Hermann Keyserling ha escrito una obra, «La inmortalidad», en la que se insinúa que existe en torno nuestro un mundo sobrenatural, que no podemos advertir por la escasez de nuestros medios de percepción. Yo estoy convencido de que Keyserling tiene razón, y aún podría añadir a los suyos algunos argumentos incontestables. Una de las ventajas que proporciona el disfrute de la neurastenia es, precisamente, la capacidad de tener un atisbo de muchos seres extraños. A veces no consigue uno verlos, pero se les oye o se les siente de alguna manera. Más de una vez, escribiendo, en las altas horas de la noche, en la soledad silenciosa de mi despacho, he tenido la intuición vivísima de que un ser invisible leía por encima de mi hombro las palabras que yo iba escribiendo. Nunca me he asustado; sólo experimentaba la sensación embarazosa de aquel espionaje. Cuando tal caso ocurre, suelo coger una cuartilla y escribir rápidamente: «Sea bien educado, y no moleste.» El ser invisible desaparece en seguida. Divulgo esta experiencia porque sé que muchas personas sufren, en circunstancias análogas, el mismo acecho.
No es tampoco difícil verlos alguna vez. Esta visión es muy rápida y no tiene nada de espantosa, como pudieran creer los pusilánimes. En ocasiones, no se ven más que luces: luces de diversos colores.
Ciertas personas ven pájaros; otras, sombras sin contornos precisos. Yo veo perfectamente gatos. Para mí, el mundo de lo desconocido está poblado de gatos. Pasan rápidamente al ras del suelo, y sólo cuando apenas de soslayo los puedo ver. Salen de una maciza pared y se meten en otra o surgen de repente entre mis pies. Me detengo, miro y... no hay nada.
No me han molestado jamás, y no tengo, ciertamente, que dirigirles reproche alguno. Amo a los gatos, y no me desagrada verlos cruzar, con pisadas ligeras, una habitación, aunque sean simples espectros.
Una vez tan sólo sufrí por ellos una impresión angustiosa. Pero entonces se trataba de gatos vivos, reales y tangibles.
Fue así:
Guitián, mi criado, me anunció que la gata había parido seis crías.
—Son demasiadas —comenté.
—Son demasiadas —asintió él—. Me gustaría, en cambio, poder decir lo mismo de la vaca. No anda muy bien regido este mundo. ¿Qué hacemos con estos animaluchos?
—No sé.
—¡Habrá que matarlos!
—¡Infelices!
Guitián elevó sus cejas peludas:
—A mí también me da pena, señor. No tengo coraje para asesinarlos.
Resolví:
—Ya pensaremos en este asunto, Guitián.
Y pasó mes y medio. Mi criado se dolió:
—No sé cómo librarme de esa odiosa nidada. Comen entre todos los gatos, más que dos personas, y siempre andan enredados en los pies de uno. Intenté regalarlos, pero nadie los quiere. En otros sitios, los arrojan al mar: aquí no hay mar, ni siquiera un río bastante profundo.
Se me ocurrió una idea.
—Llévalos al monte y abandónalos.
—Así lo haré —ofreció.
Y una mañana salió con los seis gatos dentro de un cesto. Anduvo más de una legua, los soltó y dio grandes palmadas para asustarlos. Los animalitos echaron a correr, con el rabo erizado, y se detuvieron a una prudente distancia: al fin, les obligó a refugiarse en un maizal.
Entonces, suponiendo no ser visto, colgó el cesto del brazo, y regresó ligeramente a casa. A lo largo del camino oíase un apresurado rumor de hojas de maíz sacudidas. Guitián pensó:
«Creo que me vienen siguiendo.»
Y emprendió una carrera velocísima. Se detuvo, casi sin aliento, en la puerta de nuestra morada, y enjugó el abundante sudor. En aquel instante, entre un macizo de alhelíes, apareció frente a él un gato; luego, otro; al fin, los seis. Y todos se pusieron a maullar hambrientamente.
Mi criado se mostró durante varios días taciturno. Una tarde le vi cavando un foso junto a la tapia del jardín. Me miró, a su vez, ceñudamente, y me dijo:
—¡Hoy será!
Después de cenar entró en mi cuarto. Se quedó ante mí silencioso, apretando los labios, frotando sus dedos con un movimiento nervioso y maquinal, como si quisiese despegar de ellos algo repugnante.
—¡Ya fue! —afirmó.
