Me hubiera gustado ser asesino, cirquero o soldado, y soy, en cambio, un grotesco muñeco de trapo: lívido, enclenque, sin ninguna belleza. Tengo dos ojos pasmados e insulsos, demasiado redondos; dos orejas monstruosas y blandas que me llenan de vergüenza; una nariz chata, con dos orificios absurdos por donde meterán sus deditos los niños en cuanto caiga en manos de ellos. Tengo una boca ancha, sin dientes, que se prolonga hacia abajo en un rictus de amargura; mi cara es deforme, antipática y blanca como la luna; mis piernecitas y brazos penden del tronco sin ninguna gracia, con sus dedotes tan pésimamente imitados que a todos producen risa...
Nadie me mira. Nadie me compra.
Desde mi solitario ataúd de cartón veo desfilar por las aceras rostros de niñas y niños que se trastornan de gozo ante cualquier chuchería: una aldeana panzona, una pistola de agua, un camello con su botín, un carro de bomberos. Los veo saltar y chillar con sus piernecitas rosadas y sus vocecitas tan frescas. Los ojos se les inundan de llanto, retratada en ellos la alegría. Pero no me compran, no se percatan siquiera de mi presencia; cuando más, detienen en mí sus miradas perdidas con una expresión titubeante o desconfiada. ¡Yo los entiendo de sobra! Se preguntan: "¿Y qué es eso tan viejo y tan feo que está al fondo del escaparate?" Las personas mayores se ríen, se mofan de mí; pero esto no me importa en absoluto. Las personas mayores son gente mal educada y sin ningún sentimiento.
En cierta ocasión, por ejemplo, descubrí desde mi celda a un caballero extremadamente elegante que llevaba un niño de la mano. Repasaban ambos el escaparate en busca, me imagino, de un juguete de primer orden. Miraban, miraban y no me veían. De pronto, me estremecí. Sobre mis ruinosas carnes de trapo acababan de posarse los ojos claros del niño. Reflexioné: "¡Si me llevara...! El niño parece rico y me dará los mejores tratos. Me conducirá asimismo a un soberbio palacio y me hará dormir en su propia camita: una camita muy tibia, muy suave, junto a una ventana, con las sábanas de lino y las almohadas de pluma. A él le narrarán por las noches cuentos encantadores y, yo, fingiendo dormir, podré escucharlos perfectamente. Jugaré con su gato y su perro, con sus otros juguetes... ¡No me destrozará!"
Tal cosa pensaba yo, cuando el niño levantó su carita hacia el caballero que lo acompañaba y preguntó algo que no acerté a comprender, porque hablaba un lenguaje extraño. Entonces el caballero me observó estupefacto y, señalándome con un dedo, rompió a reír del modo más innoble. Se burlaba ignominiosamente, despiadadamente, como no debe burlarse nadie de las cosas tristes y feas. Los vi alejarse por entre los carruajes, y aquella noche no conseguí cerrar los ojos.
—¡Qué miserable he nacido! —me decía continuamente.
Y miraba en la penumbra hacia los juguetitos más pueriles, tratando de dar con algo más deplorable que yo. No pude encontrarlo. Aun el soldadito de plomo es apuesto:
tiene su fusil o su espada, sus charreteras, su cinturón de charol, sus bigotes muy bien
simulados. La pelota es esférica, rueda, sube al cielo, tiene colores muy vivos y un olor
muy especial. Las herramientas de carpintero son útiles y brillan. Los orangutanes
tienen su pelo sedoso; los osos, su mirada suplicante; los pingüinos, sus alas graciosas.
Y yo soy tan torpe, tan áspero. Tengo dispuestos los miembros de tan maldita forma,
que soy incapaz de ejecutar un movimiento agradable y ligero; un movimiento, pongo
por caso, como los que realizan a diario esas bailarinas aladas, vestidas de tul, que son
mis únicas amigas en este bazar abominable.
Y así es evidentemente. Vivo solo, arrumbado, como un tonto despreciable transportado
a un planeta de hombres listos.
Mientras dura el día, me entretengo en la vitrina. La calle es céntrica, muy concurrida, y
por ella desfilan cosas subyugantes, todas reales: caballos que trotan, perros que
ladran y hacen sonar sus uñas, niños que chupan golosinas, tranvías con pasajeros en
sus asientos, policías muy serios... Cada día pasan cosas distintas y, cuando además
hace buen sol, los colores brillan irresistiblemente hasta herirme la vista. Así me
distraigo.
