I. Hacia
Marga
El retrete del bar La
Verónica ni siquiera merecería ese nombre. Era un cuartucho
maloliente, de una angostura de armario escobero que obligaba a orinar con la
taza incrustada entre los zapatos y el picaporte de la puerta presentido en los
ríñones, frío y solapado como una navaja. Sobre la boca desdentada que semejaba
el escusado, cuya loza exhibía barrocos churretones amarillentos, colgaba una
cisterna antigua que desaguaba en un estrépito de temporal, para quedar luego
exhausta, como vencida, antes de emprender el tarareo acuoso de la recarga.
Sobre la cabeza del usuario se columpiaba una bombilla que lo rebozaba todo de
una luz enferma, convirtiendo la labor evacuatoria en una operación triste y
atribulada. La desoladora escena quedaba aislada del resto del mundo por el
secreto de una puerta mugrienta, que lucía delante el medallón reversible de un
cartelito unisex y detrás un garrapateo de impudicias surgidas al hilo de la
deposición. Y sin embargo...
II. Con
Marga
Yo solía dilapidar las
tardes en La Verónica ,
el único bar de los que se encontraban cerca de casa que a Marga le repugnaba
lo bastante como para no ir a buscarme. Era un lugar en verdad repelente, que
parecía desmejorar día a día, como si la cochambre del retrete se fuese
apoderando lenta, pero inexorable del resto del local, de su mobiliario e
incluso de su parroquia. Cubría su suelo un mísero tafetán de huesos de
aceituna y mondas de gambas, y era difícil encontrar un trozo de pared libre de
la imaginería de la tauromaquia. Regentaba su barra un chaval granujiento que
acostumbraba a errar al tirar la cerveza, y, arrumbada en un rincón,
canturreaba ensimismada una tragaperras, hecha a la idea de seguir rumiando
sus premios durante siglos a menos que la trasladaran a algún otro negocio que
contara con una clientela menos refractaria a las componendas del azar.
En aquel escenario
nauseabundo y ruinoso me escondía yo de la implacable proximidad de mi mujer.
No es que me desagradara su compañía, pero tras el tormento de la oficina lo
que menos necesitaba era tenerla a ella rondando a mi alrededor, detallándome
las incidencias de su trabajo en el instituto, las mortíferas travesuras de los
alumnos o las ridículas cuitas sentimentales del profesorado. O, lo que era aún
peor, sentándose junto a mí en el sofá, recogiendo las piernas como una
pastorcilla y aventurando estratégicas caricias aquí y allá, buscándome las
cosquillas amorosas con la intención de restaurar la sed de antaño, de prender
en mí alguna chispa de deseo que nos condujera al lecho, o incluso a la mesa de
la cocina, sin querer resignarse Marga a la rutina emasculadora del matrimonio,
a habitar una relación que se descomponía irremediablemente con el paso de los
años, como ocurría en las mejores familias. Harto del anecdotario del instituto
y de su cruzada contra el tedio sentimental que nos envolvía, recurrí a las
migraciones vespertinas, fui probando bares y cafeterías hasta encontrar un
espacio blindado de mugre donde sus remilgos no le permitieran internarse. Nada
más lo encontré, supe que había recuperado mis tardes para emplearlas en beber
cerveza sentado en una esquina de La Verónica o, si me venía en gana, emprender
tranquilos paseos, ir al cine u ocuparme de algún otro asunto que ella no
tenía por qué conocer.
Las tardes que pasaba
allí, que eran la gran mayoría, solía rematarlas con una visita al retrete, y
mientras me abrochaba la bragueta, distraía la mirada en el códice sicalíptico
que la inventiva conjunta de una infinidad de manos confeccionaba en la cara
oculta de la puerta. Allí se apretaban obscenidades comunes, majaderías
ocurrentes, consignas trasnochadas, ripios de enamorados, números de teléfono
donde se garantizaban felaciones memorables... Constituían aquellos garrapateos
el perfecto retrato del alma humana, un abanico de anhelos inconfesables e
inmundicia moral que siempre me hacían repudiar mi desinfectado interior, mi
escasa disposición para el envilecimiento.
Aquella tarde, sin embargo, me sorprendió descubrir entre tanta barbarie
espiritual un consejo tan simpático como escueto: «Ten cuidado al volver a
casa». No pude menos que corresponder con una mueca de afecto al gesto de
alguien al que imaginaba leyendo aquellas inscripciones mientras desalojaba
sus intestinos, cada vez más estremecido o apenado a medida que avanzaba su
lectura, y tomando finalmente la decisión de estampar allí su modesta
recomendación. Todavía sonriendo, salí del retrete y pagué mi consumición. Al
guardarme el cambio, dediqué una larga mirada a la polvorienta tragaperras,
barruntando si la máquina no estaría esperando la ocasión de una moneda para
desembuchar su premio, una diarrea de dinero con la que llevar la contraria a
la mustia parroquia, que parecía convencida de que la fortuna era incapaz de
eclosionar en el deprimente interior de La Verónica.
Fuera, la tarde
expiraba y una luz naranja amortiguaba la fealdad del mundo. Puse rumbo a casa
sin prisas, demorando el regreso, el inevitable enfrentamiento con la mirada
entre gélida y desdichada de una Marga a la que encontraría seguramente en el
salón, ojeando apática alguna revista. Al rebasar la administración de lotería
me detuve a encender un cigarrillo. Expulsé el humo con parsimonia, pensando en
Marga. Me pregunté cuándo había dejado de quererla y por qué, pero no podía
adjudicar una fecha exacta a la descomposición de mis sentimientos. Y menos aún
encontraba un motivo concreto para tal desvanecimiento. Me asombraba, sin
embargo, su ahínco, su coraje de capitán que no deja que el barco se hunda. Pero
sobre todo me maravillaba de que Marga no se hubiese contagiado de mi desgana,
que siguiese apostando por un tipo al que ni siquiera le parecía que mereciese
la pena luchar por todo aquello que se perdía. Eso pensaba cuando el camión se
me echó encima.
III. Sobre
Marga
Desperté en el
hospital, con la pierna derecha enyesada y un collarín en el cuello. Vivo,
algo desmochado, pero vivo después de todo. Marga, mi fiel y paciente Marga,
aguardaba mi resurrección sentada muy tiesa en una butaca de incómodo aspecto.
Del pasillo llegaba hasta nosotros una madeja de sonidos tranquilizadores, ese
runrún doméstico, exento de fatalidad, que siempre acaba inquietando a quienes,
como yo, consideran obligado oír en las clínicas, a modo de hilo musical, un
rosario de estertores, la carraca de la agonía del prójimo.
