No podría ordenar los principales acontecimientos de mi vida sin hacer antes una breve referencia a la enfermedad que me postró en el lecho en el ya lejano otoño de 1954. Fue exactamente el 2 de octubre, fecha señalada para el inicio de las clases escolares, cuando el médico visitó por primera vez la casa familiar, pronunció un nombre sonoro y misterioso, y yo, en medio de un acceso de fiebre que me hacía proferir frases inconexas, temí llegada la hora de abandonar el mundo. Pero, por fortuna, la escarlatina se comportó conmigo como una dolencia de manual, sin trato preferente ni malignidad acusada, y de todos aquellos días de forzosa inactividad,recuerdo sólo, con asombro, un raro afán por desprenderme de sábanas y mantas, y embadurnarme con la tierra húmeda de tiestos y jardineras. Al despedirse, la enfermedad me dejó en obsequio un cuerpo larguirucho y unas maneras torpes y desvaídas a las que tardaría un buen tiempo en acostumbrarme. No sé si debo culpara ese regalo inesperado, o al simple hecho de que las clases hubieran empezado hacía algunos meses. Pero lo cierto es que, el primer día que asistí a la escuela nacional,encontré sobrados motivos para detestar la vida.Mi primer apellido fue acogido por la maestra con un espectacular arqueo de cejas. Hizo como si intentase memorizarlo, lo repitió un par de veces, las consonantes se le agolparon en la garganta, sus alumnas se revolvieron de risa en sus asientos, y ella, en venganza, decidió suprimirlo de un plumazo.Aquello fue el inicio de una larga pesadilla. Sentí como si me despojaran del recién estrenado delantal, de los suaves mitones que lucía con orgullo, del lazo de terciopelo con que mi madre había recogido mis cabellos aquella misma mañana. No llevaba más de diez minutos en la escuela y ya había sido relegada a una categoría singular y deleznable. Mi segundo apellido no iba a gozar de mejor acogida. Era demasiado corriente, tan común que en la vetusta aula lo ostentaban unas cuantas niñas más, las mismas que ahora protestaban con vehemencia, pataleaban intransigentes sobre el entarimado, golpeaban las tapas de los pupitres con los puños. Debía comprenderlo. En ese mundo de derechos adquiridos, no querían ni podían efectuar excepción alguna en mi favor. En lo sucesivo sería conocida por Adriana, sin otros nombres que arroparan mi tímida presencia, sin otro apoyo que el sentirme la más alta, la más desgarbada y la más ignorante.
Pero el día, tantas veces soñado desde la prisión del lecho, no había hecho sino empezar. Atenta a la salvaguarda de su autoridad, la maestra me preguntó enseguida por mi lugar de origen. Mi acento le había parecido extraño, insólito, inhabitual... ¿O se trataba, quizá, de un defecto congénito? No me obligó a abrir la boca, mostrar la garganta y sacar la lengua, como en un principio temí. Con un hilo de voz pronuncié el nombre de mi aldea. Lo repetí tres veces. Intenté situarlo en el mapa de colorines que, al instante, dos alumnas socarronas desplegaron sobre el encerado. Pero mis dedos, confundidos ante un coro de carcajadas, naufragaron en los azules del Mediterráneo.A aquellas burlas, sin embargo, debo un precoz despertar a las leyes de la vida.Con una sabiduría que, casi treinta años después, me deja aún perpleja, comprendí muy pronto que el injusto trato que acababa de recibir no procedía de la ocasional maldad de una profesora, ni de la inocente crueldad de un montón de niñas anodinas y engreídas. La diferencia estaba en mí y, si quería librarme de futuras y terribles afrentas, debería esforzarme por aprender el código de aquel mundo del que nadie me había hablado y que se me aparecía por primera vez cerrado como la cáscara de una nuez, inexpugnable como los abismos marítimos en los que mis dedos acababan de extraviarme. A nadie dije que hacía sólo unas semanas que había aprendido a leer y a escribir, en atención, quizás, a la extraña máxima que Madre repetía con frecuencia:
«Huimos de la miseria, hija... Recordarla es sumergirse en ella».
No iba a dar un nuevo motivo de risa a mis compañeras. Aguanté con paciencia el lento desfilar de las horas, me resguardé en el silencio y, en el recreo, me mantuve al margen, observando juegos, intentando memorizar canciones. Al llegar a casa, mentí.
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Ha sido estupendo
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dije.Madre no levantó los ojos del bastidor y siguió bordando con exquisita delicadeza.Se fue hace tiempo, pero, aún ahora, me cuesta imaginar que la corrupción pueda haberse ensañado con aquellas manos blancas y delicadas, con sus inescrutables ojos verdes, con la lánguida sonrisa que dibujaban sus labios cuando creía no ser vista por nadie, cuando yo fingía no reparar en su presencia, jugar, dormir o repasar las lecciones de la escuela.Madre no era una mujer alegre. La recuerdo a menudo silenciosa, enfrascada en oscuros pensamientos que nunca quiso compartir, santiguándose a la menor ocasión,gimiendo sola en su alcoba hasta que las luces del alba terminaran por vencer su persistente incapacidad de conciliar el sueño. Nunca fue demasiado cariñosa conmigo, pero yo sabía que, a su manera, me amaba. Todo en ella era privacidad y secreto. Cuando yo enfermaba, permanecía la noche en vela junto a la cabecera de mi cama, repitiendo para sí una retahíla de jaculatorias, increpando a media voz a invisibles enemigos. Cuando algo les ocurría a mis dos hermanos, su preocupación se concretaba en llamar a un médico. Conmigo era la entrega total.Sabía que me quería y, aunque nunca pude cruzar el umbral de su atormentado mundo, intenté en todo momento corresponderle con mi cariño. La ayudaba en los trabajos de la casa, devanaba madejas, o bordaba, con la mejor voluntad, una esquina cualquiera de las labores en las que ocupaba su tiempo. Otra demostración de afecto no hubiera sido comprendida. Desde la muerte de mi padre, Madre se había encerrado en ese extraño universo que le negaba el reposo. Parecía como si hubiese sellado un pacto con el silencio y la melancolía, pero, a veces, cuando mencionaba a su familia, el rubor se señoreaba de sus mejillas, sus ojos despedían fuego, y yo comprobaba aliviada que, en contra de las apariencias, la sangre discurría por sus venas como en el resto de los mortales.Nunca los nombraba individualmente. No hablaba de sus padres, de sus hermanos, de sus tíos. Decía familia y, al mentarla, la emprendía a pisotones contra escarabajos y cucarachas.La casa estaba llena de cucarachas, y eran muchas las veces que Madre maldecía a su familia. Fue así como, desde pequeña, establecí una relación estrecha entre familia y cucarachas, y adquirí, con el correr de los años, la firme convicción de que aquélla era la responsable directa de nuestra pasada indigencia y de nuestra actual parquedad de recursos. Sin embargo, el día en que mi madre logró vender el último terreno que le ligaba a su familia, esperé inútilmente alguna alusión a reformas,compras o tan siquiera un buen almuerzo. Las paredes desconchadas podían esperar,las grietas serían trampeadas con masilla y mis hermanos seguirían asistiendo a la vetusta escuela del barrio. Nada había cambiado pues, a excepción del hecho, sin consecuencias, de que antes fuéramos pobres y ahora hubiésemos ascendido a la categoría de modestos.Pero los planes de mi madre iban más allá de guardar los fajos de billetes en un cajón, como se me ocurrió al principio, y esperar aliviada la llegada de la vejez. Todo,hasta el último céntimo de la venta, tenía un destino prefijado desde hacía muchos años, algo que, para ella, parecía revestir una importancia capital. Cuando me enteré de que la única beneficiaria de la transacción iba a ser yo, enmudecí de asombro. Sin embargo, era tan insólita la luz que alumbró de pronto sus ojos verdes que no me atreví a negarme.
