no ha de confesar jamás que lo desgarra
esa oseara enfermedad que pone sitio a su vida.»
Shakespeare, All is well that welí ends
Aunque,
como alguien dijo, no hay
nadie que logre, a lo lar-o de su vida, saber quién es, puedo decir de mí un
nombre, Arístides Briant, y mis tentativas infructuosas por hacer que este tuviera
algún sentido, dos libros de poemas enredados y amargos, ; ritos al dictado de la Philosophy of
Composition de Poe, y un pequeño volumen de ensayos al que titulé Los
lobos devoran al rey muerto, entendiendo que ese «rey muerto» era la
cultura y también yo mismo. Ninguno de ellos recibió el favor de una crítica o
de un comentario, y no conozco el rostro de aquellos que los leyeron. Aquellos escritos fueron mi
único esfuerzo, porque tenía necesidad de trabajar, dado que había heredado de
mi padre una pequeña fortuna, suficiente, sin embargo, para mantener una
antigua y enorme casa también procedente de mi familia, en las afueras de la
ciudad, e incluso un pequeño y gracioso automóvil Hispano-Suiza que, aunque
frecuentemente averiado, como solía ocurrirles entonces a todos los
automóviles, me permitía algunas pequeñas excursiones en compañía de mi mujer.
Porque debo también hacer mención de otro fracaso, mi matrimonio.
Cuando una vida fracasa y el matrimonio, que se quiso la reemplazara,
fracasa también, entonces se necesitan hijos. Pero lo supe tarde, cuando el
alcohol un alcohol que en principio no fue desesperado, sino alegre, ni pensativo,
sino sin conciencia- había vuelto aquello imposible. No fue esa naturalmente la
primera ni la única catástrofe que la bebida invitó a mi existencia –porque
hubo de ser lo que me hiciera perder a mi mujer. Hasta que la perdí, la amé
como a la medicina de un vacío o de una falta; cuando ya la hube perdido, y
dejó de amarme, y comenzó a desear lo que no podía ofrecerle -un hijo-,
entonces yo también dejé de quererla -porque el amor es un negocio, un pacto-
y comencé también a desear al hijo imposible. A no ser que como Cristina -tal
era el nombre de mi esposa- me pedía, me desintoxicara en un sanatorio,
posibilidad aborrecible, dejando aparte el hecho de que ahora, cuando más me lo
exigían las circunstancias, me sentía totalmente incapaz de dejar de beber (mi
mujer decía a este propósito que el término «imposible» era siempre demasiado
fácil en mi boca).
De cualquier modo mi
esposa había decidido asistir hasta el final a mi desastre, haciendo gala de
tanta paciencia en contemplarlo como yo empleaba en buscarlo. La única
posibilidad de escapar a aquel infierno, a aquella relación que pedía no proximidad,
sino un poco, al menos, de distancia, era, como he dicho, un hijo. Mi mujer lo
sabía, aunque no se había atrevido a formular su deseo en palabras, como
tampoco lo hacía con su dolor. Y, aunque yo no la amaba, detestaba verla
sufrir -y digo «verla» porque, como ya he dicho, su dolor no se oía, sino que
se expresaba en gestos cansados que no apelaban a una respuesta, como habría
hecho una palabra. Y eso era lo peor. Por eso, como era «imposible» que yo
dejara de beber, le propuse que adoptáramos a un niño, y pude ver cómo su
rostro se incendiaba. Entonces no eran necesarias para ello tantas y tan
minuciosas investigaciones como ahora lo son, de modo que, a pesar de ser yo
quien era, pensé que aquello sería perfectamente factible.
A los pocos días
visitamos con esa intención, un sucio orfelinato, y, como yo había previsto,
bastó la bondad brutal de Cristina para convencerles. Nos dieron a escoger
entre un abigarrado repertorio, como si se tratara de pequeños animales. Pero
fue mi esposa quien escogió y, desde el principio, no me gustó el objeto de su
elección. Pero no dije nada: pensé que aquel pequeño animal era más bien para
ella que para mí.
El lugar en que había
recaído su elección era un muchacho de siete años, al que, según nos
informaron, una desconocida –o unos desconocidos- habían abandonado, sin
permitirse siquiera la molestia de una nota o una frase, en el pequeño ascensor
que desempeñaba la humillante función de recoger lo innominado. El niño cojeaba
visiblemente, aunque no llegué a saber la causa hasta el final, ya que, al
parecer, tanto los empleados del hospicio horrible como luego mi mujer, que
habría de ser más tarde quien conociera el secreto de su desnudo, se esforzaron
porque yo nada supiera.
Pero, aparte de su
cojera, que a juicio de Cristina lo hacía más atractivo, fue algo indefinible
lo que desde el principio me hizo odiarlo: aunque no llegué a ser por completo
consciente de que realmente lo aborrecía hasta mucho después, cuando ya era
demasiado tarde.
Sin embargo, la
«realidad», es decir la apariencia, es que la visión de aquel niño disipaba
toda posible aprensión. Era -debo decir— en verdad un muchacho muy guapo;
extraordinariamente i ubio y de ojos azules que, si no brillaban para mí con la
luz de la infancia, de cualquier modo brillaban con alguna luz. No era pues
extraño que desde el comienzo se convirtiese en un símbolo de la esperanza
exhausta de mi mujer.
¿Qué era pues lo que en
él me repelía? Nada más difícil de explicar, es sabido, que la repugnancia; sin
embargo, en este caso se trató tal vez de su mirada insultante, de viejo y no
de niño; o fue acaso una suerte de sonrisa burlona -aunque esta era para Cristina
otro de sus encantos, juzgándola simplemente «infantil»-; pero, reflexiono
ahora, se trató sobre todo de algo así como una repugnante feminidad.
No obstante, en el
hospicio nada sabían, o nada nos dijeron, de una conducta irregular, tal como
la que luego el niño habría de observar. Y, en consecuencia, atribuí todos mis
recelos a mi imaginación, y aquella malignidad que presentí en él, a la maldad
que es propia de la infancia.
Le habían puesto el divertido nombre de Dionisio y, a esa edad, no era
ya posible cambiarlo por otro -ese tipo de nombres banales y algo grotescos son
los que marcan en los orfelinatos el rostro de quienes no son nadie.
Así pues, como nada de lo que forma parte de la apariencia estaba en su contra, sino que
más bien todo conspiraba en su favor, Cristina insistió en que nos lo
lleváramos; y eso fue lo que hicimos. Después de firmar todos los documentos
tediosos y necesarios. Al salir de allí, la directora nos arrojó un amable
saludo recomendándonos que lo supiéramos cuidar y educar en el sentido de Dios.
Una vez en casa, el
niño permaneció silencioso, tal como lo había estado durante nuestra visita al
hospicio, sin decir más palabras que las necesarias, y fue tal vez ese rasgo
de su carácter uno de los que más agradaron a mi mujer en aquel chico, que
tenía a sus ojos todo el atractivo de la catástrofe.
Durante los tres
primeros meses, Dionisio se ocupó en contradecir ampliamente mis fantasías,
comportándose con perfecta normalidad: al principio desorientado, llorando
muchas veces, como si echara de menos la humedad del orfelinato, pero luego
empezando a cobrar cariño por nosotros, y a llamarnos con nombres que no
merecíamos: recuerdo que fue grande la alegría de mi mujer cuando por primera
vez la nombró como «mamá», y no quise estropeársela diciendo que había creído
advertir, en el tono de voz de Dionisio al pronunciar esa palabra, un cierto
matiz de desprecio. No lo hice sólo por amor -o ansia de amor-a mi esposa, sino
sobre todo por cuanto no podía ni quería creer que un niño pudiera padecer esa
emoción difícil que se llama desprecio.
Sin embargo, aparte de
en vagos matices, durante los primeros meses, como digo, mi repugnancia
instintiva no tuvo en qué fundarse: la conducta de Dionisio fue -casi-
totalmente correcta. Su único rasgo que implicase una cierta irregularidad era
el ya mencionado de hablar poco o nada; era como si no tuviese interés alguno
en comunicar con nadie, como si de antemano hubiera juzgado esto irrealizable.
