Deslizó
la pierna por encima de la balaustrada, quedando por
completo sobre la diminuta cornisa que rodeaba la azotea del edificio. El
viento hacía jirones la realidad con violencia y estruendo, evitando que el
murmullo eterno de los coches y sus quejidos artificiales llegasen a lo más
alto del rascacielos; el vaivén al que le sometía a bandazos el aire frío de
febrero, irregular y peligroso, no le asustaba. Más bien al contrario: Peter se
sentía liberado. Casi cien años de huida se acababan hoy. Aquí y ahora.
Al principio todo había
sido más fácil; cuando vivía feliz. Mis enemigos
eran materiales, físicos, predecibles y maicillos. Pero ¿cómo luchar contra eso? ¿Cómo luchar contra lo único que
podía hacerle daño de verdad? Cuando descubrió que le seguía no le dio
importancia, y al principio parecía que no la tenía; eso nunca se acercaba lo suficiente, aun después de
abandonarlo todo y a todos para tratar de entender al mundo. Pero cuanto más
aprendía Peter, más Inerte se hacía eso; más
fuerte, más listo y, sobre todo, más atrevido. Ahora lo sabía allí abajo, en
algún lugar de la oscura ciudad isleña, al refugio de la luz. Aguardando.
Al refugio de la luz.
El también lo estaba,
por supuesto. Sabía que eso podía
intuirlo con tanta facilidad... un solo descuido y apenas lo vería llegar.
Tenía que ser preciso y muy cauto, sin bañarse jamás en la luz que tanto amaba.
En pleno siglo XXI resultaba difícil evitarla, incluso más durante aquellas
nuevas noches de brillos y vida. Las huidas apresuradas, tan agotadoras, se
multiplicaban día a día: eso vivía
en un mundo de negruras, pero para Peter resultaba tan difícil esquivar la luz
como dejar de respirar.
Inhaló con fiereza. Manhattan se extendía en todas direcciones como
un mosaico de cubos alargados, diminutas torres de Babel con las puntas
afiladas e irreverentes, repletas de luces rojas que, como faros, alertaban a
los aviones de la proximidad de aquella ciudad cortante. En lo alto del
rascacielos olía a lluvia, a frío y a noche; pero sobre todo hedía a humanidad
y miedo y destinos cumplidos. Sintió una arcada que apenas logró contener,
apretó la mano con firmeza alrededor de la empuñadura de su corta espada y
cerró los ojos, imaginándose de nuevo en aquel otro lugar lleno de colores y
esperanza y juegos. Jamás volvería arrastrando a eso detrás de sí. Nunca. —No me cogerás.
Saltó sin abrir los
ojos. La fuerza del viento y la velocidad se unieron, tirando de él hacia
arriba y los lados, violentando su piel, agitando sus largos cabellos oscuros
con una maravillosa y fiera fuerza. Una fuerza que casi había olvidado tras
años de túneles sin iluminar y puentes bajos donde dormir. Nada sobre sus pies
vueltos hacia arriba, nada bajo su cabeza. Sólo el aire. Comenzó a gritar de
alegría, aún sin abrir los ojos. Pronto llegaría al suelo; el golpe le daría
la libertad, sin más miedos ni escalofríos ni susurros quedos tras el umbral
del sueño. Sin la promesa que eso arrastraba
consigo.
El súbito resplandor le
hizo replegar los brazos para cubrir los ojos, sorprendido. Su cuerpo respondió
al brillo de forma instantánea y quedó flotando en el aire, sólo movido hacia
los lados cuando los golpes de viento eran más fuertes. ¿Qué era aquello
que...? El foco de un helicóptero. Debió de ser una casualidad absurda, un
apuntar a ciegas hacia el rascacielos (quizá ni siquiera un apuntar, sino un
acertar milagroso) y la fortuna de un operario con demasiada buena vista. No
pudo ver entre el fuego de la luz tantos años esquivada que el aparato
pertenecía a control de tráfico.
—¡Fuera! —gritó con
toda la disminuida fuerza de su ser—. ¡Fuera!
Los hombres del
helicóptero no podían oírle, claro. Aunque pudiesen, uno no se encuentra todos
los días con un mozalbete quinceañero de aires selváticos flotando en el aire a
medio camino entre la azotea y el aparcamiento del Barrie-Wilde Building. Otro
foco se clavó en él, y le resultó difícil mantener la mirada al frente.
Furioso, aturdido, se volvió hacia el edificio dando la espalda a la luz. Entonces
lo vio. Vio su figura recortada, vio los destellos de los focos hirientes del
helicóptero reflejados sobre los eternos cristales del rascacielos. Incluso
llegó a ver el reflejo de sí mismo durante menos tiempo del que se necesita
para dar una palmada. Y vio lo que faltaba en todo el conjunto, aquello que la
luz revelaba en los demás, aquello que tanto miedo le daba. Algo se anudó en su
cuello, un pavor ancestral, el sabor a bilis del pánico. Se concentró en ese
sabor y en el recuerdo de eso, usándolos
para darse impulso. Y voló de nuevo, veloz para cualquier ojo humano. Más
rápido que nunca jamás. Más rápido aún. Aún más.
Lo sintió llegar deslizándose por entre las
grietas de la ciudad, creciendo conforme ascendía a la noche y abarcándolo
todo. Él se dejó caer en un quiebro imposible, luego remontó con más fuerza
tratando de alcanzar las nubes invisibles: si conseguía atravesarlas, tal vez eso le perdería de nuevo y, con suerte,
siempre recto y hacia la...
El helicóptero, quizá
era otro, pasó a escasos metros de él, dando un tremendo golpe de aire con sus
alas de libélula y derritiendo su impulso. Cayó hacia el suelo sin control y
se sintió feliz porque creyó que iba a conseguirlo. Llegaría al suelo, cerraría
los ojos y se estrellaría contra el asfalto duro y terrible. Sonrió.
Algo le detuvo con violencia a pocos metros del pavimento, lo embargó
en negrura y calor y miedo, en hedor a cieno y podredumbre, laceró sus
recuerdos y su alma, le hizo llorar de tristeza (¡tristeza!). Se recuperó
jadeante, arrodillado en medio del cruce de la Octava con la 39. Un coche
lo esquivó, regalándole un bocinazo. Frente a él se alzaba eso, alto, yermo. Enorme.
—Quién... ¿quién eres?
—logró decir con una desgajada voz que ya no era la suya.
Eso se acercó. Abrió sin ruido unas enormes alas
de frío eterno y negrura y lo rodeó con ellas.
—Mi nombre es Sombra.
El tiempo de jugar acabó hace ya muchos años, Pan.
Un segundo coche pasó
sobre él con estrépito. El taxista aseguró no haber visto al pobre anciano.
No comments:
Post a Comment