¿Cuánto? ¿Algo más de lo que dura un cigarrillo o lo que se tarda en escoger una corbata? ¿Aproximadamente el tiempo que se necesita para resolver un crucigrama? ¿Justo lo que dura la cópula entre dos homínidos poco imaginativos? ¿Tal vez la duración de un noticiario? ¿Acaso lo que invariablemente tarda en morírseme una planta? ¿Quizá lo que dura la espera en cualquier administración pública? ¿Lo que tarda en llegar un ascenso? ¿Lo que tardé en preparar aquellas malditas delicias de calabacín a la menta? ¿Lo que se tarda en aceptar un cáncer incurable? ¿Cuánto puede tardar en ducharse una desconocida?
Tras las cortinas, cuajaba la mañana. Si aquello continuaba así, iba a llegar tarde al trabajo. Llegaría tarde incluso a mi propio funeral. Antes de que el aburrimiento me llevara a prender con el cigarrillo las cortinas del dormitorio para contemplarlas arder, lo apagué contra el cenicero. El excesivo número de colillas que lo desbordaba hablaba por sí solo. Aquella ducha se antojaba larga y tediosa como la gestación de un elefante. Me la imaginé frotándose concienzudamente cada recoveco de su anatomía, con esa desesperación de las niñas que son forzadas regularmente por sus padrastros, tratando de arrancarse mi repugnante aroma de la piel. Pues pudiera ser que Rosa hubiese sufrido un rapto de arrepentimiento tras haberse apareado conmigo, y necesitara una ducha redentora y maratoniana. Después de todo, qué sabía yo de ella, salvo que era azafata del puente aéreo, que poseía una carrocería acorde con su cargo y que bebía para olvidarse de un tal Rojas, un cabrón que se acostaba con cualquiera en cuanto ella le daba la espalda. Eso era lo poco que había tenido tiempo de averiguar en el bar, antes de tomar el taxi, donde ya supe del sabor a venganza de su saliva.
Pero por mucho acto de contrición en el que estuviera enfrascada, tampoco era cosa de que acabara con mis provisiones de agua caliente. Me levanté, abrí la ventana para que abandonara la habitación ese olor a quema de rastrojos que producen las hembras despechadas y, tras pensármelo mucho, pues no quería parecer descortés, aporreé suavemente la puerta del baño. No obtuve más respuesta que el obstinado monólogo del agua. Decidí entonces entrar. Abrí con cautela, como si sorprender en un trance de espuma a la mujer que momentos antes había estado gimiendo a horcajadas sobre mí supusiera una invasión de intimidad imperdonable. Pero a Rosa no la retrasaban sus remordimientos. La azafata se encontraba despatarrada en la bañera, regada por el impávido chorro de agua, una de sus manos apretando todavía la cortina a la que había tratado de asirse en su caída, y que desprendida de varios aros se derramaba por el piso en una cascada de pliegues renacentistas. Sobre los azulejos, una amapola borrosa había germinado en el lugar donde había impactado su cráneo, y una caligrafía roja y crispada trazaba la ruta de su nefasto traspié. La escena me dejó unos minutos fuera de juego. Cuando logré asimilar que aquel suceso tan absurdo había ocurrido realmente, experimenté una especie de piedad convencional por la chica, por lo triste de que a veces la muerte venga a por uno vestida de payaso. Pero poco más pude sentir por alguien con quien no había intercambiado más que unas pocas frases tontas y unos cuantos fluidos corporales. Me molestó en cambio las confianzas que había acabado tomándose ella, el hecho de que hubiese escogido precisamente mi bañera para emprender su último vuelo, involucrándome así en algo que ni me iba ni me venía, lo que consideraba un precio excesivo por un polvo que sólo podía calificarse de pasable.
Más enojado que otra cosa, me vestí y llamé a la policía. En cuestión de minutos, el baño se me llenó de gente. Sin que lo rocambolesco del episodio le impresionara lo más mínimo, el agente Valera, un madero de paisano, anotó mi declaración en una libretita. Era un tiarrón con el pelo cortado al cepillo que traslucía ese brío de los purasangre en reposo, parecía muy bregado en trifulcas de barrio nada peliculeras y se veía que todo aquello le importaba tres carajos. Contemplé luego cómo el juez de guardia levantaba el cadáver y dos enfermeros lo sacaban con cuidado de mi bañera y lo introducían en una de esas bolsas negras que parecen sacos de dormir diseñados expresamente para acampar en los cenagosos páramos del averno. Aunque nadie me lo pidió, me sentía vagamente responsable de todo aquello y decidí acompañar al cadáver hasta la morgue. Allí asistí, discretamente apartado en una esquina como un sepulturero, al consternado desfile de la parentela de Rosa, a los que fui presentado por el forense como "el hombre de la bañera". Expresé mi más sinceras condolencias y, para satisfacer a aquellos rostros desolados, hube de relatar varias veces lo ocurrido, con la sensación de estar contando un chiste sin gracia. Finalmente, apareció el tal Rojas, un tipo uniformado de piloto que se abalanzó sobre la camilla donde descansaba la finada, para entregarse ruidosamente a la escenificación del hondo pesar que en apariencia lo anegaba por dentro. A mí ni siquiera se me acercó, se limitó a dedicarme una mirada recelosa, vagamente intimidadora, lo que me llevó a suponer que tal vez aquel pobre tipo sospechaba que yo disponía de alguna información capaz de desenmascararlo. Me fui de allí cuando consideré oportuno, sin resistirme a la tentación de obsequiar al cabrón del piloto con una sonrisa ambigua que lo condenara a vivir durante una temporada a la espera de un posible chantaje. Amenazar con mellar su imagen de enamorado ejemplar era lo menos que podía hacer por aquella azafata escultural que, aunque me había usado de pira funeraria, se había tomado la molestia de fingir disfrute.
De nuevo en casa, limpié la sangre de la muerta de la bañera. Verme enfrascado con naturalidad en una labor tan horrenda, impregnada para mayor inri de un molesto aire delictivo, acabó por revolverme el estómago y la conciencia. Me tomé el día libre, y me senté en un sillón con la intención de meditar sobre lo sucedido, de acabar de redondear alguna emoción al respecto que anunciara la existencia en mi interior de un posible núcleo sensible, por pequeño que fuese, o al menos de formular un pensamiento filosófico sobre la fragilidad humana que no sonara a reclamo publicitario. Pero no tuve éxito. Sin embargo, acabé felicitándome una vez más por la compra de aquel apartamento tan amplio y luminoso y tan próximo al centro, un picadero ideal que colmaría todas mis expectativas, a pesar de que su estreno no podía calificarse sino de macabro. Lo había adquirido en cuanto la empresa me había hecho fijo, harto de las muecas de repulsa que mis conquistas componían al enfrentar mi anterior domicilio, una madriguera húmeda y desvencijada asomada a un patio interior por donde se colaba el fragor de los cubiertos y los borboteos de las cisternas, a veces pedazos de algún drama doméstico que nos arruinaba la libido al insinuarnos lo vano de cualquier esfuerzo en este universo cerril y enajenado.