Pero de noche, en cuanto el empleado echa abajo la cortina de acero y apaga todas las
luces, la soledad me envuelve, siento frío, y me entran unas ganas locas de llorar. Y
lloro. Lloro a escondidas, sin ningún aspaviento, medio muerto de miedo, pues aunque
mi dolor es muy profundo, cierta vez que las bailarinas me sorprendieron en semejante
trance ocurrió un hecho verdaderamente vergonzoso. Me preguntaron ellas, del modo
más solícito:
—Bobby, ¿qué tienes? ¿Por qué lloras?
Y Petrouchka replicó altaneramente, según es su costumbre:
—Llora por feo... ¡por eso llora!
Mas no conforme con eso, hizo venir a todos sus amigotes para que me formaran corro
y me pincharan las nalgas con alfileres. No obstante, admiro a Petrouchka. Petrouchka
es un muñeco caro que no parece muñeco. Es travieso, inteligente, dicharachero y
audaz. Tanto, que afirma ser conocido en el mundo entero: aun por las personas que
van a los teatros y se visten de levita; aun por las personas que habitan países remotos
y hablan lenguas horribles; aun por esas señoronas tan vanidosas que cruzan la calle
abrumadas de pieles, mientras yo me achicharro de calor en la vitrina...
Hay noches en que Petrouchka se emborracha —temo que con vodka— y ronda el
comercio saltando y bailando. Canta una música extraña que sin saber por qué me
entristece. Alguien grita entonces:
—¡Calla, Petrouchka!
Y él canta y canta.
—¡Calla, Petrouchka, te digo!
Pero él no se somete a nadie. ¿Será un revolucionario?
Una vez, me arriesgué y le dije:
—¿Qué es eso que cantas, Petrouchka?
Y él, dando una patada en el suelo, replicó al punto con su voz ronca y tonante:
—¡Canto mi música!
—¿Y cuál es tu música? —indagué, asombrado.
Soltó una carcajada tan espantosa que hizo temblar los cristales. Luego, dando
palmadas, se puso a chillar, hecho un loco:
—¡Pinocho! ¡Pinocho! ¡Pinocho!
Acudió el bufón del bazar, que ha viajado mucho. Petrouchka le dijo:
—Anda, dile a este tonto qué es lo que canto.
Y Pinocho, con sus narizotas rojas, me tocó en el codo con el mayor misterio.
—¡Mi pobre Bobby! Canta... pues canta lo que compuso para él el señor Stravinsky.
Dicho esto, el aludido empezó a correr de un lado para otro, dando increíbles piruetas y
escupiendo las paredes. Cuando se detenía gritaba, exhalando vahos de nicotina y
cerveza:
—¿Has oído? ¡El señor Stravinsky! ¡El señor Stravinsky! Pero ¿qué sabes tú de eso,
indecente pelele? ¿Has ido acaso alguna vez a la ópera?
Todos se rieron de mí, y los que estaban en sueños despertaron. Me retiré, pues, a
dormir compungidamente, pensando qué agradable hubiera sido tener una mamá muy
buena que en vez de reprenderme o mofarse me consolara diciéndome:
—¡Infeliz Bobby, no llores! ¡Algún día el señor Stravinsky compondrá para ti algo muy
importante!
Y yo replicaría entonces, entre riendo y llorando:
—Sí, para que se burlen de mí los hombres...
Es de noche y rondo por el local. Todo está en silencio. Oigo, apenas, la lluvia que cae
afuera y el ronquido de los muñecos niños. Nunca he visto la calle a semejantes horas,
pero debe ser tan pavorosa que no sé cómo haya quien se arriesgue a transitar por
ella... Avanzo en puntas, sigilosamente, procurando no hacer ruido. Unos muñecos
duermen en paz, reclinadas sus cabecitas en los estuches nuevos, con sus ojitos azules
cerrados y las manos sobre el pecho. Puesto que son bellos y caros, sus sueños deben
ser exquisitos: lo adivino en la actitud de sus miembros, en las sonrisas de sus bocas.
Extasiado me acerco y descubro sus corazoncitos latiendo, latiendo. Quisiera
despertarlos e informarme:
—Dime, ¿qué sueñas?