De modo que a los quince días de su estancia entre nosotros le buscamos un
colegio -que tratamos que se hallara lo más cerca posible de nuestro hogar y
que además de tener un aspecto agradable poseyera un nivel educacional
satisfactorio. Dionisio no acogió la idea de ir a la escuela, como era de
esperar en un niño de esa edad, con desagrado, sino que integró la perspectiva
sin una mueca de disgusto: parecía considerarlo lodo, incluso sus juegos, como
formando parte de una vasta obligación y, por consiguiente, se resignó a
aquello fácilmente, como a todo. Una vez que hubo ingresado en la escuela, sus
progresos comenzaron a ser rápidamente notorios. Causó enseguida el asombro de
sus maestros y el odio de sus condiscípulos, cuya amistad, por lo demás, no
intentó ni siquiera frecuentar lo más mínimo, en ningún momento. Y ese último
detalle fue, durante aquel tiempo brillante del comienzo, una de mis primeras
causas de inquietud: Dionisio tardaba en hacer amigos -en la escuela o en la
vecindad-: jugaba siempre solo, cuando lo hacía, que era muy pocas veces, y
pareciendo, como ya he insinuado, considerarlo como una obligación más de que
tenía que cumplir. A decir verdad, y por poco justificada a nivel de los hechos
materiales que estuviese, Dionisio me producía inequívocamente una difícil
sensación, relativamente clara aunque ardua de argumentar, por ser de lo más
extravagante: me parecía como si
Dionisio no fuera realmente un niño, como si sólo aceptara desempeñar
ese papel debido a las exigencias del
público, que no le permitía, cruel, salirse del marco de lo que su rostro o su
estatura parecían anunciar. Para reforzar esa extraña sensación, pude observar
también en varias ocasiones que no sólo no tenía como otros niños miedo alguno
a la oscuridad, sino que incluso la perseguía como una religión.
Aquellos pequeños, pero
sorprendentes detalles -su desinterés por toda conversación, su tardanza en hacerse
amigos, su lesión por la oscuridad- me hicieron pensar en alguna clase di
desequilibrio mental, y así se lo hice saber a mi esposa, si bien usando de
todo tipo de precauciones, pues no quería por nada del mundo estrangular su
nueva alegría. Pero Cristina, no sé si por efecto de la vaguedad de mis
insinuaciones, o por una muy excusable
mala fe, no quiso saber absolutamente nada de
Ello: era evidente que cada día que pasaba tomaba
más cariño al pequeño Dionisio.
Por otra parte, he de reconocer que durante ese primer periodo la
mayoría de los detalles, como creo ya haber afirmado, con la salvedad de un
«casi», podían pasar por perfectamente normales en un niño de esa edad: uno de
estos, por ejemplo, era su amor ir los animales, especialmente por los perros y
por... los peces.
Por lo que concierne a
los primeros, no tardó en encariñarse con el perro de un vecino amigo nuestro,
llamado Jorge, del que tendré ocasión de hablar más tarde; se trataba de un
pastor alemán gigantesco y bondadoso y blanco, al que nuestro pequeño
atosigaba con toda clase de caricias y de mimos, llevándole con frecuencia
trozos de pastel o huesos coleccionados en la cocina o que habían sido
previamente solicitados a mi esposa. El dueño del pastor, que como he dicho
era buen amigo nuestro, no sólo no se molestó por ello, sino que pareció
encantado por el capricho de nuestro hijo adoptivo, de tal manera que en alguna
de las frecuentes visitas que nos prodigaba hubo de venir acompañado de Tristón
-tal era el nombre del perro blanco- con el evidente propósito de hacer
feliz así a Dionisio, a quien no tardó en cobrarle, tal como le había sucedido
a mi esposa, un profundo afecto. En cuanto a los peces, parece que todo su interés
por ellos empezó a raíz de una visita que hicimos, yo y él, al acuario de la
ciudad; el caso es que desde aquel día no dejó de apasionarse por ellos e
incluso por la ciencia que los diseccionaba, la ictiología, apoderándose de
los pocos libros que sobre el tema yo guardaba en mi biblioteca, o bien
instándonos a que le comprásemos otros muchos más. Como premio a su afición,
mi esposa adquirió para él una pequeña esfera de cristal con una abertura
circular en la parte superior, llena de agua, dentro de la cual nadaban unos
pocos peces rojos, cuyas circunvoluciones él observó pasmado desde entonces.
Llevó el objeto a su dormitorio y, una vez que entré en él, de noche, sin
avisar, con la intención de saber si dormía, le encontré mirando la pecera, en
la oscuridad, con sus grandes ojos abiertos de par en par.
Un día en que, montados en nuestro Hispano-Suiza,
habíamos hecho una excursión a las costas de un pueblo cercano, tuvimos
ocasión de presenciar un incidente levemente extraño. Se trataba de unas playas
muy solitarias, lo cual era el motivo principal de que yo las prefiriera, no
para bañarme en ellas, sino para contemplar desde la orilla, tal vez abrazado
a mi mujer, el crepúsculo, que asumía allí con frecuencia el color que Nerón
despreciaba y que incluso -tal como nos cuenta Suetonio en la Vida de los doce
cesares mandó prohibir: el obsceno violeta. Pues bien, el hecho es que aquellas
playas estaban rodeadas por todas partes de rocas muy altas; y, en un momento
en que mi mujer había cerrado los ojos y se había recostado indolentemente
sobre la arena fría, mientras yo leía, Dionisio, aprovechando nuestra
momentánea distracción, escaló uno de aquellos acantilados y, de repente, le
vimos asomado al mar desde lo alto de uno de ellos, contemplando, como
fascinado, el nacimiento y la muerte de las olas. Mi esposa, que se había
incorporado, al creerle en peligro, y tan fuera de nuestro alcance, no pudo contenerse
y lanzó esa expresión de lo absoluto de una impotencia que es el grito. Y acaso
fue este lo que hizo que el pequeño, sobresaltándose al oír algo para lo cual
creía no había motivo, tropezara y cayera, ante nuestra desesperación y nuestro
espanto que dieron plenitud a esos dos pares de ojos ahora abiertos sin
remedio, y como para siempre: enseguida el mar cerró sobre él su boca caníbal y
lo negó, como si aquel cuerpo no hubiera nunca existido, sin acordarse de que
un minuto antes él lo había mirado, Ya me disponía a arrojarme al agua
cuando... pude ver, lo mismo que Cristina, cómo Dionisio emergía de nuevo,
nadando con una soltura y una perfección indignas de un muchacho de esa edad.
Por fin, llegó a la orilla, completamente neutro, como si nada hubiera ocurrido
-no ya en el mar, donde nada ocurre, sino tampoco en él, y ni siquiera en
nosotros-: por primera vez Cristina le reprendió con cierta severidad, mientras
yo permanecía en silencio.
En el camino de vuelta
a casa, y en medio de la mudez general, arriesgué una pregunta: quise saber
dónde diablos había aprendido a nadar tan bien; el niño tardó unos instantes en
contestarme y había empezado a hacerlo cuando mi esposa, sin darse cuenta -dado
que no había prestado atención alguna a aquel intento de diálogo entre él y yo-,
se lo impidió bruscamente, diciendo: «En cuanto lleguemos a casa, te quitas la
ropa mojada y te vas a acostar».
Y, una vez más, la
banalidad aparente de la existencia cotidiana clausuró toda apertura al
misterio.
Pero pronto este había
de manifestarse sin timideces: fue di
aquellos tres meses de permanencias del niño en nuestro hogar cuando
empezaron a suceder los primeros incidentes cuya extrañeza e insulto, nada ni
nadie podría paliar, y que yo, sin saber al principio por qué indefectiblemente
atribuí a Dionisio, quien tal vez se atrevía ahora a dar curso solapado a su
verdadera naturaleza porque sabía que ya no podríamos devolverlo al asilo,
pasado todo ese tiempo, durante el cual había esperado.
La primera vez mi
escritorio apareció cubierto de cadáveres de moscas: en los primeros instantes,
casi ni lo advertí, tan inaudito era el hecho; tuvo que pasar algún tiempo
para que la realidad de aquello se impusiera, intolerable. Y entonces, como he
dicho, y sin siquiera reflexionar, supe que él lo había hecho: aunque mal podía
acusarle de algo que no sólo a un niño, sino que ni siquiera a un hombre se le
hubiera ocurrido ejecutar, se lo relaté, temblando, a mi esposa, quien, pasada
la primera extra-ñeza, declaró que él no podía haber sido el autor del hecho.
Entonces, ¿quién? Sabía lo que ella sospechaba: que había sido yo mismo; no
obstante, fue algo muy distinto lo que me dijo: dijo que la nueva criada le
parecía algo extraña, que tenía gestos y mirada de enferma, por todo lo cual no
era muy improbable que hubiera sido ella; y debo confesar que aquello tenía una
tenue lógica, porque siempre es más fácil sospechar de lo viejo que de una criatura
cuyo cabello, sin lugar a dudas, resplandece.
Pero más tarde las
moscas muertas habían de abundar: moscas muertas en la taza de té que mi mujer
me había preparado para el desayuno, moscas muertas en mi cama... y todo era
tan insensato que no me aventuré a hablarle a Cristina -quien dormía en un
cuarto aparte, desde hacía algunos años- después del fracaso de la primera
intentona, por miedo a que me creyera loco, y que atribuyera todo a los efectos
de su enemigo, el alcohol; porque aquella maldad era sutil, no era terrena. Y
pensé que había sido yo mismo quien lo había hecho, o quien lo había
construido en la oscura fábrica de mi alma, y quise dejar de beber.