Aproveché que Marga permanecía abstraída en la ventana para estudiarla
largamente, con un distancia-miento frío e impune, como si se tratase de una
esclava o una nevera. Intenté recordar qué atractivos había visto en ella, qué
me había impulsado a amarla. A pesar de contar con una mirada oscura y lánguida
que quizá pudiera considerarse cautivadora, debía reconocer que Marga era una
mujer más espectacular que hermosa, aunque su manera de despuntar tenía menos
que ver con la exuberancia que con la contundencia. Aparatosamente alta, de
una delgadez filosa, Marga poseía el depurado atractivo de las coníferas, y se
movía con una seguridad súbita y aerodinámica que quizá naciera precisamente de
su falta de turgencias, feliz de llamar la atención lo justo, de que para
encontrar su belleza fuese necesaria una paciente labor de zapa. Imagino que
fue la curiosidad, la ilusión de los buscadores de tesoros lo que me llevó a
hipotecar varios años de mi vida en desentrañar el misterio de aquella
muchacha altísima que vi por primera vez un día de lluvia subiendo jadeante al
autobús que yo solía tomar, el cabello húmedo y revuelto, las mejillas
encendidas por la carrera, los ojos como revólveres amartillados. Me enamoré de
todo lo que sugería aquella expresión sin saber que nada de cuanto yo hiciese
lograría reproducirla. Sin embargo, para mi sorpresa, descubrirla ahora a los
pies de mi cama, con ese aire de fatiga de quien lleva varias noches sin dormir,
removió en mi interior los rescoldos de un afecto antiguo, casi extinto. Me
apresuré a anunciarle mi vuelta con un quejido lastimero, deseoso de escucharla
hablar, de que descorchara su tonta alegría. De que alguien, en definitiva,
celebrara mi regreso al mundo de los vivos con más entusiasmo que yo.
Marga no defraudó mis
expectativas. Según su alborozo, se diría que la vida era un regalo sin
parangón, un negocio rentable de pingües beneficios. No me pareció el momento
de recordarle que la vida, en general, era dolor y locura, y en particular, un
matrimonio que se hundía en un lodazal de insoportable rutina. Tras festejar
mi despertar, Marga, con su habitual dramatismo, reconstruyó para mí el
fatídico accidente que me había postrado en aquella cama. Al parecer, el
conductor del camión que no logré esquivar había sufrido un infarto que lo
había desplomado sobre el volante, incrustando su enorme vehículo en una
administración de lotería. Desbocado, perdiendo su carga de tomates y naranjas,
el camión había arramblado con todo lo que en aquel instante se encontraba
sobre la acera: una farola, un buzón de correos y un pobre infeliz que
regresaba a casa barruntando la posibilidad de abandonar a la mujer que ahora
lo abrazaba entre sollozos desmesurados, confesándole que no habría podido
soportar su pérdida.
Me dieron el alta esa
misma tarde, una vez me hurgaron por dentro con todo tipo de máquinas, no
fuera
a ser que me marchara con el as en la manga de
algún traumatismo craneal o hemorragia interna que descubrir al poco para poner
en entredicho el prestigio del hospital. Pero los resultados no mostraban más
que un hueso roto que podía soldarse en casa, trabarse de nuevo con pachorra de
estalactita mientras yo dormitaba ante la televisión con la pierna en alto.
Durante el regreso en coche, Marga era un canto a la vida que empezaba a
resultar cargante. Yo la observaba y asentía o lanzaba algún gruñido al hilo de
su plática, preguntándome si ahora que me encontraba a todas luces incapacitado
para nuestras cópulas semanales, se olvidaría de mí o acaso le daría por
recuperar aquel talento para la felación que había demostrado en los primeros
meses de noviazgo.
Fue entonces, al pasar ante la mugrienta fachada de La Verónica , cuando recordé
la advertencia que había leído en la puerta de su retrete. La coincidencia de
que alguien hubiese escrito el amable aviso momentos antes de mi accidente me
resultó divertida, hasta que me dio por pensar que estaba calificando de
«casualidad» aquel encadenamiento de hechos simplemente porque no podía aceptar
que estuviesen relacionados. Una vez en casa, sin embargo, la posibilidad de
que existiera un parentesco entre ellos empezó a atormentarme. Condenado a
languidecer en un butacón del salón, hozando con desgana en la obtusa parrilla
televisiva, no encontré mejor remedio contra el redoblado tedio de mis días que
darle vueltas al asunto. Especulé sobre la posibilidad de que aquella graciosa
sugerencia no tuviese más destinatario que yo mismo, y que, por lo tanto, no
fuese una frase hecha sino un llamamiento urgente a la previsión. Podía admitir
la extravagante idea de que alguien tratara de comunicarse conmigo utilizando
la puerta de un retrete, pero lo que no podía aceptar era que ese alguien estuviese
al corriente de lo que habría de sucederme veinte minutos después. Quizá, a
pesar de que yo había reparado en la inscripción aquella tarde fatídica, el
mensaje llevara allí estampado días, incluso meses, y el recatado tamaño de la
letra y su ubicación entre dos demoledores exabruptos, habían logrado que me
pasara inadvertido hasta entonces. Pensar que el aviso nada tenía que ver
conmigo era lo más sensato, pero estaba claro que no descansaría mientras
existiese una mínima posibilidad de que la maldita advertencia estuviese
dirigida a mí, de que en alguna parte hubiese alguien capaz de predecir mi
futuro, cuando no de conocerlo al dedillo. Concluí que para recuperar la
tranquilidad debía volver a examinar los garrapateos que tapizaban la puerta
de la letrina. ¿De qué me serviría eso? No lo sabía con exactitud, pero
albergaba la esperanza de descubrir otros mensajes escritos con la misma
caligrafía sobria, observaciones de similar jaez que llevaran pudriéndose allí
un largo tiempo, y que, por supuesto, no me concerniesen. Eso demostraría que
el autor de aquellas advertencias tan vagas y genéricas habría logrado conmigo
un acierto más que discutible, tan dudoso como los que consiguen los horóscopos
de las revistas.
Convencer a Marga de
que necesitaba tomarme una cerveza en La Verónica fue complicado. Incluso a mí me hubiese
resultado digna de estudio mi insistencia en malgastar una tarde en aquel antro
repugnante. Pero, finalmente, Marga, harta de mi cantinela, accedió a llevarme
al bar. Tomamos las llaves del coche, las muletas y emprendimos el camino hacia
La Verónica ,
juntos por primera vez. Nuestra irrupción en el local cortó el aliento a la
parroquia. Una docena de rostros entre patibularios y devastados se volvió
hacia nosotros. Un lisiado tratando de mantenerse sobre un par de muletas no
suponía demasiada novedad, así que enseguida se desentendieron de mí y
centraron su atención en Marga, que desentonaba allí tanto como una pala de
pescado. Para aquellos palurdos, acostumbrados a yacer con hembras tan zafias y
erosionadas como ellos, un ejemplar como Marga debía de antojárseles un lujo
extremo, la dolorosa encarnación de aquello que jamás tendrían. Pero a mi mujer
no parecieron incomodarla los altos índices de rijosidad que su presencia
desataba en la conmocionada clientela, me ayudó a sentarme en la mesa de
siempre y se limitó a contemplar con repugnancia el platito de olivas con que
el camarero acompañó las cervezas.
