-¿Adonde vas?
-No sé.
De doce de la noche a ocho de la mañana se duerme. De ocho de la mañana a doce de la noche, no.
-¿A dónde vas?
-¡Yo qué sé!
Hay tres caminos. Llevan a tres sitios, los mismos siempre. ¿Y entre ellos? ¿Y si fuera por entre dos de ellos? Iría también a sitios conocidos, siempre los mismos. Porque esto es conocido. Porque nada se mueve. Porque somos así. Porque estamos en el mapa y en el padrón y nos busca el tren, el coche de línea, el correo, el teléfono, los amigos, la familia, y nos encierra la calle, la habitación, la puerta. La ventana mira siempre al mismo sitio. ¿Y si un día mirase a otro sitio? No lo hará.
Hay veces en que a las cuatro de la tarde o a las siete tengo un sueño de losa. Pero a esa hora no se duerme y yo no duermo. Hay veces en que a las cuatro de la mañana, o a las cinco, tengo los ojos abiertos y la cabeza clara como una estrella. Y quiero dormirme. Y no puedo. Y mi mujer duerme. Y mis hijos. Porque el brasero y yo somos iguales: tarda en enfriarse. Noto en mi cabeza las brasas, las últimas brasas de la madrugada, en las que, a veces, cae una idea, cualquiera, y las reaviva dolorosamente, con algo funeral, como puñado de espliego.
¿Por qué no he podido comer hoy a la hora de comer?
-¿A dónde vas a estas horas?
Estas horas son siempre para otra cosa, lo sé. A veces huele a comida en las calles, o a cocina recién encendida, o a muía adormilada y caliente, o los campos y las estrellas empiezan a echar el vaho. ¿Y si ahora saliera y no viera a Mateo, no le viera nunca más y no se hubiera muerto?
-Acuéstate.
-No puedo…
-Levántate.
-Más tarde…
El otro día hubiera dado cualquier cosa por pasar a la otra habitación por otro sitio. Quise hacerlo y no pude. Empujé y no pude. Di puñetados y voces y no pude. Estuve a punto de ir por la piqueta.
Al filo de una madrugada estrangulé al gallo. Le echaron de menos porque no cantó. Aunque los vecinos cantaron como todos los días.
No quiero cerrar nada por las noches, ni las ventanas, ni las puertas, ni el corral, ni la cuadra. No quiero dejar de ver el sol por las noches. Y lo veo. ¿Cómo se explica que nadie en absoluto, nadie, salga a la calle de noche? Sí quiero fumarme ahora un cigarro con Felipe, ¿lo puedo hacer?
A veces me voy a trabajar a las tantas, aunque no tenga trabajo pendiente. Luego, a lo mejor, no hago nada; un monigote de hierro sin pies ni cabeza. Pero entre golpe y golpe me empapo de silencio; un baño, como si me diera un baño. Y hasta las tías del Egido están dormidas; las tías del Egido, con sus nalgas gordas, lustrosas, bien magreadas. Si quisiera… Pero también tengo mi cama y mi mujer, que esperan. ¿Y si no quiero esa cama?
¿Por qué no puede haber gente bailando de noche? ¿Es imposible? ¿No puede haber charanga?
-Acuéstate. O pasea un poco si no puedes dormirte.
Sí, eso. Pero ¿adonde? No a caer en la trampa: no a coger la calle. Por la izquierda, a la plaza, lo sé; por la derecha, a la iglesia, al campo, al cementerio. No; no cojo la calle, ni los caminos, ni la puerta, ni miro por la ventana, ni puedo dormir de noche, ni comer a las horas de comer, ni reír cuando los demás y, a veces, cuando ríen, noto como una espuma rebasadora, escociente que me sale a los ojos.
Ha habido noche que he cogido la vereda de los bardales que nadie la sabe. Y otra que fui pisando luna. Y también es muy bueno meterse en el río y seguir adelante, como si nada.
Siempre que voy a salir me acecha la trampa: la enorme, peligrosa zanja del día, llena de pequeñas zanjas, y la zanja más libre de la noche, que es como un narcótico.
Me levanto y miro y remiro el reloj, la primera trampa, y me apresuro y me angustio porque una varilla negra se acerca a las ocho o a las nueve y yo tengo que salir, quiera o no quiera, cinco minutos antes. Y el reloj es como un memo inhumano al que hubieran coronado rey. Salgo y me cruzo con Nicolás y voy a decirle «¡buenos días!», pero no; sólo caigo la mitad en la trampa y le digo «¡buenas noches!», y él, que está en la trampa desde que nació, me mira con un gesto de extrañeza, o se ríe porque se cree que no es de noche, y nadie le metería en la cabeza que otros ahora en el mundo están durmiendo, o que yo estoy fuera de todo eso, y no admito la acera, ni el camino más corto, y voy pisando raya por pisar medalla. Y que un día ayudo al cura, y otro soy recovero, y otro no hago nada, y el domingo no se oyen en el pueblo más martillazos que los míos, aunque todos los días, todos, sea herrero, el herrero. Y, a veces, salgo por la ventana y no por la puerta, y a veces por las bardas del corral que dan al de Goyo, que está casado, y si me ve, sólo puede pensar una cosa: que voy por su mujer. Y se equivoca, que no voy por su mujer.
A veces me gustaría ser carcoma; a veces, murciélago.
-Tienes que descansar.
No. No puedo. Y a la tarde, cuando me siento a la puerta en una silla al revés, la gente cree que estoy allí, como todos, pero no estoy allí; tengo siempre un resquemor y una deuda conmigo mismo y siempre estoy entrampado con el orden.
Ahora estoy rendido y no quisiera irme, pero algo duro, y áspero, y fuerte, me empuja a hacerlo, y aunque grite «¡déjame!, ¡déjame!», sé que estoy yéndome. Y estoy cansado, muy cansado, molido. Porque el hombre está hecho para la trampa; porque lo fácil, lo cómodo, es la trampa, y está tan bien hecha que me falta cabeza y coraje para salir de ella.
Un día me escaparé de verdad, quizá por los tejados. El día que no sepa dónde voy, ni piense, ni sienta. Ahora estoy probando. Y entonces que me vengan a decir a mí que no hay más que el día y la noche, que no hay más que esas horas para hacer eso, que no hay otros caminos…
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