Para apartarme de la
pesadilla, seguía teniendo, aparte de una lectura que frecuentaba cada vez con
más indolencia, las apariciones escasas de los pocos amigos que aún me
quedaban. Y tampoco a ellos les relaté nada de aquellas primeras apariciones de
lo inaudito, pensando en que cesarían tan rápida y súbitamente como habían
surgido de las tinieblas. De esos pocos amigos que aún me eran adictos el único
que mantenía una relativa asiduidad en sus visitas era ese vecino del que ya he
hablado de nombre Jorge, Este era un ser afectuoso y Mando como su perro, y tan
insignificante que su presencia o su ausencia apenas eran diferentes. Solía
venir a cenar algunas veces y se quedaba en Ocasiones después de la cena a jugar
a las cartas con nosotros. Cuando hablaba, acostumbraba a fatigarnos con
historias que la mayoría de las veces se referían a la tortura que para él fue
su mujer, cuyo nombre, Marta, repetía en sus monólogos hasta la saciedad: al
parecer, había sido ella quien lo había reducido a su actual insignificancia,
al obligarle a dudar un tan enorme número de veces de sí mismo y al reducirlo
mediante la injuria a la mera banalidad que es la existencia humana si privada
de la palabra, o del reconocimiento, o del sueño. Y he hablado de esta nula
amistad por cuanto, para Jorge, al contrario que para mí, y como ya creo haber
declarado, la presencia de Dionisio no estaba revestida de ningún brillo -que
no fuera el emanado de un limpie afecto-, pero tampoco de ninguna maldición. Lo
que forzaba a quedarme aún más a solas con mi propio asombro.
Dos o tres días más
tarde, después de la última visita de Jorge, una mañana en que había amanecido
como siempre, sin piedad, el espanto volvió a invitarme a la mudez: abrí, nada
más despertarme, el libro que creía estar leyendo, con avidez de escapar a la
mordedura de los recuerdos rápidos y estruendosos que había hecho la borrachera
de la noche anterior, transcurrida en la ciudad en medio de individuos
semidesconocidos: recuerdos de impertinencias, de interminables torpezas, de húmedos
errores, sin la mirada de otro -de mi mujer, por ejemplo- a mi lado para calmar
su hambre. Abrí pues el libro y lo encontré, con un sobresalto, lleno de una
especie de filamentos viscosos que se pegaban a las manos: pensando, quizás, o
delirando, descubrí que eran decenas de telas de arañas aplicadas con sumo
cuidado a las páginas del libro ruinoso. Quise gritar, pero habría despertado a
mi mujer, quien, como ya he dicho, dormía en la habitación vecina a la mía. Tal
vez, volví a pensar, la criada estaba, como sospechaba Cristina, efectivamente
loca. Sin embargo, decidí de antemano no solicitarle a mi esposa que la despidiera,
porque en el fondo sabía que no había .sido ella. Pero, de no ser así, alguien
por fuerza debía estar loco en aquella enorme casa. Y, de repente, me asaltó un
previsible temor: ¿eran aquellas tal vez las apariciones repugnantes que
suscita ese destino de quien bebe siempre llamado delirium tremens? Y
quise hablarle de ello a mi mujer, pero tuve miedo de su mirada, De manera que
me limité a arrojar el libro al amanecer y al jardín, y luego me eché a llorar.
Finalmente, pensando que acaso Cristina pudiera encontrar esa pesadilla, salí
afuera y la enterré cuidadosamente bajo la grava del jardín, como a un sueño.
En otro tiempo hubiera lamentado la pérdida de aquel ejemplar -se trataba de De
postumo die de Basílides- pero ahora sólo sentía un inmenso terror.
A pesar de lo ocurrido,
los siguientes días transcurrieron normalmente, así que traté de olvidar
aquellos hechos -o lo que ya había creído que eran hechos-. No obstante, un
día, borracho como casi todos ellos, pensé que amaba de nuevo a Cristina como
antes, y quise hablarle, no como lo hacía, como un amigo, sino como su marido,
o como su amante. Fue un monólogo vehemente, y puesto que ella me escuchó y
llegó incluso a abrazarme en silencio, me atreví a relatarle lo del libro y
los tejidos de araña; y entonces ella calló, y se quedó mirándome con ojos en
los que demasiado gritaba la sospecha, una sospecha que me era de sobra
conocida.
De modo que me retiré a
mi despacho en silencio, porque aún me gustaba sentarme frente a mi escritorio
-el mismo en que habían aparecido las moscas- pensando que iba a escribir, lo
que, sin embargo, ya no hacía nunca.
En todo caso no era
propio de un niño rígidamente educado -aun cuando hubiera sido en un
orfelinato- lo que Dionisio hizo conmigo el día de su cumpleaños. Yo me había
molestado en buscar, en uno de mis cada vez más escasos intervalos de lucidez,
un juguete para él: algo, a ser posible, que agradara a un tiempo a Dionisio y
a su madre adoptiva. Consulté a Jorge y a algún que otro residuo de mis
amistades y al final opté, guiado por sus consejos, por un enorme muñeco de
trapo de figura extravagante, casi parecido por su tamaño al animal que bacía
humano, y que no existía: se trataba en electo de algo semejante a una cabía,
pero con cola de pez o de sirena, v que estaba do lado de una sonrisa triste,
como la que suele animar el rostro de esta clase de muñecos, que le prestaba un
encanto indefinible;
sin saber por qué me pareció lo más adecuado para
el pequeño y, por otra parte, como me gustaba a mí (quizá por recordarme algún
lejano horóscopo sumero-acádico), pensé que también le gustaría a la que él
llamaba madre. Pero, cuando se lo entregué al niño -en un instante en que
Cristina no estaba delante, habiendo salido para traerle su propio regalo-
este se echó a reír con aquella risa suya tan parecida a ese misterium
iniquitatis que es la risa en sí misma, uno de los sinónimos del mal. Y
enseguida me escupió a mí levemente, y escupió también sobre la cabra o la
sirena. Iba a regañarle y a compartir luego mi indignación con mi mujer, cuando
esta entró y pude ver cómo el pequeño diablo se abalanzaba rápidamente hacia
ella para abrazarla: y la sonrisa que entonces le dirigió Cristina -la mujer
que ya no
amaba, pero a la que deseaba infinitamente amar-
heló en mí todo proyecto de represalia.
Al día siguiente fue mi
periódico lo que encontré hecho pedazos: y eso hizo, menos por el hecho en sí
que por lo que significaba con respecto a mí, que no pudiera ya contenerme por
más tiempo -como el grado de más que transforma el agua en vapor-me decidiera a
enseñárselo a Cristina: ella se quedó entonces mirándolo, como estúpida, y supe
otra vez por sus ojos que dudaba si no lo había hecho yo mismo. De todos modos
no desfallecí y le relaté a continuación el breve episodio del cumpleaños:
«hora ella se quedó pensando y al final murmuró, dubitativamente, porque sabía
que iba a herirme, pero murmuró: «No era un regalo propio para un niño» -aunque
al final accedió a hablarle. Y e pedí perdón por el crimen de haberle dicho la
verdad.
Esa misma tarde sostuvo
una larga conversación con el niño, a la que me pidió que, por favor, no
asistiera yo: y, al volver de ella, supe de nuevo, sin la ayuda de palabras,
por sus pasos lentos, por su cabeza baja, y, lo mismo que otras veces, por ese
acuario transparente de sus ojos, que la había convencido, y que me tenía ahora
por el único culpable -a mí, o al alcohol que casi no era ya otra cosa que yo,
o a mi imaginación-Y me di cuenta de que aquel chiquillo se había convertido en
mi enemigo, en el más inteligente y peligroso y bello de mis enemigos.
Sin embargo, las
apariciones de lo incomprensible, de lo intolerable, dejaban entre sí algunas
pausas, como un verso. De manera que luego de aquellos incidentes que parecieron,
pese a su volumen, insignificantes, pero debido quizás a su extrema densidad,
poner al menos para mí en peligro la subsistencia misma de la realidad,
hubo de nuevo paz en mi hogar, o en mi mente, durante algún tiempo. Como si la
esperanza formase parte del tormento, tuviese en él un lugar insustituible. Y
después de unos días de aquella renovada paz y de que la vida se hubiese otra
vez vuelto insípida, incolora, y por tanto imperceptible como era su costumbre,
llegué a pensar, poniéndome así de acuerdo con el rostro sin fisuras del otro,
desierto en el que sólo los rasgos de mi mujer obraban a modo de un poco de
vegetación o de agua, llegué así a pensar, al igual que ellos, que todo había
sido una alucinación mía -quizás incluso aquel niño, y mi esposa, y yo, que me
soñaba, quién sabe dónde, y para qué.