—
Irás a la Universidad
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dijo.Por un momento no supe si aquel júbilo repentino era el resultado de una importante decisión o de la venta de lo poco que le unía a su pasado. Pero nada pregunté, sorprendida como estaba ante unas mejillas súbitamente enrojecidas, ante unos brazos que no paraban de gesticular, ante la ilusión de niña con que tejía y trenzaba lo que iba a ser mi futuro. Hablaba de Medicina, Derecho, Letras... Pero su candor me hacía pensar en una jovencita en vísperas de boda, en los viejos cuentos de hadas con los que, años atrás, intentaba conjurar mi siempre inexplicado terror al amanecer. Anotaba cifras en su libreta de cuentas. Sumaba, restaba, dividía. Todo estaba calculado y decidido. A mis hermanos, en compensación, les dejaría la casa. A mí me construiría el futuro.Estudié Historia sin excesivo convencimiento. Mi memoria proverbial me ayudó a obtener resultados aceptables y, aunque yo no hice nada para fomentarla, me granjeé cierta fama de alumna perezosa pero privilegiada. Madre, contenta ante la facilidad con la que me iba aproximando a su meta, mantuvo durante los últimos años una actitud plácida y serena. Sus oscuros fantasmas habían dejado de torturarla: ya no gemía, ni suspiraba, ni, por la noche, se revolvía agitada en la soledad del lecho. La muerte le sobrevino en un día especialmente importante para ella. Acababa de obtener mi licenciatura, y Madre, como si nada le atase ya a este mundo, se entregó aun dulce sueño del que jamás despertó. Retrasé con excusas el momento de cerrar la caja. Nunca, en vida, su rostro me había parecido tan hermoso.Sin embargo, en los años que sucedieron a su muerte, mis actividades poco tuvieron que ver con aquellos estudios que mi madre se había empeñado en costear.Abandoné la casa familiar, ahora propiedad de mis hermanos, y me instalé en un pequeño piso en el centro de la ciudad. No me molesté en solicitar una plaza de profesora, como hicieron muchas de mis compañeras, ni en conseguir un puesto en la edición de alguna enciclopedia. Mis habilidades eran otras y, cancelada la deuda con mi madre, a ellas me entregué con toda mi energía.¿Fueron mis deseos de suavizar la pobreza los que me lanzaron a esta fantástica aventura del gusto y de la apariencia? Desde muy pequeña sentía una poderosa inclinación por la cocina. Me gustaba combinar elementos, experimentar, adivinar los ingredientes de cualquier producto enlatado, confeccionar sopas de legumbres sin legumbres o lograr unos aparatosos filetes de pescado a base de arroz hervido y prensado. A Madre le molestaba que yo me encerrara en mi pieza favorita e intentara luego sorprenderla con mis pequeños hallazgos, convencida, tal vez, de que, en el glorioso futuro que me había destinado, no quedaba lugar para bajas tareas ni ocupaciones serviles. Mientras viví junto a ella, acaté sus caprichos, y Madre, en su simplicidad, confundió mi auténtico amor filial con el triunfo de una voluntad que a ratos yo no comprendía y a ratos admiraba.Pero ahora, liberada del penoso deber de fingir, podía moverme a mi antojo entre las cuatro paredes de la nueva cocina. Los comienzos fueron tímidos, como todos los de aquel que se entrega a una afición largos años postergada. Con el tiempo, sin embargo, mis buenas manos para el disfraz o para el aprovechamiento de cualquier resto me valieron el esperado reconocimiento. Conseguí una colaboración semanal en una revista especializada y un consultorio diario en una de las principales emisoras de la ciudad. Las cartas me llovieron desde los primeros días y me resultaba muy agradable constatar que la mayoría de mis corresponsales me creía una viejecilla sabia, de cabellos canos y rostro bondadoso. Un amigo editor me ofreció la posibilidad de publicar un libro. Acepté. Mis recetas corrían de boca en boca y, aunque nunca merecí la atención de los gastrónomos oficiales, no se me ocultaba que ellos sabían de mí y que me odiaban con todas sus fuerzas.Sus desplantes o su silencio no me afectaron lo más mínimo, y si, en el prólogo que por aquel entonces empecé a escribir, incluí una avalancha de fechas y datos históricos, no fue para ganarme su respeto, sino como un homenaje póstumo a aquella mujer que intentó encaminar mi vida por otros derroteros. Tampoco me preocupé en rebatir sus teorías a la hora de redactar las primeras páginas. Hice un llamamiento desde la emisora a todo oyente que tuviera algo que mostrarme. Y esperé pacientemente, siempre ocupada junto a mis fogones, a que sus aportaciones fueran abarrotando el buzón o invadiendo la cocina.Recibí tartas caseras, recetas olvidadas, figurillas de mazapán, confituras,compotas... Mi editor seguía de cerca mi trabajo y me propuso emprender juntos un pequeño recorrido por el Bajo Rhin donde, según le constaba, existían recetas milenarias que podríamos incorporar al libro. Era evidente que su afán no procedía tanto de las investigaciones en las que me hallaba sumida, como de un mal disimulado interés hacia mi persona. Por esta razón, probablemente, me mostré de acuerdo. Partiríamos dentro de unos días, el tiempo justo para que yo acabara de analizar las colaboraciones de lectores y oyentes. Ardía en deseos de viajar e, incapaz de concentrarme, hice una selección apresurada del montón de paquetes y cartas que aguardaban su turno sobre la mesa de la cocina, el sofá de la antesala o las estanterías del comedor.La mayor parte eran conservas caseras cuyo único mérito residía en la calidad dela fruta empleada y en el cuidado puesto en su elaboración. Fiada de mi instinto, fui eliminando las que me parecieron más vulgares. El tiempo se me echaba encima y sospecho no haber sido demasiado rigurosa en mi trabajo. Sólo así puedo explicarme que, a punto de darlo por concluido, reparase por primera vez en una vasijilla mohosa provista de una inscripción apenas legible.La destapé con dificultad. De su interior surgió un denso aroma a fruta silvestre, el perfume inconfundible de una conserva antigua. Me serví un par de cucharadas.Aquella mermelada de fresa no se parecía a ninguna otra. Seguí degustando. Era la mermelada con más gusto a fresa que había probado en mi vida; era, con toda seguridad, mermelada de fresa...