Otros —los más apuestos— frecuentan rincones obscuros y blandos, acompañados de
dulces amiguitas a quienes cortejan, abrazan o narran misteriosas leyendas. Sus
compañeras sonríen, agitan sus cuerpecitos y al fin ceden. Y ellos les posan los labios
sobre las mejillas de ellas, oprimen sus cinturitas tan puras, les ordenan artísticamente
las trenzas, les deshacen las arrugas del vestido, las arrullan entre sus brazos.
Hay un muñeco poeta al que se disputan aquí las mujeres. Es un personaje rubio, con
las pupilas de lapislázuli y las manos de terciopelo. Ellas lo asedian, lo miman, le bailan.
Y él sonríe fascinado, gentil, con una sonrisa tan amplia que a mí no me cabría en el
rostro a menos que me mordiera una oreja.
—Poeta amigo —le susurran—. Dinos algo.
El poeta, entonces, con su voz ágil, apasionadamente, desgrana una de esas poesías
románticas que yo quisiera estar escuchando siempre.
Pero he aquí que ahí viene. ¿Me escondo? ¿Huyo? Inútil, me ha visto. Mas, ¿por qué
tiemblan mis manos? ¿Por qué me zumban las sienes?
¡Ah! Viene con Mariuca, la bailarina blanca, la bailarina alada, la más divina de las
bailarinas del mundo. ¡Cómo amo a Mariuca! La amo perdidamente, delirantemente,
insensatamente, con todo mi corazón de trapo, con mi pobre alma de muñeco. Pero ella
es tan dulce que lo sabe y no se burla; ni siquiera se lo ha confiado a nadie. ¡Mariuca!
¡Mariuca!
Durante las noches, cuando todos duermen y la melancolía me invade, ella se desliza
hasta mi aposento y me sacude por los hombros.
—Bobby tonto, ¿qué tienes?
Siempre, siempre me dice lo mismo.
Yo pienso que soy feo, que estoy solo y que soy ya un hombre. Me turbo, no hallo qué
contestar. Al punto Mariuca se inclina, apoya sus manos en las mías y me besa. Pero
no me besa en la boca, sino en la frente. Me besa, no como muñeca tentadora y joven,
sino como muñeca fea y piadosa. Y se va. Y yo comprendo por qué se marcha.
Ahí viene: coqueta, perfumada, linda. Viene con el poeta del brazo. Él la mira
emocionadamente y, a intervalos, hunde sus dedos finos entre los bucles de ella. ¿Qué
le estará proponiendo? ¡Cuan bellos deben sonar sus madrigales!
Se me acercan. Me detengo, sin saber qué dirección tomar. Vacilo. Acto seguido,
Mariuca me tiende la mano y el poeta repara en mí con lástima. Ella prorrumpe:
—¡Venimos de la iglesia! —y me muestra un azahar.
Creo que voy a desmayarme.
—¿Te has casado, Mariuca?
—¡Me he casado, Bobby! ¿No te alegra?
Muevo afirmativamente la cabeza, apretando los labios.
—¿No te alegra? —repite.
—Sí me alegra —respondo.
—¡Invitémosle a la fiesta! —sugiere el novio, con un dejo de amargura.
Mariuca consiente, y ambos se miran largo tiempo a los ojos, igual que si no hubiera
nadie frente a ellos.
Pronto, se organiza el sarao. Los novios, dando palmadas, despiertan a todo el mundo.
Algunos muñecos, amodorrados, acuden a regañadientes, mas pronto se entusiasman
y comienzan a dar saltos mortales alocadamente. Otros chillan, sacudiendo campanillas
y violines; suenan trompetas y risas; coplas; se encienden los farolillos chinos; se
despeja el local, apartando a los juguetes de poca monta. Los músicos se instalan
sobre un mueble muy alto... Alguien golpea el tambor... Estallan cohetes de colores...
Fuera, cae triste la lluvia: chip, chip, chip... Ruedan trenes, bicicletas, cochecitos... ¡Es
una baraúnda indescriptible que está a punto de enloquecerme!
Comienza, por fin, el baile y cada cual toma a su pareja. Suena un vals. Otro. Otro. Una
especie de polka. Y yo miro evolucionar a las muñecas con sus falditas transparentes y
cortas, con sus piernecitas rollizas, con sus pechos como melocotones. Bailan, bailan
regocijadamente, arrebatadamente, como muñecas que son, suspendidas de los
hombros de los muñecos, haciendo alardes de precisión y gracia.
