A AQUELLAS HORAS DE LA NOCHE, el parque infantil parecía un cementerio donde yacía enterrada la infancia. La brisa arrancaba a los columpios chirridos tétricos, el tobogán se alzaba contra la luna como una estructura absurda e inútil, los andamios de hierros entrecruzados dibujaban la osamenta de un dinosaurio imposible... Sin el alboroto de los niños, sin sus gritos y carreras, el recinto podría haber pasado por uno de esos paisajes apocalípticos de las películas, cuya vida ha sido minuciosamente sesgada por algún virus misterioso, de no ser por mí, que caminaba entre las atracciones con el aire melancólico de un fantasma. Había regresado al parque para buscar a Jasmyn, la muñeca de mi hija, pero antes de llegar ya sabía que no la encontraría. No vivimos en el universo apacible y sensato en el que las muñecas olvidadas siempre permanecen en el sitio en el que las dejamos, sino en el universo vecino, ese reino feroz presidido por las guerras, la crueldad y la incertidumbre, donde las cosas huérfanas enseguida desaparecen, tal vez porque, sin saberlo, con nuestros olvidos vamos completando el ajuar del que disfrutaremos en el otro mundo. He de reconocer que encontrar a Jasmyn me hubiese devuelto la confi anza en mí mismo. Se trataba de una vulgar muñeca de plástico, esbelta y algo cabezona, como son todas las muñecas ahora, que ya venía bautizada de fábrica y a la que mi hija había otorgado cierta humanidad llevándola a todas partes, como si se tratase de la hermanita que Nuria y yo no habíamos querido darle. Desde que se la regalamos la pasada Navidad, tenido que acostumbrarnos a tener a aquella mujer minúscula ocupando un lugar en la mesa, en el coche, en el sofá, quién sabía si puesta ahí para delatar nuestra desgana procreadora o sencillamente porque Laurita ya era incapaz de enfrentar la vida sin su sumisa compañía. Pero, aunque podíamos aprovechar el descuido de la niña para desembarazarnos al fi n de aquella presencia incómoda, a mí no se me pasaba por alto que reaparecer en casa con Jasmyn entre los brazos me redimiría ante los ojos de mi hija, y posiblemente también ante los de mi mujer, pues era consciente de la progresiva devaluación que mi imagen de padre había empezado a sufrir en los últimos meses. Sin embargo, tras peinar el parque por tercera vez, constaté con impotencia que en el fondo no se trataba más que de otro espejismo, una nueva empresa imposible de realizar que ante la susceptible mirada de Nuria volvería a descubrir mi incapacidad congénita para afrontar las contrariedades de la vida.
Así las cosas, volver a casa sin la muñeca no era una tarea agradable, por lo que fui demorando el paso, a pesar de saber que esa noche mi mujer debía acudir a otra de esas inoportunas cenas de trabajo que tan impunemente estaban hurtando a nuestro matrimonio su faceta amatoria, la única en la que todavía no había lugar para los reproches. Imagino que fue ese afán mío por retrasar lo inevitable el que, al descubrir a mi compañero Víctor Cordero en una cafetería cercana a mi casa, me hizo entrar a saludarlo. Víctor impartía clases de Literatura en el mismo instituto que yo y, aunque por su talante hablador y algo impertinente jamás lo hubiese escogido como amigo, la dinámica laboral había favorecido entre nosotros un trato afectuoso. Apenas un año antes, con el propósito de airear nuestro matrimonio, yo mismo había tratado de instaurar unas cenas regulares con Víctor y su mujer, unos encuentros contra natura que se prolongaron cuatro o cinco meses, hasta que me resultaron insufribles los dardos que Nuria y él no podían evitar lanzarse por encima de la lubina con verduras. Aun así, intenté tensar la cuerda al máximo, pero cuando mi compañero se separó de su mujer, recobrando los modos depredadores y las bromas zafias del soltero, acabé tirando la toalla y dejando que aquellos encuentros se deshicieran como rosas marchitas que ya habían consumido su asignación de belleza.