Sin embargo, me hubiese atrevido a jurar, sin ningún titubeo, que en su elaboración no había intervenido fresa alguna. Paladeé una cucharada más. Tampoco azúcar. Volqué el resto del contenido en un plato y estudié el recipiente. El proceso de conservación difería de los habituales. Tal vez se tratara del tiempo, de una fermentación inesperada, de alguna mutación... La caja de cartón en la que había llegado no contenía información ni remitente, y las letras que ilustraban el tarro apenas se destacaban del color del barro cocido. Intenté proceder con orden. Las primeras letras debieron de formar, en otro tiempo, la palabra «Mermelada»; seguía luego un espacio en blanco (un probable «de», borrado con los años) y, por fin, unas desdibujadas mayúsculas trazadas en una caligrafía demasiado arcaica para resultarme identificables. La ayuda de una lupa no hizo más que confundirme. Probé entonces la operación inversa. Alejé el tarro de mis ojos y parpadeé a propósito, como si conociera de antemano lo que pretendía descifrar. No prestaba atención a las letras, sino al conjunto, a su forma, al significado que pudiera encerrar aquella sucesión de signos. Y, de pronto
Sin embargo, me hubiese atrevido a jurar, sin ningún titubeo, que en su elaboración no había intervenido fresa alguna. Paladeé una cucharada más. Tampoco azúcar. Volqué el resto del contenido en un plato y estudié el recipiente. El proceso de conservación difería de los habituales. Tal vez se tratara del tiempo, de una fermentación inesperada, de alguna mutación... La caja de cartón en la que había llegado no contenía información ni remitente, y las letras que ilustraban el tarro apenas se destacaban del color del barro cocido. Intenté proceder con orden. Las primeras letras debieron de formar, en otro tiempo, la palabra «Mermelada»; seguía luego un espacio en blanco (un probable «de», borrado con los años) y, por fin, unas desdibujadas mayúsculas trazadas en una caligrafía demasiado arcaica para resultarme identificables. La ayuda de una lupa no hizo más que confundirme. Probé entonces la operación inversa. Alejé el tarro de mis ojos y parpadeé a propósito, como si conociera de antemano lo que pretendía descifrar. No prestaba atención a las letras, sino al conjunto, a su forma, al significado que pudiera encerrar aquella sucesión de signos. Y, de pronto
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al quinto,al sexto parpadeo quizá
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, las mayúsculas adquirieron un relieve sorprendente. Me pareció como si una sombra envolviera los objetos de la cocina o como si toda la luz brotara de aquella palabra. Leí: «BRUMAL». Y al instante me sentí muy pequeña, y también muy alta, inmensamente feliz y desesperadamente desgraciada, mientras la habitación se poblaba de niñas vociferantes y burlonas, enfundadas en delantales de rayadillo, adornadas con lazos de colores, dispuestas a reír hasta la saciedad ante aquel nombre que, por desconocido, les provocaba, en su ignorancia, tantas carcajadas y tanto desprecio.Pero ¿qué sabía yo de Brumal? «Huimos de la miseria, hija...»
Y mis recuerdos, arrinconados en la esquina más oscura de la memoria, se resistían a amanecer bruscamente de su letargo, a liberarse de la pesada losa con que una mano infantil lescondenó al silencio, a comparecer ante una presencia que tantas veces les había rechazado. Degusté otra cucharadita de mermelada de fresa, y ellos se agitaron porun instante en su escondite. Muy levemente, lo suficiente para convencerme de que seguían ahí, como los despojos de una cinta insonora, secuencias deslavazadas de una película pendiente de montaje, material desechado por un autor avergonzado desu primera obra. No tenía más que pronunciar BRUMAL, una, dos, media docena deveces, para que asomaran por entre las tinieblas y yo intentara aprehenderlos, fijarlos, devolver a los grises su color original, rellenar los constantes espacios en blanco. Demasiados, quizás. O, tal vez, demasiado tarde. Ellos, astutos yescurridizos, no se mostraban dispuestos a permanecer un instante más de lo acostumbrado. Pero yo iba a presentarles una lucha sin cuartel. Relamía la cucharillay la vergüenza se trocaba en interés, el deseo de olvido en necesidad de memoria. La aldea de mis orígenes dejaba de erigirse en palabra prohibida. ¿Cómo era Brumal? Tuve que contentarme con imágenes ya conocidas: un lugar inhóspito, umbrío, detierras castigadas y estériles. ¿Era eso motivo suficiente para abochornarme, o fueron las sonrisitas de mis ignorantes condiscípulas las que trastocaron mi infantil escala devalores? Ahora era yo quien sonreía, embriagada por el olor de fresa, sintiendo los labios almibarados y pegajosos.Vivíamos a escasos kilómetros del mar, tal vez a una veintena, pero en la aldea apenas si sabíamos del resplandor del sol o de la brisa que empujaba las barcas de los pescadores. Los niños del pueblo nos acostumbrábamos desde los primeros días avivir en el frío y en las sombras. Y, como nada conocíamos, nada podíamos desear.Una vez al año, sin embargo, todo Brumal se desplazaba en comitiva. Adornábamos media docena de tartanas, y la comunidad engalanada se encaminaba hacia el pueblode mar más cercano, aquel al que, según los registros, pertenecíamos. Cenábamos, cantábamos, dormíamos en la playa y, al día siguiente, regresábamos a la aldea. Asíhabían hecho nuestros abuelos, así hacíamos nosotros y así, con seguridad, harían nuestros hijos. Pero aquellos peregrinajes anuales me dejaban siempre un amargo sabor de boca. Las gentes del mar nos miraban con recelo, los niños de piel tostada nos escudriñaban sin recato y, en las noches de playa, no contábamos con lacompañía de un solo lugareño ni de una barcaza rezagada. Nuestras cuentas, no obstante, estaban al día. Mi padre, el único hombre de Brumal que había convivido con ellos, se vestía de fiesta en el día señalado y llenaba de billetes los bolsillos de su chaleco. Visitaba los comercios, encargaba harina de trigo, compraba conservas de pescado y pagaba espléndidamente cualquier servicio. Su actitud era admirada y adulada, mientras mi madre, arrebujada en un mantón de lana negra, murmuraba frases de desdén para cada conocido que se adivinaba tras las celosías de las ventanas. «El oro todo lo compra», decía. Y luego nos miraba a todos, a su marido, a su hija, a sus paisanos, con sus tristes y enigmáticos ojos verdes.Madre era natural de la playa, pero siempre se negó a visitar a sus familiares o amirar la casita de persianas azules en la que había nacido. Tenía aún una hermana o un hermano en el pueblo. Mi padre preguntaba por ellos en el almacén y enviaba saludos; mi madre, año tras año, fingía