El día que Mateo decidió subir
a los infiernos a rescatar a la
Dolores amaneció lluvioso. Fue esa misma lluvia la que lo
despertó al repercutir contra la ventana del cuarto donde lo habían arrumbado,
una habitación diminuta en la que se sentía como un faraón enterrado junto a
un rebujo de posesiones absurdas: una tabla de planchar, varias cajas de
juguetes rotos, un puñado de herramientas de jardinería, una bicicleta oxidada
que colgaba de la pared semejando la osamenta de un ciervo. Como siempre, sus
ojos tardaron en acostumbrarse a aquella luz turbia. Permaneció unos minutos en
la cama oyendo los sonidos que acotaban el mundo que latía tras la puerta: el
crujido de los muebles del salón, las respiraciones que se escapaban de los
dormitorios, y más allá, los pasos de los más madrugadores, horadando con sus
prisas la tierna arcilla de un mundo recién creado. Pero también prestó
atención a la marea de su interior, tratando de descubrir sin éxito algún
acorde desafinado, alguna punzada misteriosa que anunciara un fallo en la
maquinaria. Había sobrevivido a otra noche más. Sin embargo, por una vez,
encontró sentido a no haber muerto discretamente durante la madrugada a causa
de algún paro cardiaco, que era como morían los viejos sin inventiva. Hoy tenía
algo importante que hacer. Se levantó ungido de una resolución inédita, y
comenzó a vestirse aprovechando la inercia del impulso, un poco a tientas en
aquella claridad sucia. Se peinó con los dedos, ocultó su blando andamiaje bajo
la concha del abrigo, y huyó del piso antes de que los demás despertasen,
trastornando la casa con el ajetreo de las redadas.
Cuando
emergió del portal, Mateo descubrió con alivio que había escampado. Acariciando
el bulto que llevaba en el bolsillo, recorrió lento las calles, que se hallaban
húmedas, como resentidas. Atravesó el parque-cito, sumergiendo sus zapatos en
la alfombra de crujidos que tejía la hojarasca. El amanecer escanciaba sobre
los árboles desmochados la luz gloriosa del otoño. Junto a él, haciendo resonar
la tierra, pasaban algunos corredores envueltos en sus respiraciones
ferroviarias y, de vez en cuando, la maleza escupía un gato de fisonomía
líquida, que le dedicaba una mirada cómplice, como si conociese sus propósitos.
-Lo que yo
no quiero es tener que pasarme años llena de tubos en una cama -oyó decir a la Dolores como si caminase a
su lado, y eso le hizo acelerar el paso.
La había
conocido apenas seis meses antes, en la puerta de Urgencias del Hospital
Clínico, donde solía sentarse las mañanas de sol a ver llegar las ambulancias.
Allí también había conocido a Caparrós. Le habían llamado la atención porque
parecían llevar colocados sobre aquel poyete toda la vida. Por mucho que
madrugara, al pasar por delante del hospital, Mateo siempre los encontraba en
sus puestos, como si hubiesen pasado la noche allí, inertes e indiferentes al
frío, figuritas de un belén que tarda en recogerse.
Se lo pensó
mucho antes de unirse a ellos. Cuando lo hizo, fue recibido con miradas de
indiferencia, pero eso no lo desalentó. Les gustara o no su presencia, él
necesitaba compañía, y aquella era la mejor que ofrecían los alrededores. Esa
primera vez permaneció junto a ellos en silencio, oyéndolos charlar sobre esto
y aquello, hasta que la llegada de una ambulancia los hizo callar. Atentos,
tiznados por el resplandor azafrán que arrojaba el vehículo, observaron
entonces el brote de actividad que produjo la aparición. Un par de enfermeros
surgieron del interior del edificio para rodear la ambulancia, que enseguida abrió
sus puertas traseras y mostró su mercancía: un hombre orondo, cincuentón, con
la mascarilla cubriéndole los dientes como un bozal. Alguien le había
desabrochado la camisa, y ahora exhibía contra su voluntad un pecho tapizado de
pompones de vello y una tripa considerable que probablemente encogía con
agilidad al paso de las mujeres. Sólo cuando la camilla se perdió en los
intestinos del edificio, sus compañeros recuperaron el habla.
-Un infarto
-aventuró Caparrós.
-Cirrosis
-le corrigió la Dolores
casi con desgana-. ¿No te fijaste en lo amarillo de la piel?
Mateo los
observó con curiosidad.
-Intoxicación
-arriesgó, fingiendo toda la convicción de que fue capaz.
Los otros dos lo miraron en silencio,
sorprendidos por su intromisión, hasta que al poco salió Rafael, uno de los
celadores que estaban de guardia aquel día y, tras componer una mueca de
reprobación al verlos allí, entretenidos en su macabra timba, les comunicó el
diagnóstico con una sonrisa cómplice.
-Marisco en
mal estado -les reveló desde la puerta.
Aquello le
reportó a Mateo el ingreso en el pequeño grupo.
Según sus
cálculos, la Dolores
debía rondar, como él, los ochenta años. Era una anciana de apariencia sólida y
aire venerable que rara vez sonreía. Parecía continuamente malhumorada, pero sus
ademanes, enérgicos y bruscos, contrastaban con la dulzura que anidaba en sus
ojos claros. De joven había servido en la cocina de un hotel de costa, donde
los veranos se citaban hordas de aristócratas relamidos para tomarle el pulso
al país mientras se emborrachaban con brandy, y Mateo se la imaginaba rindiendo
sus tardes entre ollas y fogones, cociendo cigalas y desguazando conejos, y
yendo de aquí para allá con bandejas de torrijas a la canela hasta derrumbarse
en su cama herida de cansancio, con quemaduras en los brazos y el trasero
enrojecido de pellizcos improvisados, ansiando que algún caballero andante llegara
hasta ella siguiendo su rastro de cilantro y azafrán. Del paladín que le había
tocado en suerte nunca hablaba. Lo único que Mateo sabía era que una pulmonía
se lo había llevado sin demasiadas contemplaciones hacía ya casi diez años.
Pese a su aspecto huraño, la imaginaba tierna con sus nietos, de cuyo regazo
harían palacio, y de vez en cuando, hasta se sorprendía observándola con
detenimiento, intentando descubrir si había sido una mujer hermosa en su
juventud. Resultaba tentador armar una muchachita adorable y frágil empleando
los mimbres de que ahora disponía, aquellos ojos verdes,
todavía lustrosos, el cabello nevado
recogido con más eficacia que gracia, los labios delicados que parecían haber
olvidado cómo sonreír, pero a Mateo le parecía un ejercicio indecoroso
reconstruir a la Dolores
según sus apetencias de viejo. Aquellas piezas también podían encajar de una
manera más vulgar, debía reconocerlo, y en el fondo tanto daba una cosa como
otra, ahora que el tiempo y el roce con la vida parecían haberla remodelado a
su antojo, igual que habían hecho con él.
