A las diez la cena estaba servida, bajo el oro solemne de los candelabros. Nos sentamos los seis a la mesa. Todo -la vajilla, los cubiertos bruñidos, nosotros mismos— tenía su doble en el cristal que la cubría. Yo fui el primero en advertir que aquel siniestro cristal no nos devolvía seis rostros, sino siete. La cara intrusa se ubicaba entre Miguel y Mercedes, a la derecha, ligeramente hacia el centro. Podía llevar allí varios días: el cristal no se había limpiado desde el sábado, no nos constaba —la criada era nueva- que aquella limpieza se hubiera efectuado con particular diligencia, y ya se sabe que uno puede comer maquinalmente, sin detenerse a buscar su sosias en el cristal, no una, sino muchas veces. De modo que bien cabía asignar a la cara una estancia anterior de cinco o seis días. Otras interrogaciones se suscitaban: si había permanecido allí las veinticuatro horas de cada uno de estos días, si durante ellos su situación en la mesa había variado, si a cada día había correspondido una cara distinta. Sin olvidar, claro está, las más inmediatas y evidentes: la identidad de la cara, el motivo de su insólita presencia en aquel lugar. Creo que es hora de describir el objeto de nuestras dudas. La cara podía contar treinta o treinta y cinco años de edad. Todo en ella indicaba serenidad o más bien indiferencia. Las facciones eran regulares y correspondían a un individuo del sexo masculino. Tenía los cabellos- de color rubio. Los ojos oscuros se insinuaban bajo el arco de las cejas. ¿Nos miraba? Pasé una mano ante la cara; no lo acusó. Quizá estuviera fingiendo. No me atreví a tocarla, aun sabiendo que tal vez de este modo desapareciera: después de todo, era una cara viva. Retirar el cristal sería otra solución. Falsa, no tardé en reflexionar: la cara podía permanecer unida al cristal o surgir de la mesa desnuda. Ninguna de las dos posibilidades me agradaba, sin contar con el penoso cariz de mutilación que revestiría la ceremonia. En todo caso, la cara no parecía hostil. Evidentemente, no nos pedía -si es que había advertido nuestra presencia- otra cosa que quedarse donde asombradamente la habíamos encontrado. Se imponía desplazar nuestra cena al salón. Dudé un momento en el umbral: sin duda era preciso dejar la puerta cerrada, pero me desazonaba matar todas las luces. El pensamiento de que acaso esta medida, inofensiva por lo demás, precipitase el éxodo de la cara me decidió a condenarla a la penumbra. Erradamente, porque, noche tras noche, se obstinaba en el cristal. Comer en el salón se convirtió en un hábito. Finalmente el comedor, casi siempre cerrado y a oscuras, se abandonó a la cara. La última vez que entré no alcancé a verla. El polvo se había acumulado sobre la mesa formando una vegetación semejante a la que se observa bajo las camas. Acostumbrado a las tinieblas, el comedor parecía extrañamente opaco. Descuidado y sucio, resultaba selvático. Acaso la cara ya no esté allí.
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