sorprenderse con desganada ironía de que no hubieran hallado un momento para acudir a recibirla. Pero Madre no sólo detestaba a sus propias cucarachas. Me había terminado la mermelada: el sabor que tantas veces degustara de niña, el delicioso aroma a fruta silvestre, el mismo color con el que teñíamos las rebanadas depan antes de encaminarnos al colegio. Aunque ¿íbamos a la escuela en Brumal? No podía recordarlo. Abandonamos la aldea cuando yo contaba siete años, recorrimos algunos pueblos y nos instalamos, por fin, en una ciudad a cientos de kilómetros de nuestro lugar de origen. Casi enseguida nacieron mis hermanos, unos gemelos abúlicos que no supieron despertar mi interés ni conseguir mi afecto. Mi padre falleció al poco tiempo y Madre, encerrada en su habitual mutismo, no contribuyó en nada a resucitar mis recuerdos. «Iré a Brumal», me dije.Y, mientras recogía algunos cacharros y cerraba ventanas, reviví a tía Rebeca, la anciana tía Rebeca, encerrada perennemente en su altillo, entregada a la elaboración de deliciosas confituras, aquejada de un fuerte reumatismo que le impedía desplazarse. Y su muerte. La casa llena de sacerdotes y de incienso, de rezos y plegarias; los lloros de mi padre y la decisión irrevocable de Madre de abandonar Brumal. «Ahora mismo», decidí. Y, al cerrar la puerta, recordé cómo, pocos días después, reunimos nuestros enseres en un par de baúles, una tartana nos acercó a la carretera y esperamos allí, durante horas, la llegada de un coche de línea. Las palabras de siempre
Y mis recuerdos, arrinconados en la esquina más oscura de la memoria, se resistían a amanecer bruscamente de su letargo, a liberarse de la pesada losa con que una mano infantil lescondenó al silencio, a comparecer ante una presencia que tantas veces les había rechazado. Degusté otra cucharadita de mermelada de fresa, y ellos se agitaron porun instante en su escondite. Muy levemente, lo suficiente para convencerme de que seguían ahí, como los despojos de una cinta insonora, secuencias deslavazadas de una película pendiente de montaje, material desechado por un autor avergonzado desu primera obra. No tenía más que pronunciar BRUMAL, una, dos, media docena deveces, para que asomaran por entre las tinieblas y yo intentara aprehenderlos, fijarlos, devolver a los grises su color original, rellenar los constantes espacios en blanco. Demasiados, quizás. O, tal vez, demasiado tarde. Ellos, astutos yescurridizos, no se mostraban dispuestos a permanecer un instante más de lo acostumbrado. Pero yo iba a presentarles una lucha sin cuartel. Relamía la cucharillay la vergüenza se trocaba en interés, el deseo de olvido en necesidad de memoria. La aldea de mis orígenes dejaba de erigirse en palabra prohibida. ¿Cómo era Brumal? Tuve que contentarme con imágenes ya conocidas: un lugar inhóspito, umbrío, detierras castigadas y estériles. ¿Era eso motivo suficiente para abochornarme, o fueron las sonrisitas de mis ignorantes condiscípulas las que trastocaron mi infantil escala devalores? Ahora era yo quien sonreía, embriagada por el olor de fresa, sintiendo los labios almibarados y pegajosos.Vivíamos a escasos kilómetros del mar, tal vez a una veintena, pero en la aldea apenas si sabíamos del resplandor del sol o de la brisa que empujaba las barcas de los pescadores. Los niños del pueblo nos acostumbrábamos desde los primeros días avivir en el frío y en las sombras. Y, como nada conocíamos, nada podíamos desear.Una vez al año, sin embargo, todo Brumal se desplazaba en comitiva. Adornábamos media docena de tartanas, y la comunidad engalanada se encaminaba hacia el pueblode mar más cercano, aquel al que, según los registros, pertenecíamos. Cenábamos, cantábamos, dormíamos en la playa y, al día siguiente, regresábamos a la aldea. Asíhabían hecho nuestros abuelos, así hacíamos nosotros y así, con seguridad, harían nuestros hijos. Pero aquellos peregrinajes anuales me dejaban siempre un amargo sabor de boca. Las gentes del mar nos miraban con recelo, los niños de piel tostada nos escudriñaban sin recato y, en las noches de playa, no contábamos con lacompañía de un solo lugareño ni de una barcaza rezagada. Nuestras cuentas, no obstante, estaban al día. Mi padre, el único hombre de Brumal que había convivido con ellos, se vestía de fiesta en el día señalado y llenaba de billetes los bolsillos de su chaleco. Visitaba los comercios, encargaba harina de trigo, compraba conservas de pescado y pagaba espléndidamente cualquier servicio. Su actitud era admirada y adulada, mientras mi madre, arrebujada en un mantón de lana negra, murmuraba frases de desdén para cada conocido que se adivinaba tras las celosías de las ventanas. «El oro todo lo compra», decía. Y luego nos miraba a todos, a su marido, a su hija, a sus paisanos, con sus tristes y enigmáticos ojos verdes.Madre era natural de la playa, pero siempre se negó a visitar a sus familiares o amirar la casita de persianas azules en la que había nacido. Tenía aún una hermana o un hermano en el pueblo. Mi padre preguntaba por ellos en el almacén y enviaba saludos; mi madre, año tras año, fingía sorprenderse con desganada ironía de que no hubieran hallado un momento para acudir a recibirla. Pero Madre no sólo detestaba a sus propias cucarachas. Me había terminado la mermelada: el sabor que tantas veces degustara de niña, el delicioso aroma a fruta silvestre, el mismo color con el que teñíamos las rebanadas depan antes de encaminarnos al colegio. Aunque ¿íbamos a la escuela en Brumal? No podía recordarlo. Abandonamos la aldea cuando yo contaba siete años, recorrimos algunos pueblos y nos instalamos, por fin, en una ciudad a cientos de kilómetros de nuestro lugar de origen. Casi enseguida nacieron mis hermanos, unos gemelos abúlicos que no supieron despertar mi interés ni conseguir mi afecto. Mi padre falleció al poco tiempo y Madre, encerrada en su habitual mutismo, no contribuyó en nada a resucitar mis recuerdos. «Iré a Brumal», me dije.Y, mientras recogía algunos cacharros y cerraba ventanas, reviví a tía Rebeca, la anciana tía Rebeca, encerrada perennemente en su altillo, entregada a la elaboración de deliciosas confituras, aquejada de un fuerte reumatismo que le impedía desplazarse. Y su muerte. La casa llena de sacerdotes y de incienso, de rezos y plegarias; los lloros de mi padre y la decisión irrevocable de Madre de abandonar Brumal. «Ahora mismo», decidí. Y, al cerrar la puerta, recordé cómo, pocos días después, reunimos nuestros enseres en un par de baúles, una tartana nos acercó a la carretera y esperamos allí, durante horas, la llegada de un coche de línea. Las palabras de siempre
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«Huimos de la miseria, hija
...»