Caparrós debía de tener algunos años más. Era un
hombrecillo menudo, nervioso, charlatán, que olía a colonia barata y resfriado
de menta. Poseía un cráneo faraónico, revestido de un cabello blancuzco y
siempre mojado en el que las huellas del peine se marcaban como el surco de un
arado. Debía de haber sido en su juventud uno de esos muchachos espigados y
flexibles, provistos de la musculatura muelle de los felinos, que enamoraban a
las muchachas tejiendo cabriolas en el aire antes de sumergirse en las
albercas. El tiempo, como una lija, le había limado el relieve de los músculos,
otorgándole la delgadez de perchero que gastaba ahora. Exhibía también un
bigotito fino, como pintado a mano por un delineante, sobre una boca estrecha
donde prosperaba ese rictus de ferocidad última de quien ha aceptado la vida
como un calvario legalizado y sostenido. La Guerra Civil le había
reventado la juventud cambiando su fusil de madera por uno de verdad, y de
aquellos años esperando la muerte en la fangosa soledad de las trincheras le
había quedado un puñado de anécdotas atroces y un gusto por las armas que había
cuajado en una colección de pistolas célebres que ahora acumulaban polvo en una
vitrina. Cuando supo de su afición por las armas de fuego, Mateo no pudo
evitar imaginárselo acercándose a ellas durante algún insomnio irrevocable,
tomando su favorita y mitigando su mediocridad sintiéndose como un dios
interino mientras apuntaba a los noctámbulos desde la terraza.
Pero lo
cierto era que tanto a uno como a otro se les iluminaba el rostro cuando las
ambulancias les traían algún conocido. Ver surgir del vehículo el cuerpo convulso
de un compañero de pupitre o de un amigo del casino les calentaba el alma con
la alegría de los supervivientes. Mateo, sin embargo, no tenía conocidos en el
barrio. Antes de que su hijo lo alojase en el cuarto de los trastos, vivía con
su Paloma en un pequeño pisito del extrarradio, allí donde se enredaba la
caligrafía metálica de las vías. Era una trinchera modesta y cómoda, pero
descubrió que no se encontraba tan alejada del frente como él creía el día en
que volvió con el periódico y se encontró a su mujer tirada en la bañera. De
aquello hacía ya casi tres años, y todavía no había podido olvidar la sonrisa
abochornada que combaba los labios de su Paloma por haber tenido que morir
desnuda, sola, y en aquella postura de contorsionista que la hacía parecer una
tumbona mal plegada.
Si se lo
preguntaran, aún hoy Mateo no sabría decir por qué acudía al hospital todas las
mañanas. Sabía que no era sólo por huir del piso de su hijo, donde se sentía un
estorbo. Tampoco porque el parque, único reducto verde del barrio, enseguida
lo invadiesen los niños del colegio próximo, que no cesaban de dirigir miradas
llenas de curiosidad hacia su banco, donde él se marchitaba en secreto,
intimidado por aquel descorche de vida tumultuosa e impoluta. Tenía otras
opciones. Podía acercarse al hogar del jubilado. Podía pasear por el mercado,
y dejarse embriagar por los efluvios y los colores de la mercadería que
exhibían los puestos. Podía incluso dilapidar la mañana en el vientre de un
autobús circular, intentando cartografiar los volubles contornos de la ciudad,
como un explorador del pasado. Sin embargo, nada de eso le atraía tanto como
sentarse a ver llegar las ambulancias. Quizá porque sabía que tarde o temprano
él también tendría que perderse en el laberinto del dolor, escoger de aquel
amplio abanico de dolencias una manera de morir. Por eso, cada mañana se
sentaba en aquel poyete y contemplaba el catálogo de la muerte con la atención
de una novia estudiando un muestrario de vestidos. El género era abundante.
Hasta el día que decidió unirse al grupo, no sospechaba que hubiese tantos
modos de abandonar este mundo. Ahora conocía Mateo la estrepitosa fragilidad
del hombre, construido de piezas delicadas, proclives a la avería. Ahora sabía
de la exuberante malevolencia del cáncer, que se extendía por nuestro interior
en su campaña de tierra quemada, anegándonos las entrañas de oscuridad; de los
inmundos campamentos que la neumonía levantaba en nuestros pulmones; de cómo el
Alzheimer nos desvalijaba la cabeza o el páncreas decidía un día cualquiera
atascarse como una cisterna. Había formas más imaginativas de morir, estaba
claro, que sufrir un sencillo infarto, tal y como decían la Dolores y Caparrós. Pero
no dejaba de sorprenderle a Mateo, en fin, el hecho de que, sin consultarnos,
con una dedicación silenciosa, nuestro cuerpo rumiara su propia destrucción.
Sin embargo, lo que más le asombraba era constatar que, pese a su edad, él aún
no había tenido noticias de las intrigas que sucedían en su interior. La
mayoría de sus conocidos tenían el alma marcada y aterida de tanto coquetear
con la muerte, almorzaban con una constelación de pastillas dibujada sobre el
mantel, podían enseñarte la herida pirata de un bisturí con sólo abrirse un
botón de la camisa. Mateo, por el contrario, se limitaba a arrugarse como un
papel dado a las llamas, a consumirse sin hacer ruido, extrañamente respetado.
La Dolores lo
caló en cuanto lo vio:
-Tú morirás
de puro viejo, Mateo -sentenció con la resolución de los oráculos-, que es la
forma más dolo-rosa de despedirse de la vida.
Y viendo
que Mateo la miraba sin comprender, la Dolores se explayó en los detalles: pronto
empezaría a arrastrar los pies, su riñón flaquearía, perdería gran parte de su
masa muscular, y la capacidad de su vejiga se reduciría, condenándolo a vivir
con la vergüenza de un orinal bajo la cama. Pero más que asustarse por el
lento y pavoroso derrumbe que le auguraba la mujer, a Mateo le decepcionó que
ella lo considerase un individuo sin ingenio para morir. Caparrós tenía sus
sesiones de diálisis y su catarro inextinguible, y a la Dolores la martirizaba la
diabetes y la artrosis le estaba averiando las manos. Mateo, en cambio, carecía
de misterio. Hubiera dado cualquier cosa por poder extraer del bolsillo una
pastilla azul cobalto, o verde manzana, o de cualquier otro color igual de
bonito, revelando así la existencia de alguna dolencia secreta y barroca que no
le hiciera sentirse como un traidor sentado entre ellos.
A media
mañana, la Dolores
se ponía filosófica.
-¿Dónde
crees tú que está el infierno, Mateo? -le preguntaba.
