Un día la madre de una amiga me contó una curiosa anécdota. Estábamos en su casa, en barrio antiguo de Palma de Mallorca, y desde el balcón interior, que daba a un pequeño jardín, se alcanzaba a ver la fachada del vecino convento de clausura. La madre de mi amigo solía visitar a la abadesa; le llevaba helados para la comunidad y conversaban durante horas a través de una celosía. Estábamos ya en una época en que las reglas de clausura eran menos estrictas de lo que fueron antaño, y nada impedía que la abadesa, si así lo hubiera deseado, interrumpiera más de una opinión su encierro y saliera al mundo. Pero ella se negaba en redondo. Llevaba casi treinta años entre aquellas cuatro paredes y las llamadas del exterior no le interesaban lo más mínimo. Pero eso la señora de la casa creyó que estaba soñando cuando una mañana sonó el timbre y una silueta oscura se dibujó al trasluz en el marco de la puerta. “Si no le importa”, dijo la abadesa tras los saludos de rigor, “me gustaría ver el convento desde fuera”. Y después, en el mismo balcón en el que fue narrada la historia se quedó unos minutos en silencio. “Es muy bonito”, concluyó. Y, con la misma alegría con la que había llamado a la puerta, se despidió y regresó al convento. Creo que no ha vuelto a salir, pero eso ahora no importa. El viaje de la abadesa me sigue pareciendo, como entonces, uno de los viajes más largos de los que tengo noticia.
Tales of Mystery and Imagination
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Cristina Fernández Cubas: El viaje
Un día la madre de una amiga me contó una curiosa anécdota. Estábamos en su casa, en barrio antiguo de Palma de Mallorca, y desde el balcón interior, que daba a un pequeño jardín, se alcanzaba a ver la fachada del vecino convento de clausura. La madre de mi amigo solía visitar a la abadesa; le llevaba helados para la comunidad y conversaban durante horas a través de una celosía. Estábamos ya en una época en que las reglas de clausura eran menos estrictas de lo que fueron antaño, y nada impedía que la abadesa, si así lo hubiera deseado, interrumpiera más de una opinión su encierro y saliera al mundo. Pero ella se negaba en redondo. Llevaba casi treinta años entre aquellas cuatro paredes y las llamadas del exterior no le interesaban lo más mínimo. Pero eso la señora de la casa creyó que estaba soñando cuando una mañana sonó el timbre y una silueta oscura se dibujó al trasluz en el marco de la puerta. “Si no le importa”, dijo la abadesa tras los saludos de rigor, “me gustaría ver el convento desde fuera”. Y después, en el mismo balcón en el que fue narrada la historia se quedó unos minutos en silencio. “Es muy bonito”, concluyó. Y, con la misma alegría con la que había llamado a la puerta, se despidió y regresó al convento. Creo que no ha vuelto a salir, pero eso ahora no importa. El viaje de la abadesa me sigue pareciendo, como entonces, uno de los viajes más largos de los que tengo noticia.
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