Bebí de la mía y
encendí un cigarrillo, haciendo el paripé de encontrarme cómodo allí mientras
vigilaba la puerta del aseo, sintiendo cómo empezaban a sudarme las palmas de
las manos y el pulso se me trastornaba. Mi mujer tamborileaba con sus uñas
sobre la mesa, produciendo un molesto repiqueteo que tenía hechizado a los
parroquianos. Seguramente muchos de ellos entreveían en aquel gesto claros
síntomas de un declive conyugal del que sacar tajada, de ahí aquella agitación
casi palpable de toros en el redil que estremecía la barra. Ajenos a ellos,
Marga y yo intercambiábamos banalidades envueltos en los graciosos tirabuzones
que urdían nuestros cigarrillos. Cuando calculé que había transcurrido un
tiempo prudencial, informé a Marga de una repentina urgencia y enfilé hacia el
retrete trastabillando con las muletas.
Nada más entrar, atranqué la puerta a mi espalda y, bajo la miserable
luz de la bombilla, examiné las aberraciones de su superficie con la atención
de un filatélico. Una vez localicé la advertencia que me había hecho contraer
con Marga una deuda que difícilmente podría pagar, comencé a repasar el resto
de las pintadas, confiando en descubrir alguna otra inscripción redactada con
la misma caligrafía minúscula. No tuve que buscar demasiado. Incrustado entre
una exaltación de la antropofagia y una consigna xenófoba, encontré otro
mensaje escrito sin ninguna duda por la misma mano. Aquel descubrimiento volvía
el mundo racional. El autor del aviso de mis desvelos era aficionado a
escribir sobre las puertas de los lavabos, adoctrinar a los aburridos
evacuantes era, al parecer, su misión en esta vida. Y sólo había sido
casualidad que mis ojos se posaran en aquella frase en concreto justo antes de
que un camión me pasara por encima, espoleándome a buscar entre aquellos dos
hechos una consanguinidad inexistente. Pero la sonrisa con que festejé el
hallazgo se me congeló en los labios al leer el mensaje. Parpadeé, sin poder
creerlo. Lo leí de nuevo, una, dos, tres veces, sin que por ello variara su
imposible contenido. Mareado, me recosté contra la puerta. Una vez más calmado,
me senté en el inodoro y contemplé con entereza la inscripción, aquel «Marga lo
descubrirá mañana» que alguien había escrito en la puerta. Aunque no me
nombraba, no había duda de que el mensaje estaba dirigido a mí. Yo era su único
destinatario. ¿Cómo era posible? Me limpié el sudor de la frente con el dorso
de la mano mientras resolvía dejar aquella pregunta para otro momento. Eso
podía esperar. Era más importante impedir que aquel vaticinio se cumpliera,
como se había cumplido el anterior, pues no dudé en ningún momento que se
trataba de otra advertencia.
Aferré las muletas, tomé una bocanada de aire y
enfrenté la luz del día con una sonrisa sin sombra de preocupación alguna.
Marga me esperaba donde la había dejado, entretenida en bajarle los humos a la
exaltada parroquia con una mirada virulenta. Pagué las cervezas y, tras
torturar a la tragaperras jugueteando indeciso ante ella con la moneda
sobrante, nos marchamos de allí.
Durante el trayecto de
vuelta, apenas hablamos. Marga no parecía dispuesta a comentar el episodio del
bar, como una niña que evita recordar sus pesadillas, y yo me encontraba
demasiado concentrado haciendo planes. Una vez me encontré a solas en mi butaca
del salón, me estiré todo lo posible, alcancé el teléfono y marqué un número
sin dejar de vigilar los movimientos de Marga en la cocina. «Tenemos que dejar
de vernos», mascullé entre dientes nada más contestaron. Luego, sin esperar
una respuesta, alertado por los pasos de mi mujer en el pasillo, colgué,
devolví el teléfono a la mesita y recompuse mi pose de marajá baldado. Marga
irrumpió en el salón, me miró y me preguntó a bocajarro si había telefoneado a
alguien. Sobrecogido, negué con la cabeza, incapaz de articular palabra.
Comentó entonces que había olvidado recordarle algo a la compañera del instituto
con la que había estado hablando antes de partir hacia La Verónica , cogió el
teléfono, pulsó el botón de «rellamada», y, sin que en un principio entendiese
por qué, se encontró hablando con su hermana.
IV. Contra
Marga
Desperté sin Marga en la cama que hasta esa noche habíamos compartido,
con la pierna derecha enyesada y un collarín en el cuello. Era ahora un lisiado
abandonado. Un ser despreciable y tullido. Marga había emigrado a la casa
materna por tiempo indefinido, tras una charla dolorosa en la que yo había
improvisado una retahila de explicaciones a cual más disparatada para aclarar
por qué acababa de llamar a su hermana Fátima, a la que se suponía que no podía
tragar. Mis dotes para la mentira espontánea son nulas, y aunque ninguno
mencionó a las claras que todo aquello apestaba a aventura extraconyugal, a
Marga le bastó la sospecha para abandonarme a mi suerte con un portazo airoso
que no presagiaba nada bueno. Y allí quedé yo, maldiciendo el día en que su
hermana y un servidor coincidimos en una cafetería asediada por la lluvia, y
por cumplir, nos sentamos juntos a esperar que escampara a pesar de la tácita
animadversión que siempre nos habíamos profesado. Fátima nunca me había
resultado atractiva, y ahora me costaba entender el rosario de encuentros sexuales
que nos habíamos apresurado a urdir desde el momento en que nuestras rodillas
tropezaron bajo la mesa de aquella cafetería sin que ninguno hiciese amago de
apartarlas, sorprendido por el raro consuelo que ofrecía aquel canje de
temperaturas corporales, descubriendo de repente en el otro un pasatiempo para
combatir el tedio de nuestros respectivos matrimonios. Recordé entonces con
sumo asco aquellos polvos desapasionados, obligatoriamente turbios y
vejatorios, cuyo placer, si es que habían tenido alguno, radicaba en la emoción
de la doble vida, en el morbo de coincidir con el resto de la familia por
Navidades y conocer la basura escondida bajo la alfombra de las apariencias.
Estuve telefoneando a
Marga todo el día sin que se dignara escuchar ni mis disculpas ni mis
reafirmaciones de cariño, unas promesas de cambio que yo depositaba en el oído
de su madre con la esperanza de que esta se las transmitiera sin edulcorarlas
con su habitual perfidia. Finalmente, Marga se avino a escuchar mis súplicas y
me citó en un «lugar neutral», la cafetería donde un año antes mi rodilla había
colisionado fatalmente con la de su hermana, preludiando el derrumbe de nuestro
matrimonio.
Antes de acudir a la cita, resolví pasarme por La Verónica , por si había
alguna otra recomendación para mí en la puerta de su retrete. Encontré unas
disculpas: «Lo siento, Mario, pero hubiese ocurrido igualmente, te lo digo yo».