Él casi
nunca le respondía. Se limitaba a encogerse de hombros, dejándose embriagar por
la tibieza del sol que enmelaba la fachada del hospital.
-Los
cristianos lo enclavaron en el centro de la Tierra -intervenía Caparrós, que nunca dejaba
pasar la oportunidad de hacer gala de sus muchas lecturas-. Aunque san Juan
Crisóstomo lo situó en el aire, san Próspero en las nieblas del mar, y alguno
hubo que lo emplazó hasta en el Sol. ¿Sabíais que una de sus posibles
localizaciones se encuentra en la cumbre del Teide, donde se muestra a los
visitantes no sólo la puerta, sino los respiraderos y lucernas del reino de
Satanás?
Mateo
negaba con la cabeza, medio adormecido. Nunca había estado en el Teide, y a
esas alturas dudaba de que alguna vez lo estuviese.
-Tonterías.
El infierno está ahí dentro -aseguraba la Dolores , señalando el hospital con la barbilla-.
En la última planta. Yo lo vi con estos ojos cuando lo de mi hermano Braulio:
no hay llamas ni calderas ni nada de eso, sólo hay camas y viejos llenos de
tubos a los que sus familias no les dejan morir. Así me imagino yo el infierno.
-Pues yo
prefiero imaginarme el cielo -respondía Caparrós-, que es donde pienso ir.
Y lo
describía como una interminable extensión de hierba, poblada de árboles
frondosos, bajo cuya sombra los muertos podían tenderse a degustar los ricos
manjares que un ejército de complacientes huríes les servían en bandejas de
plata. Al oírlo, la Dolores
sacudía la cabeza con repugnancia. Aquella visión se le antojaba la hacienda de
un depravado. Caparrós no estaba de acuerdo, y ambos se enzarzaban en una
estéril discusión sobre la estética del paraíso, hasta que le pedían a Mateo
que realizara su propuesta, como si se tratase de un concurso de arquitectura.
Pero Mateo nunca había tenido mucha imaginación, y la poca que tenía no le
alcanzaba más que para imaginarse el cielo como una nada inmaculadamente blanca
y fragante en la que poder flotar sin que ninguna cosa importara. Aquel paraíso
minimalista solía poner fin a la discusión.
-Lo que yo
no quiero es tener que pasarme años llena de tubos en una cama -aclaraba
entonces la Dolores.
Por las
tardes, sin embargo, el sol daba en la otra puerta del hospital y para aguantar
el frío en el poyete hacía falta mucha voluntad. Mateo, como los demás,
prefería pasar la tarde en casa, aunque en su caso eso significara reanudar la
guerra fría que sostenía con su nuera desde que se mudó al piso de su hijo. La
mujer, uno de esos ejemplares de hembra a los que el matrimonio parece
marchitar en cuestión de meses, había acatado su traslado sin atreverse a
contradecir al marido, pero ponía todas sus dotes interpretativas en hacerle
ver cuánto le desagradaba su presencia, y a Mateo, que ya de por sí se sentía
un intruso, aquella actitud belicosa había terminado por sumergirlo en una
inquietud continua. Al principio, echando mano de sus pobres recursos de
seducción, había intentado conquistarla, pero enseguida tropezó con una
resistencia extrema, lindante con lo irracional, que lo inundó de pavor. Tras
la constatación de que toda amnistía era imposible, de que aquella mujer había
venido al mundo con la secreta misión de odiarlo, barajó la posibilidad de
rendirse, de coserse unas campanitas al pijama y transformar el cuarto de los
trastos en su lazareto particular. Si no lo hizo fue porque albergaba la
sospecha de que aquella estrategia lograría que la tristeza que le anegaba el
alma alcanzara su pleamar, aniquilando su ya de por sí escasa voluntad de
supervivencia. Se propuso, por el contrario, plantar batalla: no restringió
sus salidas, pese a quedar fatalmente expuesto al devastador desprecio de la
mujer cada vez que se la cruzaba por el pasillo, e incluso se atrevió a
acaparar el sillón más esquinado del salón.
Durante las
comidas, Mateo tampoco recibía auxilio del resto de su familia, que parecía
ajena al duelo en el que ambos andaban enfrascados. Desde su rincón, mientras
dejaba que se enfriara la sopa, los observaba en silencio, intentando
comprender cómo era posible que pudiera sentirse tan distinto a ellos si todos
eran brotes de la misma cepa, si por todos corría su misma sangre. Presidiendo
la mesa, a un tiro de piedra del televisor, se encontraba su hijo, achicando la
sopa con gesto de autómata, sin abandonar tampoco entonces esa mueca de
ensimismada contrariedad de quienes se sienten estafados por su destino. Diez
años atrás, había empeñado sus ahorros en la compra de una modesta casa de
campo, que se vio obligado a vender precipitadamente, sin apenas haberla
disfrutado, cuando la competencia convirtió en espejismo los pingües beneficios
de su taller mecánico. De la existencia en aquel paraíso fugaz sólo le quedaba
ahora una incorruptible desconfianza en la vida y sus mudanzas, aparte de un
puñado de herramientas de jardinería de las que nunca había querido
desembarazarse. Mateo solía observarlo con lástima, mientras respiraba el tufo
a grasa y aceite de frenos que lo acompañaba siempre, precediéndolo por la vida
como el azufre a los demonios. A su derecha se sentaba su nieto, un
adolescente espigado y huraño que amenazaba con descarriarse si nadie lo
impedía. Al otro extremo de la mesa, esparciendo sus esporas de rencor, se encontraba
su nuera, en quien Mateo evitaba detener la mirada. Y a su lado, haciendo
equilibrios sobre dos cojines y manejando la cuchara casi con la misma torpeza
que él, se hallaba su nieta, la única alegría que le había deparado su encierro
en aquella casa. Con apenas seis años recién cumplidos, su nieta destilaba
todavía ese aire de criatura mágica, de híbrido entre persona y duende que
irradian los niños. Mateo la contemplaba con ternura, admirando cada uno de
sus gestos de marioneta, preguntándose en qué clase de mujer se convertiría,
qué tormentos y alegrías le tendría reservada la vida, o cuánto tardaría en
dedicarle el mismo desdén que le profesaban los otros.
Cuando la
comida concluía, disolviendo a la familia, Mateo se sentaba en el sillón del
rincón, e intentaba comprender el programa que emitía el televisor, pero
enseguida perdía el hilo y se dedicaba a espiar cómo el sol manso de la
sobremesa recorría la terraza, desde los geranios a la bombona de butano, una
ruta en la que empeñaba la tarde. Era entonces, en el momento en que las
primeras espigas de oscuridad brotaban en los rincones, cuando su nieta lo
reclamaba tomándolo de la mano, para guiarlo como un lazarillo hasta la mesa
del comedor, donde desplegaba su arsenal de lápices y cuadernos.