II
Esa misma noche, con la intención de orearme como si fuese una sábana sudada, bajé a la calle y entré en el primer bar que encontré. Necesitaba rodearme de gente corriente, que no supiesen de la muerte más que de oídas. Mi único objetivo era tomarme una copa tranquilo, y quizá confundir mi historia con la de algún desconocido de los muchos que había allí, como quien se equivoca de paraguas al marcharse de una reunión. Pero antes de darme cuenta, me encontré manteniendo con la morena sentada a mi izquierda una charla electrificada de insinuaciones y procacidades varias. No sé cómo pero aquella mujer tenía la habilidad de dotar de encendidos dobleces a la palabra más inocente. Se llamaba Violeta, y en sus ojos oteé un horizonte perverso lleno de posibilidades, un fulgor oscuro que pregonaba una ninfomanía incurable, por lo que enseguida me esforcé yo también en que aquel encuentro no pudiera acabar más que con un desenlace venéreo.
Violeta no compuso ninguna mueca de repulsa cuando paseó su mirada por mi nuevo apartamento. Dijo que no a la copa, preguntó si el dormitorio estaba insonorizado y tiró de mí hacia la cama, como si la ausencia de preámbulos la excitara más que cualquier otra cosa. Violeta era una guerrillera del sexo, una jabata del orgasmo. Durante una noche que me resultó eterna, supe de su voracidad insaciable, de sus escondrijos más inaccesibles, de su flexibilidad sobrenatural, de su prodigiosa inventiva. La cabalgué y fui cabalgado, practicamos posturas que a primera vista no me parecieron factibles, y en un jaleo de animales en celo desandamos, en definitiva, todo lo que la humanidad lleva andado hasta la fecha. Finalmente, cuando despuntaba el día y aquel placer furioso empezaba a antojárseme tortura, cayó rendida y se entregó al sueño instantáneamente, sin más, con lo que quedé liberado de mis obligaciones. Exhausto, y con la sensación de haber sido ordeñado hasta la última gota, yo también me dormí.
Me despertó el sonido de la ducha a eso de las ocho. Las ninfómanas, al parecer, también tenían trabajos a los que acudir. Demoré todo lo posible mi tránsito hacia la vigilia, disfrutando del denso aroma a misión cumplida que impregnaba las sábanas, hasta que finalmente el chapoteo del agua acabó de despabilarme. Tanteé la mesilla en busca de los cigarrillos. Encendí uno y lo fumé despacio, recostado sobre el cabecero, con la sábana arremolinada en el regazo y una sonrisa que excluía cualquier compromiso preparada en los labios, no fuera a ser que el agua, al igual que la música, amansara a las fieras y la belicosa tigresa regresara del baño convertida en una gatita sumisa que me confundiera con el hombre de su vida, aquel que pondría fin al carrusel erótico de sus noches y le aplacaría los ardores con la morfina de la maternidad. Pero la mañana parecía cada vez más hecha y las colillas comenzaban a atestar el cenicero sin que el chorro de la ducha tuviera visos de cesar. Me levanté y fui a aporrear la puerta con un extraño presentimiento. No hubo respuesta, por lo que decidí abrir. Allí dentro, el vapor había adquirido consistencia de bruma marina. No me sorprendió encontrar a Violeta descalabrada en la bañera, no. Lo que me sorprendió fue que un suceso tan ridículo pudiera repetirse por segunda vez. Contemplé la escena con cierta sensación de déj� vu. Los detalles eran más o menos los mismos. La sangre lo salpicaba todo, y la cortina había vuelto a desprenderse y se esparcía por el suelo, acercándose a mis pies como una ola tiesa. Pero al contrario que la azafata, la ninfómana había caído hacia delante, y así seguía, medio arrodillada, la dentadura hecha cisco contra la grifería.
Permanecí un rato de pie ante el estropicio, sin saber qué hacer. ¿Qué demonios pasaba con mi bañera? Mi primer impulso fue deshacerme del cadáver, ya que nadie iba a tragarse aquella casualidad. Pero con sólo imaginarme introduciendo a la ninfómana en la bolsa de la chaqueta, no se me ocurría que pudiera caber en otra, y arrastrándola a duras penas por las escaleras hasta el contenedor de basura más cercano, me invadía una pereza atroz, amén de un prurito de fastidio, pues nada de aquello me incumbía en el fondo. Pero sobre todo me disuadió la idea de que, dada mi inexperiencia en esos asuntos, probablemente dejaría alguna pista delatora que acabaría conduciendo hacia mí. Y cuando eso sucediera, poco importaría mi inocencia, aquel interés mío por esconder el cuerpo hablaría por sí solo. ¿Qué podía hacer entonces? Dejar todo en manos de la policía era mi única opción. Yo no tenía nada que ver en la muerte de la ninfómana. Yo sólo era el dueño de la bañera. Debía tener confianza en la civilización. Debía tener fe en la justicia, a pesar de que a diario se revelaba como una maquinaria imperfecta. Tal vez yo no pudiese demostrar mi inocencia, pero ellos tampoco podrían demostrar mi culpabilidad. Haríamos tablas.
Realicé la llamada y, apenas diez minutos después, el agente Valera se plantó en mi casa con su cohorte de amanuenses de la muerte. Se le veía cansado, como si hubiese estado toda la noche patrullando aquel barrio sin ingenio criminal, pero un rápido vistazo a la bañera bastó para rejuvenecerlo. Sí, le habían informado bien. Otra mujer había resbalado en mi bañera. Por muy increíble que resultase. Tras comprobar que efectivamente estaba muerta, se volvió hacia mí con dramática lentitud y me miró como si me viera por primera vez, como en un colegio el líder del equipo miraría al chico gordo que, de repente, ha llegado hasta la portería enemiga en un festival de regates. Con aquella mirada inquisitiva, Valera me relevaba de mi condición de desgraciado y me otorgaba la de hombre peligroso en su pequeño mundo de buenos y malos. Despidió a todos y, libreta en mano, se acercó a mí con sus andares chulescos. Me pidió que le contara lo sucedido, pero atendió a mis palabras como quien oye llover, asintiendo misteriosamente. Para él aquello no tenía vuelta de hoja, y era evidente que le agradaba el juego que me traía entre manos. A sus ojos hambrientos de criminales competentes, mi absurda declaración se tornaba provocadora, el velado desafío de un monstruo que tenía los cojones de asesinar e invitar a la pasma a ver su obra.