¿Qué haces en mi territorio, forastero?, lo saludé apuntándole al pecho con el índice amartillado, ¿no sabes que este barrio es demasiado pequeño para los dos? Víctor se mostró sorprendido al verme, pero recompuso su altiva sonrisa. Disfrutando de los privilegios de la soltería, Diego, respondió invitándome a sentarme a su mesa. Ahora que no tengo a nadie esperándome en casa puedo permitirme explorar la ciudad a mi antojo. Soy el puto llanero solitario, amigo. Ya, dije con escepticismo. Víctor siempre me había parecido una de esas personas incapaces de encontrar la postura en el colchón de la soledad, porque necesitan verse de continuo favorecedoramente refl ejadas en los ojos de alguien. Acepté la copa de coñac que colocó entre mis manos, mientras añadía, casi en un susurro: Yo no podría vivir sin Nuria. Y allí quedó aquella ingenua afirmación de colegial, fl otando entre nosotros sin que ninguno supiésemos qué hacer con ella. Y tú, dijo al fin Víctor, ¿que haces tan tarde fuera del nido? Pensé en contestarle cualquier cosa, pero para mi sorpresa me descubrí contándole la verdad. Tal vez fuera la reconfortante sensación del coñac bajando por mi garganta, tal vez fuera el compacto sosiego que envolvía las calles y el exquisito bordado de estrellas que lucía para nadie el cielo, tal vez fuera, en fin, que todo eso se alió para invitarme a contemplar a Víctor, aquel hombre al que nada me unía, como el perfecto albacea de mis cuitas. Le conté la historia de la muñeca, pero acompañándola, a modo de guarnición, con mi malestar vital y mis alambicadas frustraciones de padre, como quien echa una carta en un buzón de reclamaciones que lo escuchen en las alturas y alguien con autoridad se apiade de él. Víctor sonrió con sufi ciencia cuando concluí mi crónica, como si la difi cultad del asunto radicara más en mi incapacidad para resolver problemas que en el problema mismo.
¿Sabes qué puedes hacer?, dijo.
Lo observé con sorpresa: jamás habría sospechado que
Víctor pudiera darme una solución, o que lo intentara
siquiera. Lo mismo que hizo Kafka. Lo miré sin entender. Franz Kafka, el escritor checo. Sé quién es Kafka,
Víctor, aunque imparta clases de matemáticas. Víctor
asintió divertido, y por su forma de incorporarse sobre
el asiento comprendí que iba a ser víctima de otra de
sus tediosas historias sobre escritores. Presta atención, dijo. Durante el otoño de 1923, Kafka acostumbraba a
pasear por un parque cercano a su residencia berlinesa,
donde se había trasladado con Dora Diamant para pasar
los que, debido a su precaria salud, debía de considerar
como sus últimos días de vida. Una tarde el escritortropezó con una niña que lloraba desconsolada. Su dolor
debió de intrigarlo lo bastante como para hacerlo vencer su proverbial timidez y preguntarle qué le ocurría.
La pequeña le contestó que había perdido su muñeca.
Como tu hija, Diego. ¿Y qué hace el escritor? Conmovido, Kafka se apresura a enmascarar la triste realidad
como mejor sabe hacer, mediante la fi cción. Tu muñeca
ha salido de viaje, le dice. La niña interrumpe su llanto
y lo mira con recelo. ¿Y tú cómo lo sabes?, le pregunta. Porque me ha escrito una carta, improvisa Kafka.
No la llevo encima en este momento, se disculpa, pero
mañana te la traeré. La niña no parece muy convencida, pero aun así le promete volver allí al día siguiente.
Esa noche, uno de los mejores escritores del mundo se
encierra en su despacho para escribir una historia dirigida a un único lector, y, según cuenta Dora, lo hace con
la misma gravedad y tensión con la que confecciona su
propia obra. En esa primera carta, la muñeca le cuenta
a la niña que, aunque disfrutaba mucho de su compañía,
cree haberle llegado la hora de cambiar de aires, de ver
mundo. Y promete escribirle una carta diaria para tenerla al corriente de sus aventuras. A partir de entonces,
Kafka le escribe una carta cada noche durante sus tres
últimas semanas de vida, exclama Víctor con devoción:
una vacuna personal y magnífi ca para curar de su dolor
a una niñita desconocida. Ese fue el último trabajo en
el que se empleó Kafka. Podría decirse que le escribía
con su último aliento. Tras decir aquello, mi compañero agitó la cabeza, visiblemente apenado. Lástima que no
se conserven esas cartas, susurró con consternación.
Di un trago a mi copa, sin saber qué decir. ¿Pretendía
Víctor que yo, que jamás había escrito nada, recurriera
realmente a aquella artimaña engorrosa para paliar el
dolor de mi hija o había aprovechado el encuentro para
desempolvar otra de esas anécdotas curiosas que atesoraba como orquídeas raras?