Descargué contra la puerta un golpe de muleta que sonó a trajín de peroles. Ya
no había duda de que alguien estaba manteniendo conmigo un diálogo usando el
retrete de La Verónica. Y
tampoco había duda de que ese alguien trataba de advertirme de los peligros que
me sucederían en el futuro, si bien sus consejos dejaban mucho que desear. ¿Se
trataba de una broma? Salí del retrete y pedí una cerveza. Mientras la
degustaba, estudié a los parroquianos, pero ninguno encajaba con el perfil que
yo le suponía al autor de los anónimos, alguien lo suficientemente inteligente
para someterme a aquel juego tan inquietante como ridículo. ¿Quién podía ser,
entonces? ¿Quién estaba al tanto de mis correrías extraconyugales? Tanto Fátima
como yo las sobrellevábamos en el más estricto secreto, avergonzados por no
poder resistirnos a aquellas inmolaciones rituales en la carne del otro. Cuando
se acercó la hora de mi cita, abandoné el bar y trastabillé hacia la parada del
autobús. Nada más subir, mi desazón alcanzó su pleamar, obligándome a repasar
los semblantes de todos los pasajeros del autobús, a escrutar ansioso las
calles por las ventanas e incluso el cielo, sin comprender qué buscaba o qué
temía, como un paranoico que se siente blanco de una confabulación a escala
cósmica. Durante la jornada había permanecido sumido en un embotamiento que me
había anestesiado contra toda preocupación que no estuviese directamente
relacionada con Marga, pero ahora, quizá porque ella había accedido a
escucharme, lo que significaba una posible reconciliación, el hecho de ser
observado, o más bien sabido de cabo a rabo por alguien, volvía a inyectarme en
las venas un pavor nebuloso.
Irrumpí en la cafetería
dando bandazos y, pálido y demudado, me desplomé en la silla libre que había
ante Marga. Mi mujer arqueó una ceja ante mi lamentable aspecto, pero
permaneció en silencio, impasible en su actitud de teatral expectación.
Entonces hablé, pero no de nosotros, que era lo que nos había reunido allí,
sino de las pintadas. A Marga no pareció sorprenderle que cambiase el tema de
nuestra entrevista. Se limitó a observarme con un vago interés mientras yo, en
vez de declamar mi ensayado alegato sentimental, relataba de manera atropellada
y confusa mis tribulaciones de retrete. Lo del camión resultó sencillo, pero
para hablarle del segundo mensaje tuve que admitir las regulares infidelidades
con que había socavado un amor que, ante un pomposo altar rebosante de santos,
había jurado mantener vivo en la salud y en la enfermedad, en la riqueza que
siempre resulta esquiva y en la pobreza que no deja de acechar, con la crédula
intención de que fuera la muerte y no la advertencia escrita en un retrete la
que nos separase. Hablé, eso sí, de mis repetidas traiciones como si hubiesen
supuesto para mí una penitencia, subrayando el sabor agridulce de aquellos
encuentros venéreos que ahora se me antojaban tristes y desnortados. Cuando
concluí, Marga comentó con ironía que los desafortunados consejos que
aparecían en la puerta del aseo de La Verónica le recordaban a los del tío Carlos, que
en paz descanse, y añadió luego que aquella sarta de estupideces le había
dolido casi tanto como que me acostara con su hermana. Aplastó el cigarrillo en
el cenicero y se marchó, no sin antes informarme de que dentro de unos días me
llegarían los papeles del divorcio, que lo nuestro, como cualquiera podía ver,
no había forma de salvarlo.
Sus últimas palabras
apenas calaron en mí. Ya resolvería mi asunto con Marga más tarde. Tomé de
nuevo las muletas y me dirigí a la parada del autobús que me había llevado
hasta allí para volver a realizar su recorrido, esta vez en sentido contrario.
La Verónica
aún no había echado el cierre. Entré y me encerré en el retrete como si
sufriese un apretón. Una vez enclaustrado, saqué un rotulador y, con el corazón
palpitándome con fuerza, estampé una pregunta debajo del último mensaje de mi
enigmático asesor: «¿Tío Carlos?». Me sentí estúpido después de haberlo
escrito. Aun así, contemplé tontamente mi demanda durante unos minutos, por si
se producía algún tipo de respuesta. Finalmente, al ver que nada ocurría,
decidí darle más tiempo. Salí del retrete y emprendí el largo y tortuoso
regreso a casa, donde Marga no me esperaba terminándose un martini mientras
corregía exámenes, la televisión a media voz, las luces ya encendidas a pesar
de que le bastaría con la luz que irradiaba su alma para conducirse en la
oscuridad al modo de los peces abisales.
V. Sin
Marga
Acudir de mañana a La
Verónica era como pillarla en falta. Su tufo de siempre,
aquellos olores decretados a fritanga y a sudor jornalero que se adherían
tozudos a mis camisas, habían sido sustituidos por el aroma del café y las
colonias de garrafón con que los parroquianos se asperjaban antes de encarar
sus trapicheos ilícitos o su ociosidad callejera. En la barra se sorbía el café
con un brío inédito, con unas prisas por apurarlo que nada tenían que ver con
la cachaza con que se ejercía el pimpleo vespertino, y se miraba el mundo que
bullía más allá de la puerta como se codician las piernas de una mujer hermosa,
con los ojos cargados de esa esperanza incombustible que sólo gastan quienes
cada mañana deben alzarse del lodo sobre el que cayeron el día anterior.
Incluso la tragaperras canturreaba sin pretensiones, como quien silba mientras
pasea.
Pero yo no había
acudido allí tan temprano para comprobar si La Verónica contaba con un
lado amable, sino para recluirme nuevamente en su retrete. Allí debía
aguardarme, si mi misterioso interlocutor había tenido tiempo de manifestarse y
no optaba por hacerse el interesante, la revelación de su nombre. Así pues, me
adentré en su interior una vez más, para regocijo de la parroquia, que a esas
alturas ya debía de considerarme un infeliz de vejiga tonta o un galeote de la
masturbación. Ausculté la puerta y, justo debajo de la pregunta que yo había
garabateado la noche anterior sin excesiva fe, encontré el saludo campechano de
mi tío Carlos: «Buenos días, sobrino». Me senté sobre la taza, aturdido. Sentí
un gran alivio al haber desenmascarado al autor de los anónimos, y una especie
de grima por saber que dicho autor llevaba casi un año muerto.
Mientras vivió, mi tío
Carlos consagró su vida a destrozar la mía. Estéril por la gracia de Dios, no
dudó en tomar bajo su tutela al vástago de su hermano menor, para adiestrarlo
como siempre había soñado adiestrar al hijo que su malograda semilla le impedía
concebir. Pero no era aquel un proyecto que contara con el beneplácito de mis
padres, por lo que tuvo que recurrir a la clandestinidad y a los caramelos.
