DEDIQUÉ UNA LARGA mirada a la máscara que había sobre el mostrador, anodina aunque de factura cuidada, y luego alcé la cabeza para hablar al dependiente.
—Lo siento, pero creo que esto tampoco es lo que busco. Me han dicho que usted vendía máscaras, cómo decirlo... —dudé— especiales.
El hombre me miró con súbito interés al tiempo que enarcaba una ceja ancha y espesa que más parecía un bigote de puntas ensalivadas. No me gustó que clavara sus pupilas en las mías y me hizo removerme incómodo. Su aspecto era extraño, enfundado en aquel gastado traje de polichinela de colores rabiosos y costuras abiertas. Tenía la cara vieja y ajada, los ojos abultados a punto de escaparse de las cuencas, brillantes como si fueran de plástico, y la boca temblorosa, como si todo el tiempo estuviese farfullando para sí mismo con una jerga silenciosa. Se decía que era descendiente directo de la más selecta dinastía de mascherini, los creadores de máscaras de Venecia; sin embargo, semejante título no justificaba su atuendo.
—Entiendo —dijo cabeceando un breve asentimiento mientras que de sus ojos brotaba un extraño resplandor. Luego se agachó detrás del mostrador dejando a la vista sólo la punta del estrafalario sombrero y se levantó con unas cuantas cajas que depositó sobre la mesa. Estaban gastadas y llenas de polvo—. Supongo que busca una de éstas —dijo—. Una de nuestras máscaras encantadas.
—Sí, supongo que sí —repliqué encogiéndome de hombros mientras me fijaba en las cajas para evitar su mirada.
El dependiente sonrió y abrió la primera caja con una parsimonia que reclamaba atención. Dentro había una máscara de papel maché de galán tipo Casanova. La cara era blanca, sin boca, con los huecos de los ojos contorneados por una fina línea negra. A los lados, enmarcando el rostro, caían falsos rizos rubios congelados en una pose antinatural. Coronaba el conjunto un sombrero de pico negro, hecho de tela, que lucía bordados granates y ribetes dorados.
—La máscara que lució el dux Enrico Dándolo en la fiesta que conmemoró la victoria de la flota veneciana durante la cuarta cruzada en Constantinopla —proclamó orgulloso—. ¿Le parece atractiva esta pieza?
—Es bonita —concedí mientras la observaba con detenimiento—, pero, ¿qué tiene de especial?
—Ah, no pierde usted el tiempo... —dijo guiñándome un ojo y mostrando unos dientes amarillentos que hasta el momento no había visto—. Se dice que quien la viste es capaz de conquistar a cualquier mujer...
—¿En serio?
—No falla —aseguró el mascherini. La aparté hacia un lado. —Creo que no me interesa.
El hombre se irguió tratando de adoptar un gesto orgulloso ante mi tajante negativa, pero su labio inferior temblaba más de lo normal confiriéndole un aire algo cómico. Luego recompuso el gesto y con aire de infinita paciencia abrió la siguiente caja. Me mostró una atractiva máscara de arlequín.
—Vea ésta —dijo sosteniéndola entre las manos como si fuera extremadamente delicada—. Con ella disipará la congoja de su corazón y del de los demás, la gente le querrá y sonreirá a su paso. Nadie le podrá negar su compañía. ¿Qué me dice?
—Valiosa, sin duda, pero tampoco me sirve. El mascherini se cruzó de brazos con un gesto contrariado. —Tendrá que darme alguna idea sobre lo que está buscando. Si no, me temo que no voy a poder ayudarle. Asentí mientras buscaba el mejor modo de explicarme.
—Verá, estoy buscando una máscara... pero no para mí —dije sin poder evitar una mueca de velado placer—. En realidad, es un regalo para un estimado enemigo.
—¿Un enemigo? —repitió de pronto extrañamente divertido, como si hubiera olvidado las anteriores ofensas.