Nuestro buen vecino
Jorge era un buen emblema de aquella paz sin sabor y de aquel murmullo tenue de
la realidad que se reanudaba. Este, desde que Dionisio se añadiera a nuestras
vidas quizás como la incógnita de una ecuación insoluble, o como la «x» que
representa el resultado desconocido de un álgebra en la que también los otros
términos se ignoran, Jorge, digo, había desde esa suma menudeado sus visitas,
atraído por la curiosidad del acontecimiento nuevo, y en esta última semana de
relativa mansedumbre de los hechos habíamos tenido ocasión de cenar con él
bastantes veces: una de ellas mantuvimos una acalorada discusión sobre temas
más abstractos que el nombre de Marta, que tan viscosamente abundaba en sus
labios. El tema principal de nuestra confrontación de discursos fue introducido
directamente por el bueno de Jorge, quien se sentía particularmente interesado
por las recientes investigaciones de un psiquiatra vienes llamado Sigmund
Freud, las cuales parecían probar inequívocamente unas relaciones de causa a
efecto entre las manifestaciones mórbidas de la mente y la sexualidad,
especialmente aquella considerada como «perversa». Esa noche nuestro vecino
había comenzado a explicarnos una de las últimas tesis de este oscuro
individuo, al parecer judío, como buen aficionado a los argumentos insólitos:
se trataba de su análisis de las memorias de un delirante, presidente del senado
prusiano, según creo (cargo que, nos aclaró Jorge, mantuvo hasta en las
manifestaciones
más atroces de su delirio), y cuyo nombre, si mal
no recuerdo, ira algo así como «Schreber»; pues bien, dicho análisis mostraba a las claras (al menos era esta la opinión
de Jorge), por medio de brillantes deducciones, que existía una conexión
profunda entre esa enfermedad que era la de Schreber, esa enfermedad tan parecida
a la tela de araña que se nombra como «paranoia», y la homosexualidad. Yo, en
contra de lo que decía Jorge, me sentía inclinado a considerar demasiado simple
esa explicación a la que, por otra parte, faltaba explicar; sin embargo, mi
mujer sintió desde el principio un vivo interés por la hipótesis y pidió a
Jorge más aclaraciones sobre ella.
«Esta hipótesis está,
como ya os he dicho, deducida de los escritos de un paranoico que, como todos
los enfermos de esta índole, no perdió nunca la razón, y que incluso aducía
los más resplandecientes argumentos para envolver la oscuridad de su delirio,
porque, mi querida Cristina, no sé si ya sabrás que se trata aquí de una curiosa
enfermedad, en la que la palabra no se abandona como en otras, y que es incluso
capaz de convencer. Pero el punto nuevo en la consideración de la paranoia,
dado no sin escándalo por este médico vienés, es el siguiente: para el paranoico,
todas las relaciones humanas están en peligro porque han sido
subconscientemente desimbolizadas, "desublimadas" -te acordarás
que ya te hablé de lo que este judío entendía por “sublimación"- y se
encuentran por ello en todo momento a punto de volver a lo que, para Freud, fue
la primitiva realidad de los lazos sociales, es decir, la homosexualidad: la
relación social directa, no simbolizada. De ahí el peligro en que pone a los
demás y a sí mismo, y de ahí el miedo y la sensación de persecución que, como
el peligro es real si bien impronunciable para todos, a menudo no es sólo un
delirio, sino, como dice el mismo Freud, una realidad que el paranoico percibe
subconscientemente.»
|Debo decir que a duras
penas escuché sin interrumpirla esta larga perorata, con el mismo estado de
ánimo que, sospecho, durante toda su vida debió sentir Marta ante la
insoportable pedantería de Jorge,
cuyo estilo altisonante he tratado de reproducir
por escrito, Por lo demás la «explicación» me pareció, reducida a su esqueleto
de verdad y sin estar ya arropada por el lujo de las palabras superfluas, ridícula e inverosímil en especial la
parte de ella que postulaba una primitiva homosexualidad general, y, repito,
demasiado simple: y así se lo hice saber a Jorge, es decir, naturalmente de
una forma mucho más suave que aquella en la que lo pensé.
«Querido Jorge», le
dije, «ninguna medicina, ninguna teoría, ninguna ciencia puede dar cuenta del
dolor de la locura.»
Instantes después de mi
última frase nuestro vecino se marchó, y Cristina, pensativa, me dejó también
para irse a dormir. Me quedé entonces sin saber qué sentir ni qué pensar, con
mi espíritu en un estado de abominable vacío y suspensión; de manera
que, tratando de sentir algo a toda costa, de dar alguna presencia a mi
alma, alargué una vez más mi mano hacia la botella de whisky -que no había
aparecido en toda la noche, dado que Jorge no bebía- y bebí largamente. Tuve
inmediatamente que escupir todo el inmenso trago, porque sentí que había
ingerido algo asqueroso: y, en efecto, había ahora en el suelo mezcladas con
la saliva y la humedad del alcohol, unas cuantas manchas negras que pronto algo
me dijo que eran... moscas.
Esta vez no podía haber
sido la vieja sirvienta, porque había comprado yo mismo la botella esa tarde
después de las seis, que era la hora a la que ella se marchaba (arreglo al que
habíamos llegado con ella no por motivos de un innecesario ahorro, sino por
cuanto no deseábamos en casa ninguna presencia excesiva, y excesivamente
próxima: el jardinero dormía también en su casa). En cuanto a Jorge y mi
mujer, la más elemental cordura los descartaba de antemano, especialmente,
pensé irónicamente, al primero, por cuanto alguien que sentía un tan delirante
interés por la psiquiatría difícilmente podría haber sido capaz de aquella tenaz
locura. Tenía pues a la fuerza que haber sido Dionisio: y su nombre me pareció,
al pronunciarlo en mi mente, cada vez más ridículo, y más irritante. Pero ya no
podía decirle nada a mi mujer, era inútil, y peor. De manera que al día
siguiente hice lo único que estaba en mi mano hacer: le hablé a él
directamente, mostrándole la botella con miedo y con cólera: y él entonces
volvió a reírse, a reírse con una risa ronca, como si quisiera evitar que
Cristina le oyera, como si quisiera por todos los medios aislarme de todo y de
todos, para mejor destruir así mi cabeza.
Y pensé que mi cerebro
explotaría y que él lo sabía y lo esperaba.
A todo esto, mi esposa,
quizás porque veía que yo iba cayendo víctima de mí mismo (o más bien de esa
fuerza oscura que habita en nosotros y quiere destruirnos, de esta fuerza que
hace el destino y que tal vez se parezca a lo que las recientes informaciones
de Jorge acerca del «psicoanálisis», daban el maligno nombre de «ello» o
«inconsciente»), pareció volver a amarme. Me cuidaba como sólo lo hizo al principio
de nuestro pacto arrugado por el tiempo, limpiaba y ordenaba ahora con extrema
paciencia mis libros, borraba mis vómitos, llegaba incluso a comprarme ella
misma el veneno que sabía que yo necesitaba: las botellas de vodka, o de ron, o
de whisky. Pensé que aquel cambín podía también deberse, lo mismo que el
pasado horror, a la influencia polivalente de aquel niño o de su símbolo, y
volví a amarlos a ambos, y a creer que el único que merecía odio era yo mismo,
o el alcohol, o esa fuerza oscura. Finalmente, un día, me sorprendió que
hubiéramos cambiado de criada: sin duda aque1lo se debía igualmente al nuevo amor
de mi esposa, que quería a toda costa agradarme y agradar incluso a mi
enfermedad, o a mi imaginación, o a mis pesadillas.
Y entonces quise, por
primera vez con algo de gravedad y un asomo de decisión -andrajo de mi voluntad
cuarteada, que mendigaba en una esquina de mí mismo- ir a un sanatorio, y
volverme otro. Pero no dejé ni siquiera aquella tarde de beber.
Por fin un día me
desperté y repetí aquel gesto que me condenaba al Infierno: el de asir con la
torpeza de la mano la botella de ron, o de whisky: esa botella a la que atribuí
en uno de mis versos primeros el carácter de residencia del diablo. Y debí de
verle allí, aquella mañana al menos, porque la miré de súbito con horror, como
si no fuera mía ni de nadie que vive, se vuelve estúpido o loco, y
muere. Y acto seguido la arrojé al jardín,
volviendo los ojos para no verla siquiera desaparecer; y quise que aquello fuera
definitivo, aunque el gesto no era tampoco único, ni primero: es más, el jardín
debería estar lleno de botellas llenas, o vacías, o semivacías, o de cristal
verdoso o, transparente, si el jardinero no las hubiera recogido con una
probable sonrisa, o sin ella. Pero pensé, o quise pensar, que aquella sería la
última vez, o la primera.
