Desde muy niño, soñaba
con destruir a Dios; cuando los
años ya me hubieron deteriorado, rezaba por las noches para que Dios no
existiera, y me masturbaba pensando en la muerte de Dios: al eyacular gritaba
«¡Godeo Clutex!» que es palabra mágica que significaba, en aquella lengua
informal a la que Fulcanelli llamara la «lengua de los pájaros», «Cierra a
Dios».
Claro está que no me refería al Dios trascendente
de los cristianos, cuya destrucción o muerte no significaría sino tan sólo un
vacío o una pérdida absurda; no, yo me refería al Dios inmanente de Spinoza y
de los cabalistas, y en lo que soñaba, pues, era en la destrucción de todo,
incluido, claro está, yo mismo: me odiaba tanto o más que a Dios. Y de aquí
derivó un pensamiento que fue la clave de todo: se me ocurrió que, puesto que
Dios es todo pero es, además de un sistema, una unidad necesaria, la
destrucción de una de sus partes implicaría indefectiblemente la destrucción
del todo. Pero no sería, claro, la destrucción meramente física de aquella
parte escogida la que atentaría contra el todo, sino su destrucción metafísica:
la metódica corrupción de su esencia, de aquello que ni siquiera el tiempo
corrompe...
Así pues, ya que yo
formaba parte del todo, si yo me destruía metafísicamente, podía acabar con la
coherencia del todo, y aquel, perdida. Su consistencia, se desvanecería en el
vacío. Debía, además, modificar o pervertir los signos que me relacionaban con
eso todo, además de borrar toda mi naturaleza simbólica.
Así pues, una mañana de
sol esplendente, cuando la vida era más fértil y mi odio a ella más fuerte, me
decidí a comenzar la empresa. Empecé por cambiar la orientación de mi espejo en
relación al sol. Luego, tras de practicarme una pequeña herida en la mano,
puse una ínfima y casi invisible mancha en el ángulo izquierdo de dicho espejo.
Al hacerlo tuve en cuenta que las estrellas fijas, que están más cerca del
Malkhuth o de la corona de Dios, se mueven hacia la derecha, y por eso ubiqué
la mancha de sangre en el lado opuesto, a la izquierda. Se había iniciado la
corrosión del Infinito, una mañana de sol esplendente: yo había empezado a
reparar el inmenso pecado de la creación.
Al día siguiente, salí a la calle y, moviéndome
como una serpiente entre los hombres, procuré alterar las geometrías de sus
recorridos: al pasar, por ejemplo, junto a una mujer, que es uno de los
símbolos de la divinidad, crucé en diagonal, que es emblema de Satán; al
encontrarme con un niño, otra metáfora de Él (según Heráclito), retrocedí y al
tropezar con un anciano, me volví del revés y le enseñé, discretamente, el
culo.
Al tercer día salí de noche, cuando el dolor de
la creación es menor, y parece como muerta, y enterrada. Me acerqué a un comercio
cercano a mi casa y cambié sigilosamente -de manera que nadie lo percibiese,
sino tan sólo pareciera un desarreglo sin importancia-, una letra del rótulo: la V , inicial de Vida, por la M , que lo es de la palabra
«Muerte».
Pero mi mayor ambición era alterar y pervertir
los nombres secretos, cabalísticos, de Dios: como aquel Rabí que obrara milagros
con el nombre del Más Alto, yo cometería el milagro de su liquidación. De
manera que, también de noche, para evitar ser visto, me decidí a escribir a la
inversa en lugares insignificantes -para que pasaran desapercibidos por la
atención consciente del viandante-, los nombres cabalísticos de los diez sephiroths
o potencias de Dios. El más importante, aquel que representa la gloria
más elevada de Dios, Malkhuth («Reino») lo escribí (al revés) en el suelo, y
oriné encima.
Hice lo mismo con los nueve siguientes,
procurando siempre emplazarlos en lugares inmundos, cercanos al estiércol y a
todo lo que el hombre aparenta despreciar: al hacerlo, me reía al acordarme del
lema alquímico «in stercore invenitur»: ¡qué gran ironía! Finalmente,
usando los excrementos de una vaca, escribí en el campo la palabra Ensoph
(Infinito), a1 revés, como todas las demás. Al día siguiente me dirigí a
donde las mujeres de la aldea solían a veces arrojar sus fetos, y oré allí. La
oración estaba compuesta por mí y le había puesto el título de «Godeo Clutex».
Es como sigue: «Oh, misterio del ser, desiste y
duda de ti: sólo la nada es buena. Nada: ten piedad. Nada: me arrodillo ante
ti. Nada: sueño contigo, te amo como a una mujer. Que la realidad se quiebre
como por un cuchillo. Que Dios sangre al fin». Esa era la oración. Solía
terminarla gritando frente al cielo: «¡Godeo Clutex!» y me reía como un loco.
A medida que iba terminando mi obra, me sentía
más y más exaltado: una noche decidí ir a dormir al cementerio.
Por fin, un día, decidí crucificar a un niño.
Luego, le apliqué ácido prúsico a la cara para borrar, aún más, su esencia. Una
vez más, recé sobre su cadáver la oración «Godeo Clutex». Al hacerlo, sentí
que las estrellas temblaban y que la existencia de Dios, y del Todo, iba por
fin a concluir.
Me retiré entonces, a
mi habitación, y, antes de subir a ella, decidí concluir la obra con lo que
sería el acto final: borrar mi nombre. Así que, en el buzón, retiré la tarjeta
en que estaba escrito y, en su lugar, escribí «¿Quién?». Y, hecho esto, subí
lentamente las escaleras en dirección a mi habitación, convencido de que todo
iba a acabar. Entré, y apagué la luz: y entonces me di cuenta de que todo mi
cuerpo se estaba convirtiendo en ceniza; y comprendí, demasiado tarde, que me
había equivocado en un único detalle: el Tiempo, la longitud del árbol
sephirótico e, instantes después, me contemplé transformado en la ceniza del
cigarrillo que estaba en la mano de un hombre, quien también soñaba con
destruir a Dios.
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