Aunque no como detenido, me invitó a acompañarle a la comisaría para un interrogatorio más formal. Accedí sin protestas. El agente Valera me precedió por la comisaría con orgullosa zancada de desfile, como si hubiese encontrado una flor exótica en medio del lodazal. En una habitación diminuta, que olía al sudor de la culpa y estaba iluminada por el resplandor áspero de un fluorescente, nos sentamos cada uno al extremo de una mesa rectangular, cuya superficie mostraba unas siniestras manchas oscuras que lo mismo podían pregonar la virulencia con que los agentes despachaban a los detenidos que su torpeza con el café. En la pared del fondo se encontraba el consabido espejo, al que Valera no dejaba de lanzar miraditas de soslayo. Parecía nervioso, debido probablemente a que el cristal escondía la mirada evaluadora de algún superior, si no más inspectores de comisarías vecinas atraídos por lo curioso de mi historia. Valera me miró largamente, como calibrándome a ojo de buen cubero. Yo era lo que llevaba años aguardando, alguien que destacaba ostentosamente sobre su rebaño de yonquis y putas, alguien capaz de mostrarle el páncreas de su madre e informarle que el resto del lote podría encontrarlo en un lugar donde el sol lucía incluso de noche, o algún acertijo igual de idiota. Era evidente que mi desenmascaramiento iba a reportarle a buen seguro un ascenso, un reconocimiento que lo alejaría de los rifirrafes del barrio y lo acercaría al delito con mayúsculas. Podía escuchar los engranajes de su mente, cómo limpiaba su cerebro de las mariconadas de la rutina y sacaba brillo a su maquinaria deductiva. Al fin se aclaró la garganta e inició el interrogatorio. Respondí a sus poco imaginativas preguntas con una tranquilidad que él debió confundir con la sangre fría. Yo albergaba cierta curiosidad morbosa por saber cuánto podía dar de sí aquello. Tal como había sospechado, la justicia, encarnada para la ocasión en el rudo y voluntarioso agente Valera, no podía aceptar la casualidad así como así, era necesario investigar un poco, mostrar incredulidad. Pero tampoco había mucho que aclarar. ¿Qué culpa tenía yo del penoso sentido del equilibrio de mis conquistas? ¿Debía limitarme acaso al gremio de las equilibristas? Cada vez que el interrogatorio acababa por conducirnos a un callejón sin salida, lo que ocurría con molesta frecuencia, Valera me hacía volver a repetir los hechos, como si esperase que yo cometiera algún desliz revelador. Relaté lo sucedido varias veces, la última de ellas hablando muy despacio, como si me dirigiera a un subnormal. Valera pareció desesperarse. Aquello no prosperaba. Decidió entonces cambiar de táctica. Se levantó y, usando un tono más intimidatorio, sin importarle que yo recalcara una y otra vez mi inocencia, comenzó a exhortarme a la confesión. No había diálogo entre nosotros. Aquello no era más que una dialéctica de frontón. Finalmente, apoyó las manos sobre la mesa y dejó escapar un suspiro de frustración. Se le veía mentalmente agotado. El pecho le palpitaba, amenazando con reventarle la ceñida camiseta, y el cuello se le había transformado en un rebujo de tendones donde sorprendía encontrar la medalla de una milagrosa. Rodeó la mesa y, de espaldas al espejo, me dedicó una mirada suplicante. En sus ojos advertí un principio de llanto. Era su último cartucho. Yo me encogí de hombros, ¿qué otra cosa podía hacer?, y Valera salió de la habitación refunfuñando. Miré el espejo, en cuyo vientre se estaría gestando mi destino. Valera regresó un par de minutos después, para decirme que podía marcharme. El laboratorio no había encontrado en la bañera restos de vaselina ni de ningún linimento. No iban a detenerme, pero me abrirían unas diligencias, recalcó con un deje triunfal. Le pregunté si podría seguir llevando chicas a mi bañera. Valera lanzó un gruñido, me dio la espalda y desapareció por un pasillo. Probablemente alguno de los que conducía a las celdas, donde le aguardarían sus rameras y proxenetas, aquellos rufianes sencillos a los que bastaba enseñarles la placa para que confesaran sus tropelías elementales.
III
Aunque el agente Valera se había tomado a broma mi pregunta, ésta formaba parte de un plan que yo había ido meditando seriamente durante el tedioso interrogatorio. Era un plan descabellado, pero mientras me duchaba, sintiéndome como si estuviese profanando un lugar sagrado y moviéndome bajo el chorro de agua con una precaución ridícula hasta que comprobé que la posibilidad de resbalar era muy remota, decidí ponerlo en práctica. Yo era el único que sabía a ciencia cierta que ambas muertes se habían producido sin mi intervención, de manera que mi perspectiva sobre el caso era única. En realidad, sólo yo podía mostrar una extrañeza sincera ante las increíbles coincidencias, y haciendo la vista gorda, teniendo una mente abierta, podía aceptar que los dos siniestros ocurridos en mi bañera podían ser casualidad, pero, ¿cuánto podía dar de sí la casualidad? ¿Cuántos accidentes debían producirse para que lo fortuito diera paso a otra cosa? Era algo que me sentía en el deber de averiguar. Esperé un par de días de todas formas, más que nada porque me encontraba demasiado fatigado como para soportar un nuevo interrogatorio, que sin duda volvería a producirse de confirmarse mi intuición. Durante esos días intenté llevar una vida normal, no pensar en ello, pero una y otra vez me sorprendía ido en mitad del trabajo, dándole vueltas a un plan que ya iba a tener que llevar a cabo, lo quisiera o no, aunque sólo fuera por curiosidad.
Coincidió con la noche del sábado, cosa que me venía de perlas, ya que esa noche todo un ejército de personas insatisfechas se echa a la calle con el objetivo de ahogar en alcohol las penas de la semana o extraer de un polvo rápido la ilusión de que no están tan solas. Me acodé en la barra de un bar cualquiera y le dediqué una mirada lúbrica a la primera mujer que se me puso a tiro. Pertenecía al tipo de las ejecutivas aguerridas e independientes, de esas que contemplan a los hombres como vibradores ligeramente más sofisticados que el que guardan en la mesilla para rebajar las tensiones de un cargo en la cima. Se llamaba Azucena, y eso era todo cuanto yo quería saber. La conduje hasta mi apartamento con las palabras justas, lo que me otorgó una cierta rudeza varonil que, en contra de lo esperado, pareció agradarle. En cuanto arribamos al dormitorio, confundió su boca con la mía y me derrumbó sobre la cama de un empellón, dejando bien claro quién iba a llevar las riendas del asunto, por si aún quedaba alguna duda. Durante la cópula tuve que ocultar mis prisas y esforzarme por parecer concentrado en mi sencillo papel de barrena. Cuando el orgasmo al fin nos repelió, depositándonos jadeantes a cada lado del colchón, y transcurrieron varios minutos sin que ninguno hiciera el intento de buscar al otro, supe que Azucena era mujer de un solo polvo, y que ahora se dormiría o se largaría. Me apresuré entonces a formularle la pregunta que daría sentido a todo aquello, intentando que no me temblara la voz. Ella asintió, y la contemplé dirigirse al baño sintiendo en las tripas un calambre de expectación. Elástica y sudorosa, con una imprecisa mueca de agradecimiento por toda despedida de la vida, Azucena partió hacia lo que tal vez fuera para ella un sepulcro gélido, un féretro disimulado que acogería con avidez su cuerpo de amazona de gimnasio. Al poco, oí el chorro de la ducha, que dadas las circunstancias adquirió una musicalidad siniestra. Con manos temblorosas, encendí un cigarrillo y lo fumé despacio, el corazón latiéndome con fuerza. A medida que iban transcurriendo los minutos, mi inquietud se intensificaba. De la calle me llegaba un rumor de aquelarre, y una brisa dulce le hacía trenzas a los visillos. En el baño, el chorro continuaba. Cada vez resultaba más evidente que el suceso había vuelto a repetirse. Dejé que pasara algo más de media hora antes de decidirme a entrar en el baño.