En esto distingo una voz a mi lado que me hiela la sangre de espanto. Es Mariuca
invitándome.
—¿No bailas?
Tengo lágrimas en los ojos.
Replico:
—¿Contigo?
—¡Conmigo, claro!
Me toma violentamente y pierdo casi el sentido. Mis pies, cada vez más torpes por la
vergüenza, se enredan en las piernas de ella, la rasguñan. Estoy a punto de caer. Oigo
la música remota, demasiado confusa, cual si sonara en el pico de una montaña y yo
me hallara en el fondo de un precipicio.
Musito:
—Si no sé bailar, Mariuca...
Mas ella está tan alegre que no presta atención a lo que digo. Gira, gira, inventando
nuevas cabriolas.
Y los espectadores ríen a mandíbula batiente, se desternillan; se azotan unos contra
otros, exagerando su júbilo; me lanzan bromas impías; se mofan de mis ojos redondos,
de mi vientre polvoso, de mis pantorrillas torcidas, de mis orejas. Algunos me arrojan
canicas, con la esperanza de verme caer; pero yo me sostengo no sé de qué modo, y
también giro, grotesco, humillado, hecho un andrajo, con los ojos repletos de llanto y el
corazón partido por la mitad.
Cuando concluye la danza, todo el mundo rodea a la novia, agasajándola, y yo me
escabullo secretamente hacia la soledad bienhechora, adonde no haya ruido ni luces.
Allí me siento y lloro. Lloro a gusto, fatalmente olvidado. Lloro por Mariuca que ya tiene
marido; lloro por esa música tan triste que están tocando; lloro por los niños pobres que
no tienen juguetes. Lloro, y cuando no me restan ya más lágrimas, me duermo. Y tengo
un sueño prodigioso; tan prodigioso como creo que no exista otro en el mundo.
Sueño que amanece, que el sol brilla ardientemente, que los pajaritos cantan, que se
entreabren las flores... y que me escapo. Que huyo por calles desconocidas y
tenebrosas en las cuales no hay tranvías, ni perros de carne, ni señoronas con pieles, ni
caballeros con niños de la mano... Que me interno en un portalón muy viejo, enlodado
por la lluvia de la noche, y que trepo por una escalera muy empinada, parecida a las de
los carros de bomberos. Casi estoy a punto de caer muerto de fatiga y miedo, cuando
percibo una voz lastimosa que me pregunta:
—¿Eres nuevo en esta casa?
Es un niño pobre que juega con dos canicas de barro. Está sucio, casi desnudo, y se
echa de ver que no se limpia nunca las narices. Pero sus ojos brillan animadamente,
cual si en su interior latiera un alma distinta a la de las demás personas. Enmudezco,
me hago su amigo. Y jugamos juntos: yo con una canica y él con otra. Tan pronto nos
aburrimos, me dice:
—Ven. Te invito a mi casa.
Lo acompaño alegremente, siguiendo un corredor de madera que conduce a un
cuartucho demasiado obscuro, entre cuyas sombras un hombre limpia su organillo.
—¡Es mi papá! —exclama mi amigo, muy orgulloso.
—¿Y tu mamá? —le pregunto en voz baja.
—¡Oh, no tengo! —prorrumpe—. ¿Es que todos los niños han de tener mamá?
Casi simultáneamente el hombre del organillo repara en nosotros, saliendo al encuentro
de su hijo.
—¡Hijo! —le grita abrazándolo, para después levantarlo en peso.
Y le acaricia, y le besa. Cosas que yo no había visto antesentre los hombres.
El niño pobre suplica:
—Es Bobby, mi amigo. No tiene casa, papá, mamá... ¡no tiene nada! ¿Quieres que viva
conmigo?
El músico me toma asimismo en sus brazos y me levanta hasta la altura de la lámpara.
Pero asustado tal vez de mi fealdad, duda. Vuelve a depositarme en el suelo. Sin
embargo, escucho a poco de sus labios lo que jamás soñé que me dijera nadie:
—¡Es un niño hermoso ciertamente!
Y despierto con un grito de júbilo en el fondo de aquella vitrina maldita.
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