Y, cuando se levantó
Cristina, aún me duraba aquella voluntad y aquel esfuerzo que su nuevo amor me
había sugerido, y le dije con un tímido incendio en mi mirada que iría por fin
a aquel sanatorio, que imaginaba sólo tan blanco como el color de los alfileres
que, en el vudú, significan muerte. Ella se limitó a sonreír tristemente, ya
que no me creyó.
Sin embargo, lo cierto
es que no bebí durante aquel día entero, aunque todo él estuve pensando en
hacerlo, salvo los breves minutos en que me ocupé, ya avanzado el crepúsculo,
en arreglar mi maleta como quien prepara su ataúd, para el día siguiente.
Y, efectivamente, al
otro día partí: y, durante toda mi penosa estancia en aquel sanatorio que era
tan blanco como la imaginación lo nombró, y espantoso y en silencio casi
siempre, pensé en mi mujer, que venía a verme muy a menudo -si bien sin el niño
(dijo que estaba resfriado, una vez, otra que se preparaba para los exámenes, otra
que no quería que viera nunca aquel lugar, pero lo que yo pensé es que Cristina
tenía miedo de aquel encuentro con lo que yo había creído era la causa de mis
pesadillas, y que esperaba para él a verme completamente curado)- y pensé
también en Dionisio, renovadamente, con fe en que podría amarlo a mi vuelta y
verlo otro, porque a partir de ahora -a partir de mi sufrimiento infinito en
aquel sanatorio- desaparecerían para siempre aquellas moscas tragadas por el
mismo agujero del que habían surgido, el agujero que hay detrás de nuestra
alma, y que nos espera.
Por fin, después de
varios e interminables meses, regresé a casa feliz, y volví a vivir. Mi mujer
me había ido a buscar al sanatorio, y me acompañó a nuestro hogar sin dejar de
hablar, rompiendo el silencio de muchos años. Dionisio nos esperaba en la
puerta y corrió a abrazarme, primero, a mí, y después a ella. Mi alma se había
vuelto clara y limpia de amenazas, y supe que había dejado de morir. Quise
entonces desenterrar, como si me desenterrara a mí mismo, aquel viejo libro,
que había soñado recubierto de telarañas, pero ya no estaba, esto es, sin duda
no recordaba el lugar donde lo había sepultado.
Esa tarde quise que lleváramos
al chico a algún teatro dedicado a los niños, y así lo hicimos, contemplando
sin dejar dé mirarnos a nosotros mismos, con el deseo constante de compartirlo
todo, una representación de las fábulas de La Fonlaine , pese a que nos
parecían aburridas y absurdas, a todos nosotros incluido Dionisio, pero
pensando sin duda que era mejor así, porque ello nos daba la ocasión de estar
separados de la obra y cerca de nosotros mismos, y de nuestra felicidad que
comparé, en una frase destinada a Cristina, a un agua que crecía y crecía hasta
tomar la forma de una gigantesca ola para anegarnos, o -dijo ella- para
arrojarnos desnudos a una playa en que podríamos vivir.
De manera que, por fin,
aquel tópico que se denomina «nueva vida», habitual en las canciones y en los
folletines, parecía igual a la realidad arisca a ser novelada, reacia a asumir
la forma de una fácil melodía. Comencé, como también se suele decir, a «ver
todo de otra manera», y esto no sólo a nivel de mi pensamiento, sino incluso al
de mi percepción: las paredes y los cuadros y la hierba del jardín y los dos
crepúsculos -especialmente el primero, antes tan aterrador- se presentaban a
mis ojos lavados de la angustia que antes los encogía y del frío que los
obligaba a una forzada rigidez: todo se desplegaba, y era como si la fatigosa
perfección de mi biblioteca se hubiera vuelto un cuerpo, o un color, o una
vida; como si aquello que se derramó sin que yo jamás pudiera tocarlo en todos
los libros que había leído se hubiera transformado en un tacto milagroso, como
si aquella agua final se hubiera coagulado milagrosamente en la maravilla de un
Lago Total.
De cualquier manera, es
sabido que nadie es capaz de describir o
adjetivar lo nuevo, porque la palabra no sabe de singularidades: por ello nadie
habla de su nacimiento, ni la primera y dolorosa percepción de la luz consta en
los anales de la memoria; perdóneseme, pues, esta falta de conceptos y este
derroche de metáforas para, designar mi segundo nacimiento, en el que la
realidad era más perfecta que yo mismo, en el que incluso yo mismo era superior
a mi idea.
No necesito decir que,
al proclamarse la noticia de que era yo otro,
todos aquellos, que creían más en la libertad que en la identidad
inmutable de una persona consigo misma, volvieron a acudir, si bien ron
cierta lentitud, a nuestra casa, y esta dejó de estar habitada por los pasos
resonantes de la soledad y, acaso, por la invencible y monótona charla de
Jorge, para volver al ruido de la vida y a su pluralidad sin ecos, a su
opacidad dichosa. En mi casa no se volvió a jugar a las cartas, ni a hablar de
«psicoanálisis», sino que se vertieron las fiestas, y la bebida -que ahora yo
no probaba y por la que no sentía ni siquiera la menor envidia- y la música de
algún fonógrafo sustituyeron por un momento a la palabra. Y ello, pese a que
algunos no creyeron no ya en mí, sino ni siquiera en la salvaje blancura del
sanatorio, y prosiguieron hablando, como aquel, el lenguaje «claro» de lo inhumano,
sin acudir a la cita con un hombre de distinta piel y de distintos ojos y de
distintos pasos por la grava. Pero baste decir que volvieron los mejores y que,
gracias a su contacto reanudado, supe de nuevo lo que era un sabor más denso
de esa variedad, que puede ser infinita, de procesos, y a la que se miente como
una unidad al llamarla «vida». Y también- los ojos de mi mujer dejaron de ser
dos cenizas para volver a arder, y su alma volvió a decir.
No será preciso aclarar
que, además de mi yo recién estrenado, Dionisio fue la estrella de aquellas
fiestas que, como todo lo que verdaderamente representa placer, no dejaron
huella alguna en el alma. Se derramó -por parte de todos, menos, como ya he
dicho, de la mía- mucho alcohol y muchas fáciles bromas en homenaje a aquel
insecto al que yo ahora empezaba a ver unas brillantes alas. Y fueron también
muchos los regalos que mis amigos idearon para el niño y que este almacenó con
cuidado, sin, empero, jugar apenas con ello, lo mismo que había hecho siempre,
pero con una diferencia en esta ocasión: ya que ahora se le veía jugar con más
frecuencia, pero para esos juegos contaba casi únicamente con el juguete
absurdo que yo le había obsequiado hace tiempo y al que dotaba, en sus ahora
más numerosos juegos -a los que a menudo me invitaba-, de una riqueza de
sentidos que yo no hubiera sido nunca capaz de prever: y parecía a veces
mostrarme aquel trasto como un desafío, aquella inutilidad como una extraña
amenaza, insinuación que, si bien se hizo presente en un cerebro que luchó
contra ella con todas las armas del buen sentido, y quizá por esto mismo, yo no
alcancé entonces a comprender siquiera remotamente. De cualquier modo así pasó
casi un mes, como un día, que bastó para definir la dicha, como antes se
necesitaron tantos años para con concretar el gusto del desastre.
Transcurrido ese mes,
una mañana que apenas recuerdo, me despertó un grito desesperado y atronador,
proveniente de la escalera: y, al incorporarme vi mi cama, en la que había
vuelto a dormir mi mujer, vacía como antes lo estuvo. Me levanté aprisa: sabía
que Cristina acostumbraba a bajar velozmente las escaleras, pese a que yo la
había prevenido en contra de ello con frecuencia, y temí que se hubiera
golpeado al hacerlo. Corrí pues persiguiendo en el aire los jirones del eco que
aún quedaba del estruendo: y pronto, desde lo alto de la escalera, vi a una
mujer en ropa de cama tendida en el suelo al pie del último escalón, con el
cráneo sangrando visiblemente. La nueva criada, que había acudido antes que yo,
estaba inclinada sobre ella y, al verme, se enderezó dirigiéndome una mirada de
horror. Me lancé hacia abajo, pues, corriendo y, al hacerlo, estuve a punto de
tropezar con el juguete de trapo que le había regalado a Dionisio para su
cumpleaños, semioculto bajo un escalón: y en ese momento -pese a saber a esa
mujer que era la mía moribunda o quizá muerta-, me detuve para contemplar aquel
objeto, con la certidumbre que volvió a mi alma como una enfermedad, o un
dolor, de que había sido Dionisio quien lo colocara allí, con el deliberado
propósito de hacer caer a mi mujer -una caída que él no podía sino saber que
desde esa altura significaría sin remedio la muerte, o al menos, una herida
grave-. Y creí comprender entonces el porqué de su reciente preferencia por
aquel juguete grotesco, y lo que me pretendía insinuar con sus pasados juegos.