La capacidad del hombre para acostumbrarse a los sucesos más extraños resulta asombrosa: Azucena, como antes Violeta y antes de ella Rosa, también había tenido la desgracia de resbalar en mi bañera, encontrando la misma muerte idiota, súbita e intempestiva. Aunque la cortina se hallaba igualmente desprendida, desparramándose por el piso como el manto de un emperador obeso, la ejecutiva había buscado cierta dignidad en la caída. Se encontraba atravesada en la bañera, con los miembros algo retorcidos pero la cabeza alta, apoyada sobre la jabonera, conservando la misma actitud con la que se había abierto camino en la jungla financiera.
Imaginé que aquello me aclararía algo, pero qué podía extraer de ello. Decidí que ya reflexionaría más tarde, ahora era preciso cumplir el trámite policial. Sin excesivas ganas, como si se tratara de algo rutinario, descolgué el teléfono, di mis datos y anuncié que tenía un nuevo cadáver en el baño. Apenas unos minutos más tarde se presentó en mi apartamento el agente Valera con su consabida troupé. Me dedicó un saludo gélido, sin disimular el fastidio que le había supuesto ser apartado de sus calles, donde la delincuencia seguía su curso con diáfana claridad, para quedar enredado de nuevo en la madeja de mis crímenes caprichosos e indemostrables. Lanzó un resoplido al encarar la escena del baño. Comprobó que la mujer estaba realmente muerta, ordenó al juez que procediera al levantamiento del cadáver y, mientras yo le relataba lo sucedido, me tomó del brazo y me condujo a la intimidad del vestíbulo. Ni siquiera se molestó en anotar mi declaración. Esperó a que acabara algo distraído, asintiendo de vez en cuando. Su actitud parecía la de un párroco soportando con estoicismo a un feligrés que acude puntualmente cada tarde a confesarle algún pecado idiota. Luego, acólito de las verdades populares, Valera me miró largamente a los ojos, donde según el refranero debía reflejárseme el alma, con la ilusión de hallar en mis pupilas algún remordimiento, algún vestigio de culpabilidad o de maledicencia que traicionara lo aséptico de mis palabras. Pero tan sólo encontró una punta de curiosidad, que naturalmente confundió con ironía, con la burla de un ser maquiavélico que pretendía amargarle la existencia, aniquilar sus aspiraciones, reconciliarle con su condición de poli de barrio sin que él comprendiera el motivo. Ante lo estéril de la amenaza ocular, se apartó de mi y dedicó un rato a mirar mi paragüeros, con tanta aplicación que pensé que me lo iba a tasar. Se volvió al fin hacia mí, me anunció que estaba detenido y procedió a leerme mis derechos, todo ello con voz calma, como si hubiese recuperado parte de su confianza en sí mismo. Al agente Valera le hacía bien contemplar paragüeros.
Para cuando llegamos a la misma sala diminuta de la vez anterior, ya nos aguardaba el abogado de oficio al que tenía derecho, que me ofreció una mano blanda y húmeda presentándose como Manrique. Era un cincuentón bajito y calvo, de facciones ratoniles, que lo miraba todo con visible cansancio, como si le irritase que alguien no hubiese colocado sobre la mesa un ánfora romana o un salmón descomunal, algo que mereciera realmente contemplarse. Me dio un par de instrucciones concisas, y luego se llevó su silla al otro extremo de la habitación, como dejándole a Valera el mayor espacio posible para realizar sus acalorados aspavientos. Pero esta vez Valera cambió de estrategia. Se colocó a mi espalda, y me apoyó las manos sobre los hombros. Sentí cómo sus poderosos dedos se hundían ligeramente en ellos. No sabía si había en aquel gesto una amenaza implícita o sólo un torpe intento de acercamiento, pero me sentí mucho más aliviado cuando el agente recuperó su posición en el centro de la sala. Tal vez fuese la presencia del abogado o algún jefazo atento tras el cristal lo único que le impedía a Valera llevarse la mano a la sobaquera y desenfundar su arma con un movimiento tan rápido que, para cuando quisiese darme cuenta, habría incrustado el hocico de su pistola entre mis dientes. El agente divagó entonces con voz melindrosa. Para mi asombro, empezó concediéndome la razón. Dijo que yo no había empujado a la víctima del día, así como tampoco a ninguna de las anteriores. Pero luego, con voz firme, subrayó el hecho de que tampoco había impedido que utilizaran mi ducha, por lo que me convertía en cómplice de mi propia bañera. Aquello tal vez tuviera sentido en su cabeza, pero una vez formulado se le antojó tan idiota como a mí. Miró al espejo de soslayo, ruborizándose, y guardó un largo silencio. Sentí pena por él. Yo no tenía nada contra aquel amante de los paragüeros, incluso me gustaba tenerlo patrullando las noches del barrio, colosal y dispuesto. Simplemente se encontraba en medio de todo aquello. A él correspondía ocuparse de mí, y mientras no lograra demostrar que yo estaba implicado en los hechos, debía trabajar sobre la hipótesis de que, o bien mi atractivo sólo funcionaba con las patosas o algo ocurría con mi bañera. Y estaba claro que no se sentía cómodo en ese terreno.
Llegué a casa al amanecer, exhausto, sin que hubiésemos adelantado nada. Había pasado a disposición judicial, y Valera me había ensalivado la oreja al advertirme que no abandonara la ciudad. Limpié la bañera, encendí un cigarrillo y me senté a observarla. No sé qué esperaba con aquello. Quizá que una exhaustiva contemplación me revelara algún detalle significativo, algo que se nos hubiera pasado por alto a todos y que explicara la cadena de accidentes que había generado. Pero mi bañera era una bañera corriente. Era la bañera que habían colocado al construir los apartamentos, la misma que, si nadie la había reemplazado por otra, debía presidir el baño de todos mis vecinos. Y era una bañera común, de tamaño normal, aparentemente inofensiva. Empecé a sentirme ridículo contemplándola. Sabía de gente que se dedicaba a observar sus lavadoras, quizá presintiendo en el movimiento circular y obsesivo de la colada algún tipo de revelación cósmica, pero nunca había oído de nadie que se sintiera hechizado por su bañera. ¿Acaso me estaba volviendo loco? Me quedé dormido junto al inodoro, sin haber respondido a la incómoda pregunta.