De regreso a casa, medité sobre ello. Era una historia
hermosa, no había duda, pero yo no era Kafka, sino un
vulgar profesor de matemáticas incapaz de semejantes
gestas. ¿Acaso no era más fácil comprarle a mi hija
una muñeca igual? El caso es que esa noche regresaba
nuevamente derrotado y, según el rictus colérico que me
dedicó Nuria al pasar a mi lado como una exhalación,
rumbo a su cena de trabajo, esta vez había tardado más
tiempo del prescrito en demostrar mi inutilidad. Lancé
un suspiro de abatimiento cuando mi mujer desapareció con un portazo. Pero aún me quedaba lo peor, me
dije, observando la puerta entreabierta del dormitorio de
Laurita, del cual todavía brotaba luz. La niña estaba despierta, esperando a Jasmyn. Avancé hacia la habitación
con la resignación de un reo hacia el patíbulo. No tuve
que decir nada. Laurita rompió a llorar al ver mis brazos
vacíos. Me senté a su lado y la abracé. Y fue entonces,
al acunarla temblorosa entre mis brazos, cuando tomé
la decisión de convertirme en un hombre diferente. Esta
vez no iba a rendirme, iba a actuar. Iba a sorprender al
mundo. Si el escritor de Praga había tenido aquel gesto
con una desconocida, cómo no iba a tenerlo yo con mi
propia hija.
Cuando Laurita se durmió, me preparé un termo de
café y me encerré en mi despacho. No tenía claro qué iba a salir de todo eso, probablemente nada, pero aquello no
debía suponerme un obstáculo. Quería aliviar el sufrimiento de mi hija, y aquel modo tan original era igual
de válido que cualquier otro. Lo primero que hice fue
desfi gurar mi letra, empequeñeciéndola y aplanándola,
hasta que adquirió el aspecto de haber sido escrita por
la manita de plástico de Jasmyn. En realidad, aquello
fue lo más fácil. Redactar la carta en la que la muñeca
explicaba a mi hija los motivos de su repentina fuga
me llevó casi toda la noche. Cuando Nuria regresó, yo
todavía me encontraba enclaustrado en mi despacho,
tratando de pensar como pensaría una muñeca. El resultado fi nal no me convenció demasiado, pero la guardé
en un sobre y al día siguiente, durante el desayuno, la
saqué del bolsillo de mi chaqueta y la agité ante el rostro
afl igido de Laurita. Mira lo que han echado esta mañana
por debajo de la puerta: es una carta de Jasmyn. Nuria
alzó la vista desde su café, para mirarme con su habitual
apatía. Pero Laurita tomó la carta de mi mano con una
mezcla de recelo y curiosidad, abrió el sobre y comenzó
a leerla. Mi corazón se fue acelerando a medida que los
ojos intrigados de mi hija se internaban por los delicados
renglones que surcaban el papel. Su rostro iba iluminándose poco a poco, mientras Jasmyn le decía que la
quería mucho, pero que tarde o temprano toda muñeca
curiosa, como era ella, debía emprender un viaje hacia
el mítico País de las Muñecas, donde vivían otros como
ella, juguetes que habían optado por independizarse
de los niños para vivir sus propias vidas lejos de ellos, de
nuestro mundo y de todo cuanto le recordase su triste
condición de juguetes. Jasmyn no estaba segura de que
aquel lugar existiese, tal vez sólo fuese un reino de fantasía, una leyenda que se susurraban las muñecas en las jugueterías para hacer más llevadero su encierro en
los escaparates. Pero se sentía en el deber de buscarlo,
de partir a lo desconocido, quizá de comprenderse a sí
misma durante el viaje. En los labios de Laurita amaneció una sonrisa cuando Jasmyn le aseguró que eso
no signifi caba que dejase de visitarla, incluso podría
enviarle un mapa con el modo de llegar hasta el País de
las Muñecas, en caso de que realmente existiese y ella
lograra encontrarlo.