Enjuto y marrullero, con sus camisas de cuello ancho y su jaleo de collares, mi
tío Carlos se valía de la flexibilidad de horarios de sus negocios trashumantes
para sacarme del colegio a deshora, agitando siempre un papelito supuestamente
firmado por mi padre que la profesora nunca alcanzaba a leer, y me conducía
entonces a algún parque próximo donde, entre aspavientos encendidos y ejemplos
enrevesados, desplegaba su filosofía vital. Como un entrenador de medio pelo,
me enseñaba las teorías que debía seguir para extraer lo mejor de la vida, no
como mi padre, que si bien vivía sin agobios, era una criatura de pecera,
inhibida, medrosa, ajena al arrebato atávico. Tras la perorata, sellaba siempre
mis labios con un caramelo de fresa o de limón que, con el correr de los años,
fue mudando en dulce, en cigarrillo, en algún disco de vinilo y, cuando me
afloró bigote, en un sobo rápido a la fulana con la que en ese momento
anduviese conchabado, que por lo general se dejaba manosear riendo las chanzas
con que mi tío celebraba mi glotonería. De esa forma crecí yo con dos padres
paralelos cuyos consejos se contradecían, sin saber durante los atolondrados
años de mi adolescencia a qué carta jugar, si al recelo cauto que promulgaba mi
padre o al impulso temerario al que se entregaba mi tío. Alcancé la mayoría de
edad con el chasis muy abollado de pisar tan a fondo, pese a lo cual me arrimé
aún más a la sombra nociva de mi tío Carlos, pues por aquellos años renegar de
la figura del padre resultaba casi obligado. Salimos escaldados de cientos de
empresas, y de cada tropiezo extraía mi tío, incansable, una lección. Pero
pronto se me hizo patente que yo no contaba con su mismo espíritu blindado y su
misma fe en la sabiduría de la calle, así que dejé de ejercer de escudero del
tarambana de la familia y me reconcilié con mi padre aceptando el cargo que me
consiguió en la aseguradora de un amigo. Eso no me liberó del acecho de mi
tío, acaso llegó a intensificarse ahora que me bendecía un sueldo, el respaldo
de un jornal para cuya mitad él siempre tenía una inversión a la vista, un proyecto
recién madurado. Tuvo que ser un cáncer de colon lo que pusiera fin a su inútil
vida a salto de mata. Un día amaneció desfondándose y al otro ya había que
mirarle la caja. De eso hacía casi un año, durante el que no podía decirse que
ni Marga ni yo hubiésemos echado de menos aquellas visitas suyas repentinas e
impredecibles como redadas, que arrasaban la despensa y nos hacían vivir en
vilo. Todavía lo recuerdo reclinado en una silla de la cocina, proponiéndome
tal o cual chanchullo, el cabello untuoso de gomina, los ojos atentos al
trasero de Marga cada vez que esta se volvía para escarbar en el frigorífico en
busca de viandas.
Sea como fuere, mi tío
no había muerto del todo, a pesar de que lo habíamos enterrado una mañana de
marzo tan lluviosa que nos evitó a la mayor parte de la parentela tener que
fingir las lágrimas. No obstante, usando el procedimiento de preguntarle algo
que sólo él y yo podíamos saber, tan habitual en las películas, me cercioré de
que mi interlocutor no era ningún bromista que pretendía arruinarme la
existencia. Cuando quedó patente que se trataba del tío Carlos, que probablemente
me arruinaría la existencia de todas formas, emprendimos un diálogo lento y
trabajoso usando la puerta del aseo a modo de pizarra, por lo que puede decirse
que mi convalecencia transcurrió por entero en el cochambroso escenario de La Verónica. Comencé
invitándolo a que me definiera su condición. Mi tío trató de explicarme lo que
le había sucedido con la mayor claridad, si bien tuvo que abusar de la metáfora
y el tópico como única forma de referir ciertos aspectos de su singladura, ya
que no disponía ni de la habilidad ni del espacio necesario para deleitarme con
detalladas descripciones. Su cuerpo, lo que él denominaba con desapego su
«envoltura material», se encontraba sepultado bajo tierra, eso era una verdad
como un puño que podía comprobar cuando quisiera solicitando una exhumación, o
echando mano de la pala, si es que tenía cojones. Pero había sido una muerte
incompleta: su ánima no había conseguido remontar el vuelo hacia la luz
succionadora que al parecer permitía el acceso al más allá. El trasmundo mi tío
sólo había logrado entreverlo durante apenas un segundo, pero, por la
decoración, no supo decirme si se trataba del cielo o del infierno. Debido al
fallo en las alas, el tío Carlos era ahora una especie de ectoplasma errante.
Pero no debía pensar yo que podía deambular libremente por el universo,
entrando y saliendo de cualquier parte, rebasando fronteras, aboliendo las
distancias del mundo. Nada de eso. Por algún motivo, mi tío sólo podía
deambular a lo largo y ancho de mi existencia, un tramo de lo más
insignificante y aburrido, como podía imaginar. Yo ya sabía que no llevaba una
vida demasiado emocionante, no necesitaba que mi tío me lo recordara
refiriéndose a ella como «una hebra irrisoria del tapiz infinito de la
eternidad». Tampoco pensaba ingresar en ningún grupo de senderismo o parapente
para su solaz. Haría lo que tenía que hacer, según mi carácter y limitaciones,
aunque al hacerlo dibujara el desangelado garabato al que se refería mi tío sin
disimular su asco.
Para cuando terminé de leer su crónica ya tenían
que retirarme la escayola. Naturalmente, lo primero que quise saber, una vez
llegó el turno de las preguntas, fue todo lo relacionado con mi futuro. Quería
conocer la edad a la que moriría, por ejemplo, y si lo haría de manera indolora.
Pero mi tío se mostró incapaz de darme una respuesta. Mi vida, dijo, era algo
así como una espada a medio templar, un acero cuya base, que semejaba el
pasado, se encontraba ya perfectamente atemperada, pero cuyo extremo, que
representaba mi futuro, era todavía materia blanda, sin forma aparente, pues
cambiaba al compás de mis caprichos y actos diarios. Podía advertirme de los
peligros más cercanos, como ya había tratado de hacer, que se perfilaban con
mayor nitidez durante un breve tiempo, pero remontarse más allá no tenía
sentido. Mi tío, según parecía, conocía tantos posibles futuros míos que era,
en el fondo, como si no conociera ninguno.
Lo segundo que quise
saber fue el motivo que lo había llevado a escoger el retrete de La Verónica como escenario
de su anunciación. Pero la culpa de que ambos nos encontráramos en aquella
letrina maloliente que tanta solemnidad restaba al evento era, al parecer, sólo
mía. Para cuando yo reparé en la pintada, mi tío llevaba meses tratando de
alertarme de su presencia. Había descubierto que, si lograba concentrarse lo
suficiente, podía mover pequeños objetos. Pero era aquella una labor que lo
agotaba. ¿Sabía cuánta fuerza se le iba en hacer rodar hasta el retrete alguno
de los rotuladores que pululaban por la barra para poder responder a mis tontas
preguntas? A pesar de ello, durante un tiempo había intentado llamar mi
atención arrojando cosas de las mesas, pero el repentino afán suicida de los
objetos no logró arrancarme una sola cabala. Yo me limitaba a recogerlos
distraído, como si encontrara lógica la capacidad saltarina de los tenedores o
le adjudicara a los ceniceros una inestabilidad imposible. Como mucho, me
excusaba de mi terrible torpeza si había alguien presente. Aun así, todavía se
molestó mi tío en garabatear salutaciones en los papelajos que encontraba a su
alcance, sin conseguir nunca que yo me detuviese a leerlos, hasta que un día,
cuando estaba a punto de rendirse, reparó en que lo único que yo leía con
atención eran las obscenidades del cochambroso retrete del tugurio donde
malgastaba mis tardes.
Tras eso, sólo me
quedaba una pregunta: ¿Y ahora? Lo pregunté con la secreta esperanza de que
existiera alguna forma de que mi tío pudiese reanudar su viaje al más allá, de
que únicamente hubiese iniciado aquella plática engorrosa porque necesitaba mi
colaboración para desaparecer completamente.