Luego bajé para estar cierto de lo que, por la sangre, pero sobre todo por la
actitud impotente de la sirvienta, ya sabía: para estar seguro de la muerte.
Y, ¿quién sino él -me repetía- podía haber colocado allí aquel juguete,
aquella ingenua, pero eficaz, trampa mortal?
De modo que, tras
comprobar que Cristina había muerto, me abalancé sin perder tiempo hacia el
cuarto del niño y lo encontré a oscuras, con los postigos echados y, sin
embargo, creí ver, como luego resultó ser, cuando abrí las ventanas, ¡un libro
en sus manos! Cuando abrí con violencia las ventanas, él apartó enseguida su
rostro de la luz, como de una enorme molestia. Al hacerlo, dejó indolentemente
el libro sobre su mesa de noche; el libro que, al parecer, leía en la
oscuridad, o que al menos había abierto estando todavía el cuarto a oscuras, no
era un libro para niños, ni tenía dibujo o ilustración alguna que distrajera de
su gravedad: porque, en efecto, se trataba de un libro de mi biblioteca, y que
nunca habría juzgado adecuado para la moral de un niño; el libro en cuestión
era El Océano de Andreiev. Pero todos estos detalles que ya de por sí
habrían, en otro momento, despertado mi alarma, en esta ocasión pasaron casi
desapercibidos y sólo puede decirse que los «vi», que aumentaron mi inquietud,
cuando los recordé más tarde: porque en aquel momento nada podía incrementar
una angustia que estaba ya de antemano colocada en su punto máximo; la muerte
de mi mujer, estúpida como suele ser lo irrevocable, no había dejado al
principio lugar en mi alma para otro concepto, ni otra sensación. Agarré
violentamente a Dionisio con la misma fuerza y desesperación con que hace unos
meses había asido la botella para arrojarla al jardín y le pregunté con un
grito si había sido él quien colocara en la escalera la cabra, o la sirena. Y
quise pegarle, destrozarle, pero él no respondió: se quedó mudo, mirándome con
ojos asustados.
Salí de la habitación sin más; y, cuando me
dirigía sin saberlo todavía -porque en mi cabeza no había pensamientos- hacia
una botella de alcohol, creí escuchar detrás de mí, proveniente de la
habitación del niño, una especie de silbido que no era humano, pero que
tampoco podía atribuirse a los muebles, ni al viento, ni al azar.
Pasé todas las
espantosas y lentas diligencias que acompañaron a la muerte de mi esposa -el
funeral, el entierro, las visitas de amigos, a algunos de los cuales no había
visto hasta ese día- completamente ebrio desde el amanecer hasta cuando caí
dormido, por segunda o tercera vez, al anochecer sobre mi cama. Sin embargo,
hice todo lo posible para que nadie notara mi estado ni ese vértigo de alcohol,
porque no quería que nadie me arrebatara la custodia de aquel niño, que
encerraba un misterio, o una culpa, que era ahora mi único tesoro, que era
ahora mi única razón para sobrevivir, mi única vida.
Al cabo de algún
tiempo, como el mar cierra pesadamente La herida que ha abierto en él la espuma
de algún barco, la desesperación y el horror volvieron a ser normales. Ninguno
de los amigos renovados tan súbitamente, quiso oírme lamentar duran te
demasiado tiempo: porque no ya el amor, sino ni siquiera el dolor más sublime y
profundo son tolerados cuando se reiteran día tras día, con las mismas palabras
y con los mismos gestos. De manera que al cabo de cierto tiempo volvió a ser
Jorge el único en ayudarme la tristeza, como también hacía el sonido de los
tranvías a lo lejos, y en reforzar mi desolación con su inevitable presencia.
Me hablaba ahora de Marta como de un paralelo con mi catástrofe, pese a que yo
en ningún momento lo podía reconocer como tal. Venía, hablaba, cenaba -una
cena interminablemente más pobre y exhausta que aquellas con las que Cristina
le obsequiaba en otros días ¡tan cercanos a pesar de todo!- y finalmente se
despedía cuando era demasiado evidente, hasta para él, que nadie allí le escuchaba,
a no ser las paredes, o la superficie húmeda de sudor de mi piel, o mis
cabellos negros. En definitiva, el silencio reanudó su certidumbre y volvió a
hacer más vastas las habitaciones, molestado apenas por la palabra cansada de
Jorge.
Durante todo ese tiempo
-los primeros dos meses-, apenas dirigí la palabra o miré al pequeño Dionisio,
pese a que secretamente lo deseaba, y contaba como he dicho sólo en él para
una difícil e improbable supervivencia. Pero, cuando hubo transcurrido esta
porción de eternidad, comencé poco a poco a pensar con serenidad sobre lo que
ocurrió en la escalera y empecé a discurrir que aquella estúpida muerte había
sido sólo el producto de un accidente del que la atroz necedad del azar era el
único culpable. Así pues, una tarde, cuando volvía de visitar la tumba de
Cristina -ese agujero para mis lágrimas-, me acerqué al pequeño y, no sin algo
de esfuerzo, le acaricié la cabeza rubia en señal de perdón. Pero ¿por qué
entonces hubo de saltar sobre mis rodillas y besarme, besarme? Besarme ¡en la
boca! Y luego hacer un mohín femenino y guiñarme el ojo como una prostituta,
diciéndome «Sólo te amo a ti». «¿Y a tu madre, entonces?» y él sólo «También,
pero está muerta». ¿Cómo podía yo amar, ni nadie, a un niño así? Sin embargo, decidí
hacerlo, costase lo que costase, en recuerdo de aquella escasa superficie de
mármol blanco, sobre la que me arrodillaba pese a no creer en Dios ni en la
inmortalidad.
Fue poco después de
aquello cuando descubrí que Dionisio llevaba un diario, lo cual no era extraño
en un ser humano de esa edad, en que se cree tener tantas cosas que relatar con
torpeza. El niño se comportaba ahora cariñosamente conmigo, aunque eso, como
he dicho, era quizás lo peor: dado que su cariño se convertía fácilmente en
viscosidad. Sin embargo, sus intenciones eran buenas, y todo por tanto me
invitaba a amarle de nuevo, y mi voluntad, como he dicho también, quería
hacerlo, pese a que algo dentro de mí me lo impedía silenciosamente. Aun cuando
creía haberle perdonado, no podía olvidar a Cristina, y seguí bebiendo
-extraño homenaje a su memoria- cada vez más, a escondidas del pequeño y de
todos, incluyendo el recuerdo de aquella mujer, que me quemaba a veces. No
obstante, por las mañanas atroces, los días que Dionisio no tenía que ir al
colegio, reservaba algún pequeño intervalo de lucidez atormentada y difícil
para tratar de jugar con él, pero, como es lógico, sin aquel doble animal de
trapo que me había preocupado el primero, o acaso el segundo, día que siguió a
la muerte de mi esposa por quemar deliciosamente en el jardín trasero.
A pesar de mi tentativa
de amor y de juego con Dionisio, en una ocasión en que este se hallaba en la
escuela, decidí traicionar su intimidad. Me había emborrachado aquel día
demasiado prematuramente y, llevado de esa necesidad de no estar solo o al
menos de hablar que nos acomete en ese estado que nunca es sólo cosa nuestra,
quise dialogar con alguien aunque fuera un ausente y me propuse arriesgarme a
ir al cuarto del niño, para espiar su diario que él nunca me había enseñado,
pese a que lo había sorprendido en sus manos más de una vez. Subí pues a su
habitación, con cuidado, como si la improbabilidad de una presencia pudiera
sorprenderme. El cuarto estaba, como siempre, oscuro, pero tras de apartar los
postigos busqué por todos lados, sin hallar en ninguno de ellos lo que buscaba.
Volví a bajar para que la bebida me hiciera recobrar la decisión que aquella
dificultad había hecho evaporarse en mi alma tan resbaladiza, subí de nuevo
tras de ingerir rápidamente uno o dos tragos y, cuando me proponía registrar
otra vez minuciosamente el espacio situado entre aquellas cuatro paredes,
tropecé con una baldosa que estaba al parecer suelta y, animado por aquella
voluntad insignificante o de insignificancia, o de juego, o de azar, la levanté
de pronto y ¡allí debajo estaba su diario! Aquella minuciosidad en ocultarlo ya
de por sí me extrañó, y comencé, ávido, a leerle, interrumpiendo a veces mi
lectura -que tropezó primero con detalles insignificantes para cerrar los ojos tendido como estaba en
el pequeño lecho de mi falso hijo, o levantarme
para mirar por la ventanal o temer el chirrido de la puerta de la calle.
