Entró un señor enlutado, con los zapatos muy limpios y los ojos enrojecidos por el
llanto. Se aproximó al empleado y dijo:
—Necesito un féretro.
Oí distintamente su voz ronca y amarga, seguida por una tos irritante que, de estar yo
dormido, me hubiera hecho despertar. Oí también, en aquel preciso momento, el timbre
de la puerta en la casa contigua y el ladrido del perro, quien anunciaba así su alegría.
El empleado dijo:
—Pase usted.
Y pasó el hombre sigilosamente, con un poco de asco, mirando a diestra y siniestra,
como una reina anciana que visita un hospital. Parecía un tanto avergonzado del
espectáculo: de aquellos cajones grises, blancos o negros, que tanto asustan a los
hombres, y de aquella luz amarilla y sucia que daba al local cierto aspecto de taberna.
Mi compañero de abajo se enderezó cuanto pudo para explicarme:
—El cliente es rico, conque tú serás el elegido.
La noche era fría, lluviosa, y soplaba un viento de nieve. No apetecía yo, pues,
moverme de aquel escondrijo tan tibio, cubiertos mis largos miembros con una suave
capita de polvo, y mucho menos aventurarme —Dios sabe con qué rumbo— por esas
calles tan húmedas y resbaladizas.
El enlutado seguía tosiendo y examinando uno a uno los féretros. Nos miraba
curiosamente, sin aproximarse demasiado, cual si temiera que uno de nosotros, en un
momento dado, pudiera abrir la boca y tragarlo. En voz baja, respetando fingidamente el
dolor del cliente, iba el empleado elogiando su mercancía, haciendo notar entre otras
cosas su sobriedad, duración y comodidad.
De súbito, advertí sobre mi espina un cosquilleo bien conocido: el empleado me quitaba
el polvo ceremoniosamente con un cepillo de gruesas cerdas que me produjo risa.
Procuré estrecharme contra el muro, observando de soslayo al enlutado. Vi sus ojos
tristes, abultados —verdaderos ojos de rana— que repasaban mi cuerpo de arriba
abajo. Escuché de nuevo su voz cavernosa:
—El finado es robusto, ¿sabe?
Fue entonces cuando pensé:
"Me llevará sin duda."
En efecto, prorrumpió:
—Creo que me convenga éste.
Ajustaron el precio —en mi concepto, irrisorio— y me trasladaron a un automóvil
demasiado fúnebre, con las llantas blancas. La lluvia seguía cayendo en aisladas gotas
frías. El cierzo me penetraba a través de los poros, helándome la sangre. Una sombra
humana, en el interior del vehículo, sollozaba ahogadamente, llevándose con frecuencia
el pañuelo a la boca. Otra, más rígida y grave, con el cuello del capote subido, hacía
girar extrañamente el volante...
Cruzamos calles silenciosas y lóbregas, pobladas de perros chorreantes y prostitutas;
avenidas iluminadas y alegres donde la gente paseaba con lentitud, bajo los paraguas
negros; una plazoleta muy triste en la cual tocaba una banda y los militares lucían sus
uniformes nuevos; edificios de ladrillo, tenebrosos, en cuyos interiores adivinaba yo
parejas de hombres y mujeres estrujándose frenéticamente...
En tanto, mi cerebro trabajaba sin descanso:
"¿Hacia qué lugar me conducirán? ¿Qué clase de destino me aguarda?"
Es preciso que los hombres sepan que los féretros tenemos una vida interna
sumamente intensa, y que en nuestros escasos ratos de buen humor bromeamos o nos
chanceamos unos con otros. Ante todo, tenemos nombre: unos, masculinos y, otros,
femeninos, naturalmente, de acuerdo con nuestro sexo.
Mientras permanecemos en el almacén somos célibes. Sin embargo, estamos
fatalmente destinados al matrimonio; es decir, a lo que en el mundo común y corriente
se designa con otro nombre estúpido: el entierro. Semejante acontecimiento es el más
importante de nuestra vida, y de ahí que meditemos tan a menudo acerca del cónyuge
que nos deparará la suerte.
Buena prueba de esto último es que hoy, al salir rumbo al armatoste que me aguarda,
un antiguo camarada se despidió de mí de esta forma:
—Que el destino te conceda buena hembra y buena casa...
Yo, que soy hombre, le respondí tristemente:
—Sobre todo, eso, amigo: buena casa para pasar el invierno.
