Tales of Mystery and Imagination

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Pedro Montero (bajo el sobrenombre P. Martín de Cáceres): El bebé sin nombre



Hoy en día no resulta difícil para una estudiante obtener unos ingresos extra dedicándose a cuidar niños algunas noches por semana. Hay matrimonios jóvenes que no renuncian a salir al cine o al teatro y necesitan de vez en cuando de los servicios de lo que en argot se denominan «canguras». Generalmente el trabajo no tiene complicaciones, salvo cuando se trata de niños difíciles, y si eso ocurre basta con tachar de la lista la casa en cuestión. Pero, cuidado, porque también podéis encontraros con casos especiales que en un principio parecen no ofrecer dificultad: un angelote rubio que duerme como un tronco en su cunita justamente hasta que sus padres abandonan el piso, y entonces, sólo entonces, se despierta y se le ocurre pedir pipí, agua, un caramelo y caprichos que en otras circunstancias no se le hubieran antojado. Si alguna se topa con un asunto de estos es seguro que ya no se podrá seguir en paz la película de la televisión, o mantener una mínima continuidad en la sesión de achuchones con el amigo de turno, que generalmente llega una vez que el matrimonio ha abandonado el piso.

Saber qué casa es recomendable o cuál debe ser cuidadosamente evitada es algo que acaba intuyéndose a base de experiencia. Pero ni las más avezadas «canguras» pueden asegurar que no va a surgir un imprevisto que les amargue la noche. Se cuentan casos como el del matrimonio que desapareció sin dejar rastro, abandonando a su hijo en manos de su cuidadora (y, lo que es peor, sin haber abonado sus servicios), o el de la que tuvo que habérselas con un subnormal de quince años que pretendía ejecutar con su colaboración actos que, por otra parte y a todas luces, deberían ser considerados normales.

Sea como fuere, y descartando cualquier ánimo moralizador, sirva el relato de esta verídica historia para advertencia de las intrépidas «canguras» que se comprometen, quizá demasiado alegremente, en una tarea que, lejos de resultar cómoda, puede convertirse a veces en algo sumamente inquietante.



Lucía pulsó el timbre y al cabo de unos instantes se sintió observada a través de la mirilla. Se oyó el descorrerse de un cerrojo de seguridad y alguien desde el interior del piso le franqueó la entrada. Una mujer alta y delgada, vestida de noche con sobria elegancia, apareció en el umbral.

—¿Qué desea? —preguntó cortésmente pero con sequedad.

—Vengo por lo del niño —repuso Lucía.

La mujer pareció vacilar un momento, pero luego una cierta sonrisa afloró a sus labios y retrocedió invitando con un gesto a Lucía.

—Pase, por favor. Estaba terminando de arreglarme —dijo.

En el salón, un hombre que contemplaba la noche a través del amplio ventanal se volvió cuando ellas entraron.

—El señor Mayer —dijo la mujer.

El caballero se aproximó a Lucía y le tendió la mano, que la muchacha estrechó notando un ligero pinchazo. Después advirtió que el objeto punzante era un anillo de considerables proporciones que figuraba una especie de coleóptero o araña, en cuyo lomo queratinoso había incrustada una piedra de un rojo muy oscuro. Al poco rato la señora Mayer regresó al salón con pasos silenciosos.

—Está dormido —dijo dirigiéndose a Lucía—. No creo que se despierte antes de que nosotros volvamos, pero en todo caso aquí hay un walky-talky que permite escuchar cualquier ruido procedente del dormitorio. De todas formas —continuó—, le ruego que no entre en la habitación de no ser completamente imprescindible. Y desde luego —añadió—, que él no la vea: es una criatura muy sensible y podría asustarse.

—Si me pidiera agua... —dijo Lucía.

—No la pedirá —aseguró con firmeza la mujer—. En todo caso, pero solamente en último extremo explicó—, allí hay algo que le agrada y que suele calmarle —añadió señalando un biberón colocado en una estantería—. Déjelo a su alcance y salga de la habitación.

—¿Pueden dejarme un número de teléfono por si surgiera algún imprevisto? —preguntó Lucía.

El señor Mayer se volvió hacia ella con cierta brusquedad.

