Tales of Mystery and Imagination

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Joseín Moros: El ladrón



Innumerables vegetales brillan en el supermercado, los reflejos de tomates, lechugas y repollos, tiñen las caras de dos ancianas. Son pequeñas, como aquellos legendarios pigmeos. Tienen la piel pálida, ojos negros inexpresivos, sin brillo, sin parpadeos; acercan sus menudas caras afiladas a los vegetales y olfatean con cuidado. Las manos firmes, flacas, venosas, escogen lo mejor de las verduras, hortalizas y legumbres.

Un hombre grueso, de barba, lentes oscuros, pantalón azul y franela blanca, calzando zapatos deportivos muy caros, las observa con disimulo. Piensa, mientras finge escoger unos quesos.

—Las viejas están robando.

Un momento antes, el hombre había sustraído la billetera de una compradora distraída y la ocultó en la parte delantera de su ropa interior.

Las ancianas, con la cesta de mano rellena de vegetales, se escurrieron tras un estante colmado de envases. El ladrón sonrió y pensó.

—Son hábiles, allí las cámaras de seguridad no las ven. ¿Por qué se escondieron, si todavía no han robado a nadie?

El hombre se inclinó y miró entre las filas de botellas. A través del vidrio coloreado de rojo y naranja, vio las ancianas moviendo las manos.

—Están locas, parecen magos de feria.

El ladrón, con naturalidad, para no llamar la atención, aceleró el paso y las alcanzó. Se detuvo frente a ellas y dijo en voz baja.


—No quiero competidores. Fuera de aquí.

Las pequeñas ancianas levantaron sus cabezas y lo miraron con ojos inexpresivos, como botones negros sin brillo. Una de ellas, con voz apenas pronunciada con la garganta, y los labios casi inmóviles, dijo.

—Robamos para comer señor, no volveremos, ya nos vamos.

El ladrón vio la cesta vacía en los brazos de una de ellas, sorprendido, miró a los lados, sobre los estantes de harina y bajo los cajones de latas de jugo. Disminuyó aún más la voz y preguntó.

—¿Dónde está el contenido de la cesta? Diez kilos de vegetales no pueden esconderse bajo esos trapos asquerosos.

Las examinó con detenimiento y pensó.

—Parecen gatas mojadas, animales hambrientos, esa ropa vieja les cuelga como si fuera su pellejo. No tienen dónde esconder algo así.

Preguntó entonces.

—¿Dónde están los vegetales?

Una de las ancianas se acercó a él, la del moño atado con una tira de cuero tan antigua como ella. Dijo, mirando el suelo.

—Los mandamos a casa señor, para comer esta semana.

El ladrón entrecerró sus ojos y miró con nueva atención a las dos ancianas. Pensó entonces.

—¡La cesta estaba llena y un segundo después quedó vacía! Estas viejas tienen un buen truco, estoy seguro.

Con disimulo acomodó la molesta billetera, escondida bajo la bragueta. Se imaginó sacudiendo las viejas con sus puños y si fuera necesario, pateándolas hasta matarlas. Con los dientes apretados y voz sibilante les ordenó.

—Vamos hasta donde viven, me van a enseñar cómo se hace.

Puso una mano pesada sobre el hombro de la que habló y la retiró como si se hubiera quemado. Estremecido de asco pensó.

—¡Correosa como una culebra! Huelen a basurero.

La anciana, caminando hacia la salida del supermercado, bajó aún más la cabeza; la otra seguía sus pasos como un roedor precavido. Miraban a los lados de vez en cuando, parecían a punto de echar a correr, pero se contenían esperando al hombre. El ladrón, moviendo su cuerpo pesado sobre los zapatos deportivos, tampoco hacía ruido; caminaba fingiendo estar observando la mercancía, sin perder de vista las viejas.

El trayecto fue largo y agotador, no hablaron en el camino; el hombre nunca despegó los ojos de ellas y las pequeñas mujeres no lo miraron en ningún momento. Se habían internado en un barrio silencioso y desolado. Subieron un cerro cubierto de maleza, desde dónde podían verse edificios lejanos y autopistas, como si pertenecieran a un mundo irreal. Anocheció rápido y sin aviso.

El ladrón resoplaba de cansancio, cuando entre la maleza encontraron la entrada de un rancho escondida por la oscuridad. Las ancianas estaban tan silenciosas que parecían no respirar. Empujaron una puerta hecha con tablas mal claveteadas y se abrió sin ruido.

Un olor nauseabundo inundó los pulmones del hombre, y estuvo a punto de vomitar. Oyó el rasgar de un fósforo y a la luz de una vela reconoció, en el piso de tierra, los vegetales robados en el supermercado. No tuvo duda, eran los mismos.

Una olla grande y negra, sobre trozos de madera quemada, estaba en el centro de la única habitación; montones de cucarachas corretearon sobre cuchillos, cucharas y tenedores. Chillando, una cantidad asombrosa de ratas buscaron la negrura de los rincones.

El hombre recuperó el aliento, y decidió a cual de las dos viejas golpearía primero. Resuelto a terminar con todo lo más rápido posible, dijo con voz ruda.

—¡Sólo vegetales! ¿Qué más roban?

La otra anciana, la del pelo suelto, canoso y lleno de nudos, gateaba apartando las cucarachas con las manos. Y dijo.

—Cosas, señor, robamos cosas.

—¿Pueden traer joyas, dinero, ropa?

—Sí, señor, todo eso.

—¿Y carne, no veo carne?

—No hacemos venir carne.

—¿Por qué?

Ambas viejas miraron hacia él, la luz de la vela desde el suelo iluminó sus caras sudorosas y de ojos opacos. Tenían la mirada de un pescado congelado. Sonrieron mostrando dentaduras repugnantes y afiladas. En sus manos, cuatro cuchillos produjeron reflejos cegadores. Dijeron en voz baja, como guardando un secreto.

—La carne viene caminando.

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