De repente, me detuve a
considerar algo que al principio me pasó inadvertido, pero cuya conciencia fue
a partir de ahora lo primero en inquietarme seriamente: se trataba de la letra
de Dionisio. En efecto, aquellos trazos no eran como los que uno espera
de un niño: eran trazos nada desmañados, de hechura perfecta y grandes; y ni
siquiera la sintaxis, comprobé luego, era la propia de un niño de esa edad,
sino la de un adulto, la mía. Pensé enseguida cómo era posible que aquel
detalle no hubiera sorprendido ni inquietado a nadie en la escuela: pero, como
no había sido así de hecho, ya me sentía inclinado a retirar a aquel factor su
relevancia cuando encontré la página fechada el día en que se mató mi mujer, y
allí se decía, literalmente, escrito como lo anterior con letra clara y grande:
«Hoy es el día perfecto para matarla...» (había escrito aquello, por tanto, si
ella murió de mañana, por la noche; ¡lo había planeado todo desde el insomnio!)...
«hoy la mataré sin que nadie, sino él, lo sepa o lo sospeche (sic), porque
él, su horrible marido, ha vuelto curado, y pueden ser felices...». Al
leer aquello, casi grité: no podía creer ahora en la prueba de lo que tanto me
había deleitado en sospechar confusamente, no pude creer, pese a que lo
deseaba, hasta haberlo leído varias veces. Entonces, ¡todo era cierto! Pero
¿cómo podía serlo? ¿Cómo? Y, para averiguar ese cómo inexplicable, seguí
leyendo, casi sin fuerzas. Al cabo de unos instantes creo que me desmayé, pero
recuerdo, creo recordar, que lo último que leí fue un párrafo tan abominable
como incapaz de ser creído algo así como: «Ellos creen que soy humano, y nunca
sospecharán que pertenezco al altivo pueblo que habita desde hace milenios el
fondo del mar -a ese pueblo cuyo orgullo le costó permanecer hasta que se
cumpla el Plazo, en las tinieblas marinas, sin salir jamás, por voluntad de Adonai
y de aquellos que moran en las estrellas, y que obedecen su palabra... Desde el
día en que nos fue impuesto ese castigo -habitar las regiones inferiores, lo
que los mortales llaman el "Infierno"- nuestra raza, infinitamente
alta y noble, cultivó el Mal, en el que descubrió un arte, y una riqueza...
Ellos no sabrán jamás que mis semejantes me condenaron a lo humano por un
horrible delito que cometió mi padre... que me abandonaron un día en medio de
lo humano...».
No sé si he transcrito con exactitud las palabras que me deslumbraron,
pero ese era más o menos el increíble contenido del párrafo que, una vez que lo
hube leído, me hizo, como he dicho, caer y desmayarme. Al despertar no hallé,
sin embargo, el espantoso «diario»: había sido él, sin duda, él, o eso,
eso que era peor que un animal, aquella horrible cosa, la que me lo había
arrebatado de entre mis manos para tal vez volver a esconder, o quizás destruir
aquella prueba, que lo hubiera condenado entre los hombres, si estos hubieran
sido capaces de creer.
Busqué al niño como un
loco por la casa, confiando en que no hubiera huido al saber que yo sabía:
debía estar, ya que, en efecto, hace tiempo que era la hora en que regresaba de
la escuela. Lo hallé por fin oculto en el viejo torreón -una habitación en una
pequeña torre a la que llevaba una angosta escalera, ninguna de las cuales
usábamos, pero que constaban, como una extravagancia arquitectónica más en
aquella casa, de construcción antigua.
Le dije entonces -casi
sin atreverme a pronunciar en voz alta lo que, como creo recordar que alguien
dijo, era, al igual que toda verdad, increíble- lo que yo ya sabía, inútilmente
porque, si me había despojado de su singular «diario», debía, como ya he dicho,
saber que yo sabía. Le dije que era un monstruo, un monstruo asesino que no
merecía la vida. Y por qué, ¿por qué, entonces, hubo de mirarme con aquella
mirada desvalida y llena de terror, él que era un dios? ¿Por qué esa inútil
hipocresía en un dios? Jamás le había pegado a nadie: pero creo que fue aquella
mirada hipócrita, aquella cobarde negativa a confesar lo que había hecho y
quién era, aquel propósito que leía en él claramente de volverme loco, lo que
me movió a hacerlo por vez primera. Creo que le golpeé salvajemente, con toda
la violencia que puede un hombre cuando sabe, al pegar, que lo ha perdido todo.
Al terminar, su boca, su nariz, todo en él sangraba: me miraba como un animal
acorralado; y no pude soportar que me mirara, de modo que me di bruscamente la
vuelta, como si acabara de defecar y dejara allí mis excrementos, y me marché,
no sin antes cerrar con doble llave la puerta, dejándole allí, en aquella
habitación sin ventanas, a solas con su amada oscuridad. Pensé) mientras bajaba
las escaleras, por un instante, que podría grita) pero las paredes de aquel
torreón eran sólidas y, como he dicho sin ventanas sólo la terraza cuya única
apertura me había preocupado también por cerrar con su llave v su voz, por el
contrario, era débil, si aún le quedaba. Y además, lo único que oí, o ncreí oír
a mis espaldas, mientras descendía rápidamente la estrecha escalera fue, otra
vez, aquel misterioso zumbido que había tenido ocasión de sorprender en una
ocasión anterior proveniendo de su cuarto, y supe por él que me había
equivocado.
Acto seguido, y como medida
prudencial para evitar inesperadas y ahora totalmente incómodas visitas de
Jorge, me dirigí a su casa mientras cavilaba por el camino en algún pretexto
para que me olvidase al menos por cierto tiempo. Ya próximo a la puerta de
entrada de su casa, no se me había ocurrido nada más convincente para decirle
que el siguiente y frágil pretexto, que fue finalmente el que aduje: le advertí
que necesitaba estar solo, como mínimo durante una semana, con objeto de
acometer la empresa de un libro con el que soñaba desde hacía tiempo, y cuya
ejecución me distraería ahora de los aspectos más horribles de mi realidad.
Jorge me contestó con una de sus acostumbradas pedanterías acerca de la
necesidad ineludible de estar solo y morir para poder escribir, y a continuación
me despedí velozmente de él y me encaminé con pasos lentos hacia mi casa, con
la sensación vaga entre los posos de mi alma de haber matado a un insecto,
hace poco tiempo.
Esa misma tarde,
despedí a la nueva sirvienta y al viejo jardinero, y la casa se quedó a solas
con el ruido de mis pasos, y con aquel zumbido, hasta que este se dejara de
oír. E, instantes después, me emborraché como nunca antes creía haberlo hecho,
deglutiendo una copa tras otra, como si se tratara de una especie de mimo hecho
con copas vacías o simuladas. Pero, pese a ello, no logré sentirme ebrio, dado
el estado tan intenso en que me encontraba, hasta que hube bebido la segunda o
la tercera botella de ron. Luego caí dormido en mi cama, como un animal.
Cuando desperté al día
siguiente, muy temprano, apenas había amanecido me horrorizó profundamente lo
que había hecho el día anterior, lo que recordaba con vaguedad. Pensé con esa
cobardía o debilidad que es la cordura que, después de todo, aquello que había
leído en el diario, muy bien podía ser el fragmento de alguna novela, copiado
por el niño en esas páginas, tal vez un fragmento que yo no recordaba de El
Océano de Andreiev. Pero, a pesar de estas reflexiones, lo primero que hice
nada más levantarme fue llamar por teléfono al colegio avisando que el niño estaba
enfermo, y que no podría asistir a sus clases durante algunos días. Además,
continué pensando, El Océano no era una novela fantástica ni muchísimo
menos hablaba de seres que habitan el fondo del mar y, además, si no había en
aquellas páginas ningún secreto aterrador, ¿por qué había escondido tan
cuidadosamente el diario que ellas componían y por qué luego se había preocupado
de robármelo mientras estaba desmayado y, probablemente, de destruir aquella
prueba? Sin embargo, mi pensamiento oscilaba de uno a otro extremo, se
tambaleaba entre ambas como un navio que naufraga y así, al instante siguiente,
se me ocurrió que debería llamar al médico para que le curase los golpes, pero
¿qué habría dicho el médico? Probablemente me habrían encerrado de resultas de
aquello, y eso era con toda seguridad lo que aquel demonio deseaba. Y no
sabiendo, por tanto, qué hacer ni qué pensar, sin atreverme siquiera a subir y
a mirarle, opté por mojar de nuevo en alcohol mi impotencia, después de
obligarme a comer algo, a pesar de mi asco por hacerlo, con objeto de que el
ron no abrasara mi estómago vacío, y me hiciera vomitar.