Mateo la ayudaba a hacer los deberes con
una sonrisa en los labios, agradecido de que los arcanos de la caligrafía los
convirtiesen en cómplices por unas horas.
-¿Tú cuándo
te vas a morir, abuelo? -le preguntó una tarde la niña.
Sorprendido
por su pregunta, él la contempló sacarle punta al lápiz, sin saber qué
responder.
-Aún no lo
he decidido -dijo al fin-. Ya veremos.
-Y cuando
te mueras, ¿irás al cielo o al infierno?
Mateo se
encogió de hombros.
-Dios dirá
-contestó, mientras en lo más hondo de sí mismo se imaginaba caminado por la
hierba del cielo de Caparrós, en dirección a un grupo de huríes tan bellas como
ociosas.
-Escucha,
Mateo, he estado cavilando y he llegado a la conclusión de que no tendríamos
que pasar los cuatro días que nos quedan resignados a la soledad. Te considero
un hombre apuesto y si a ti no te desagrada demasiado el aspecto de esta vieja
podríamos ir por las tardes a alguna cafetería o a pasear por el parque. Ya no
tenemos edad de entregarnos a pasiones desaforadas, ni tiempo para construir
ningún noviazgo, pero al menos podríamos hacernos compañía. Creo que nos
vendría bien a los dos.
Mateó la
contempló con incredulidad, sorprendido no tanto por la propuesta de la Dolores como por que de
repente ella se le mostrase a las claras como una mujer con necesidades.
-Mira, te
he apuntado mi dirección -continuó, sacando del bolso un pedacito de papel-,
porque dicen que los viejos tienen muy mala memoria. Ahí te espero esta tarde a
las seis. Acudir o no es cosa tuya. Sólo una cosa te pido: si no lo haces,
jamás volveremos a hablar de este asunto.
Tras decir
aquello dejó de mirarlo y se concentró de nuevo en el ir y venir de las
ambulancias, sin aparentar necesitar de Mateo ningún comentario ni pregunta al
respecto. Él tampoco dijo nada, presa de un aturdimiento que tardó en
desvanecerse. Caparrós llegó al poco, dando saltitos e incluso permitiéndose
esgrimir algunos pasos de baile al más puro estilo Fred Astaire, incapaz de
sustraerse a la euforia que siempre le invadía cuando le decantaban la sangre.
Aquella mañana se saldó con dos trombosis, una mujer maltratada, tres cólicos
nefríticos, un hombre destrozado a mordiscos por un perro, tres accidentes de
circulación, cuatro neumonías y un navajazo. El momento más emotivo, sin
embargo, corrió a cargo de un niño de apenas seis meses que se tragó el ojo de
su muñeco en un despiste de la madre.
A pesar de
que el domicilio de la Dolores
no se hallaba demasiado lejos de la casa de su hijo, Mateo se encontró vestido
dos horas antes de las seis. Había recuperado del armario su traje de boda, un
terno oscuro que hacía años que permanecía embalsamado en una funda de
plástico, que abrió con la sensación de estar exhumando un cadáver. Nunca
había pensado que algo lo obligara a volver a envainarse en aquel traje, que
para él representaba el pasado, incluso la felicidad. Ahora lo aterraba tener
que participar de nuevo en la enredada función de la vida. Se lo puso con dedos
temblorosos. Ya
no tenía Mateo el porte de entonces. El
traje le bailaba por todos lados y debía erguirse y alzar la barbilla como un
señoritingo de elevada cuna si quería desbaratar la imagen de fantoche que le
devolvía el espejo. Los nervios y el sudor que le enjabonaba las manos
convirtieron la tarea de anudarse la corbata en una operación ardua y
frustrante, pero no quiso pedirle ayuda a su nuera, pues no confiaba en que la
mujer pudiera resistirse a aquella oferta de estrangulamiento. Completó la
añeja indumentaria con unos zapatos de piel igualmente trasnochados, y se
sentó en la cama con el aire reconcentrado de un púgil que espera su salida al
cuadrilátero.
A cada
minuto que pasaba, sentía los músculos más tirantes y cómo el corazón le
palpitaba con más fuerza de la acostumbrada, incluso le pareció que comenzaba
a experimentar un ligero mareo. ¿A qué se debían aquellos síntomas dignos de un
colegial? Sin dejar de manosear el papelito con la dirección de la Dolores , se miró los
zapatos y juzgó que no estaban lo suficientemente resplandecientes. Buscó un
pañuelo, se descalzó, y comenzó a darles lustre, primero al derecho y luego al
izquierdo, para volver de nuevo al otro por no haber quedado satisfecho con su
brillo. De vez en cuando, echaba una ojeada al despertador que había en su
mesilla. La hora de su cita iba aproximándose con lentitud, pero aún le quedaba
tiempo más que suficiente para arrancarle a los zapatos el fulgor deseado. Sin
embargo, a pesar del entusiasmo con el que los frotaba, no lograba ver su
rostro reflejado en ellos, y una cosa estaba clara: no pensaba presentarse a
recoger a la Dolores
con los zapatos sucios. Al poco, un nuevo vistazo al reloj le indicó que las
manecillas habían alcanzado la hora que había establecido para su salida. El
brillo de los zapatos, sin embargo, aún lo le satisfacía. Aumentó el ritmo sin
dejar de espiar el despertador, pero pronto tuvo que reconocer que, a causa de
los malditos zapatos, llegaría tarde a casa de la Dolores. Sintió
algo parecido al alivio cuando el reloj marcó la hora de su cita sin que él
hubiese logrado que los zapatos refulgiesen, aun así continuó frotándolos con
el mismo tesón mientras la tarde se oxidaba tras la ventana. No dejó de hacerlo
hasta que la oscuridad le impidió ver sus propias manos. Entonces encendió la
luz y comenzó a desvestirse, lamentando que los zapatos le hubiesen retenido
allí. A pesar de ello, guardó el traje en el armario con la sensación de quien
restaura el orden de las cosas.
A la mañana
siguiente, cuando Mateo llegó a la puerta de Urgencias, sentado sobre el
poyete sólo encontró a Caparrós. Tras intercambiar un saludo, ambos comentaron
la extraña ausencia de la
Dolores , que hasta entonces había exhibido una puntualidad
envidiable. Mateo ocupó su puesto en el poyete y, mientras la esperaban,
continuó barajando el mazo de excusas que había ideado durante la noche sin
decidirse a sacar ninguna carta. ¿Qué podía decirle, que pese a que ella le
gustaba no creía que su cuerpo de viejo fuese a resistir las tensiones propias
del galanteo? ¿Y si disimulaba su cobardía bajo algún contratiempo idiota, le
proponía una nueva cita, buscaba el rosario de su Paloma y le pedía a Dios que
le confiriese el valor necesario para no defraudarla de nuevo? Pero de todos
modos, qué importaba, pensó mientras contemplaba el arribo de la primera
ambulancia. La Dolores
le había prohibido hablar del asunto en el caso de que él no acudiese a la
cita, y Mateo sabía que no tendría el coraje de contradecirla para ofrecerle
una explicación que, a todas luces, resultaría enrevesada y triste.