A partir de ese día, como un refl ejo del escritor checo,
yo me recluía en mi despacho para pergeñar aquellas
cartas que luego, como quien comete una travesura,
introducía por debajo de la puerta. Laurita pronto se
acostumbró a ellas, y cada mañana se levantaba de la
cama antes de que sonase el despertador, como hacía en
la noche de Reyes, ansiosa por conocer los progresos de
Jasmyn en su búsqueda del País de las Muñecas. Verla
leer mis cartas reconcentrada en un sillón del salón me
enorgullecía, no sólo porque me confi rmaba que esta vez
había escogido el modo correcto de enfrentar aquel problema, sino también porque el embeleso con que Laurita
devoraba mis palabras sugería que mi trabajo era más
que aceptable. Mi hija, además, nunca nos hablaba de
lo que decían las cartas, como si fuese un secreto entre
ella y la muñeca, lo cual otorgaba aún más valor a mis
humildes delirios imaginativos. Me hubiera gustado que
Nuria también reconociese el esfuerzo que estaba invirtiendo en mitigar el dolor de nuestra hija, o al menos que
celebrase la brillante estrategia que estaba empleando
para ello, ya que había decidido ocultarle que en realidad había plagiado aquella idea de un escritor del siglo
pasado llamado Franz Kafka, cuyo nombre, por otro
lado, era probable que no le sonase de nada, dado que la lectura no ocupaba un lugar relevante en la vida de
mi mujer, si exceptuábamos la prensa rosa, las revistas
de decoración y los catálogos del Carrefour. Pero cada
mañana Nuria asistía a mi estrafalario juego con indolencia. Me observaba echar la carta por debajo de la
puerta y volver corriendo a mi silla del comedor como
si contemplase las extravagancias de un demente que ya
no tiene remedio. Quizá creyese que la niña debía saber
la verdad, y que todo aquello iba a deformarle el espí-
ritu y convertirla en una desdichada soñadora incapaz
de desenvolverse en el mundo de los mayores, donde
no había lugar para la fantasía. Pero no lo creía. Sospechaba que su desabrida actitud se debía más bien a que
habíamos alcanzado un punto de no retorno, un punto
donde, hiciese lo que hiciese, ya rescatara a un niño de
un incendio o me nominasen al premio Nobel, ella no
podría admirarme. El rencor hacia mí que, con el correr
de los años, había ido acumulando en su interior se lo
prohibía. Los tiempos de deslumbrarnos el uno al otro
habían pasado. Ahora nos encontrábamos instalados en
un lodazal en el que nos hundíamos lentamente, juntos
pero sin atrevernos a darnos la mano porque incluso
parecíamos renegar del cariño que una vez nos habíamos
tenido, contemplado ahora como una suerte de sarna
contagiosa, y sobre el que habíamos levantado aquel
refugio contra el mundo que pronto se había revelado
tan precario como un castillo de naipes.
Pero a mí aquello apenas me afectaba porque había
encontrado un refugio más acogedor en las cartas de
Jasmyn. Por fi n había descubierto algo que realmente
sabía hacer y que tenía un sentido dentro del sinsentido
de mi vida. De modo que mientras mi matrimonio se
derrumbaba con discreción, y yo bebía del amargo cáliz de la desdicha, Jasmyn conocía la felicidad, porque si
en el universo que habitamos nadie parece ocuparse de
nosotros, en el mundo de bolsillo que mi pluma había
creado yo era un demiurgo solícito, un Dios atento y
benévolo, capaz de desbrozar de malas hierbas el destino de Jasmyn sin necesidad de que ella me lo rogase
arrodillada en ninguna iglesia. De mi mano, Jasmyn
recorría Europa, alojándose en los baúles de los juguetes
con los que iba contactando, como pisos de la resistencia, y cada vez se encontraba más cerca del añorado País
de las Muñecas. Tras consultar el atlas, decidí ubicarlo en el Himalaya, a las faldas del gigantesco Everest,
en un pequeño valle donde los muñecos vivían en paz,
cultivando la tierra durante el día y cantando canciones
durante la noche alrededor de las fogatas. A la luz de
aquellas hogueras escribía ahora Jasmyn sus cartas, en las
que le decía a Laurita lo mucho que la echaba de menos
y cómo una noche, a pesar de no traer esa característica
de fábrica, incluso había llorado mientras contemplaba
una foto suya que había hurtado de nuestro álbum familiar antes de marcharse y que yo guardaba en mi cartera.
Para entonces Laurita ya estaba curada, así que creí
llegado el momento de que Jasmyn le revelase que no
podía enviarle el mapa que la conducía al País de las
Muñecas porque entre todos habían llegado a un pacto
de silencio para preservar aquel lugar. Y el momento
también de decirle que la muñeca se había enamorado de
Crown, un muñeco guerrero, con espada al cinto y botas
de terciopelo negro que había sido nombrado capitán de
la guardia encargada de vigilar el reino.