No sé que reacción esperaba por su parte, pero creo que jamás hubiera imaginado la amplia sonrisa desdentada y sucia que me dedicó. Sus ojos chispearon de pronto y bailaron como locas canicas dentro de las cuencas.
—Vaya, parece que al fin y al cabo será usted un cliente interesante —observó complacido—. Hacía años que nadie me pedía una de ésas...
Fue a revolver en la trastienda y regresó al cabo de un rato cargando una pila de cajas negras. No estaban sucias y polvorientas como las otras; se diría que las cuidaban a conciencia a pesar de que, al parecer, nadie las pedía.
—Contemple este Dottore Peste —dijo vaciando la primera de las cajas. Era una máscara tremendamente nariguda, con aspecto de buitre, adornada por una inquietante sonrisa burlona. De la boca colgaba un barba sucia de estopa que se parecía a la de un chivo. Los ojos eran grandes y muy redondos, pero no parecían amables. Estaban rodeados por una gruesa capa de color marrón que les confería un aire mortecino y lúgubre, como el de unas inmensas y desagradables ojeras. Vestía además un pequeño gorro de terciopelo negro, con brillantes incrustados formando dibujos geométricos en zigzag.
—¿Esta qué hace? —pregunté muy impresionado.
El mascherini me miró con ojos maliciosos.
—Es la encarnación de la peste, como reza su nombre. Quienquiera que la lleve parecerá maloliente y enfermo, y se sentirá roto por dentro. Su voz se quebrará a cada frase y sonará hueca. Causará la repugnancia de cuantos le vean pero no despertará la compasión en ninguno de ellos. ¡Ah! —exclamó con los ojos vidriosos absortos en turbios recuerdos—. ¡A qué bellas venganzas ha servido esta preciosa máscara!
—No me sirve —dije sin embargo, temiendo decepcionarle.
Me miró muy quieto, como si pretendiera evaluarme, pero no se molestó en absoluto con mi negativa como había ocurrido las anteriores veces. Todo lo contrario, pareció agradarle. Enseguida la apartó y cogió la siguiente caja.
—¿Qué tal la Trifaccial —preguntó, con los ojos muy entornados, hasta que esas dos enormes bolas que tenía no parecieron más que finas rodajas de limón—. Ésta es una maravilla, se lo aseguro...
—No lo pongo en duda, pero... ¿qué tiene de particular? —repliqué, tratando de mantener mi tono escéptico de cliente que sabe bien lo que quiere.
—Ah, ésta es una verdadera joya...muy extraña y difícil de imitar. Nadie lo ha conseguido, me atrevería a decir. —Deslizó la punta de los dedos por la máscara antes de continuar. Tenía tres caras superpuestas en una sola. La primera miraba de frente y las otras dos, cada una hacia un lado. La del centro parecía aterrada, la de la derecha triste y la de la izquierda confusa. Todas estaban maquilladas con los labios pintados de un rojo encendido—. Desgaja la personalidad de quien la lleva en sus tres facetas más débiles, resaltando sus miedos, sus desgracias y sus dudas. Le aseguro que tiene efectos absolutamente deliciosos y demoledores.
Reconozco que la Trifaccia me gustó, pero de algún modo sabía que no sería suficiente. No para lo que yo quería hacerle a mi particular enemigo.
—Lo siento. Ésta tampoco la quiero.
—¿De verdad?
—En serio. Me gusta, pero...
El mascherini me miró de nuevo fijamente.
—Ah, mi querido amigo, usted odia de verdad. —Sacó la lengua y se relamió con una extraña fruición. Parecía un sapo disfrutando de su recién cazada mosca. Supongo que debería haberme parecido repugnante, pero no fue así. Incluso me agradó—. Está claro que no le servirán de nada estas baratijas para rencorosos de tres al cuarto o sabandijas frustradas. Usted necesita algo todavía peor... Algo definitivo.
—Así es —dije muy seguro.
—Sí, sí —repitió mientras se agachaba para coger la última caja negra del montón—. Usted la necesita a Ella. —¿Ella?