IV
Siempre pensé que hay cosas en la vida que no podrían suceder, escenas que, de tan absurdas, jamás tendrían la menor oportunidad de ocurrir ante mis ojos. Hasta esta mañana, contemplar al agente Valera en mi bañera completamente desnudo, salvo por un casco de motorista y un tanga mínimo, era una de ellas. Pero últimamente mi vida parecía discurrir por un cauce que no era el suyo, de manera que unos timbrazos insistentes me habían sacado del sueño que dormía junto al inodoro, y había acudido a abrir la puerta medio desorientado, la espalda tocada, el pelo revuelto, para tropezarme con el semblante malhumorado del agente, que amenazaba con cobrar en mi vida el relieve de un pretendiente pelmazo. En esta ocasión lo acompañaban el juez a quien habían encomendado mi caso y el secretario de éste. Venían a realizar una reconstrucción de los hechos. Querían demostrar si resbalar en mi bañera era algo inevitable. Y por eso ahora el chorro de la ducha percutía sobre el casco de Valera, produciendo un fragor vagamente siderúrgico, y el agua se le escurría cuello abajo, sacudiéndole la medalla de la milagrosa, recorriéndole el hercúleo pecho y empapándole el slip de leopardo, que apenas lograba contener su descomunal aparato, un órgano acorde con el resto de su persona, tan inmenso y primitivo que parecía requerir la guía de un mamporrero a la hora del ayuntamiento. El secretario anotaba cosas en un portafolios, y el juez observaba la escena concentrado, esperando un resbalón que no llegaba. De vez en cuando, le indicaba al agente algún movimiento determinado, que imitara un enjabonado o se diera la vuelta, y le sugería puntilloso que se mostrara lo más natural posible, como si se encontrara en la intimidad de su baño. Valera acataba las órdenes sin dejar de taladrarme con sus ojos a través del visor del casco.
Cuando se hizo patente que por muchas posturas que adoptara, el agente Valera no daría jamás un traspié, el juez ordenó que cesara la reconstrucción. A juzgar por cómo se marcharon, visiblemente decepcionados el juez y su secretario y cabreado Valera, deduje que aquello no debía de haberles aclarado nada. A mí, por el contrario, me había resultado revelador. La bañera no sólo me respetaba a mí, también había tolerado al agente Valera, de lo cual podía deducirse que no mataba de forma indiscriminada e irracional. La bañera tenía la capacidad de fingir, de controlar sus arrebatos asesinos para preservar su ambigüedad.
Aquellas conclusiones me produjeron escalofríos. Yo no podía creer realmente eso. Pero, si no se trataba de la bañera, si la bañera estaba limpia, ¿entonces? ¿Había logrado realmente seducir a tres patosas?, me pregunté. No, aquello se antojaba todavía más disparatado. Le dediqué a la bañera una mirada suspicaz. ¿Tenía vida mi bañera? Necesitaba la ayuda de los expertos, y no me refería precisamente de la policía. Ausculté la sección de anuncios del periódico hasta encontrar lo que buscaba, e hice una llamada. Respondió una mujer con acento cubano. Le relaté todo lo sucedido, sin omitir detalle. Al contrario que la policía, la mujer no dudó de mi versión en ningún momento. La creyó a pies juntillas, con una naturalidad inquietante, pues venía a corroborar mis intuiciones.
Doña Hortensia se anunciaba en mayúsculas como vidente, pero en minúsculas ofrecía una docena de servicios más, entre ellos el de exorcista, que era el que me había inducido a llamarla. Probablemente la quiromántica, por mucho que viviera de estafar a las amas de casa vendiéndoles un futuro de novela rosa, podría arrojar una luz nueva sobre el asunto. La resolución con que canceló todas sus citas y se plantó en mi apartamento enseguida, otorgándole a mi caso una urgencia que producía pavor, ya apuntaba que al menos consideraba plausibles mis sospechas. Doña Hortensia era una anciana mulata, enteca, que parecía tener por sastre a un chamarilero. Llegó portando un enorme bolso de mano que emitía un tintineo sugerente, algo farmacológico, y una jaula donde dormitaba una gallina de miserable aspecto. Sin preámbulos, preguntó por el baño. Se lo indiqué y la contemplé aventurarse en él con pasos graves y respetuosos, como quien entra en una capilla. Apoyó sus afiladas manos en el borde de mi bañera, tomó una profunda bocanada de aire, la retuvo un tiempo, y acabó soltándola en un hondo suspiro de confirmación. Luego se volvió hacia mí y me pidió que la dejara sola, que tenía mucho trabajo por hacer. Salí de allí algo confundido, sin atreverme a preguntar el diagnóstico, y me senté en un sillón desde el que podía espiar la puerta entreabierta del baño, con el oído atento por si la vieja necesitaba algo. Recibí entonces un fuerte olor a cera, y me imaginé la bañera cercada de velitas, una estampa para románticos incurables que el crujido del pescuezo de la gallina y los machetazos posteriores se apresuraron a ahuyentar. A continuación me llegó un canturreo débil, agónico, acompañado por un ruido de maracas, que tramaban una música apacible y sensual, alterada por súbitos arrebatos espasmódicos capaces de erizar el alma. Eso duró un tiempo, hasta que concluyó bruscamente. Pensé que la vieja la habría palmado por el esfuerzo de sostener aquella letanía doliente, cuando la oí lanzar un gruñido y solicitarme un perol. Se lo acerqué intentando no pisar el despojo de la gallina, que todavía se convulsionaba como suplicando el remate, ni el dibujo que formaban en el suelo unos extraños huesecillos. La sentí trastear en su bolso, y enseguida inundó la casa un denso aroma a semilla de lino, raíz de genciana y magnesia calcinada. Luego Doña Hortensia reanudó sus misteriosos cánticos, apoyados por el runrún de las maracas. Aquel jaleo esotérico duró una hora más, durante la que empecé a sentirme terriblemente ridículo por haber propiciado aquella situación delirante, hasta que el escándalo volvió a interrumpirse de golpe.