El día en que llegó la noticia de la boda de Jasmyn,
Nuria decidió abandonarme. Era inútil seguir, dijo, mientras acarreaba su maleta hacia la puerta. Aunque sospechaba que eso ocurriría, me dolió que ella hubiese
escogido para abandonarme precisamente el momento
en que yo más brillaba como padre. Espoleado por algo
semejante al orgullo profesional, no puede evitar aludir
a mi empresa con satisfacción, esperando de una vez
un reconocimiento por su parte. Nuria agitó la cabeza,
subrayando su decepción. Tendrías que esforzarte en
otras cosas en vez de dedicar tu tiempo a llenarle la
cabeza de pájaros a nuestra hija, dijo con visible desprecio. Tú no eres Kafka, Diego. Verme descubierto me
sorprendió tanto que no supe qué decir, y cuando uno no
sabe qué decir siempre habla la desesperación. No podré
vivir sin ti, Nuria, mascullé. Y ahí quedó aquella ingenua afi rmación de colegial, fl otando en el aire sin que
ninguno supiésemos qué hacer con ella. Adiós, Diego,
dijo al fi n Nuria, cerrando la puerta tras de sí.
Permanecí unos minutos confuso en mitad del pasillo, intentando pensar cómo arreglar aquello. Dejaría
que transcurriese una hora y luego llamaría a casa de la
hermana de Nuria, donde suponía que mi mujer habría
buscado refugio, e intentaría convencerla de que volviese con nosotros. Pero lo primero que tenía que hacer
era consolar a la niña, con quien antes de marcharse mi
mujer había estado hablando, encerradas en su dormitorio. Laurita se encontraba sentada en su cama, con la
mirada perdida en la pared. Me senté a su lado y traté
de encontrar las palabras adecuadas para explicarle la
situación. Iba a hablar cuando la niña posó su mano
sobre la mía. No te preocupes, papá, dijo sin dejar de
mirar la pared, mamá volverá, estoy segura. Aquello
hizo que retuviese mis palabras en la boca y los ojos
se me llenasen de lágrimas. El mundo que conocíamos se
derrumbaba, pero por ahora era mejor hacer oídos sordos al estrépito de los cascotes. Eso era lo que Laurita
me estaba proponiendo. Permanecimos un rato el uno
junto al otro, envueltos en un silencio de iglesia, hasta
que el sueño venció a mi hija sobre la cama y yo la
arropé con la sensación de que tenía que ser ella quien
me arropase a mí.
Fue entonces, acariciando el cabello de mi hija mientras la noche se estiraba sobre la ciudad, cuando reparé en un detalle de mi discusión con Nuria que se me
habíapasado por alto: ¿cómo podía saber ella que yo había
empleado con Laurita la misma estrategia que un siglo
antes usara Franz Kafka con la niñita del parque? Me
levanté de la cama de un salto, poseído por una corazonada a la que me negaba a dar crédito. Pero todo apuntaba a que era cierta. Trastabillé por el pasillo, mientras
en mi cabeza se iban ensamblando todas las piezas de
un puzle que siempre había tenido delante.
Comprobarlo fue terriblemente sencillo. Bastó con
que me apostara con el coche cerca del cubil de soltero
de Víctor, y subir hasta su piso al verlo salir rumbo al
instituto. Llamé al timbre sabiendo quién me abriría. No
puedes vivir sin mí, dije ante sus ojos espantados.
Llegué a casa con el tiempo justo para llevar a la niña
al colegio. Mientras subía en el ascensor pensé que era
la primera mañana después de un mes en que Laurita no
encontraría ninguna carta de Jasmyn al levantarse. Por
eso me sorprendió que mi pie tropezara con un sobre
cuando abrí la puerta. Lo cogí del suelo envuelto en una
nube de irrealidad. Pero no era una carta de Jasmyn.
Era de Nuria, y estaba dirigida a mí. En ella me decía
que aquello no era una despedida, que volvería, que
necesitaba ver mundo, encontrarse a sí misma. Y esas
palabras me hubiesen ofrecido un enorme consuelo de no haber estado escritas por la letra torpe y esforzada
de mi hija de nueve años.
Laurita y yo nos miramos unos segundos, antes de
fundirnos en un abrazo envuelto en lágrimas. Ahora
comprendía que mi hija siempre lo había sabido, pero
que había preferido creer en la hermosa mentira que
yo había fabricado para ella antes que imaginar a su
muñeca rota, tal vez tirada en una zanja, y que ahora
me ofrecía la posibilidad de que yo creyese que la mía
también volvería, a pesar de no poder evitar recordarla
tendida sobre la cama de Víctor, mis dedos marcados
en su cuello y en los ojos un último reproche, porque
tampoco mi modo de enfrentar aquella situación le había
parecido el correcto.
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