Ninguno
dijo nada cuando vieron cómo dos camilleros bajaban a la Dolores de la ambulancia,
cubierta hasta el cuello por una sábana y amordazada por la mascarilla. Por
mucho que estiró el cuello, Mateo no acertó a ver si estaba consciente. A su
lado, Caparrós movía la cabeza, entre afligido y atónito. Cuando la camilla se
perdió en el interior del hospital, les extrañó no oír la voz de la Dolores arriesgando un
diagnóstico.
Dejaron
transcurrir la mañana sin atreverse a romper el silencio que había conjurado la
llegada de la mujer. ¿Qué mal aquejaba a la Dolores ? ¿Se repondría o estaría muriéndose en
ese instante mientras ellos cabeceaban consternados? Con esas dudas se
marcharon a casa, y con esas dudas encararon los días siguientes. Cada mañana,
leían con un temblor de aprensión las esquelas del periódico, esperando encontrarse
a la Dolores
con el nombre completo en uno de aquellos lúgubres recuadritos negros, pero la
mujer parecía tener mejores cosas que hacer que morirse. ¿Se hallaría de
regreso en su casa, restableciéndose al cuidado de su familia, o se encontraría
todavía en el interior del hospital? Tras tres días de cavilaciones, Mateo sacó
de su bolsillo el papelito con la dirección de la Dolores y le propuso a
Caparrós poner fin a aquella intriga de una vez por todas.
Decidieron
acudir a su casa esa misma tarde. El domicilio que la Dolores le había anotado
en el papelito correspondía a un piso encastrado en un inmueble de líneas
sobrias y fachada mugrienta, sitiado por unos jardincitos donde sobrevivía una
congregación de plantas lastimosas. Un felpudo de aspecto piojoso los recibió
al fondo de un pasillo interminable. Ante aquella alfombrilla se cuadraron
Mateo y Caparrós tras pulsar el timbre. Al poco, notaron oscurecerse la mirilla
y, azorados, respondieron al escrutinio al que los sometían desde el otro lado
mostrando una sonrisa mansa.
-No van a
abrirnos -auguró, fatalista, Caparrós.
Mateo casi
deseó que su pronóstico fuese cierto. Desde el momento en que se habían
plantado ante el edificio, su corazón había comenzado a latir con más fuerza y
las rodillas le temblaban. La posibilidad de que la Dolores se encontrase allí
había vuelto a hacer que el cuerpo se le amotinase. Pero no hubo suerte. La
puerta se abrió, y una mujer de unos cincuenta años, de rostro afilado y
ojeroso, les derramó encima una mirada inquisitiva. Se abrigaba con una rebeca
muy gastada, y llevaba el cabello recogido sin gracia en un moño desmadejado
que más parecía el nido de un pájaro donde hubiese hurgado una comadreja. Mateo
se aclaró ruidosamente la garganta, como un tenor a punto de salir al
escenario, y le preguntó con un hilito de voz si una anciana llamada Dolores
vivía allí. La mujer asintió, sin dejar de estudiarlos con recelo. Se
identificó al fin como Elena, hija de la aludida. Él le explicó entonces que
eran amigos de su madre, que se habían enterado de que había ingresado en el
hospital y que venían a preguntar cómo se encontraba. Sus palabras
desencadenaron un segundo escrutinio, aún más pormenorizado. Finalmente la
mujer debió de juzgarlos inofensivos, porque se apartó a un lado y les permitió
la entrada.
Apenas
franquearon el umbral, los asaltó un olor familiar y barroco, hecho de tufo a
sumidero, guiso de siempre y vida apretada. Aquel olor a ángel que se
pudre en alguna parte, tan parecido al
que gravitaba en la casa de su hijo o en su pisito del extrarradio, y que Mateo
siempre había considerado propio de los campamentos humanos que caían fuera de
la jurisdicción de Dios, los acompañó a lo largo del lóbrego corredor por el
que les guió la mujer. Envuelto en una penumbra tupida y jalonado de cuadros
cinegéticos, el pasillo fue a desaguar a un saloncito diminuto donde parecía
llevarse a cabo un ensayo del Apocalipsis: el televisor retumbaba en una
esquina, la alfombra era una escombrera de juguetes y, sobre una mesita de cristal,
dos niños de cuatro o cinco años urdían un duelo entre un camión de bomberos y
un grotesco dinosaurio azul. Mateo suspiró aliviado cuando la mujer les ordenó
que se fuesen a jugar al dormitorio, pero tuvo que apartar la mirada cuando
esta, ante la negativa de los crios, no dudó en sacarlos de allí a rastras. Así
se procedía en aquel sitio, pensó, observando con apuro aquella dinámica
íntima. Cuando Elena regresó, quien sabía si tras partirles el cuello o
arrojarlos por la ventana, desbrozó el sofá de revistas del corazón y les
invitó a sentarse. Mateo y Caparrós se apresuraron a tomar asiento, temiendo
que ahora que no había niños a la vista, la ira de la mujer cayese a plomo
sobre ellos. Cuando los tuvo sentados, Elena sonrió con satisfacción, como si
estuviese ante dos focas amaestradas.
-¿Les
apetece un café? -preguntó.
Mateo y
Caparrós asintieron al unísono, y la mujer se perdió hacia la cocina, de donde
pronto regresó con una bandeja en la que daban bandazos tres tazas, un azucarero
y un platito con pastas y galletas. Mientras distribuía las cosas sobre la mesa
con los armoniosos movimientos de un trilero, Mateo echó un vistazo temeroso al
pasillo que se abría al otro lado del cuarto, preguntándose si la Dolores se hallaría
agazapada en algún lugar de la casa, aguardando a que su hija le diese el pie
para llevar a cabo su aparición estelar.
-¿Dónde
conocieron a mi madre? -quiso saber la mujer.
-En el
parque -respondió Mateo, ante la mirada sorprendida de Caparrós.
La mujer lo
miró con extrañeza. -¿Era aMí donde pasaba las mañanas?
-Sí.