A medida que me
emborrachaba, fui recordando todo lo sucedido en mi casa desde la llegada de
aquel a quien los demás llamaron «niño»: las moscas, las telas de araña, la
risa y la muerte, finalmente, debo decir, el asesinato de mi esposa,
tal como aquellas palabras que -estas en modo alguno- no podían pertenecer a
ninguna novela y se veía claramente que no pertenecían, confesaban abiertamente
en unas páginas abiertas al azar. Entonces surgieron memorias que el presente
hacía atroces de los primeros días de mi matrimonio, cuando yo no era aún un
alcohólico, y amaba a mi esposa tanto como ella a mí. En ese momento, loco de
furia, me decidí a subir de nuevo al torreón, aun que sin saber todavía muy
bien para qué.
Encontré, para mi
sorpresa a Dionisio con un aire vivo y despierto, pese a que no había comido
nada en el intervalo, ni bebido, y a que por todo su cuerpo había aún rastros
de sangre seca. El segundo estupor fue ver cómo me sonreía con renovado desprecio,
como si nada le importara lo que hiciera con él. Me dijo entonces, con una voz
que no era la de un niño ni quizás tampoco la de un ser humano: «Voy a pagar de
nuevo tu borrachera, ¿no es así?», y me hizo sentirme avergonzado, por unos
breves instantes: enseguida me tragué la
vergüenza como un salivazo.
Y, tratando de
justificarme, le repliqué con vehemencia: «Enséñame tu diario, monstruo,
quiero terminar de leerlo, enséñamelo si te atreves, especie de monstruo
cobarde. ¡Enséñamelo otra vez para estar seguro!». Y entonces volvió a sonreír,
con aquella sonrisa de anciano, llena de una mezcla de amargura, de perversidad
y de desprecio hacia mí -o hacia todo- y, en silencio, dibujó con una tiza de
colores (de las muchas que había esparcidas por el suelo, junto con trozos de
cuerda y otros objetos sin valor que el tiempo había depositado allí) en la
sucia pared apenas iluminada por la luz de la escalera, la silueta de un pez.
Entonces pensé de nuevo que aquel siniestro enano quería volverme loco y le
agarré otra vez fuertemente entre mis brazos y, sacudiéndolo con violencia, le
espeté: «Sabes que nadie me creería si quisiera revelar tu secreto, pero te
encerraré aquí hasta que logre tener pruebas convincentes de su realidad y, si
es preciso, te volveré a golpear para que hables...». Y en ese momento se escurrió
de mis brazos y corrió hacia la puerta, pero lo atrapé enseguida antes de que
pudiera escapar. «Estáte quieto o te tendré que atar» -y él, sin contestarme
ahora, miró de nuevo a aquel dibujo, parecido a un delfín, en la pared, y
sonrió otra vez con aquella misma sonrisa que me volvía loco. Sin embargo,
tratando de no preocuparme por ello, le dije que le traería algo de comida y
de agua, por si acaso sentía esas emociones humanas que son el hambre y la sed,
y bajé enseguida con ese objeto, tras de volver a manipular la llave
escrupulosamente, como quien maneja la cerradura de un tesoro.
Aproveché aquella pausa
para beber más y elevar así mi ánimo a la altura descomunal de las
circunstancias. De repente, cuando ya había bebido bastante, recordé aquel
símbolo horrible que el demonio había trazado en la pared, con una tiza de colores,
aquel símbolo horrible parecido a un delfín, como el que adorna la firma de
Lucifer en el supuesto pacto con los demonios de Urbano Grandier, que algunos
atribuyen sólo a las maquinaciones de la Inquisición o de sus
enemigos, pero que, sin embargo, está ahí y aún se conserva, extraño,
inquietante, trastornador como el día en que fue descubierto, o trazado. Sí,
recordé aquel delfín súbitamente y recordé también quién era Dionisio y que
quería perderme, como ellos perdieron a Urbano Grandier, que quería a toda
costa que me consumiera en la locura como en una más espantosa hoguera. Y me
decidí a impedírselo. De manera que, en lugar de llevarle comida como había
pensado al principio, subí otra vez dispuesto a propinarle otra horrible
paliza, y quizás a matarle. Cuando me vio subir sin llevarle nada, adivinó mis
intenciones y ya no sonrió -con aquella sonrisa que alguien que no estuviera
en el secreto, como mi mujer por ejemplo, habría considerado simple e
«infantil»-. Por el contrario, se echó a temblar, como un papel en el viento.
Pero yo sólo veía el delfín dibujado en la pared, y le pegué en la cara con el
puño cerrado, luego en el vientre y por todo su asqueroso cuerpo, mientras le
pedía a gritos que confesase haber matado a mi mujer. ¿Acaso no había querido
recordármelo, recordarme que lo había hecho, con aquel juguete de cola de pez,
al dibujar en la pared aquello? Lo dejé atontado en el suelo, quejándose
sordamente, sin poder siquiera llorar y sin que el muy cobarde hubiera
arriesgado una sola palabra. Y por un segundo pensé que todo aquello era
insensato, pero me negué a pensar que yo estaba loco, porque sabía que
era eso lo que él quería.
Tras de volver a cerrar
con doble llave y bajar lentamente la escalera, decidí no llevarle ningún
alimento hasta mañana y reanudé mi ebriedad tensando mi espíritu al máximo,
como un arco que pronto habría de, definitivamente, dispararse. Y, mientras me
emborrachaba, una voz decía en mi cerebro, riéndose de él: «Desde entonces
nuestra Raza, infinitamente alta y noble, cultivó el Mal y descubrió en él un
arte, una riqueza, una vida». Sí, pero a pesar de todo, tenía aún en mis manos
a aquella larva miserable, y no podría escapar. Y él era todo lo que me
quedaba, toda mi espantosa vida.
A la mañana siguiente,
cuando a duras penas me levanté, pensé de nuevo -sabía que tendría que
pensarlo, lo sabía incluso antes de dormirme borracho- que yo era el monstruo,
que debía liberarlo y entregarme yo mismo a las autoridades, parí que me
aniquilaran -pero rechacé, no sin esfuerzo ni sin la eficaz y providencial
ayuda del alcohol, aquel pensamiento, aquí la imperdonable debilidad . De
manera que, para endurecer el ánimo, bebí ya desde por la mañana, como digo, y,
ya bastante borracho, subí al torreón para observar a mi juguete; pero habría
de llevarme esta vez una amarga sorpresa, que acabó con mi única diversión:
porque, en efecto, pude ver con horror su pequeña figura, ensangrentada,
magullada infinitamente y con el vestido desgarrado como la bandera de un
ejército destruido, su pequeña figura balanceándose en la oscuridad, colgada de
uno de los numerosos trozos de cuerda que había en el suelo y que, con la ayuda
de una banqueta, había atado a un gancho del techo. La oscuridad, como digo,
del torreón sin ventanas rodeaba al cadáver como había abrazado al niño durante
toda su breve vida. Pero decidí interrumpirla abriendo -con gran cuidado de que
nadie pudiera por azar contemplar el espectáculo, o parte de él- la puerta de
la terraza y, entonces, a la luz reciente, descubrí que sus pantalones estaban
todos manchados de orina y heces, que debieron escapar cuando sus músculos no
estuvieron ya gobernados por voluntad alguna, cuando se liberó de la cadena
del yo.
Le quité enseguida los
pantalones para limpiar su cuerpo y, entonces, averigüé algo que me llenó de un
espanto aún más profundo que el que me había producido aquel suicidio: su muslo
derecho, húmedo todavía de orina, brillaba con los rayos del sol... su muslo
era... ¡de metal! Lo toqué entonces con cuidado sin atreverme aún a creerlo y
pude ver que, efectivamente, era así: se trataba al parecer de ¡oro! o, si no,
al menos de un metal parecido y que era a todas luces un metal precioso, aunque
acaso desconocido. ¡A aquello se debía pues su extraña cojera!
Y acaricié entonces
lascivamente, por espacio de unos minutos, aquel trozo de oro o tal vez de un
metal aún más precioso, y mis manos se cubrieron de orina y de excrementos. Y
luego pensé que guardaría aquel muslo de oro como recuerdo, porque naturalmente
tendría que descuartizar a mi hijo, si quería encerrarlo en alguna maleta para
llevarlo así a Insmouth, y arrojar allí, en una de sus playas, sus mínimos
restos al mar.
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