Su respuesta no se hizo esperar. Tras darle
algunas vueltas a su condición de espectro errante, mi tío había llegado a la
conclusión de que seguía anclado al mundo de los vivos porque todavía debía
quedarle algo por resolver aquí. Y esa tarea pendiente no podía ser otra que mi
adiestramiento vital. Sí, estaba claro que yo era un ser insatisfecho, y que
jamás conseguiría lo que quería sin ayuda. ¿Y qué era lo que yo quería? Sobre
eso mi tío no albergaba ninguna duda: su sobrino quería lo que todos, ser
feliz. Y para él, que veía el mundo como un escaparate, la felicidad sólo podía
darla una cosa: el dinero. Así que decidió hacerme rico, y yo, naturalmente, no
me opuse.
VI. Por
Marga
Procederíamos de la
siguiente manera: mi tío Carlos remontaría la corriente de mi existencia futura
hasta enterarse del próximo número premiado en la lotería de Navidad, cifra
millonaria que yo encontraría discretamente anotada en la puerta del retrete a
la mañana siguiente. Sólo tendría que hacerme con el cupón antes del sorteo,
para el que faltaban dos meses. Sencillo.
Esa noche no pude
dormir. La excitación me corroía. Dentro de un par de meses sería un hombre
inmensamente rico, con lo que no sabía cómo comportarme. Aunque intuía que
debía actuar justo al revés que si me hubiesen diagnosticado una enfermedad
incurable, tumbándome en la cama en actitud de espera en vez de abandonarme al
desenfreno. Me encontraba, pues, varado en un tramo de mi existencia en el que
todo había cobrado carácter eventual y cualquier ejercicio que pudiese
emprender se me antojaba terriblemente inútil, salvo aquellos entretenimientos
que, como la masturbación, ofrecieran resultados a corto plazo.
Durante la noche,
también traté de decidirme si contarle a Marga, una vez volviéramos a vivir
juntos, que disponía de una fortuna virtual o, por el contrario, actuar ante
ella como si mi existencia no fuera a sufrir en cuestión de meses un golpe de
timón memorable. Mi mujer seguía sin responder a mis llamadas, y esa misma mañana
me habían llegado los papeles del divorcio, pero yo aún seguía contemplando la
situación como una contrariedad que, si todavía no se había resuelto, era
porque no me había dedicado a ello por entero.
Tras un tiempo que me
pareció interminable, la trémula claridad del amanecer fue desvelando un mundo
benévolo y sumiso, hecho únicamente para contentarme. Como un dictador que
aguarda en las sombras su momento de gloria, aceché durante un rato el
parsimonioso despertar de la ciudad, deleitándome en el trajín de cancelas
descorridas y bocinazos que me llegaba de la calle, en el pulso secreto y
entrañable de un universo que dentro de un par de meses no podría negarme nada.
Luego me afeité con minuciosidad, me peiné por primera vez con el cabello
hacia atrás, aplastándolo sobre el cráneo al modo de los magnates, me calcé mi
mejor traje y telefoneé a mi jefe para sugerirle dónde podía meterse ese
ascenso prometido que nunca llegaba. Cuando calculé que La Verónica no tardaría en
abrir, salí de casa y me dirigí hacia allí haciendo equilibrios con la muleta.
El bar volvía a mostrar
ese aire entusiasta y arrojado, como de haber resurgido de las cenizas de la
tarde anterior, al que ya empezaba a acostumbrarme. Pero nada más entrar
detecté, entre sus efluvios habituales, un olor nuevo, fuerte y pujante, que
llegaba hasta mí a través de la puerta entreabierta del retrete. No tardé en
identificarlo: era lejía. Sentí un rapto de pánico ante la posibilidad de que
en su interior se estuviese llevando a cabo una limpieza concienzuda, y me
precipité hacia él trastabillando torpemente. Aparecí en el momento en el que
un estropajo, rezumante de espuma y tinta, restregaba con brío las pintadas.
Con un movimiento desesperado, agarré la muñeca de la mano que lo blandía, y
antes de que pudiese entender lo que estaba sucediendo me encontré forcejeando
por la posesión del mugriento estropajo con una mujer enorme. La pugna me hizo
perder la muleta, que rodó entre los cubos y los productos de limpieza que
entorpecían el suelo. A pesar de que el agresivo olor de la lejía me irritó
inmediatamente los ojos, obligándome a entrecerrarlos, pude observar cómo el
horror transfiguró el rostro de la mujerona cuando comencé a palparla con
urgencia en busca de algún saliente en su descomunal geografía al que poder
aferrarme para no caer. Pero antes de que pudiese lograrlo, su poderosa rodilla
se incrustó súbitamente en mis ingles, arrancándome un bramido desgarrado. Aun
así conseguí, mientras caía hacia fuera del retrete, asirme a uno de los
tirantes de su mandil. La mujer, sin embargo, no pudo resistir el tirón y ambos
nos derrumbamos, envueltos en el estrépito de campanario de los cubos, sobre
el suelo de La Verónica. Y
allí permanecimos un instante, atontados por el impacto, trenzados en una
postura amatoria que cogió desprevenida a la parroquia.
Sólo cuando un par de
clientes lograron vencer su estupor y ayudaron a la limpiadora a levantarse,
quedé libre y pude abalanzarme sobre la puerta para comprobar con rabia que el
jabón había vuelto ilegible el número anotado por mi tío. De poco más tuve
tiempo antes de ser expulsado de La
Verónica por la fuerza, mientras la mujerona me dedicaba todo
tipo de insultos. Creo que nunca logró reponerse de la impresión que le causó
lo que ella consideró un intento de violación por mi parte, ya que a partir de
ese día no volvió por allí. Lo supe porque, a pesar de que el malentendido me
había convertido en persona no grata en La Verónica , yo seguí acudiendo al cada vez más
cochambroso retrete del bar para continuar mi charla con el tío Carlos,
pertrechado, eso sí, con abrigo largo, gafas de moscardón y un variado surtido
de barbas y pelucas.
Pero aunque ya podía
prescindir de la muleta, mi cojera me delataba. Y nada más recibí las primeras
miradas sospechosas, decidí prescindir del disfraz y de las sutilezas. Empecé
a irrumpir como una exhalación en La Verónica , encerrándome en su retrete sin que
nadie pudiera detenerme para, una vez me comunicaba con mi tío, volver a
escapar corriendo. De esa manera, los parroquianos se acostumbraron a la
exótica presencia de aquel cojo degenerado que, cuatro o cinco veces al día,
les tomaba el retrete a la carrera y, durante aproximadamente veinte minutos,
permanecía atrincherado en su interior ocupado en no se sabía qué perversión.
Creo que aquella fue la
época más oscura de mi vida. Podía sentir cómo la cordura se me iba escurriendo
en espiral por el desagüe del cerebro. Entre fantasmas e insomnios apenas
lograba dormir, y cuando lo hacía era siempre para concluir en el callejón sin
salida de la misma pesadilla: sobre un lecho de cascaras de gambas, la
limpiadora de La Verónica
y yo nos soldábamos en una cópula grotesca y repugnante, mientras la parroquia
nos jalonaba, rociándonos de lejía como se hace en las fiestas con el champán
descorchado. De esas pesadillas emergía yo siempre sin resuello, con la mente
revuelta y la estaca de una erección clavada entre los muslos.