Elena
sacudió la cabeza, sonriendo ligeramente. Con sus manos de santo de madera,
sacó un paquete de tabaco de uno de los bolsillos de la rebeca y les ofreció
un cigarrillo. Ambos rehusaron el ofrecimiento. Elena se encogió de hombros, se
subió un cigarrillo a los labios, lo encendió y escupió a un lado un gurruño de
humo. Solo entonces se animó a romper el suspense:
-A mi madre
le dio un infarto el jueves pasado -leT informó.
Mateo y
Caparrós cabecearon al unísono. Un infarto. Al final, tampoco la Dolores había demostrado
demasiada imaginación, pensó Mateo.
-Fue algo
que nos cogió por sorpresa a todos -reconoció Elena, expulsando el humo con
morosidad-. Mi madre tenía muy vigilados el colesterol y la tensión, ¿saben?
Pero aquella mañana se levantó extrañamente silenciosa, se tomó el desayuno
abstraída y, antes de irse, se asomó a la ventana del salón y permaneció unos
minutos mirando el cielo, como si esperase ver a Dios escondido entre las nubes
como un conejo. Al poco se llevó la mano al pecho, soltó un gemido ronco, y se
desplomó sobre la alfombra.
-No somos
nada -comentó Caparrós en tono trágico, acunando una pastita de aspecto rancio
que no se decidía a llevarse a la boca.
-Ya la
tarde anterior había estado rara -continuó la mujer ignorando al viejo-. Estuvo
probándose un montón de vestidos antiguos que hacía años que no se ponía,
hasta que la llamé para cenar. Entonces me miró sorprendida, como si hubiese
perdido la noción del tiempo, y dijo que prefería acostarse sin comer nada. Le
pregunté qué le pasaba, pero no quiso decírmelo. Imaginé que había pasado la
tarde acordándose de papá, vistiéndose para él, como si supiese que al día
siguiente Dios vendría por ella.
Mateo dejó su taza de café sobre el
platito, como si de repente pesara toneladas. Caparrós soltó un suspiro más o
menos desgarrador, e intentó formular otro comentario aciago:
-Estoy
seguro de que fue así, señora. Los viejos olemos la muerte, créame. Somos como
esos perros que...
-En fin -lo
interrumpió la mujer-, ahora se encuentra en coma. Al parecer, el infarto le ha
dañado mucho el cerebro,
Caparrós,
indiferente al ostracismo conversacional al que pretendía arrastrarlo la mujer,
alzó las manos al cielo, como exigiendo que alguien les explicara los caprichos
del universo.
-¿Existe
alguna posibilidad de que salga del coma? -inquirió Mateo.
La mujer
negó con la cabeza, mientras expulsaba otra hilacha de humo.
-Los
médicos creen que no despertará -dijo con resignación-. Incluso se han
atrevido a sugerirme que sería mucho mejor para todos que la naturaleza
siguiese su curso. Pero yo no he querido ni oír a esos cabrones. Dios se la
llevará cuando tenga que llevársela. Mateo asintió.
-Tenemos
que irnos ya -dijo de pronto, propinándole un disimulado codazo a Caparrós,
que se levantó al instante, todavía con la pastita en la mano.
La mujer
los observó alzarse bruscamente, como muertos devueltos a la vida por alguna
suerte de pócima o conjuro. Visiblemente aliviada, aplastó el cigarrillo en el
cenicero y también ella se levantó para conducirlos a la salida antes de que
cambiasen de opinión. Estaban a punto de abandonar el salón cuando Mateo se
detuvo, entorpeciendo la marcha, para preguntarle a la mujer, preso de una
súbita inspiración, si tenía alguna foto de su madre de joven. Elena lo observó
con curiosidad.
-Claro. En
su habitación hay algunas -dijo al fin, señalando hacia una puerta que había al
otro lado del pasillo.
Mateo
interpretó el gesto como una invitación a profanar libremente el santuario de la Dolores , y se dirigió
hacia allí mientras los otros aguardaban en la penumbra lastimosa del corredor.
Se trataba de un cuartito con las paredes pintadas de malva. La elección del
color le sorprendió, hasta que comprendió que aquella habitación debía de
haber sido en el pasado la madriguera de alguna hija de Elena. Los espiches y
agujeros que horadaban las paredes, y el armario rosa cuyas puertas se hallaban
empapeladas con fotos de cantantes jóvenes, reforzaron su hipótesis. Pero de
aquella época sólo quedaba un rumor de juventud, que se extinguía lentamente
bajo el efluvio dulzón de la vejez. Se imaginó a la Dolores examinando con
curiosidad aquellas fotos de muchachitos atléticos con flequillo y pendiente,
sintiéndose ajena a
esa nueva encarnación del deseo. ¿Había
un modo más perverso de obligarla a tomar conciencia del paso del tiempo? Pero,
al menos, ella no había sido deportada al cuarto de los trastos. Mateo
contempló la cama que ocupaba una esquina, la mesilla de noche con su rosario
y su jarrita de agua, la mecedora poblada de cojines donde la Dolores acuñaba su
cansancio de siglos, los trapitos de encaje que cubrían cada mueble como los
espumarajos de un epiléptico, y la ventana orientada a los jardincitos de
abajo, a través de la cual podía espiarse el trasiego del mundo sin ser
descubierto.
Reparó
entonces en la constelación de fotografías que había colgadas junto a la cama.
En la mayoría aparecía la
Dolores casi como la había conocido, mientras entre sus
brazos circulaba una legión de bebés con aspecto de pan recién horneado. Pero
una de ellas la mostraba con unos treinta años, junto a un hombre corpulento de
mirada resuelta, que lucía un sombrero de paño marrón y sonreía a la cámara
como si la vida fuese una inacabable parrillada de felicidad. Le sorprendió que
aquella desconocida llevase prendida a la boca la sonrisa un poco desabrida de
la Dolores. A
los treinta no había sido guapa, tampoco de muchacha, según revelaba otra de
las fotografías del lote, que la mostraba con unos dieciocho años, vestida con
un trajecito sobrio que le enturbiaba las formas y sentada en una butaca
incómoda que parecía haber sido sustraída de un convento, en lo que debía ser
el estudio de un fotógrafo depresivo. La nariz demasiado grande, la boca
demasiado pequeña, el cabello como un manojo de algas trenzadas. Sólo la
dulzura desbocada que le bullía en la mirada parecía redimirla de la vulgaridad.
Mateo descolgó la foto y la observó detenidamente, intentando relacionar
aquella muchachita con la anciana que había conocido en la puerta del hospital,
pero no logró liberarse de la sensación de que eran dos personas diferentes. Le
resultaba sin embargo sospechoso que la vida les hubiese hecho encontrarse a
estas alturas, con los ovillos de sus existencias ya desliados del todo, tras
haber dejado sobre el mundo el mismo rastro endeble, como de tinta simpática,
cada uno con su hatillo de sueños todavía a la espalda, cada uno con más
recuerdos de los que podía recordar, recuerdos que no necesitaban enseñarse
para saber que provenían de la misma cepa de miseria, porque Dios carece de la
imaginación suficiente como para inventarle un destino diferente a cada una de
sus criaturas. Ambos eran variantes de una misma y doliente partitura. Para qué
entonces aquel encuentro intempestivo, qué podrían haber añadido a unas vidas
ya selladas si se hubiesen citado en alguna cafetería para mirarse a los ojos.