—Sí, la máscara que no tiene nombre ni esencia. La única que con toda seguridad es irrepetible. La reina de todas las máscaras.
Sentí un escalofrío de placer o de miedo. No lo supe exactamente.
—Con Ella no falla jamás una venganza.
Abrió la caja ante mí y sacó una máscara tan sencilla como extraña. Parecía la típica careta de dominó, pero su material me era totalmente desconocido. Desde algunos ángulos desaparecía y resultaba invisible; desde otros era negra y perfectamente opaca, o plateada y reflectante como un espejo, o blanca y translúcida, o... Nunca parecía igual y cambiaba a cada instante.
—¿Qué es esto? —pregunté, incapaz de reprimir mi asombro.
—No pregunte, amigo mío, mejor no pregunte. Sólo úsela.
La cogí con las manos, y la sentí tan ligera que en cierto modo pensé que ni siquiera la sostenía entre los dedos. Tenía la consistencia de una pompa de jabón o del acero, según como variase la presión que ejercía sobre ella.
—Es fascinante...
—No se deje seducir por Ella, créame, no le conviene. Guárdela en la caja y espere hasta el momento de dársela a su hombre. No la vea antes. ¿Me ha entendido? Es fundamental que me haga caso, si quiere que todo salga bien.
—Sí, claro —dije devolviéndola a su caja—. Así lo haré.
El mascherini guardó a Ella con ceremonia y me la entregó sin más dilación.
—¿Cuánto le debo?
—Oh, nada, Ella siempre es gratis.
—¿En serio?
El hombre asintió con una sonrisa satisfecha.
—No suele venir mucha gente como usted por aquí. Nunca se me ocurriría cobrarle.
—Entonces se la devolveré cuanto antes.
—No se preocupe. Ella siempre regresa a su caja después de ser usada.
Me despedí de aquel hombre y jamás volví a verle.
Tomé todas las precauciones que el mascherini me dijo. Guardé la caja y me resistí a la tentación de mirar la máscara una vez más. Pasé toda la tarde pensando en mi venganza. ¿Sería tan efectiva como me había asegurado?
No pude estar ni un segundo quieto ni sentado. Anduve de acá para allá hasta que llegó la hora de la fiesta de disfraces. No era una celebración cualquiera: se trataba de la gala que se celebraba anualmente en el palacio ducal con las personalidades más exquisitas de la alta sociedad. Sólo ante ellas mi venganza sería definitiva.
Mi hombre se presentó a la hora convenida. Era un tipo listo, guapo y adinerado, y por todo eso me producía un sincero e irrefrenable asco. Sin embargo, actuaba ante él interpretando el papel de amigo admirado de sus virtudes... ¡Ah! ¡Qué estúpidos se vuelven algunos ante la adulación!
Le entregué la máscara y él me enseñó la que había comprado para mí. Di las gracias un millón de veces hasta parecer un baboso, pero mientras me frotaba las manos esperando el momento que cogiera la suya. Como era de prever, se quedó boquiabierto con sólo verla y me felicitó por la elección.
—Me has dejado asombrado —dijo.
Pero acto seguido los asombrados fuimos todos los demás. Cuando se colocó a Ella sobre su cara, algo extraordinario sucedió. No fue nada espectacular en el sentido estricto de la palabra, nada aparentemente mágico: no hubo luces de colores ni nada de eso. Se puso la máscara y simplemente se ejecutó mi venganza con la mayor limpieza y perfección que jamás nadie haya podido imaginar.
Porque, díganme... ¿Hay algo más terrible que ver a un hombre desprovisto de todas las máscaras que protegen su mente y su corazón de los ojos insidiosos dé los demás? ¿Hay algo más horrible que mostrar al mundo la desnudez de la propia alma sin tapujos ni veladuras, sin mentiras ni presunciones que puedan resguardarla?
Ya les respondo yo, señores, que ése es un espectáculo que, si odian apasionadamente a alguien, no pueden dejar de ver.
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