Uno tiene la angustia, la desesperación de no saber qué hacer con la vida, de no tener un plan, de encontrarse perdido.
Pío Baroja
“Exhibicionista en Divino Pastor número tres, ante el colegio Sagrado Corazón. Sois el coche patrulla más cercano; dirigíos allí inmediatamente”, ordena la radio.
−Qué asco de pervertidos. No puedo más. Esta ciudad está podrida.
−No seas injusto −reprocha el compañero−. El mundo entero está podrido.
−¿Cuál es tu misión? ¿Anunciar el Apocalipsis? ¿El Advenimiento? ¿Cómo es el cielo? ¿Iremos todos allí? ¿Y… el infierno?
El cuerpo imponente pero desamparado, cubierto sólo por sus anquilosadas alas, permanece mudo, acurrucado en una esquina de la sala de interrogatorios. Se balancea mecánicamente, como los animales del zoo en sus jaulas.
−Es inútil. No recuerda cómo llegó aquí ni para qué. Asegura saber de Dios tanto como nosotros: en el lugar del que viene, nadie lo ha visto nunca. No hay órdenes de más arriba; sencillamente atienden a impulsos inexplicables. Se dirían tan humanos... Temo que acabe desarrollando un trastorno grave a causa del prolongado encierro y la ansiedad. Han comenzado a caérsele las plumas –anuncia el psiquiatra.
El responsable, mucho menos comprensivo, ha tomado ya una decisión:
−Está claro que no parece dispuesto a colaborar y su voluntad es firme. Pero el cuerpo traiciona siempre, si se sabe leer en él.
Los días pasan todos iguales, sin un sentido. “No encontrarás la paz que ansías, hermano; yo lo comprendí antes que nadie”, le previene desencantado el compañero −resplandeciente cuando aún se creía el escogido, ya apenas brilla con una luz mortecina−. Pero él, testarudo, durante mucho tiempo espera una señal, una respuesta. Hasta que un día llega a la conclusión de que Dios, de existir, ha dejado de creer en ellos. Por qué habría yo de seguir creyendo en él, se dice.
Sin embargo la carne es débil: apenas repara en el instrumental médico, tiembla. Y Miguel, el gran guerrero según los libros escritos por otros, como los niños, busca consuelo en el único padre que es capaz de imaginar: “Eloi, Eloi, lama…”
One have the anguish, the despair of not knowing what to do with life, of not having a plan, of being lost.
Pio Baroja
"Exhibitionist at Divine Shepherd St. number three, just opposite the Sacred Heart School. You are the closest patrol car, so go there immediately", ordered the radio.
−How disgusting perverts! I can bear that no longer. This town is rotten.
−Do not be unfair −reproaches his companion−. The whole world is rotten.
−What is your mission? Announcing the Apocalypse? May be, the Advent? What is heaven like? Will we go all there? What about hell...?
The imposing but helpless body, covered only by his crippled wings, remains silent, huddled in a corner of the interrogation room. He rocks back and forth unconsciously, as zoo animals in their cages do.
It is useless. He does not remember how he came here or why. He ensures he knows about God as much as we do: in the place he comes from no one has ever seen him. No orders from above; they simply follow unexplained instincts. They seem so human ... I fear he could finally develop a serious disorder because of prolonged confinement and anxiety. His feathers have begun to fall out −announces the psychiatrist.
The official, much less understanding, has made a decision:
−Clearly, he does not seem willing to cooperate and his will is firm. But the body always betrays, if one can read on it.
Days pass all the same, without a sense. "You will not find the peace that you crave for, brother. I knew it before anyone else", his companion warns him disenchanted −gleaming when he still felt himself to be the chosen, now he just shines with a dim light−. But he stubbornly long waits for a signal, a response. Until one day he comes to the conclusion that God, if he really exists, has stopped believing in them. Why should I continue to believe in him, he tells himself.
But the flesh is weak: as soon as he notices medical instruments, he trembles. And Michael, the great warrior as described in books written by others, like the children do, seeks solace in the only father he can imagine: "Eloi, Eloi, lama ...".
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