Hubo unos minutos de tensa espera. Finalmente la vieja se recortó en el quicio de la puerta, tambaleante y sudorosa, como si acabaran de violarla. Acudí a sostenerla. No puedo, se ha hecho demasiado fuerte, confesó al borde del desplome. Cuando pregunté desconcertado a quién se refería, me miró como si yo fuese retrasado. El Diablo, Lucifer, Belcebú, La Bestia, Proserpina, como quieras llamarlo, pero Él, el Maligno, el Príncipe de las Tinieblas. Él es quien ha poseído tu bañera, dijo, y yo no puedo ahuyentarlo. La conduje al sofá y le ofrecí un vaso de agua. Un par de sorbos parecieron restaurarla. Yo la miraba con una expresión de perplejidad que no lograba borrar. Me explicó entonces que El Diablo era la encarnación del Mal, la representación de una oculta y oscura fuerza de la naturaleza, responsable de esos fenómenos terrenales que la ciencia y la religión no logran explicar y sobre los cuales no ejercen el menor control. Su cometido era desposeer al hombre de la gracia de Dios para someterlo a su propio dominio, y para ello recurría a todo tipo de argucias. A veces lograba infiltrarse en nuestro mundo de una manera más física, penetrando por donde podía, horadando el tejido de la realidad allí donde era más débil, como quien cava un túnel en la tierra. Al parecer, mi bañera era una de las muchas aberturas conectadas con el averno de que disponía nuestro mundo, trampillas vinculadas con el subsuelo infernal que nadie sabía a ciencia cierta cómo se habían originado pero a través de las cuales el ángel caído tenía acceso a nuestra realidad. Doña Hortensia ya había enfrentado casos similares, lugares donde Luzbel ejercía a sus anchas su maldad primigenia, pero debía reconocer que la bañera de un don juan, tan transitada de doncellas, se antojaba el lugar idóneo y la coartada perfecta. Eso me convertía, según ella, en algo así como un servidor del Diablo, alguien que lo alimentaba proveyéndolo de víctimas. De ahí que yo jamás hubiese resbalado en la bañera. No se debe morder a la mano que da de comer.
Las palabras de la vieja me dejaron atónito. Si aquella sarta de disparates era la alternativa que tenía a la casualidad prefería mil veces ésta última. Aquellas mujeres habían muerto en mi bañera porque así era la vida, una trenza de caprichos exenta de sentido alguno. El azar gobernaba nuestra existencia como una titiritera maniática, cuyos hilos parecían adivinarse únicamente en la violenta lucidez que otorgan las desgracias. No había ningún misterio en ello. Mucho más esotérico me pareció el importe que tuve que pagarle a aquella nigromante del tres al cuarto por su exorcismo fallido. No quiero ni pensar cuánto me hubiera costado de haber tenido éxito.
V
Esa misma tarde se presentó en mi apartamento un tipo de aspecto desastrado que se anunció como el inspector Calderón. Era un individuo cincuentón, desgarbado, cuyo aliento apestaba fuertemente a elixir bucal, como si hubiese querido borrar algún escandaloso rastro de alcohol antes de subir. Él era quien iba a hacerse cargo del caso a partir de ahora. Pidió ver mi bañera, y como mi bañera no era más que una bañera, se encogió de hombros, algo decepcionado. Me preguntó entonces si disponía de un momento para ponerle al corriente del asunto, del que ya estaba al corriente, aclaró, pero aún así consideraba imprescindible oír mi versión. Una charla nos ayudaría a conocernos, lo que facilitaría nuestras futuras relaciones, ya que desde ese instante él estaba obligado a convertirse en mi sombra y yo debía prepararme para encontrarlo apostado en las esquinas, reflejado en los escaparates, cenando en la mesa contigua a la mía, leyendo el periódico en todos los bancos que jalonaran mis rutas. Tuve que contener una mueca de repulsa al imaginarme a aquel sujeto desaliñado pegado a mis talones, decorando mis días como un jarrón horripilante que no podemos tirar porque fue un regalo de nuestra suegra.
Nos sentamos el uno frente al otro en el salón. Tras rechazar la copa que socarronamente le ofrecí, alegando que estaba de servicio, Calderón extrajo de su roñosa gabardina un cuadernillo y un bolígrafo y me miró en actitud expectante. Relaté por enésima vez las tres muertes. Él anotaba cosas en la libretita, instantes que yo aprovechaba para estudiarlo con frialdad, como si calculara las prestaciones de un vehículo antes de adquirirlo. Si el agente Valera me había parecido un purasangre ansioso por correr en los mejores hipódromos, el inspector Calderón se me antojó un jamelgo que añoraba el establo donde parecía haber pasado los últimos años. Poseía un rostro de facciones recias y amplias, que alguna vez debió resultar oportunamente conminatorio pero que ahora se mostraba erosionado por una vida que parecía haberse vuelto en su contra sin que él llegara a comprender el por qué. En sus ojos grises, cercados de profundas ojeras, todavía se leía la perplejidad que le había supuesto encarar de repente su existencia como una absurda progresión de insomnios, quizá combatidos con el alcohol y las putas, emblemas de la decadencia en su gremio. Con mirada de halcón, busqué en su maltrecha fisonomía o en la simpleza de sus gestos algún detalle revelador, algo que anunciara su valía, que insinuara los motivos que lo habían situado al mando de la investigación. Pero no encontré nada destacable, salvo quizá su forma de observarme, de un apasionamiento que parecía ir más allá de la atención policial, aproximarse incluso a la devoción irracional con que las adolescentes contemplan a sus ídolos.
Tener las veinticuatro horas del día a un tipo así pegado a mí se me antojó un calvario insoportable. Pero enseguida descubrí que no era para tanto. Resultaba sumamente fácil despistarlo, e incluso yo mismo tuve que despertarlo una vez al encontrarlo dormido en el banco de un parque por el que solía atajar. A la larga, aquel ángel custodio inepto y borrachín no molestaba demasiado, e incluso me eximía de la torva presencia del agente Valera. La mañana siguiente a una noche en la que yo premeditadamente había complicado mi habitual itinerario con la intención de hacerle echar las tripas por la boca, me lo encontré desmayado en el descansillo. Lo despabilé con el agua de fregar el suelo. Tras la tremolina de los garitos y el incansable trueque de taxis que había tenido que soportar aquella noche, él mismo reconoció que no estaba para esos trotes y decidió visitarme únicamente por las tardes para que yo le resumiera mis oscuros tejemanejes diarios.
Adquirió pues la costumbre de aparecer por mi piso a media tarde, como quien acude regularmente al médico, siempre con sus mismas preguntas y su aliento a vinazo. Pero como ya había sucedido con Valera, sus preguntas nos conducían una y otra vez al callejón sin salida de lo indemostrable, y Calderón, mucho más realista que el agente, no tardó en comprender que por esa vía nada íbamos a sacar en claro. El inspector afrontaba la investigación, y se diría que la misma vida, con una actitud sonámbula y desganada, como si el mundo se hubiese vuelto para él un lugar incomprensible, construido a base de cosas tan caprichosas y contrarias que bien podría haberlas depositado la marea. Pero a pesar de todo debía reconocer que tenía sus momentos, súbitos raptos de inspiración que dejaban entrever el buen policía que alguna vez habría sido. Una tarde se presentó en mi casa con esa expresión nerviosa de los jugadores de póquer novatos que van cargados o de los niños a los que se les ha encomendado guardar un secreto. Tras un rato de conversación intrascendente, se puso repentinamente serio y me informó, dedicándome una sonrisa enigmática, que había descubierto algo oscuro en mi pasado. Se trataba de la muerte de Cervantes, un compañero de trabajo que había fallecido en un accidente de tráfico con mi propio coche, al que le habían fallado los frenos en una curva peligrosa. Dado que yo era el dueño del vehículo prestado, y que Cervantes era el único candidato al mismo ascenso que yo, la policía abrió una investigación, pero ésta quedó inmediatamente cerrada cuando se demostró que el fallo del coche había sido fortuito. Aquello, aunque me hubiera beneficiado, no había sido más que una lamentable casualidad. Una casualidad que ahora, tres años después, Calderón había rescatado para señalarme con un deje de ironía que la proporción de casualidades de mi vida era escandalosamente superior a la media. Pero por muy sospechoso que resultara ahora aquel episodio al ser contrastado con los accidentes de mi bañera, seguía siendo eso, un accidente que tampoco podía inculparme. Sólo Doña Hortensia podría haber sacado alguna conclusión de ello, pero al inspector Calderón las tretas del Diablo le quedaban demasiado lejos. Entre frustrado y abatido, acabó por reconocer que aquello tampoco servía de mucho, y ordenó la autopsia de los tres cadáveres, por si podía leerse algo en la caligrafía enrevesada de sus entrañas.
