas otra vez lo pensara mejor porque bien podía ahorrárselo con sólo apoyar el timbre. Que bien claro se lo había dicho la noche anterior.
Fueron los primeros tiempos de una profesión dura, difícil y solitaria, empeñado en vender en tierras ingratas artículos que en aquellos tiempos no eran de primera necesidad. Pero a fuerza de confianza y perseverancia pronto había de alcanzar la independencia profesional, el bienestar económico, la representación de productos extranjeros, transformado en un hombre de negocios y en un inveterado fumador que una vez al año se veía obligado a hacer una prolongada cura de reposo. Pero ya estaban lejos aquellos primeros tiempos en que, con una pequeña furgoneta cargada de artículos innecesarios, llegó una noche a un hotel de carretera __en el corazón de un desierto nocturno__ que de no haber sido olvidado constituiría el peor momento de aquellos años difíciles. y si lo recordaba era como el obligado preámbulo a la presente prosperidad.
El picor en la garganta y la opresión en los pulmones lo despertaron una vez más, bien entrada la noche pero en circunstancias muy distintas. Era una noche plateada, no lejos del lago de Constanza, acompasada por un cierto rumor que parecía esconderse tras aquel otro sereno y solemne de los abetos y las tímidas palmadas de las hojas de tilos y alerces, como si aplaudieran _por cortesía, no con entusiasmo__ los despropósitos e insensateces de un oculto animador nocturno inasequible a los sentidos del hombre. Pero entre ellos _por entre la repleta tribuna de la orilla que descendía hacia el lago__ se ocultaban las risas femeninas, más altas, perceptibles, sonoras y nerviosas en cuanto caía el viento y la fronda cesaba de palmear, atenta a la próxima ocurrencia.
Cerró la ventana y en un instante la habitación quedó invadida del tumultuoso susurro sin espacio niprocedencia de las mujeres de edad, de sus risas por momentos menos contenidas y mas próximas, a punto de materializarse en las manos y los gestos dirigidos hacia él, en los guiños y las miradas que, borrando las espúreas sombras del mobiliario, surgieron en la abyecta desnudez desprovista incluso de tinieblas en que habían de fundirse antes, un instante antes, de encender la luz y llamar la camarera.
Y entonces comprendió que ya no tenía el valor de antaño, que había sucumbido. Y al recordarlo comprendió que desde aquella remota y anacrónica Región, muchos atrás, hasta el actual Reichenau, en Württemberg, no lejos del lago de Constanza (como le había advertido con la mirada) le había estado siguiendo y esperando; que le había estado observando desde que se separaran y que había adquirido la certeza de que en las nuevas circunstancias ya no sabría atenerse a su confianza, sino que _por el contrario__ sucumbiría a la ayuda prometida por el timbre. Porque al instante reconoció sus pasos sobre la moqueta del pasillo y supo que no tendría ninguna dificultad en abrir la puerta; que aquel que no en vano le había advertido en su día que no vacilara en llamarle si necesitaba ayuda se tomaba ahora su revancha con la jactancia acumulada tras tantos años de desdeñoso olvido porque no prescribían las condiciones entonces establecidas. No se movió de la cama. Sentado sobre la almohada, retrocediendo y apretando la espalda contra la pared, pudo reconocer su mano y la figura de cartón-piedra por la lenta manera con que hizo girar el picaporte

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