Estaba lívido, y, aunque intentó sonreír, se advertía que en su espíritu latía una impresión dolorosa y horrible. Creí que iba a referirme la ejecución de los gatos, por esa necesidad de confidencias que sienten todos los criminales y me apresuré a ordenar:
—No me cuentes nada.
Inclinó la cabeza y se fue. Pudo haber cometido aquel acto feroz, pero... era un buen hombre.
Al siguiente día, cuando daba mi paseo matinal por el jardín, me pareció oír un leve maullido. Me acordé de los pobres seres asesinados y escuché.
«Es una obsesión», me dije.
Y continué paseando. Sin consciente voluntad de ir a aquel sitio me encontré cerca de la tapia, donde la tierra removida indicaba el lugar en que habían sido enterrados los seis cadáveres. Y entonces oí más distintamente el maullido.
Me detuve, horripilado.
Otros maullidos sucedieron a aquél.
Corrí en busca de Guitián. Le encontré en la cocina, con la cabeza oculta entre las manos y el pelo revuelto sobre la frente.
—¡Guitián! —llamé.
Alzó hacia mí su rostro descompuesto.
—Guitián, hay un gato maullando bajo la tierra del arriate.
Sonrió, con la sonrisa del desvarío.
—No es un gato, señor.
—¿No es un gato?
—¡Son seis! ¡Son todos, los seis, los que maullan! Los he oído yo.
Miró alrededor, estremecido. El estupor me hizo permanecer mudo un instante.
—¿Qué has hecho, Guitián?
Trazó un vago gesto desesperado:
—Creo que he perdido mi alma, señor.
Contó, sordamente. No había tenido valor para matarlos. Los metió en el cesto para llevarlos a la fosa y, para abreviar su cruel labor, arrojó el cesto y acumuló encima la tierra.
—¿El cesto estaba cerrado? —indagué.
—¡Naturalmente! Si lo hubiese abierto se escaparían.
—Entonces... viven dentro del cesto
—Viven dentro del cesto, señor.
Y apartamos nuestras miradas empavorecidas.
* * *
Veinticuatro horas después aún se oía el maullar de los animalitos. No necesité más que ver la traza de Guitián, que paseaba sombríamente por el lugar más remoto del jardín para comprenderlo.
—¿Continúan...? —pregunté.
Y él se detuvo, con las manos en la espalda, y me miró con extraña dureza.
—¿Es que no los oye? —respondió—. ¿Hay acaso en toda la tierra un ruido capaz de ahogar el que producen esos desdichados? Son cinco, nada más, los que hoy gritan; pero no hay lugar a donde sus quejas no lleguen. Las escucho aunque me tape la cabeza con las sábanas, aunque me aleje del jardín, aunque me ponga a triturar café en el molinillo viejo...
Hubo una pausa.
—¿Dices que ahora... son cinco?
—Sí, cinco, nada más.
—¿Y... el otro?
Con los ojos desorbitados se acercó más a mi para decirme:
—Al otro se lo han comido, señor. Estoy seguro. Habrán sorteado... Después del naufragio del «Arosa», los que íbamos en la almadía tuvimos que sortear...
Gran corazón. Temblaba de fiebre.
Acaso sus palabras me sugestionasen; pero yo oí desde entonces los maullidos de los cinco gatos en todas las estancias y en todos los lugares. Los imaginaba revolviéndose en el interior del cesto casi aplastado, con los pelos en punta, brillándoles ferozmente los ojos en las densas tinieblas, manchados por la tierra que entraría por las separaciones de los mimbres.
Cuatro días después, maullaban aún. Guitián había adelgazado tanto, que los zuecos se le caían de los pies. Yo acudía a verle al rincón de la cocina, donde ocultaba sus remordimientos. Él iba contando los gatos que cesaban de maullar.
—Quedan dos. Suframos aún cuarenta y ocho horas.
Y al alba siguiente:
—Queda uno. Mañana todo habrá terminado.
Apenas rayó el sol corrimos al jardín. Un gato, un único gato se quejaba aún tristemente, con un hilillo de voz dolorida y desgarradora.
Y se quejó otro día, y otro, y una semana... Contra lo que era lógico, sus lamentos crecían en vigor. Ya no era aquella especie de llanto de un recién nacido, oído al través de una pared. Era, a veces, el encolerizado maullar de un gato que se enfurece y, en ocasiones, el largo, plañidero y convincente grito que modulan bajo la luna de enero, cuando intentan convencer a la gata de que se deje amar.
Nuestro horror aumentaba. Vivíamos un espantable cuento de Poe. Mi criado me había dicho:
—Esto terminará mal, señor.