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y una extraña alegría asomando a sus ojos. Madre parecía muy contenta aquella mañana, y, en su excitación, se había vestido al revés, exhibiendo costuras, dobladillos, forros, pespuntes. Un espectáculo miserable para los biempensantes usuarios del autocar,agrupados en los últimos asientos, observándonos como a leprosos o apestados,temerosos de la contaminación que presagiaba nuestra presencia. Y Madre, altiva y orgullosa, simulando no haber reparado en su error, hasta bien entrada la noche,cuando llegamos a nuestro primer destino, cuando descargamos baúles y atados.Madre, entonces, restando importancia a lo que hacía, le dio la vuelta al abrigo,introdujo los brazos en las mangas, se ciñó el cinturón y, con exagerada lentitud,sacudió el polvo de las solapas. Ahora, al recordarlo, no podía dejar de sonreír.Bajé apresurada del tren y miré algo inquieta a mí alrededor. Nada en el rostro delas gentes me sugirió al carácter hosco y desconfiado que creía recordar. Tampoco los niños de piel tostada me parecieron entonces temibles e indeseables. La tarde era soleada y una inesperada alegría me encaminó al muelle donde faenaban algunos pescadores. No supe dar con la casita de persianas azules que mi memoria situaba cerca del mar, pero me hallaba en el pueblo de mi madre y, extrañamente, me sentía invadida por una sensación de orgullo. Pregunté a un pescador por Brumal. El hombre se encogió de hombros.En el Ayuntamiento me hablaron de un par de aldeas perdidas en el monte y prácticamente abandonadas por sus habitantes. Ninguna respondía al nombre de Brumal. Entré en el casino. Algunos ancianos jugaban a naipes, otros dormitaban frente al televisor. Me acerqué al grupo que me pareció de mayor edad. La palabra Brumal no suscitó en ninguno de ellos el más mínimo recuerdo. Al salir, un anciano agitó su bastón. «Sí», dijo, «algunos lo conocían por este nombre.» Y, luego,calándose unas gafas y observándome con un punto de desconfianza, añadió «Antes, le hablo de años, vivían allí unas cuantas familias. Ahora no sé si queda alguien...». Pocos datos pude reunir acerca de mi aldea, aunque sí los suficientes para saber cómo llegar hasta allí. Di las gracias a mi informador y le tendí la mano. Pero ya el anciano se había vuelto hacia el televisor y limpiaba con un pañuelo los cristales de las gafas.Hice noche en un hotel y, al día siguiente, abordé el primer coche de línea que se dirigía al interior. El conductor se detuvo a la altura de una encrucijada y me señaló una vereda llena de pedruscos y socavones. El sol y el buen tiempo habían quedado atrás, pero la visión del campanario de una iglesia lejana me animó a cubrir el resto del camino a pie. «A las siete de la tarde», gritó el conductor, cuando ya había avanzado algunos pasos, «cada día a las siete. Si está en la carretera la recojo.»Anduve campo a través sin tener que preocuparme de no pisar ningún sembrado. En Brumal las tierras son áridas y la vegetación inexistente. Al cabo de una hora me detuve a pocos metros de la primera casa del pueblo. «Estoy en Brumal», me dije ahogando una creciente emoción. «Al fin en Brumal.»Dos perros famélicos me salieron al encuentro. Sus ladridos parecían imitar el sonido del viento,los silbidos de la leña húmeda al arder, los bajos sostenidos de un viejo órgano sordo e incompleto. Me hallaba por fin en Brumal y, en aquel momento, empezaba a comprender que ese viaje debería haberlo realizado años atrás, antes de que la aldea hubiera llegado al estado de deterioro que actualmente ofrecía. Casuchas viejas y descuidadas, muchas de ellas mostrando aún las huellas de un incendio remoto,ventanas sin cristales, los restos de una construcción, que bien pudo haber sido una escuela, reducida ahora a un montón de escombros. Un olorcillo acre surgía de las pocas viviendas que parecían habitadas. El humo de algunas chimeneas ensombrecía todavía más la densa bruma permanentemente asentada sobre la aldea. La iglesia, encontraste, me pareció altiva y desmesurada. Ocupaba casi la tercera parte del espacio habitado y, aunque su estado era prácticamente ruinoso, se erguía en medio de aquella inmundicia con una majestuosidad desafiante. Sentí un escalofrío. No me hubiera producido mayor impresión una catedral gótica trasplantada a un estercolero. Entonces, no sé por qué, me acordé del hombre del casino.Me hallaba desconcertada. El único banco de la Plaza estaba ocupado por un anciano; me senté a su lado. Ni él parecía dispuesto a saludarme ni yo encontré fórmula alguna para dirigirle la palabra. El anciano encendió un cigarrillo y yo le imité. No sabía aún si lo que deseaba era llorar o ponerme a gritar con todas mis fuerzas. Poseía solamente una certeza: nunca debí regresar a aquel lugar odioso. Un balón de juguete rodó hasta mis pies. Lo alcé y miré en mi entorno, pero ningún niño vino a recogerlo. ¿Qué diablos estaba yo haciendo en Brumal? El viejo carraspeó y yo, en mi interior, le agradecí su silenciosa compañía. Encendí otro cigarrillo. Dos,tres más. Era evidente que no podía pasarme la mañana allí, sentada junto a un anciano sin habla, único ser humano que, hasta entonces, me había ofrecido Brumal. Crucé la Plaza y me dirigí a la iglesia.La puerta estaba entornada. La empujé. Me costó cierto tiempo acostumbrarme ala oscuridad, a la atmósfera insana que desprendían los viejos muros, al polvo que levantaba a mi paso y que me producía una tos seca y asfixiante. Nadie, con seguridad, había orado allí desde hacía años. A no ser que aquel viejecillo silencioso fuera el único habitante de Brumal. Un cuerpo demasiado frágil para dejar huella alguna sobre los bancos, los reclinatorios, los restos de una alfombra roída por las ratas, los andrajos de damasco que colgaban a ambos lados del pasillo central. El estado calamitoso del retablo sólo era comparable a lo que quedaba de un antiguo púlpito, ahora impracticable, con la mayoría de escalones hundidos y las barandillas resquebrajadas. Sobre el altar mayor había un libro abierto. La débil luz que proyectaba el rosetón no me permitía leer; encendí una cerilla. Soplé sobre las páginas de pergamino pero, en contra de lo que esperaba, ni una sola mota de polvo se levantó en el aire. Aproveché un cabo de vela y lo coloqué a mi derecha, en el lado del Evangelio. Una serie de nombres, provistos de numerosas consonantes y escritos en temblorosas redondillas, oscilaron ante mis ojos. Algunos no me resultaron del todo desconocidos. Busqué el apellido de mi padre. Estaba marcado con tres aspas.La repentina sensación de creerme observada me obligó a volverme con cautela.La nave me pareció más grande, oscura y destartalada que instantes atrás. Alcancé otro cabo de vela y, conteniendo la respiración, me dirigí hacia la puerta. No habría avanzado más de dos pasos cuando percibí un leve jadeo. Iba a apretar a correr, pero en aquel preciso instante vislumbré una figura alta y oscura sentada en uno de los últimos bancos.
—
Buenos días
—
oí. No pude responder. La silueta acababa de ponerse en pie y se dirigía hacia mí agrandes zancadas.
—
Soy el párroco
—
dijo.Suspiré aliviada.
—
Me llamo Adriana
—
musité, pero no creí oportuno mencionar mis apellidos.Salimos a la Plaza. Ahora, otro viejecillo ocupaba junto al primero el banco de piedra en el que antes me había sentado. No hablaban entre sí ni parecía que nuestra presencia fuera motivo suficiente para alzar la vista. Había oscurecido considerablemente.
—
¿Deseaba algo?
—
preguntó el sacerdote.
Asentí. Ya no me importaban los motivos que me habían conducido a Brumal, pero sentía la imperiosa necesidad de escuchar el sonido de alguna voz. Miré en dirección al reloj de la iglesia. Faltaban algunos minutos para el mediodía.
