Tales of Mystery and Imagination

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Luis García Jambrina: Una cita aplazada sine die



A lo largo de mi vida, no he tenido otro vicio que los libros. Ellos han sido mi única ocupación y mi sola compañía desde que, de muy niño, me inicié con pasión en los fascinantes misterios del alfabeto. Por eso, siempre supe que la muerte me encontraría leyendo. Ocurrió hace unos meses. Era casi media noche, y yo estaba inmerso en la lectura de una novela, como hago todos los días después de cenar (las mañanas las dedico a la poesía, y las tardes, al ensayo y el teatro). Me faltaban apenas unas páginas para terminar, y tengo que confesar que estaba muy intrigado por el desarrollo de los acontecimientos. Era uno de esos momentos en los que estás deseando conocer el final, pero, por otra parte, no quieres que se acabe el libro. De repente, noté una presencia extraña en la biblioteca. No era nada que pudiera percibirse con la vista o el oído. Era más bien una sensación, como un vacío en torno a la butaca en la que me encontraba, o como un frío inte-rior, que venía de dentro, pero que yo sentía a flor de piel.

—Ha llegado tu hora —dijo entonces una voz que parecía venir de la butaca que estaba al otro lado de la mesa.

—¿Mi hora? —repliqué yo sorprendido—. Tiene que haber un error. Yo todavía soy joven.

—Nunca se es joven para morir. El tiempo es algo relativo, deberías saberlo —me contestó la voz con ironía. —Pero...

—Lo siento —me interrumpió—, ya no hay vuelta de hoja.

—En ese caso, déjeme, por favor, terminar este libro. Es lo único que le pido. Tan sólo me faltan doce páginas. Tal vez menos. Mire —le dije, mientras señalaba con el dedo índice el lugar exacto donde había interrumpido mi lectura.

—¿Y por qué habría de hacerlo? —me preguntó desafiante.

—Porque la lectura es lo único que ha dado sentido a mi vida. Es lo único que he hecho durante todos estos años, y morir así, de forma abrupta, sin haber llegado siquiera a un punto final...


—Al fin y al cabo —me cortó—, eso es más o menos lo que les ocurre a todos.

—Sí, pero ellos han hecho otras cosas: han tenido parejas, amigos, carreras, hijos... Sin embargo, para mí, la vida ha sido sólo un túnel de palabras, una oscura sucesión de letras. De hecho, mi tiempo se mide únicamente por páginas.

—¿No irás ahora a decirme que siempre has vivido emparedado entre estas cuatro estanterías cubiertas de libros?

—Prácticamente —le respondí avergonzado.

—Por otra parte, son demasiados libros, ¿no crees? Necesitarías varias vidas para leerlos todos.

—Ésa ha sido mi angustia y mi tortura en los últimos años: que no sería capaz de leer ni la cuarta parte de mi biblioteca, que cuanto más lees más te queda todavía por leer. Por eso, el lema de mi ex libris es como el que figura en ciertos relojes: «Vulnerant omnes, ultima necat». Todas hieren, la última mata, refiriéndome en este caso, claro está, a las páginas del libro. No es la muerte, por tanto, lo que me inquieta (sé de ella todo lo que se puede saber a través de los libros), sino el hecho de no haber podido completar, de alguna forma, mi tarea. Es muy posible que a usted le parezca una superstición, pero me gustaría que mi última hora coincidiera con un punto final; de tal modo que, un instante antes de expirar, pudiera escribir el siguiente colofón: «Este libro se terminó de leer el mismo día en que murió su legítimo propietario, en fecha tal de tal de dos mil equis».

—Ciertamente —me dijo, tras una breve pausa—, tu caso es singular. Y tal vez pueda hacer algo para complacerte. Pero, antes, cuéntame lo que dicen de mí en esos dichosos libros.

Al principio, me quedé desconcertado, pero enseguida comprendí que ésa podría ser mi única esperanza. Así que me agarré a ella tan fuertemente como pude, y le expliqué que, según mis lecturas, la muerte era el asunto que más ha obsesionado a los hombres desde el comienzo de los tiempos, que, de hecho, es el tema fundamental de la literatura y el problema central de la filosofía, definida por el propio Platón como una «meditación de la muerte». Y que, en efecto, son muchos los que se han dedicado a reflexionar acerca de ella y a buscar su sentido y a escribir largos tratados sobre la materia. Los hay que afirman que la muerte nos acompaña desde el nacimiento, mientras que otros niegan su existencia, puesto que, cuando yo estoy, ella no está y, cuando al fin llega, yo ya me he ido. Para unos, significa la cesación de todo; para otros, el comienzo de una existencia más auténtica. Unos piensan que es el fin; otros, por el contrario, que es la fuente o la puerta de la vida. Para aquéllos, lo más terrible; para éstos, lo más deseable. Una maldición o una liberación. De ahí su extraordinaria ambivalencia. También le dije que hay muchas maneras de representarla, que los antiguos griegos, por ejemplo, la consideraban hija de la noche y hermana del sueño, o que el poeta latino Horacio la describe con alas negras y una red de gladiador para cazar a sus víctimas. Pero que la imagen más célebre es, sin duda, la del esqueleto armado con una guadaña, y que así aparece dibujada en el arcano número trece del Tarot. Que sus colores característicos son, por lo general, el negro, el verde o los tonos terrosos. También le hablé de Caronte, de Thanatos y de Dispater, del Apocalipsis y del ubi sunt, de la inmortalidad y la resurrección,

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