¡Ah, esas tumbas de tierra, enlodadas y frías, llenas de mil clases de bicharracos
glotones que trepan por nuestras espaldas y nos van destruyendo lentamente! ¡Esas
tumbas ignominiosas y endebles, en cuya superficie no hay flores ni hierba, y sobre las
cuales chapotea la lluvia sin piedad alguna! ¡Esas tumbas tan pobres, tan solas,
encaramadas allá sobre cualquier montaña o sumergidas en el corazón de un abismo!
Cuando el automóvil se detuvo, observé que mi llegada despertaba un interés
incomprensible. Se oyeron voces humanas de:
—¡El féretro! ¡El féretro!
Alcé los ojos y vi un edificio cuadrado, con dos terrazas de piedra. Suspiré, aliviado.
Tres hombres vestidos ridículamente me transportaron hasta un suntuoso aposento en
cuyos ángulos ardían los cirios: esos malditos cirios que chisporrotean continuamente
abrasando nuestras entrañas con sus gotas de cera blanca. Tardé un buen rato, no
obstante, en descubrir a mi cónyuge. Entretanto, tuve que realizar indecibles esfuerzos
para contener la risa. Allí estaba yo, tendido sobre no sé qué mueble absurdo, y los
hombres desfilaban ante mí con sus levitas y sus rostros descompuestos. Me miraban a
hurtadillas y tosían o se alejaban rápidamente. Nadie se mantenía ecuánime en mi
presencia, cual si yo fuera una especie de monstruo, culpable de la muerte de los
hombres.
Una muchacha fresca y esbelta, que despedía un olor en extremo agradable y que
había deseado para mí con toda el alma, prorrumpió al verme:
—¡Es tan terrible y tan negro!
Distinguí su pecho duro y alto, que se estremecía de terror, y la línea de su vientre
suave, bajo la tela infame.
Otra mujer, rubicunda y fea, cuchicheó una frase indulgente:
—¡Y las manijas son de plata!
Pero he aquí que, de pronto, un chiquillo se me acerca y pregunta:
—¿Es para enterrar a papá?
Sentí que el corazón me dejaba de latir dentro del pecho, que la cabeza me daba
vueltas, y que me hallaba abandonado en mitad de un túnel nauseabundo.
"¿Cómo, para papá? —me dije—. ¿No soy acaso un hombre?"
Quise gritar, protestando. Quise incorporarme y echar a correr sin ningún rumbo, pero
no pude. Cuatro pesadas manos, cubiertas de vello, me sujetaron por pies y cabeza y
no supe más de mí. Debí perder el sentido. Cuando desperté, un hombre gordo,
hinchado, pestilente y rubio, yacía sobre mis pobres huesos. Ardían los cirios en torno
mío, salpicándome las ropas; rezaba un sacerdote, mirando por encima de sus anteojos
a las mujeres bonitas; unos gemían con ayes velados; otros chillaban procazmente, sin
comprender el destino del hombre. Caían por tierra pétalos de flores...
No pudiendo soportar más el oprobio de que era víctima, hice un sobrehumano
esfuerzo y derribé al cadáver. Cayó éste con gran aparato, partiendo por la mitad un
cirio que se apagó instantáneamente. Cayó con la cabeza hacia abajo, haciendo tronar
el piso.
Yo grité y no me oyó nadie:
—¡No quiero! ¡No quiero!
Todos se apresuraron a levantar al muerto, aunque pesaba demasiado. Estaba rígido y
frío como un árbol. Me dio horror. Vi a lo lejos a la jovencita fresca, muy pálida y
aterrada, con las manos sobre el descote. Su perfume me embriagó esta vez,
removiendo mis instintos.
—"¡Lograr poseerla!" —pensé con angustia.
Pero de nuevo cayó a plomo sobre mí el hombre ventrudo y fétido, cuyo cuerpo parecía
exactamente una vejiga.
Me encogí de hombros y opté por dormirme. Dormirme como un novio impotente o
tímido en su noche de bodas.
Así lo hice. Y soñé. Soñé con dulces muertas blancas, cuyos muslos temblaban sobre
mi piel... con ricos sepulcros de mármol, muy ventilados y alegres... Soñé, y las
imágenes sibaríticas me hicieron tanto mal, que cuando abrí los ojos y vi penetrar el sol
por las vidrieras me sentí exhausto, vacío, postrado, como deben sentirse los hombres
después de una óptima noche de continuos placeres.
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