—¿Qué quiere decir, señorita?

—Nada va a ocurrir, querido —intervino la señora Mayer recalcando las palabras y mirándole fijamente a los ojos.

—Es la costumbre —musitó Lucía excusándose.

—Naturalmente —ratificó la mujer sin apartar los ojos de su esposo. Y aproximándose a la mesa escribió algo en una hoja de papel que situó bajo el teléfono—. Aquí tiene —dijo—, pero no utilice este numero de no ser estrictamente necesario.

—¿El nombre? —preguntó la joven.

—¿Cómo?

—¿Cuál es el nombre del niño?

Un espeso silencio descendió sobre la habitación. El señor Mayer entreabrió los labios como para decir algo, pero ningún sonido salió de su boca. La señora Mayer apartó la vista del rostro de su esposo y miró a Lucía esbozando una sonrisa forzada.

—No lo hemos bautizado —explicó por fin—. En realidad es fruto de una adopción.

—Pero lo llamarán de algún modo —adujo la muchacha.

—Desde luego... —respondió la señora Mayer sin dar otra aclaración.


Un fuerte viento barrió las nubes y la luna llena hizo su aparición. Se oyó un aullido lastimero y el hombre lobo hundió sus garras en la garganta del periodista...

Lucía disminuyó el volumen de la televisión y prestó atención al minúsculo altavoz conectado con el dormitorio del pequeño. Le había parecido percibir un sonido procedente del walky-talky, pero tras unos instantes de escucha volvió a depositar el receptor sobre el diván y reguló el volumen de la televisión hasta que los alaridos del hombre lobo y los estertores del periodista alcanzaron una intensidad discreta. Alargó su mano para tomar la revista que había estado hojeando y advirtió que estaba fuera de su alcance. Por alguna razón, a la que seguramente no era ajeno el hombre lobo, cuando había vuelto a sentarse lo había hecho en la parte del diván que le permitía contemplar toda la habitación teniendo la pared a su espalda.

Las imágenes se sucedían en la pantalla del televisor, pero Lucía las contemplaba distraídamente: los Mayer se habían marchado y ella no se había vuelto a acordar de preguntarles el nombre del niño. Claro que en caso de necesidad siempre existía la posibilidad de llamarle cosas como «rico», «bonito», «encanto», con voz melodiosa y dulce. Realmente conocer el nombre era importante, pero podía suplirse adoptando un tono de voz afectuoso y desde luego exento de cualquier vacilación que pudiera dejar translucir el miedo.

La presentadora se despidió de los espectadores deseándoles un feliz descanso, y su imagen quedó congelada unos segundos en la pantalla luciendo una estereotipada sonrisa que, incapaz de mantener por más tiempo, se convirtió en una mueca horrorosa una décima de segundo antes de que su rostro desapareciera definitivamente. La pantalla quedó en blanco y un estridente pitido invadió la estancia. Lucía se abalanzó sobre el televisor temiendo que aquel sonido despertara a la criatura y lo desconectó de un manotazo. Se hizo un silencio súbito y la muchacha lamentó que las emisiones hubieran finalizado.

Examinó detenidamente el salón y se detuvo especialmente en las fotografías enmarcadas en plata sobre la repisa de la chimenea: el matrimonio Mayer y su hijo eran el tema de todas ellas. La señora Mayer sostenía en brazos a la criatura, pero las ropitas infantiles abrigaban de tal forma al niño que era imposible ver siquiera la punta de su nariz. En otras, la madre aparecía sentada cerca de la cuna del bebé y rodeándola con sus brazos, pero en ninguna de ellas era posible contemplar ni un dedo de la criatura.

Algunas instantáneas mostraban solamente la cunita sin nadie alrededor, y había una en la que aparecía la madre sosteniendo en brazos a su hijo, que mostraba haberse desarrollado extraordinariamente, pero que continuaba vestido con prendas propias de un recién nacido. En aquella fotografía hubiera podido contemplarse el rostro de la criatura si no hubiera sido porque alguien había recortado cuidadosamente la porción de cartulina correspondiente a la cabeza del niño.