Mientras los informes llegaban nos dedicamos a combatir el aburrimiento de las periódicas entrevistas charlando de cualquier cosa. Calderón resultó un conversador anárquico y sombrío, pero cuando menos curioso. Era incapaz de sustraerse a ese sentimentalismo barato de quién ha mascado su tragedia en soledad, interpretándola únicamente para los espejos, y ahora que el destino le brindaba la compañía de otra persona, aunque se tratara del sospechoso al que debía investigar, no iba a dejar pasar la oportunidad de exhibir su colección de cicatrices. Meciendo entre las manos la copa que había empezado a aceptar, el inspector se entregaba cada tarde a la tasación de su vida en un soliloquio embarullado. Recubierto de oro viejo por la luz mortecina del día en retira, mermaba mis provisiones de whisky y desguazaba su existencia en mínimas piezas con la intención de que yo le ayudara a hacerlas encajar de una forma distinta, de una manera nueva que desvelara el sentido que creía congénito a toda existencia.
Echando la vista atrás desde el punto de su vida en el que ahora nos encontrábamos, la panorámica de lo vivido resultaba desoladora. Si existía realmente Dios, éste se había consagrado a sabotear la existencia del inspector. Diez años atrás, debido a sus sobresalientes notas en la academia, Calderón había sido escogido para formar parte de lo que él gustaba denominar un grupo de élite, un departamento especializado en asesinos psicópatas, constituido por peritos forenses, expertos en psicología criminal y perspicaces agentes adiestrados en el rastreo de pistas y comportamientos psicóticos. Pero al contrario de otros países, el nuestro carecía de inventiva criminal. Comparado con los sofisticados psychokillers de otras geografías, con sus sorprendentes traumas, sus imprescindibles instintos sádicos y sus imaginativos desdoblamientos de personalidad, el asesino ibérico era una criatura insulsa y patética, que parecía matar en rabietas de patio de colegio, nunca con un proyecto en mente. Ah, ¿dónde estaban los equivalentes patrios del americano Ed Gein, el granjero de Wisconsin que utilizaba la piel y los huesos de sus víctimas para fabricarse sus propios muebles, o del británico Dennis Nilsen, que había colapsado el sistema de cañerías de su barrio al arrojar los despojos de sus víctimas por el desagüe, o del soviético Andrei Chikatilo, un modesto funcionario que les arrancaba a mordiscos los testículos a los niños? Nuestro país era incapaz de gestar una criatura así, de modo que aquella división especial, que chupaba de las arcas públicas, empezó a perder su razón de ser. El único caso en el que pudieron demostrar su utilidad fue en la investigación de los asesinatos de varias novicias, todas brutalmente empaladas en un palo de golf y rodeadas de huesos de ciruelas. Aquellos crímenes hicieron funcionar al máximo las calderas del departamento, que se afanó en buscar una oscura relación entre el golf, las ciruelas y la religión sin demasiado éxito, hasta que alguien propuso inocentemente al capitán de la división un partido de golf y éste, tomado por sorpresa, alegó una indigestión de ciruelas para esconder la pérdida de sus palos. Todos quedaron profundamente conmovidos por el ahínco con que su jefe había tratado de salvar el departamento que él mismo había diseñado, pero la cara maquinaria se desmontó igualmente. Sus miembros fueron distribuidos en los departamentos que sí funcionaban, donde se resignaron a ejercer sus servicios con cierta desilusión y todo lo aprendido sobre conductas criminales como un material inútil en la cabeza. Así habían transcurrido los últimos años del inspector Calderón, resolviendo atracos de poca monta con una desgana que en las alturas se confundía fácilmente con temeridad y que le había reportado un puñado de medallas que ni siquiera se había molestado en sacar de los estuches, y finalmente el arribo a un despacho de lujo, con el rótulo de inspector en la puerta, pero sutilmente apartado de la dinámica de la comisaría, donde pudiera conectar entre sí los pequeños crímenes del barrio sin darle la murga a nadie. Arrumbado en aquel despacho, como a la espera de recibir un sobre con un dedo amputado y un enigmático movimiento de ajedrez, fue donde empezó a aficionarse a la bebida.
Y ahora, cuando había perdido todas sus esperanzas y su matrimonio se había ido a pique, aparecía yo, un auténtico mirlo blanco del asesinato que mostraba sin ningún pudor sus manos manchadas de sangre y gel. Eso explicaba la devoción con que analizaba todos mis movimientos, como si mi gesto más insignificante, la forma de coger el vaso o sostener el cigarrillo, llevara encriptado un potencial de crueldad inaudito. No parecía descartar que cualquier tarde lo recibiera luciendo un collar hecho con los intestinos de mi última conquista. Según su adiestramiento, yo reunía todos los rasgos del buen psicópata: tenía la edad adecuada, era astuto, precavido, imprevisible, y poseía ese aspecto agradable y mundano que no levanta sospechas en la vecindad. Pero también era un ser insatisfecho, un ególatra con ínfulas de trascendencia, un enfermo que no podía evitar matar compulsivamente hasta el punto de provocar su propia detención. Y cuando eso ocurriera, él estaría allí para ponerme las esposas. Cada vez que, moviendo exaltado su copa, escupía esos delirantes vaticinios, yo sentía una pena infinita por aquel desgraciado, que si alguna vez había estado capacitado para resolver los jeroglíficos más sangrientos, saltaba a la vista que ahora sería incapaz de reconocer al mismísimo Ed Gein aunque estuviese balanceándose en una mecedora de huesos y bebiendo cerveza en el cráneo rebanado de una niña. Empecé a sospechar que no lo habían puesto al frente de mi caso por su capacidad, sino más bien para quitárselo de encima.