—
Supongo que le sorprenderá que se haya nombrado a un ministro para una parroquia con tan pocos feligreses
—
continuó
—
. Cosas burocráticas, ¿sabe usted?...Sin contar con que esta iglesia posee un valor incalculable. Me pareció que aquel joven se estaba burlando de mí. Le observé con curiosidad. Veintitantos años a lo sumo, pensé.
—
... Y que, para un lugar tan dejado de la mano de Dios, se haya designado a una persona como yo, casi sin experiencia. Seguí sin intervenir. Su sotana presentaba varios desgarrones y numerosos remiendos. Me fijé en el polvo acumulado en el cuello y en los extremos de las mangas.
—
Antes, las cosas eran de otra manera. En Brumal hubo mucha vida.Habíamos avanzado unos pasos en dirección al banco. Ahora eran cuatro los viejos sentados en silencio. Una mujer vestida con un batín floreado asomó por la puerta de una de las casas. Me sonrió.
—
... Pocos. Casi todos ancianos. Pero muy buena gente. Muy buena. Llegamos al otro lado de la Plaza. El sacerdote abrió una cancela y me invitó a pasar. La suciedad y el desorden de la casa del cura no tenían nada que envidiar al estado lamentable de la iglesia. Las telarañas se habían adueñado de techos y rincones, los muebles yacían amontonados en el centro de lo que parecía la pieza principal y un olorcillo difícil de definir impregnaba cortinas, visillos y las fundas delos sillones en que acabábamos de acomodarnos. Pensé que necesitaba beber algo.Pero ya el cura, adivinando mis deseos, se me había adelantado. Sirvió dos copitas de aguardiente de fresa. Apuré la mía de un sorbo.
—
Así que es usted oriunda de la aldea... Muy interesante. Mucho. Miró a través de la ventana, y yo seguí la dirección de sus ojos. En la Plaza, una docena de hombres conversaba animadamente.
—
... Y ha venido hasta aquí para recuperar su pasado, ¿no es cierto? Me encogí de hombros. El sacerdote simulaba preguntar, pero yo lo sabía ensimismado, indiferente a una respuesta por demás innecesaria. ¿A qué podía haber venido si no? ¿A quién, fuera de los hijos de la aldea, se le podía ocurrir visitar Brumal? Me angustió la soledad de aquel hombre joven, obligado a vivir entre ruinas, y eché una mirada discreta a la desastrada habitación.
—
Mi ama de llaves falleció hace unos meses
—
explicó a modo de excusa. Me serví un segundo aguardiente y sentí un delicioso calorcillo en el estómago. El párroco se apresuró a rellenarme la copa. El antiguo desconcierto se había convertido en euforia. Creí llegado el momento de agradecerle su hospitalidad y empecé a hablar. Hablé durante largo rato: horas quizá. Hablé de mi padre, recordé a tía Rebeca e intenté recuperar los rostros de las amigas del desaparecido colegio.¿Dónde estarían ahora? ¿En la Plaza tal vez? ¿En esa creciente algarabía que me hacía, a ratos, interrumpir mis explicaciones? ¿Elaborando mermeladas, confituras,compotas... en esos luminosos altillos de los que surgían hebras de humo azul,violeta, naranja...? Mi cabeza funcionaba a una velocidad de vértigo pero no por ello dejé de apurar las copas que, sin descanso, me seguía sirviendo el sacerdote. El aroma de fresas se había hecho envolvente.
—
Esta es una de las especialidades de Brumal
—
dijo de pronto.Su mirada había adquirido un brillo impropio de un sacerdote. No recordaba haberle hablado de mi libro de cocina ni de la tinajilla mohosa que, apenas veinticuatro horas antes, me hiciera tomar la decisión de conocer Brumal. Sentí un pequeño estremecimiento y mi mente se encargó de repetirme que en esas tierras no crecía planta alguna, ni siquiera zarzamora o mala hierba por los caminos. Las risas de la Plaza, cada vez más estridentes, me impulsaron a volverme de nuevo. Ahora los ventanucos de los altillos aparecían en sombras, y algunas mujeres se habían unido al bullicioso grupo de la Plaza. Tenía que irme.
—
Es pronto todavía
—
dijo el párroco. Parecía contento y la forma en que serefrotaba las manos indicaba una excitación creciente que empezaba aincomodarme
—
. No puede marcharse ahora sin ver antes lo que le interesa.Mermelada de fresa...
—
y subrayó la última palabra con una sonrisa. Iba a enfundarme el abrigo, pero ya el hombre me había tendido un astroso y maloliente mandil negro. Al incorporarme, volví a verle como a un joven inofensivo,un pobre cura de pueblo para quien, con toda seguridad, charlar conmigo constituía el único acontecimiento de interés desde hacía algunos años. Ahora sujetaba con ambas manos el mandil y el brillo burlón había desaparecido de sus ojos.
—
Póngaselo. Así no se ensuciará el vestido. Abrió una puerta chirriante, y yo le seguí con precaución por una angosta y oscura escalera de caracol. El aire se había hecho irrespirable y el alcohol empezaba a castigarme con sus efectos. «Ya hemos llegado», oí. El resplandor de un fósforo iluminó de pronto el interior de un altillo.Era una estancia espaciosa y, al contrario de todo lo que había contemplado hasta entonces, extremadamente ordenada y limpia. Un infiernillo de alcohol ocupaba una mesa central rodeado de ollas, tarros y marmitas. Las paredes estaban cubiertas de anaqueles. En algunos había libros. En la mayoría, pomos minúsculos, vasijas de barro, tinajillas mohosas sin inscripciones ni leyendas. El sacerdote encendió un quinqué y una luz poderosa como la del día hizo visible hasta el último rincón del altillo. En una esquina vi un incensario y una casulla bordada en oro.
—
No está tan ordenado como cabría desear
—
dijo el cura
—
. Pero no quiero entretenerla... Husmee. Husmee a gusto. ¿Qué rara emoción me hizo desoír las llamadas del instinto? Sin darme cuenta me encontré entregada a una actividad frenética. Destapé algunas tinajas, las olí, volqué parte de su contenido en una marmita de cobre. Intenté leer algunas inscripciones que, sin orden ni concierto, aparecían sobre algunos de los tarros. Abrí un cuaderno que yacía junto al infiernillo. La letra era temblorosa y el trazo del lápiz se confundía a ratos con las arrugas del macilento papel. «Me llevaría tiempo», pensé, «mucho tiempo.»El sacerdote me había dejado a solas en la habitación. Me alegré. Observé elmontón de objetos que en pocos minutos había reunido sobre la mesa. No sabía por dónde empezar. Me ajusté el mandil y por un momento me pareció oír un lamento,una súplica, aquellos suspiros que acompañaron toda mi infancia... La miseria,recordé, la miseria de la que siempre hablaba Madre. Pero el pomo que sostenía en las manos pedía a gritos ser abierto y el infiernillo que acababa de encender me prometía apasionantes e inesperadas aventuras. «Brumal», dije en alta voz, «Brumal...» Y un eco burlón me devolvió el sonido de mis palabras.¿O era otra vez el incómodo recuerdo de una maestra irascible en un aciago primer día de clase?... No. No tenía más que acercar el oído al cristal de la ventana para darme cuenta de que yo conocía aquellas voces. Antes de la enfermedad que me postró en el lecho, antes de que aprendiera a situar Brumal sobre un mapa de colores,yo había conocido aquellas voces. Niñas jugando al corro, refrescándose en la fuente,revolcándose en la tierra agrietada de la Plaza, divirtiéndose en formar bolas de barro, pisoteándolas luego con los pies desnudos, llamándome a gritos, caminando al compás de incomprensibles tonadillas... Sí; no tenía más que pegar los ojos al cristal para verlas y oírlas:
0trias. Sen reiv se y o-hSotreum sol ed a-íd
Y yo, de pronto, conocía la respuesta. Sin ningún esfuerzo podía replicar:
Sabmut sal neib arre-icOrt ned nedeuq es e-uq
No necesitaba implorar
¿raguj siajed em?, ¿raguj siajed em?...
porque formaba parte de sus juegos. Me estaban esperando y me llamaban:
Anairda... Anairda... Anairda...