Lucía creyó notar determinado olor e inspiró profundamente para cerciorarse. En efecto, se aproximó al pasillo al fondo del cual se hallaba la habitación del niño y advirtió que, a pesar de que la puerta continuaba cerrada, el olor parecía proceder del dormitorio. Avanzó unos pasos y la intensidad de las emanaciones aumentó. ¿Qué hacer si lo que sospechaba era cierto? Nadie la había dado instrucciones para cambiar al bebé, pero parecía lógico intentarlo si se había producido lo que imaginaba; en algún sitio tenía que haber pañales de repuesto. Por otra parte, la señora Mayer le había advertido que no entrase en la habitación si no era completamente imprescindible. ¿Podría considerarse este como un caso de emergencia? Lo que no sería posible evitar, a no ser que efectuara la operación en completa oscuridad, era que el niño la viera, y había sido prevenida expresamente sobre este particular.

Finalmente decidió no darse por enterada del pequeño suceso y, tumbándose en el diván, comenzó a hojear otra revista, pero estaba tan sugestionada que, al poco rato, el olor procedente de la habitación se le hizo insoportable. Realmente la intensidad de aquellas emanaciones era excesiva, y por otra parte, ya no estaba segura de que procedieran de excrementos infantiles. Al salón iban llegando oleadas pestilentes, que tan pronto parecían resultado de la descomposición de un cuerpo muerto como efluvios desprendidos de una ciénaga putrefacta. Instantes después el olor parecía el propio de una pocilga, y al rato la fetidez parecía sumergir a la muchacha en las profundidades de un nauseabundo pozo negro.

No pudiéndolo soportar por más tiempo, Lucía se levantó del diván y abrió las ventanas de par en par. Con la oleada de frío que invadió la estancia, el repugnante olor pareció disiparse en parte, pero la temperatura exterior era muy baja y la muchacha optó por abrir y cerrar los balcones cada cierto tiempo.

Al cabo de una media hora el hedor fue cediendo, y la joven corrió de nuevo las cortinas dejando las ventanas tal y como las había encontrado. La pestilencia había sido tan intensa que los vestidos de Lucía se hallaban impregnados de aquel nauseabundo olor. Con ánimo de disipar definitivamente las repulsivas emanaciones, encendió un cigarrillo, y al frotar la cerilla contra el raspador creyó oír pronunciar su nombre en una especie de murmullo. Permaneció inmóvil un momento con el oído atento al menor ruido, pero ningún susurro vino a sumarse al rumor del aire que golpeaba obstinadamente los cristales. La noche se había tornado desapacible y parecía como si algo pugnara por penetrar a través de las ventanas con el concurso del viento.

La muchacha consultó su reloj y comprobó con desánimo que no eran más que las doce menos diez. Abandonó definitivamente la revista, en cuya lectura no era capaz de concentrarse, y dio unos pasos por la habitación. La puerta del fondo del pasillo la atraía tomo si se tratase de un imán. Avanzó cautelosamente hasta situarse a pocos centímetros de ella y acercó su cabeza a la superficie de madera. No se oía ni el más leve susurro. Cuando se encontraba a mitad del pasillo creyó de nuevo que alguien había pronunciado su nombre, pero la especie de suspiro que dio forma a aquel desmayado «Lucía» parecía proceder de la habitación del pequeño y del comedor, al mismo tiempo. ¿Acaso el walky-talky habría amplificado aquel bisbiseo o sólo se trataba del roce de una sábana que su imaginación había transformado en un murmullo articulado?

Regresó al comedor y sus ojos se posaron sobre el pequeño transmisor que yacía sobre el diván. Se aproximó con el oído atento y percibió el rumor de sus propios pasos. Aquel aguzar el sentido del oído era la causa de que ahora captara inevitablemente, de forma clara y distinta, una serie de ruidos en los que hasta el momento no había reparado. Hasta ella llegaban perfectamente individualizados el batir del viento en las ventanas, el goteo de un grifo en algún lugar de la casa, los ocasionales crujidos de los muebles, el rechinar de las tablas del parquet, que se reacomodaban tras su paso; el nervioso tiritar de un frigorífico y la respiración. Sobre todo aquella respiración.