Entretanto, insensible
al lento pero inexorable derrumbe de mi razón, el tío Carlos continuaba
empeñado en enterrarme bajo un alud de millones. Después de que la limpiadora
malograse nuestros planes, había reflexionado y llegado a la conclusión de que
quizá estábamos apuntando demasiado alto. Decidió entonces dosificarme la
fortuna recurriendo al suero de las loterías de menor cuantía, y empezó a
garabatearme sobre la puerta las combinaciones de las quinielas y las bonolotos
próximas. El primer boleto lo rellené con una cierta ilusión, pero, una vez la
escasez de aciertos reveló la incapacidad de mi tío para memorizar largas
relaciones de números, comencé a rellenar las quinielas con una mezcla de tedio
y desaliento, consciente de que ni siquiera podría acogerme a la magia del azar
que prende la esperanza de los apostantes, dado que las cifras tachadas eran
con seguridad incorrectas.
Una tarde, harto de
aquel delirio, me negué a cumplimentar el boleto de turno. Le dije a mi tío
que no quería ser rico. Que no creía que sirviese para ello ni que el tener un
yate en cada puerto fuese a darme la felicidad. A mi tío aquella confesión le
pareció un sacrilegio, pero abandonó su cruzada contra mi estatus social porque
de nada iba a servir ya acertar ninguna combinación, y, por primera vez, se
avino a consultarme sobre el asunto. ¿Tenía yo alguna ligera idea de qué carajo
podía hacerme feliz? Creo que escucharme confesar que era homosexual le
hubiese sorprendido menos que la respuesta que anoté en la puerta: «Lo único
que puede hacerme feliz es recuperar a Marga». La vida está llena de ironías.
Yo fui el primer sorprendido ante mi propia demanda. Pero sentía que era eso lo
único que deseaba: podía dejar que mi tío, cuando aprendiese al fin a utilizar
su varita mágica, me convirtiese en un multimillonario con un harén de hembras
espectaculares, pero habría una mujer que jamás podría tener. Y yo quería a
Marga de nuevo a mi lado en el sofá, obsequiosa y campeadora, inmune a la
apatía, acariciando mis indignas rodillas en su labor de salvamento porque
aquello hablaba de una fe ciega en el embeleso que una vez sentimos, de algo o
alguien que no quería perder. Yo podía dudar de mis virtudes personales, pero
era evidente que la tozudez de ella por tenerme cerca de alguna manera me movía
a la revisión de mis cualidades, a contemplarme como una persona, en fin, con
la que debía de resultar agradable convivir,
embarcarse en proyectos, aspirar a la calma. En
el fondo, lo único que nos diferencia de la ameba es el amor de una mujer. Y a
pesar de que nunca había entendido cómo había podido casarme con aquella
muchacha tan flaca y vehemente, mi tío Carlos accedió a ayudarme. Y se retiró
entonces unos días para leer con detenimiento, según me dijo, el enrevesado
códice de mi futuro, donde ya debía estar escrito el resultado de la misión que
aún no habíamos emprendido.
VIL Tras
Marga
Para recuperar el amor
de Marga, mi tío me dijo que me emborrachase, me pusiese un abrigo de visón y
me arrojase al río desde el puente. En la caída perdería la vida, pero eso era
lo de menos: Marga derramaría lágrimas ante mi tumba, esperaría incluso a que
se marchasen todos los deudos para arrodillarse, acariciar la lápida con dedos
temblorosos y maldecir entre dientes lo irremediable de un gesto que la había
conmovido como nada en el mundo, anegándole el pecho de un amor amargo y
trágico, pero amor al fin y al cabo.
He de confesar que lo
del suicidio se me antojó una contrariedad con la que no contaba, pero según el
tío Carlos mi muerte era lo único que daría resultado, ninguna otra cosa funcionaría.
Me enumeró todos los intentos fallidos que me aguardaban a la vuelta de la
esquina del futuro cuando le pregunté si el visón era un requisito
imprescindible. Al parecer, una vez decidimos aliarnos en la recuperación de
mi mujer, yo había puesto en práctica un sinfín de estrategias sin ningún
éxito, acaso había avivado el rencor que Marga sentía hacia mí con mi
insistencia en reordenar el mundo según mis caprichos, quisiera ella o no.
Aunque en un principio, consciente de que debía conducirme con paciencia de
restaurador, había desempolvado mi vieja artillería de gestos románticos y
empezado a cortejarla de nuevo, lo impenetrable de su coraza pronto acabó por
desesperarme, obligándome a utilizar tácticas más zafias. Había recurrido
entonces al tono dramático, al chantaje emocional y, finalmente, dado que la
cosa iba de mal en peor, había resuelto asediar su torreón con regalos caros.
Pero tras empeñar la mayor parte de mis ahorros en la compra de un carísimo
abrigo de visón, mi tío me había disuadido de regalárselo, ya que al parecer
acabaría siendo arrojado a la calle desde la ventana de la casa de su madre.
Pese a que yo aún lo conservaba bajo el brazo, envuelto con suma exquisitez en
papel de regalo, él ya lo había visto caer, como un paracaídas lujoso, sobre un
mendigo que dormía en su lecho de cartones. Esa misma noche, al comprender que
todo estaba perdido, había abandonado La Verónica cabizbajo, para iniciar un periplo de
bares y tascas de mala muerte que había concluido con mi figura encorvada
vomitando sobre el pretil de uno de los puentes de la ciudad. Luego, sin
fuerzas para regresar a casa, había permanecido allí encogido un largo rato,
envuelto en escalofríos bajo el relente nocturno. Finalmente, con la misma
avidez con que otros desembocan en el canibalismo por necesidad, me había
abalanzado sobre el paquete con el que había cargado toda la noche para
desgarrar la caja a manotazos y abrigarme con el visón. Luego, en algún rapto
de lucidez, debía de haber reparado en mi triste imagen. De ahí a arrojarme
desde el puente aullando el nombre de mi mujer sólo había un paso.
Esa era la crónica,
según mi tío, de todo cuanto aún no había ocurrido. Podía seguir aplicadamente
cada paso o ahorrarme tan tortuoso camino e ir directamente al último acto.
Pero sobre todo debía decidir si deseaba o no comprar con el doblón pirata de
mi vida la imagen de esa Marga reciclada en heroína de folletín que mi tío
quería venderme. Rehusar el suicidio confiando en que el tiempo acabaría por
arreglar las cosas tampoco valía, ya que mi tío además había escrito en la
puerta un somero pero desalentador resumen de lo que sería mi existencia si
optaba por no mover un dedo: Marga no tardaría en rehacer su vida junto a uno
de los atribulados profesores que integraban el claustro de su instituto, y
yo me limitaría a espiarla desde lejos hasta que la cirrosis me reventara el
hígado. La pasividad, como podía verse, acabaría convirtiéndome definitivamente
en una «hebra irrisoria». Y puestos a terminar de alguna manera, reflexioné, el
suicidio me permitía hacerlo con mayor gracia, y esa Marga que aporrearía
trágicamente mi lápida sería como la obra póstuma que sobrevive al artista,
advirtiendo a las generaciones venideras de que su vida no fue en balde.