«¡Sí!», grité. «¡Estoy aquí!» Y me apoyé en el alféizar de la ventana. Pero todo había sido una efímera ilusión. La Plaza se hallaba en sombras, y las voces provenían de mí misma, de aquellas imágenes borrosas que reaparecían, de repente, como láminas recién iluminadas. Mis juegos infantiles en Brumal; las cancioncillas de las niñas para las que yo no era Adriana sino Anairda; trazos invertidos en el espejo; una olvidada habilidad para juguetear con el sonido de unas palabras de las que ignorábamos aún su posibilidad de escritura. Nuestro lenguaje secreto; un lenguaje al que, con toda probabilidad, habían jugado, cuando niños, nuestros padres y abuelos, y los abuelos de nuestros abuelos. Me sentía embargada por una tierna emoción. Alcancé un libro de las estanterías y lo abrí sobre mis rodillas. El corazón me palpitaba con fuerza. El altillo se había convertido en un arcón de recuerdos, el desván en el que se amontonan objetos entrañables y obsoletos, el álbum de fotos amarillentas decidido a enfrentarme a un pasado deseado y desconocido. Pero en el libro no hallé sones infantiles, ni canciones de rueda, ni me bastó, para captar el sentido, invertir el orden de los párrafos o leer, como en nuestros juegos, de derecha a izquierda. Aquellas palabras no pertenecían a ningún idioma conocido. Y, sin embargo, resultaban sonoras, poderosas... No me atreví a pronunciarlas en voz alta. Había sido hermoso, muy hermoso... Pero ahora debía marcharme. Desandar el camino hasta la carretera, aguardar el coche de línea, dejarme conducir dócilmente hasta la playa y esperar un tren. A cientos de kilómetros estaba mi vida. Aquí, tan sólo el eco nostálgico de viejos juegos de una pequeña Anairda convertida para siempre en Adriana. Empecé a descender con lentitud los ondulantes peldaños. Notaba los pies cansados, la cabeza embotada. Durante unos segundos los ojos se me nublaron y tuve que asirme de la barandilla. Después me restregué las manos sudorosas en el mandil negro. Me acordé de tía Rebeca. De todas las tías de mis amigas de la aldea.Alguien, entonces, golpeó la puerta de la calle, y yo, sintiendo sobre mí una infinidad de años, me agazapé dentro del hueco de la escalera. Desde allí pude escuchar las palabras del sacerdote.
—
Todo en orden
—
dijo
—
. La nueva ama de llaves ha llegado esta mañana.Conté dos, tres, cuatro... hasta siete vueltas de llave. Oí un chirrido arrastrado y agudo, y comprendí que alguien estaba asegurando el cerrojo con una cadena de refuerzo. No puedo establecer con exactitud si el ventanuco del altillo comunicaba con algún tejado de fácil acceso, si me lancé enloquecida sobre la tierra agrietada de la Plaza, o si, finalmente, los habitantes de la aldea me dejaron huir. Sé que, con todas mis fuerzas, invoqué la memoria de mi madre, que mi mente despertó súbitamente de una terrible pesadilla, y que me puse a correr por un camino oscuro en una de las noches más frías de mi memoria. Los desgarrones, arañazos y hematomas con que desperté, días después, en la silenciosa habitación de un hospital, pregonaban a gritos las dificultades de mi huida. Apenas podía articular palabra, y nadie, de entre el sonriente grupo de bata blanca que me había tomado a su cuidado, parecía dispuesto a proporcionarme una explicación aceptable. Permanecí cerca de un mes encerrada en un centro psiquiátrico. Mi cuerpo se había recuperado con sorprendente rapidez, pero la inquietud de mi alma no disminuía. Me habían encontrado de madrugada junto a un camino. Aterida de frío, la nariz sangrante, las palmas de las manos desolladas. Nadie sabía de dónde venía ni adónde pensaba dirigirme, y las escasas frases que logré balbucear fueron tachadas de desvaríos y alucinaciones. Existía una única evidencia. Mi garganta rezumaba aguardiente, y ese simple detalle, a los ojos de aquellos médicos, explicaba sobradamente lo inexplicable. Mis hermanos acudieron a rescatarme. No me hicieron excesivas preguntas, ni yo me molesté en agradecer su silencio. Sabía que en ellos la falta de curiosidad no significaba discreción, sino la más absoluta carencia de interés. En mis documentos constaba aún el domicilio familiar. Les habían avisado, y ellos, como un contratiempo menor, no habían tenido más remedio que hacerse cargo de una hermana a la que nada les unía. Al salir del hospital, uno de los médicos habló de una fuerte conmoción y de la peligrosidad de ciertos hábitos, tales como beber con desenfreno. Ellos asintieron abochornados. El camino de regreso se realizó en el más estricto silencio. En un alto, frente a una gasolinera, les sorprendí cuchicheando entre ellos. Sospeché que intercambiaban dudas acerca de mis facultades mentales y, adelantándome a sus posibles decisiones, me fingí adicta al presunto vicio que, con tanta ligereza, se me había diagnosticado. Al llegar a casa intenté tranquilizarlos. «No beberé una gota más en toda la vida»,dije. No se mostraron ni aliviados ni entristecidos.