Se aproximó a la estantería y tomó la botella en forma de biberón que le había mostrado la señora Mayer. Poco faltó para que la dejara estrellarse contra el suelo cuando vio de cerca su contenido. Acercándose a la zona del diván para contemplarla mejor a la luz de la lámpara, Lucía comprobó asqueada que lo que había en la botella era una sustancia coagulada de un extraño color. Por otra parte, la tetina de goma de aquel biberón aparecía deformada quizá por efecto de un calor intenso, al menos esto fue lo que Lucía deseó pensar, porque resultaba poco tranquilizador saberse a pocos metros de un bebé cuya boca pudiera acoplarse a aquel extraño adminículo.

Como acaece a veces en que comenzamos de pronto a oír el tictac de un reloj que ha estado funcionando sin interrupción, así Lucía advirtió que del pequeño altavoz del walky-talky surgía a intervalos regulares un sonido que podría ser identificado con el de la cadenciosa respiración de un durmiente, salvo por un detalle: cada inspiración duraba un intervalo de tiempo desmesurado, y era seguida de una expiración igualmente prolongada. Cada una de las fases de aquella respiración, si es que lo era, se extendía durante treinta y cinco o cuarenta segundos. Lucía se aproximó al altavoz para que el silbido del viento al colarse por alguna rendija del balcón no interfiriera en la escucha. Con el oído prácticamente pegado al transmisor, su vista fue a parar sobre el biberón situado en la pequeña mesa cercana. Por un momento le pareció que el nauseabundo líquido coagulado, de un extraño rojo oscuro, iba perdiendo rigidez y comenzaba a resultar pastoso por algunos puntos. En efecto, manteniendo sus ojos sobre el biberón, notó que su contenido se licuaba en ciertas zonas, pero no caprichosamente, sino siguiendo el ritmo de la singular respiración. Como si la repulsiva masa estuviese sometida a movimientos de sístole y diástole, su volumen se expandía con cada inspiración que salía del altavoz para contraerse seguidamente al tiempo de la expiración. De esta forma el contenido de la botella fue pasando al estado líquido cada vez con mayor rapidez, porque el ritmo de la respiración y paralelamente los movimientos de aquella masa se iban acelerando. Lucía se levantó de su asiento y se acercó al pasillo al final del cual se encontraba la puerta del dormitorio. La respiración era ahora angustiosamente precipitada y tenía algo de agónico estertor. Al llegar el ritmo a un cierto punto casi paroxístico, algo rodó desde la mesa al suelo y se oyó un ruido de cristales rotos. La joven regresó al comedor y vio que la botella se había hecho añicos y el líquido repulsivo se extendía por la alfombra en una gran mancha palpitante. Al mismo tiempo se oyó un formidable estertor como de alguien que despierta de una terrible pesadilla, y la monstruosa respiración recuperó el cadencioso ritmo primitivo.

La muchacha fue retrocediendo pegada a la pared hasta la puerta del piso. Se mantuvo inmóvil unos instantes y luego, con un rápido movimiento, empuñó el pomo del cerrojo y tiró con todas sus fuerzas. Como ella ya suponía de antemano, aunque se hubiera negado a aceptarlo, la barra del cerrojo no se movió ni un milímetro. A punto de perder la serenidad volvió a tirar hasta que le dolió la mano, pero obtuvo el mismo resultado.

La respiración se fue mezclando en el pequeño altavoz con un extraño gemido, una especie de llanto ahogado, como cuando una criatura desconsolada trata de pedir algo. Después se oyeron varios suspiros prolongados y del walky-talky surgió un susurro que se fue articulando. Una voz agónica pronunció varias veces el nombre de Lucía, y la muchacha, reuniendo las escasas fuerzas que le quedaban, decidió entrar en el dormitorio del bebé con la intención de poner fin a aquella incertidumbre. Avanzó lentamente por el pasillo. Asió el pomo de la puerta y lo hizo girar, deteniéndose unos instantes para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad en que estaba sumida la habitación. La respiración comenzó a agitarse, adquiriendo un ritmo exacerbado, como de gigantesco fuelle, al tiempo que algo pronunciaba el nombre de Lucía repetidamente. De súbito una oleada de hedor insoportable llegó hasta la muchacha, que trató de contener la respiración, hasta que no pudo más y otro torbellino de fetidez nauseabunda inundó sus pulmones. Poco a poco su vista se fue acomodando a la oscuridad y pudo ver la cuna cubierta de encaje amarillento: sus ojos recorrieron con asombro aquel desproporcionado lecho infantil. Evidentemente, el ocupante de aquella cuna podía disponer de dos metros y medio de largo por uno y medio de ancho.