De qué serviría ahora experimentar algo que no habían sentido a su debido
tiempo, cuando ya nada podría prender en aquella piel arrugada tan parecida al
cartón mojado. Quizá, si se hubiesen conocido en aquella época, el amor les
hubiese atacado con una furia inexplicable, pero se habían encontrado cuando
él lo único que podía hacer, según lo visto, era intentar matarla provocándole un
infarto. Sin embargo, le conmovía a Mateo el gesto de la Dolores , el que ella
confiara en que aún no estaba todo perdido, que no por viejos tenían que
cerrarse ellos mismos la tapa del ataúd. La Dolores creía que todavía era posible sentir,
pero él no había querido ayudarle a demostrarlo, temiendo que una emoción
imprevista, que un sentimiento a destiempo, pudiera pulverizarlo, porque en el
palomar de su corazón no había sitio ya para ningún halcón.
Iba a
colgar la foto de nuevo en la pared, pero se detuvo a medio camino. Tras
considerarlo unos segundos, decidió guardársela en el bolsillo interior del
abrigo, pues apropiársela se le antojó un gesto de cortesía más que de pillaje.
Y salió del cuarto de la
Dolores con paso resuelto, sabiendo que para su hija aquel
repentino vacío en la pared resultaría más elocuente que cualquier cosa que él
pudiera decir.
Caparrós
era una enteca figura oscura y mojada recortada contra la puerta de Urgencias.
Se había puesto para la ocasión una gabardina que le quedaba grande y le
otorgaba cierto aspecto de espantajo, y llevaba las solapas alzadas contra el
afilado rostro. Lo saludó con un movimiento de cabeza breve, casi castrense.
-¿La has
traído? -preguntó Mateo.
-Sí
-respondió Caparrós-. Y he elegido mi favorita. La ocasión lo merece.
Mateo
asintió distraído y le bajó las solapas, desbaratando el aire de espía barato
que Caparrós se había esforzado en componer. Le hubiese gustado poder borrarle
también la mirada de sicario con la que había salido de casa, pero eso no sabía
cómo hacerlo. Finalmente, se encogió de hombros, y se volvió hacia la entrada
del hospital, que a aquella hora se encontraba envuelta en una inusitada calma.
Era la primera vez que iban a franquear la puerta de lo que para ellos se
había ido convirtiendo con los días en una suerte de templo sagrado. -Bueno
-suspiró para insuflarse ánimos-, vamos allá. -Adelante -gruñó Caparrós. Tras
la puerta los aguardaba una sala amplia como una pista de tenis, poblada de
butacas de plástico verde; aproximadamente una docena de ellas estaban ocupadas
por personas somnolientas que esperaban a ser atendidas, iluminadas con
vehemencia por las despiadadas luces del techo. Al fondo de la estancia se
encontraba el mostrador de recepción, tras el cual se atrincheraba una
enfermera cuarentona de rostro adusto. Hacia allí se dirigieron Mateo y
Caparrós tras intercambiar una mirada. Con el paso decidido y nervioso de dos
atracadores de bancos, llegaron hasta el mostrador y echaron un vistazo a su
alrededor, comprobando con alivio que disponían de la intimidad suficiente para
llevar a cabo su plan.
-Por favor,
señorita, ¿la habitación de Dolores Montiel? -inquirió Mateo.
La
enfermera alzó el rostro de sus papeles, y los observó con desgana.
-¿Son
ustedes familiares suyos? -preguntó con una punta de desconfianza.
-Somos
amigos -respondió Mateo.
-Pues me
temo que no puedo dejarles pasar, caballeros -les despachó la enfermera,
volviendo a sus informes.
-Quizá no
nos hayamos explicado bien -intervino Caparrós inclinándose sobre el mostrador
e imponiéndole a su voz un tono amenazador que a Mateo le resultó excesivo-.
Queremos saber el número de habitación de nuestra amiga. No nos obligue a usar
la violencia.
La enfermera estudió a Caparrós de arriba
abajo con una mirada socarrona.
-¿Perdón?
-dijo, desafiándolo con una sonrisa escéptica.
Caparrós
sacudió lentamente la cabeza, visiblemente decepcionado. Luego dio un paso
atrás, sumergió la mano con gesto de ilusionista en los intersticios de su
gabardina, y sacó una pistola con la que apuntó a la enfermera entre los ojos.
Mateo alzó las cejas al ver que se trataba de un pistolón antiguo, fabricado en
madera, de empuñadura curva, percusor de hierro labrado y adornos en nácar.
Dudó de que aquel arma pintoresca, que Caparrós parecía haber sustraído del
cinto al mismísimo Barbanegra mientras dormía, diese el pego. Sin embargo, la
enfermera no parecía muy versada en armamento, a juzgar por la repentina
palidez que embargó su rostro.
-Dame el
puto número, zorra -escupió Caparrós entre dientes-, si no quieres que
desparrame tus sesos sobre la mesa.
Mateo
suspiró. No sabía qué le escandalizaba más, si la aplicación con que Caparrós
representaba su papel o aquellas frases imposibles. Echó una mirada rápida a su
alrededor, y comprobó con alivio que nadie parecía reparar en lo que estaba
sucediendo al fondo de la sala. La mujer tecleaba en el ordenador, con la
expresión demudada, mientras Caparrós tamborileaba con los dedos de la mano
libre sobre el mostrador.
-Está en la UCI -anunció al fin la
enfermera con un hilito de voz-. Última planta. Habitación 134.
-Buena
chica -la consoló Caparrós con una dulzura casi paternal-. Ahora escúchame
atentamente. Voy a apoyarme en el mostrador para apuntarte por debajo de mi
brazo sin que nadie pueda verme. Así estaremos un tiempo, hasta que mi amigo
regrese. No quiero hacerte daño, pero en cuanto vea un movimiento sospechoso
por tu parte no dudaré en apretar el gatillo.
Al oír
aquello, Mateo palideció casi tanto como la mujer. ¿Cuántas veces había hecho
aquello Caparrós? ¿A cuántas enfermeras habría encañonado con pistolas de
juguete? Su compañero se giró hacia él con una amplia sonrisa en los labios y
le dedicó un gesto de apremio.
-Vamos, no
tenemos todo el día -lo azuzó-. Habitación 134. No lo olvides.