Lo pensé detenidamente
durante toda la noche: ser o no ser una hebra irrisoria, a eso se reducía todo.
A la mañana siguiente, le pregunté al tío Carlos dónde debía adquirir el
maldito abrigo. Mi tío no sólo me indicó la tienda donde tenía que comprarlo,
sino el puente del cual debía arrojarme y la ruta de bares que debía respetar
para llegar hasta él en el estado de embriaguez adecuado. Seguí al pie de la
letra sus indicaciones, acodándome en las barras especificadas, apurando hasta
el fondo la cantidad prescrita de copas y dedicándole brindis cada paquete cuya
lazada pronto tendría que desgarrar a mordiscos. Mi tío se había esmerado en
los cálculos, pues nada más llegar al puente se me rebeló el estómago. Me vacié
con parsimonia asomado al pretil, perturbando con mis gruñidos la silenciosa
quietud que envolvía el lugar. Cuando terminé, sentí los primeros
estremecimientos. La travesía llegaba a su final. Destrocé entonces la caja que
contenía el visón y me lo puse, experimentando al punto una gozosa sensación de
plenitud que no supe si se debía a la borrachera, a la turbadora facilidad con
la que se había cumplido el plan o a la seguridad de saber que estaba haciendo
lo correcto. Sin perder un instante, no fuera a ser que me ganara el
arrepentimiento, me encaramé al pretil, alcé los brazos y, evitando mirar hacia
abajo, grité el nombre de mi mujer para que toda la ciudad supiese por quién
moría.
Noté entonces, justo
cuando tomaba impulso para saltar, cómo algo frío y metálico cernía mi muñeca
derecha. Giré la cabeza sorprendido, para encontrarme con un agente de policía
encaramado también a la balaustrada. Malcarado y tripón, hacía equilibrios
sobre el pretil. Por un momento, creí que pensaba arrojarse a las aguas antes
que yo, como si en el corro del trasmundo sólo quedase una silla libre. Pero
enseguida reveló sus verdaderas intenciones acabando de esposarme con un
movimiento de tahúr, mientras su compañero, surgido de no se sabe dónde, se
apresuró a rodearme las piernas. Antes de poder reaccionar, me condujeron
inmovilizado hacia el coche celular que aguardaba junto a la acera, arañando la
noche con el resplandor de cabaret de su sirena.
Durante el trayecto a
la comisaría, y una vez allí, me mostré poco colaborador. ¿A quién le importaba
los motivos que yo pudiese tener para arrojarme al río vestido así? Eran
demasiado personales, y difíciles de creer en el caso de que lograra exponerlos
coherentemente. Lo único importante era que no había conseguido suicidarme,
que ni para eso servía. Pero la vida, al parecer, aún no me había humillado lo
suficiente: todavía tuve que ser testigo de cómo el agente regordete, que a
juzgar por el desprecio que me dispensaba costaba imaginar que hubiese abortado
mi suicidio, telefoneaba a Marga para informarle de que acababan de encontrarse
a su marido en un estado de embriaguez considerable, a punto de arrojarse
desde el puente travestido con un abrigo de visón. Cuando le preguntó si
vendría a hacerse cargo de mí, Marga se negó, explicando que estábamos en
trámites de divorcio, por lo que se resolvió por unanimidad conducirme a
alguna celda tranquila donde pudiese dormir la mona.
VIII. Ante
Marga
Desperté en el miserable jergón de una celda, sin
Marga y sin escayola, pero cubierto por un abrigo de visón que, antes de irme,
regalé a la puta del calabozo vecino, una colombiana sin papeles que sabría
cómo sacarle partido. Una vez en la calle, no se me ocurrió otro sitio donde ir
salvo a La Verónica. El
cielo amenazaba lluvia, y yo necesitaba un café bien cargado que paliara el
desagradable zumbido de mi cabeza, aparte de cruzar un par de palabras con el
incompetente de mi tío.
Entré en el local,
andando por primera vez en mucho tiempo, e indiqué a los escasos parroquianos
con una amplia sonrisa que venía en son de paz. Hubo una sacudida de cabeza
generalizada, alguno subrayó el gesto atornillándose la sien con el dedo, pero
nadie impidió que volviese a recuperar mi mesa esquinada. Allí, saboreando el
café y jugueteando con la moneda del cambio, me pregunté cómo había hecho mi
tío para destrozarme la existencia en tan poco tiempo, insistiendo en todo
momento en que intentaba ayudarme. Pero lo peor no era que había perdido a mi
mujer, mi trabajo y la cordura en lo que tarda en soldarse un hueso, sino que
debía caminar entre el paisaje de cascotes con el fantasma de mi tío
sobrevolando mi cabeza. Fuera empezaba a llover. Estuve contemplando la lluvia
durante un rato, como hipnotizado; luego me levanté, dejando la moneda sobre la
mesa por si antes de irme me decidía a probar suerte con la tragaperras, y me
dirigí al retrete para averiguar qué había fallado esta vez.
Pero, al repasar los
garabatos de la puerta, no encontré las excusas que esperaba. En vez de ello,
mi tío había escrito un grito de júbilo seguido de una despedida. «Lo hemos
conseguido», decía. Y luego, en tono solemne: «Es hora de partir». De repente,
la cisterna empezó a desaguar estrepitosamente, una y otra vez, como si alguien
que no podía ver tirase de su cadena con alborozo, como hacen los camioneros
con sus sirenas cuando hay algo que celebrar. Era mi tío Carlos despidiéndose.
El cielo se había abierto al fin para él. Pero ¿cómo era posible? La misión
había sido un completo fracaso, yo ni siquiera había podido rematar el plan. ¿O
sí? De súbito, lo comprendí todo. Lo que había ocurrido la noche pasada había
sido justo lo que había sucedido en el futuro: yo había tratado de suicidarme,
pero debido a la intervención policial, no había acabado bajo tierra, sino en
la trena. Mi tío sabía por tanto que yo no moriría, sin embargo, para no restar
convicción a mi papel, había decidido sustituir el verdadero desenlace por un
final mucho más funesto, una conclusión que a la larga era la que debía haber
ocurrido. De esa forma, yo había salido de casa dispuesto a acabar con mi vida,
y no con la intención de representar una comedia que me permitiría recuperar a
mi mujer. Pero, si todo eso era cierto, si habíamos tenido éxito, ¿dónde estaba
Marga?
Salí del retrete,
envuelto en el estruendo ensordecedor de la cisterna, en el mismo momento en
el que ella entraba en La
Verónica. Nos contemplamos el uno al otro un instante. Marga
traía el cabello húmedo y revuelto, las mejillas encendidas por la carrera,
los ojos como revólveres amartillados. Nos abrazamos justo cuando la
tragaperras, sobrecogiendo a la parroquia con una melodía festiva nunca antes
escuchada, evacuaba su premio especial sin que nadie mediara en ello, como si
un fantasma le hubiese echado una moneda.
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