Incapaz de moverse, contemplaba el inmenso mueble fascinada, mientras en sus oídos resonaban violentos estertores procedentes de aquel lecho y su garganta ardía sumergida en aquella fétida atmósfera.

De pronto se produjo un movimiento que agitó la gasa con que estaba cubierta la cuna y, produciendo un ruido ensordecedor, el palpitante abdomen de aquel ser se precipitó contra el suelo.

Incapaz de ver más, Lucía huyó de la habitación y aproximándose al teléfono tomó la hoja de papel que la señora Mayer había depositado bajo el aparato y marcó aquel número con mano trémula: al cabo de unos instantes llegó hasta su oído la señal de que la línea estaba ocupada. Insistió nuevamente mientras del dormitorio de la criatura surgían descomunales golpes. La tercera vez que marcó y obtuvo el tono de ocupado se sintió desfallecer porque supo que desde aquel número no le llegaría ninguna ayuda: la cifra que aparecía escrita en el papel era la misma que estaba escrita en el disco del teléfono que sus manos aferraban.

Inclinándose para no golpear el techo, la criatura avanzó bamboleándose por el pasillo. El pánico de Lucía llegó al paroxismo cuando, con el tercero y más sutil de sus sentidos, percibió a la criatura: la fetidez embotaba su olfato, la fatigosa respiración y aquellos chasquidos como de crustáceo herían sus oídos, pero la visión de aquel ser enorme y vacilante que desprendía baba por su boca disforme, la multitud de endebles patas agitándose sin cesar, y la nauseabunda palpitación de aquel viscoso cuerpo la dejaron paralizada.

La criatura avanzó hacia ella produciendo chasquidos con un par de apéndices cartilaginosos y dejando un pegajoso rastro tras de sí. Un instante después el cuerpo de la muchacha quedó bajo su sombra y Lucía se sintió presa de innumerables patas temblorosas.

Cuando a punto de perder el sentido creía haber llegado ya al límite del horror, la criatura la oprimió contra ella y las manos de la infortunada joven palparon un repugnante tejido blando y viscoso. Y como si el destino no quisiera dejar ningún cabo suelto, la opresión fue tan brutal que el rostro de la muchacha chocó contra aquella masa nauseabunda, y la lengua de la infeliz víctima, a punto ya de ser estrangulada, gustó el infame sabor del monstruo.

Alguien introdujo la llave en la cerradura y el cerrojo se descorrió suavemente. El señor Mayer cedió el paso a su mujer y ambos entraron en el piso.

—Me pregunto si cabrá en tres bolsas de basura —comentó ella al tropezar con un hueso pelado.

—Eso es tarea tuya, querida —respondió el señor Mayer.

—No hace falta que me lo recuerdes —replicó la dama al parecer molesta.

—A propósito —comentó el caballero—. Hay un detalle que me gustaría discutir.

—¿De qué se trata? —inquirió la señora despojándose del echarpe.

—El nombre —repuso él concisamente.

—Cierto. Fue un momento difícil.

—Y no quiero que vuelva a repetirse —puntualizó Mayer severo.

—Está bien: Juanito, Pedro, Luciano, Antonio... —enumeró ella—. O bien: Rosa, Cristina, Carmen, María Luisa...

—¡No! —rechazó el señor Mayer. Y añadió tras unos momentos de reflexión: ¡Ya lo tengo! Un nombre evocador, clásico y a la vez actual. ¡Se llamará Gregorio! Para todos, se llamará Gregorio...

La dama pareció complacida, y depositando sobre una silla su echarpe cuidadosamente doblado se dirigió hacia la habitación del fondo del pasillo al tiempo que decía con voz cantarina:

—¡Gregorio! ¡Gregorio! ¿Dónde está esa criatura? Asómate, rey mío. ¡Goyito! ¿Has cenado bien, precioso?

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