Cuando abrí la puerta de mi piso, sentí un indescriptible bienestar. Todo estaba en el perfecto desorden que precedió a mi marcha. Las cartas de los oyentes revueltas sobre la mesa de la cocina, junto a platos y cacerolas sin lavar, y una lista de prendas para recoger de la tintorería medio anegada en el fregadero. Me acordé de pronto del proyectado viaje con mi amigo editor y corrí maquinalmente hasta el buzón. Entre las apremiantes cartas de la emisora y de la revista hallé una nota redactada en términos ásperos que, lejos de incomodarme, devolvió a mi rostro la sonrisa perdida hacía ya tantos días. Su tono, como de costumbre, no era profesional, y en su enfado por mi descortés deserción flotaba el deje inconfundible del enamorado despechado.«Si tenías otros proyectos», releí, «podías haberte tomado la molestia de avisarme.»Descolgué el auricular y marqué un número con cierto temor. Habían transcurrido ya algunas semanas desde la fecha prevista para emprender el viaje pero, tal como deseaba con el corazón, mi amigo había postergado la partida. Inventé una excusa que, como siempre, resultó mucho más creíble que la auténtica relación de los últimos acontecimientos y me confesé dispuesta a viajar al cabo de diez, a lo más quince días. Después llamé a la revista y a la emisora, me declaré enferma y les rogué que no me molestaran hasta dentro de unos meses. Al día siguiente, empecé mi trabajo. A primeras horas de la mañana me dirigí al Obispado. Tal como presentía, ni el nombre de Brumal, ni cualquier otro que respondiera a su situación geográfica,figuraban en la relación de parroquias de ninguna diócesis. Regresé a casa y me puse a rellenar cuartillas. Apenas me concedí tiempo para comer o dormir. Una desconocida excitación regía mis actos, una persistente alegría me obligaba a mantenerme en pie. Dormitaba en momentos perdidos, y los sueños, embarullados y oscuros, me remitían sin remedio a aquel lugar inhóspito del que había conseguido huir. Sin embargo, no me sentía cansada. La necesidad de contrastar los escasos recuerdos con mi reciente experiencia, la urgencia de hallar una explicación lógica a una serie de hechos aparentemente inverosímiles, me llenaban de una fortaleza y un vigor insospechados. Pero... ¿se trataba realmente de hechos inverosímiles, de explicaciones lógicas?
Los días de internamiento me habían aleccionado: no debía hacer partícipe a nadie de mis dudas, intuiciones o pesquisas. Por eso tenía que seguir escribiendo, anotando todo cuanto se me ocurriese, dejando volar la pluma a su placer, silenciando las voces de la razón; esa rémora, censura, obstáculo, que se interponía de continuo entre mi vida y la verdad... Aunque ¿cómo llegar hasta ella?¿Cómo desandar camino, desprenderme de Adriana y volver, por unos instantes, a sentirme Anairda?
Tal vez no fuera difícil. Bastaba con descorchar una botella de aguardiente, debilitar ese rincón del cerebro empecinado en escupir frases aprendidas y juiciosas, dejar que las palabras fluyeran libres de cadenas y ataduras. Como ahora... ¿A quién me estaba dirigiendo ahora, cuando, sentada ante la mesa dela cocina, reía con las carcajadas imparables de quien empieza a vislumbrar la luz en la oscuridad más densa?Desconozco cuánto tiempo me encontré sumida en aquel estado de excitación, en qué consistió mi alimentación durante aquellos días, qué hice aparte de reír y llorar, si dormí realmente o si venció la ensoñación sobre el recuerdo. Sólo sé que una madrugada el timbre del teléfono me devolvió bruscamente a un piso descuidado e irreconocible. El montón de platos y cacerolas aún por lavar hedía. Un grifo goteaba sobre el fregadero rebosante de agua. Descolgué el auricular... Hoy era el día fijado para el viaje, el recorrido por el Bajo Rhin, las recetas milenarias que debíamos incorporar al libro... ¿Cómo podía haberlo olvidado? No, no lo había olvidado. Todo lo contrario, lo sabía, y por ello había trabajado denodadamente en las últimas horas. Pero ahora había concluido con mi trabajo, con la parte más importante de mi trabajo, y nada podría demorar por más tiempo mi partida. ¿Estaría lista dentro de una hora?... Colgué. Me hallaba desnuda, sudorosa, con el cabello enmarañado y los pies descalzos apoyados en la tierra húmeda de una maceta. Instintivamente miré hacia uno de los cuadros que colgaban de la pared: los ojos de mi madre me parecieron más inescrutables que nunca.Corrí hacia el armario y saqué una maleta. La deseché. Reuní los papeles que había estado emborronando a lo largo de todos esos días y los metí en un sobre.Todavía tenía mucho que escribir. Luego, cuando la escritura no bastase, o mi alma hubiera recobrado la paz, rompería las cuartillas en mil pedazos. Sería, sin duda, un instante maravilloso. Pero ahora no podía entretenerme. Las seis de la mañana. Un terrible cansancio me abatió de golpe. Sentía los músculos agarrotados, la cara desencajada, los movimientos torpes e indecisos. El grifo seguía goteando pero no me preocupé por cerrarlo. Las seis y cuarto. De nuevo me topé con la melancólica mirada de mi madre. Parecía como si intentara retenerme, censurarme, recordarme la larga lista de privaciones y sacrificios: «Madre», supliqué, «¡Madre!».Pero sus ojos me perseguían a lo largo y ancho de la casa, me taladraban la espalda cuando yo intentaba ignorarlos, me conminaban a permanecer inmóvil sobre las frías baldosas, obediente a lejanas máximas y consejos. Un minuto, dos... El tiempo. Se diría que quería ganar tiempo: su única arma. La miré otra vez, y algo en su abatida expresión terminó con los restos de mi paciencia. «¡Estúpida!», grité. Y reí.Reí con unas carcajadas que parecían surgir de otros tiempos, unas convulsiones que al contacto con el aire se transformaban en silbidos, unos espasmos que me producían un placer inefable y desconocido... ¿Cómo podía darse una mezcla tan grotesca de estulticia y osadía? «Tus artimañas», reí, «tus artimañas han fracasado.»Y es que nunca entendiste nada, Madre. Confundiste nuestros juegos de niños con algo poderoso e innombrable de lo que pretendías huir. ¿Creías acaso que vistiéndote al revés conjurabas algún peligro? Juegos de niños, Madre. Inocentes e inofensivos juegos de niños. De poco te sirvió eliminar un sutil personaje de las historias de hadas y prodigios que me contabas de pequeña, porque ese personaje maldito estaba en mí, en tu querida y adorada Adriana, arrancada vilmente de su mundo, obligada a compartir tu mediocridad, privada de una de las caras de la vida a la que tenía acceso por derecho propio. La cara más sabrosa, la incomparable. Sin la cual no existiría gente miserable como tú, tus dos insulsos y abúlicos hijos, las cucarachas de tu pueblo natal, la vulgaridad de una apestosa ciudad en la que, entre injusta e ingenua, decidiste sepultarme... Me era fastidiosamente fácil reconstruir tu historia.La boda con mi padre, tu llegada a la aldea, el resquemor ancestral de los tuyos proyectado equivocadamente contra ti. Un odio antiguo y epidérmico, un temor del que ni los más viejos recordaban las causas. Pero tú nunca dejaste de pertenecerles. Por eso te miraba por última vez, venciendo la aversión que me provocaban tus desabridos ojos verdes, y, con un carbón encendido, marcaba sobre tu rostro tres cruces negras. Ahora, por fin, Madre, estabas muerta y enterrada. El momento era delicioso pero no podía detenerme. Las siete en punto. Dentro de muy poco un hombre llamaría a la puerta, insistiría, esperaría inútilmente a que una imposible Adriana acudiera a recibirle. Porque Adriana dejaba de existir aquí, en este preciso instante, mientras una feliz Anairda bajaba presurosa las escaleras, se dirigía a la estación, pronunciaba por última vez el nombre de la odiosa localidad de mar,subía a un tren y, recostada en su butaca, indiferente a los demás viajeros del vagón,se entregaba a dulces sueños recordando que, al mediodía, es ya de noche en Brumal.
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