La tarde en que al fin llegaron los informes del forense, que descartaban absolutamente mi intervención en los hechos, el inspector Calderón se hundió definitivamente. Se sirvió un vaso de whisky hasta los bordes y, medio tumbado en el sillón como un emperador romano derrengado por las bacanales, me enseñó su cicatriz más profunda: un costurón nada metafórico que le cruzaba el estómago, decorándolo con una sonrisa sarcástica trazada por su exmujer con un cuchillo de cocina que había estado sobre la encimera todo el tiempo, frío y afilado, cortando el pan, asistiendo a los polvos sobre el fregadero de los primeros meses y a las acaloradas discusiones de los últimos años, ahora sabía que como un animal de compañía dispuesto a defender a su dueña de los cada vez más frecuentes accesos violentos de un marido alcohólico e inestable al que no le hacía ni puta gracia que se follara a su dentista. Y es que su dentista era un adonis rijoso, que seducía a las pacientes recostándose prácticamente sobre ellas con la coartada del torno, rozándoles los muslos como al desgaire con el blancor de su verga, mientras les empastaba las caries. Durante varias semanas estuvo Calderón siguiendo a su mujer, comprobando la sospechada mentira de sus citas con las amigas, recogiendo en el objetivo de su cámara unas imágenes dolorosas, que mostraban a su mujer gozando de la vida en castos paseos junto al odontólogo, pero también, cuando él lograba encontrar una perspectiva adecuada subido a cualquier cosa, gozando del sexo entre los brazos del sacamuelas, revelando un apetito nuevo y desinhibido del que él sólo había vislumbrado fogonazos en una época ya irrecuperable. Lejos de ponerla al corriente de sus descubrimiento arrojándole aquellas fotos ilustrativas a la cara, Calderón prefirió destrozar la vida del dentista, y empezó a frecuentar su consulta con la intención de aprovechar un descuido suyo para esconderle en los cajones un alijo de cocaína birlado al departamento de narcóticos. Tres meses tardó en encontrar su oportunidad; luego se hizo con una orden de registro y desveló el pastel con mucho aparato policial. El odontólogo acabó entre rejas, pero la inmaculada sonrisa de una dentadura pletórica de empastes con que Calderón festejó la detención, levantó las sospechas de media comisaría. Eso y sus continuos avistamientos de psicópatas en cualquier crimen más o menos sangriento, terminaron por arrumbarlo a la tercera planta del edificio, junto al almacén de los archivos, donde rara vez subía alguien. Su mujer acabó abandonándole, no sin antes rubricarle el estómago, harta de sus gilipolleces. Su partida lo dejó desnortado, huérfano en un mundo incoherente, donde ningún asesino aspiraba al panteón de las celebridades del horror, sino únicamente a resolver para siempre sus diferencias con ese vecino al que se le iba la mano con la música.
Llevaba casi un año viviendo solo, entregado definitivamente al alcohol y frecuentando putas que le contagiaban todo tipo de escozores venéreos, y ya no lo soportaba más. Reconoció que le daba igual si yo era un psicópata o no. Estaba harto de todo. Dimitía, se plantaba, se rendía. Apuró la copa, lanzó un profundo resoplido y echó la cabeza hacia atrás, como un herido que se desangra pacíficamente. Fuera, donde la vida seguía, la tarde se recostaba también sobre el lecho del horizonte, fatigada y harta. Un resplandor andrajoso tiznaba el rostro callado del inspector. Estuvo un rato así, contemplándome como abstraído, hasta que me preguntó si podía darse una ducha. Su petición me sobrecogió, dadas las circunstancias, pero enseguida comprendí que eran esas mismas circunstancias lo que volvía lógico su requerimiento. Asentí, y lo contemplé dirigirse al baño, vencido y sudoroso, con una vaga mueca de agradecimiento como toda despedida de la vida. Tal vez, después de todo, el inspector me considerase inocente. Tal vez había sido él mismo quien había solicitado el caso, contemplando en mi bañera una posibilidad, un modo más fácil de romper con todo, mucho menos dramático que el frustrado ritual de llevarse la pistola a las sienes y comprobar que le faltaban cojones. Tras unos instantes de lo que supuse sería un momento de reflexión ante la bañera, oí el chorro de la ducha. Cogí entonces el periódico y localicé la sección de anuncios inmobiliarios, pues de cumplirse mis sospechas, sería conveniente que empezara a buscarme un nuevo piso, al ser posible tan amplio y luminoso como éste, pero sobre todo con una bañera menos conflictiva.
VI
Volví a encontrarme con el agente Valera casi tres meses después de la muerte del inspector Calderón, que había resbalado en mi bañera abriéndose el cráneo. Tras avisar del cadáver, tuve que soportar un nuevo interrogatorio, a cargo nuevamente de Valera, que nada pudo demostrar en mi contra. Cuando todo acabó decidí que ya había tenido bastante y puse a la venta el apartamento. Me instalé entonces en un coqueto dúplex con jardín trasero, en el que seguí con mi vida lejos de aquella bañera diabólica, y a cuya puerta llamaba hoy el agente Valera. Venía a detenerme. Al parecer, habían estado vigilando durante un tiempo al tipo que había adquirido mi viejo apartamento, un tal Benavente, que había llevado un par de chicas a su casa sin que hubiesen perdido la vida. Ninguna de ellas había muerto, y existían fotos realizadas a través de la ventana del baño que las mostraba en la ducha. Según el juez que llevaba mi caso, aquello era una prueba irrefutable que me convertía en asesino. De los de serie, de los que le gustaban al inspector Calderón. Con una amplia sonrisa cruzándole la cara, el agente Valera me esposó y me condujo hasta el coche celular que nos aguardaba a la entrada.
Resultaba paradójico que todo concluyera así, que al huir de la bañera hubiera cavado mi propia tumba. Y aunque a aquel modo de razonar se le pudieran hacer un par de objeciones, no me molesté en quejarme. Me dejé llevar dócilmente a la comisaría, pues luchar por mi inocencia no iba a servir de nada. Al agente Valera le bastaría con cavar un poco en el jardín trasero de mi nueva casa para encontrar los cuerpos de las tres mujeres desaparecidas las últimas semanas. Allí se alojaban, envueltas con mimo en bolsas de chaqueta, la pobre Margarita, que se había electrocutado al encender mi televisión, la desgraciada Petunia, que se había ahogado con un hueso de aceituna en mitad de una cena romántica que acabó volviéndose funesta, y la infeliz Amapola, que no había logrado apartarse a tiempo cuando se desplomó la pesada lámpara del salón. Tres cadáveres que yo había decidido enterrar por mi cuenta, para no molestar. Tres cadáveres que volverían increíble toda explicación y que justificaban mi silencio. Siete cadáveres, ocho si incluíamos el de Cervantes, eran suficiente para mí. Confiaba que al menos, ahora que iba a pasar el resto de mis días entre barrotes, El Diablo, Lucifer, Belcebú, La Bestia, Proserpina, daba igual como lo llamara, se buscara otro servidor, otro desdichado que le diera de comer.
No comments:
Post a Comment