Mateo
asintió atolondradamente, y se internó por el pasillo que conducía a los
ascensores. Habitación 134, habitación 134, repetía mientras caminaba con la
cabeza gacha, evitando mirar al personal del hospital con el que se cruzaba.
Cuando alcanzó los ascensores tenía la espalda revestida de sudor. Echó una
mirada por encima de su hombro, pero nadie parecía prestarle la más mínima
atención. Para su sorpresa, el plan estaba saliendo bien. Caparrós había
cumplido su parte como un verdadero profesional. Ahora era su turno. No podía
dejarse llevar por los nervios y estropear un plan que él mismo había trazado.
Respiró hondo, tratando de serenarse. Cuando las puertas del ascensor más
próximo se abrieron, Mateo se apresuró a entrar en él. Estudió el panel de
botones, pulsó el de la última planta, y aguardó. Por fortuna, las puertas del
ascensor se cerraron antes de que alguien más lo abordase, y Mateo, solo en el
interior de la cabina, pudo recostarse contra una de las paredes y pasarse un
pañuelo por la frente enjoyada de gotitas de sudor. Le hubiese gustado seguir
allí dentro de por vida, recorriendo pisos de algún edificio interminable, un
estilete de cemento y cristal clavado en la lustrosa piel del firmamento, pero
las puertas del ascensor se abrieron sin apenas darle tiempo a guardarse el
pañuelo.
Ante él se extendía ahora el reino de la Dolores , un territorio
hecho de pasillos yermos, en los que el silencio flotaba como un velo
misterioso. Emprendió su recorrido leyendo los números de las puertas, hasta
que encontró la que ostentaba el 134. Mateo tragó saliva.
Tras
aquella puerta se encontraba la Dolores. Apoyó en ella una mano trémula, y
empujó. Se encontró entonces en una habitación cuadrada y diminuta, en la que
desplegar un mapa de carreteras habría supuesto el riesgo de una muerte por
asfixia. En su centro, había una cama con ruedecitas, sitiada por un puñado de
máquinas enigmáticas. En ella descansaba, cubierto hasta el cuello por una
sábana, el bulto marchito e inerte en el que se resumía ahora la Dolores. Tenía
varios electrodos estratégicamente repartidos por el cuerpo, que traducían la
absorta melodía de su interior en líneas y pitidos, y un grueso tubo
transparente culebreaba desde su tráquea hasta una máquina con aspecto de
microondas aplastado. El resto de los armatostes parecían tener cometidos
impenetrables o ignominiosos. Mateo se acercó a la mujer con movimientos
reverentes. En realidad, sólo algo parecido a una todopoderosa conciencia
cósmica podría decirle si la
Dolores se encontraba en aquella cama a causa de su
desplante, o sencillamente porque le había llegado el turno, pero ante la duda,
Mateo, como cualquier hombre hubiese hecho en su lugar, había elegido cargar
con la responsabilidad de lo sucedido, y por ello mismo se sentía en deuda con
la mujer. La examinó con afecto. La
Dolores tenía los ojos cerrados y, privada de la dulzura de
sus pupilas, su expresión semejaba la de un siniestro tótem. Daban ganas de
sacrificarle un cordero y exigirle cosechas favorables.
-Hola,
Dolores -la saludó-. Soy yo. Soy Mateo.
La mujer no
se molestó en desbaratar el silencio al que la obligaba el coma.
-Te han
traído al infierno -continuó Mateo echando un vistazo afligido a su alrededor-,
pero yo he venido a llevarte al cielo.
Tras decir
aquello, sacó del bolsillo las tijeras de podar setos que había sustraído de
casa de su hijo. Probablemente, la máquina que le prestaba la respiración
tendría un interruptor de apagado en alguna parte, pero estaba convencido de
que no lograría encontrarlo sin el manual de instrucciones. Era mucho más
rápido y seguro cortar el tubo que se le hundía en la tráquea con aquellas
tijeras de las que su hijo, quizá previendo aquel momento, no se había
deshecho.
-Si no
quieres que siga, házmelo saber de algún modo.
Fuera, en el
pasillo, había dos enfermeros conversando. Mateo pasó a su lado en dirección
al ascensor tratando de no parecer nervioso, pero fue incapaz de evitar que lo
contemplaran con curiosidad. Le pareció que uno de ellos lo llamaba. Aceleró el
paso, sintiendo cómo el corazón le golpeaba el pecho con más fuerza de la
habitual. Afortunadamente, el ascensor se encontraba abierto. Entró en la
cabina respirando trabajosamente, con el cuerpo embalsamado en sudor frío. Al
volverse descubrió que los enfermeros caminaban también hacia el ascensor, sin
dejar de observarlo con recelo, y se apresuró a pulsar el botón de la primera
planta. Entonces descubrió que tenía la vista borrosa. Los botones bailaban
ante sus ojos como un enjambre de avispas luminosas. Apretó como pudo el que
se encontraba más abajo del panel, rezando por que fuese el correcto, mientras
observaba de soslayo cómo los enfermeros apresuraban el paso. Durante unos
segundos interminables los vio avanzar hacia él, hasta que la puerta se
interpuso entre ellos. Mateo pudo entonces suspirar aliviado, pero no tuvo
tiempo de celebrarlo porque un dolor intenso, devastador, le subió
repentinamente por el brazo izquierdo. Fue el preludio de una punzada
lacerante en mitad del pecho que lo obligó a recostarse contra la pared y
llevarse la mano al corazón. Lo sintió debatirse contra sus dedos como un
pájaro vivo. Con más estupor que miedo, se preguntó si estaba sufriendo un
infarto, si iba a morir allí, en ningún lugar concreto, deslizándose entre
plantas.
Comprendió que
así era cuando las puertas del ascensor se abrieron y le mostraron el cielo.
Aún tuvo fuerzas para sonreír al comprobar que Caparrós se equivocaba. El cielo
no estaba hecho de prados interminables donde los muertos holgazaneaban
atendidos por bellas huríes. El cielo era la nada blanca y olorosa que él
siempre había imaginado. Tambaleándose y medio ciego, se adentró en aquel limbo
inmaculado que olía a detergente barato y, apuradas sus últimas energías, se
dejó caer sobre el montículo de sábanas más cercano. Un frío brutal empezó a
envolverlo, a infiltrarse bajo su piel como agua de lluvia. Supo que aquello
era todo. Cerró los ojos y se preguntó si sería verdad que se podía volver de
la muerte. Él esperaba no tener que hacerlo, se encontraba demasiado cansado
para ello. Ni aunque eso le ofreciera la oportunidad de advertir a Caparrós que
todos los catecismos y mapas celestiales estaban equivocados: al contrario de
lo que se creía, el cielo se encontraba debajo del infierno.
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