Y estábamos convencidos de que, en efecto, aquella triste historia tendría un desenlace catastrófico, que barruntábamos confusamente.
Una tarde en que paseábamos por la carretera —huíamos de la casa y del jardín todo el tiempo posible—dije al melancólico esqueleto que caminaba junto a mí:
—Guitián, no comprendo cómo logra vivir aún ese pobre ser (le nombrábamos con compasión y con cariño); hace casi un mes que está enterrado; aunque llegue a él algún aire, ¿qué come? Ningún animal podría resistir tanto tiempo en sus condiciones.
—Vive de su rabo, señor.
—¿De su rabo?
—Bien sabe usted que el rabo de los gatos crece, y más en la edad del infeliz, que es una criatura. Diariamente comerá un poco, y diariamente le nacerá otro poco.
—Esa es una locura, Guitián.
—¡Ay señor! ¿Y qué otra cosa puede hacer el desdichado?
—Guitián.
—Mande señor.
—Es preciso resolverse...
—¿A qué?
—Es preciso... acabar con él.
—Pero... ¿cómo?
—Aprisionemos más la tierra sobre su cuerpo.
—No sé si tendré ahínco bastante.
—Te ayudaré. ¿Vamos ahora?
Pasó una mano por su frente, y resolvió:
—Sí, terminemos...
Corrimos al jardín. De la caseta de los aperos extrajimos el apisonador con que alisaban las sendas, y marchamos al terrible lugar, tan conocido, junto a la tapia.
Yo me rezagué un poco. Tenía no sé qué ocurrencia sobrenatural.
—¡Dale! —ordené.
El hombre levantó el mazo, indeciso aún.
—¡Dale! —grité corajudamente.
Y el pesado instrumento cayó con ruido sordo sobre la tierra. Guitián, con los ojos extraviados y la boca torcida, menudeó los golpes, al tiempo que exclamaba:
—¡Perdón, perdón!... ¡Pobre víctima! ¡Desventurado mártir, más mártir que todos los mártires juntos! ¡Perdóname, perdóname! ¡Muérete! ¡Te mato por tu bien, triste bicho! ¡Me lo manda mi amo!
Yo eché a correr, porque creí que iba a volverme loco.
* * *
Desde aquel momento el gato maulló más obstinada y furiosamente que nunca.
—Señor —vino a decirme Guitián hecho un guiñapo— quiero despedirme de usted.
Incliné el rostro.
—Comprendo, mi fiel Guitián, comprendo. Esta tortura es ya insoportable...
—Si se refiere usted a los maullidos de los seis gatos —porque ahora vuelven a maullar los seis—, he de darle una buena noticia: dentro de media hora pueden gritar cuanto les dé la gana, porque no pienso oírlos.
—¿Te marchas al pueblo?
—Me voy a suicidar, señor. No puedo más. Han envenenado mi vida, como dijo el señor cura cuando los médicos le prohibieron comer más de seis platos. Sólo quisiera saber si le molestaría a usted mucho que me fuese a colgar del castaño que hay junto a la entrada. Me importaría lo mismo cualquier otro, pero éste es el más fuerte.
—Amigo mío —contesté emocionado—, elige el árbol que quieras, aunque sea un melocotonero, a pesar de que bien sabes lo que disgusta que se les rompan las ramas. Tratándose de ti... Pero antes de dejarte hacer tu voluntad, te propongo un proyecto.
—Todo es inútil.
—Libremos la última batalla.
—No. Adiós, señor. Diviértase usted, si le es posible.
Marchó.
—Guitián —vociferé desde la puerta—, aún podemos jugar una carta.
—¿Cuál?
—¿Por qué no desenterrarlos?
Dudó un instante. Entonces le arrastré conmigo, y puse una azada en su mano. Los maullidos eran más espantosos que nunca y formaban un concierto estremecedor. Cavamos, cavamos. Íbamos a ver salir unos animales monstruosos revestidos de tierra, informes, con los ojos pegados por la tierra también... Cavamos, cavamos...
Tropezó una azada en el cesto, deshecho y podrido...
Otro golpe...
Y apareció el pequeño y confuso montón de los gatos, que comenzaban a desleírse en la tierra; todos ellos muertos, putrefactos y... silenciosos...
This entry was posted on 31 mayo 2010 at 20:36 and is filed under cuento, flórez . You can follow any responses to this entry through the comments feed .
1 comment:
He caído aquí buscando uno d los libros de W.F. Flores que durante 60 años no se había publicado: El Terror Rojo.
Ya puestos, he leído este relato.
Gracias por haberlo rescatado.
C.
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