Tales of Mystery and Imagination

Tales of Mystery and Imagination

" Tales of Mystery and Imagination es un blog sin ánimo de lucro cuyo único fin consiste en rendir justo homenaje a los escritores de terror, ciencia-ficción y fantasía del mundo. Los derechos de los textos que aquí aparecen pertenecen a cada autor.

Las imágenes han sido obtenidas de la red y son de dominio público. No obstante, si alguien tiene derecho reservado sobre alguna de ellas y se siente perjudicado por su publicación, por favor, no dude en comunicárnoslo.

Víctor Miguel Gallardo Barragán: Lo que significa tu nombre

Víctor Miguel Gallardo Barragán


I.
Puedo saltar hacia el socavón de mi izquierda justo a tiempo. Evito la explosión, evito la mortífera metralla, pero no logro burlar a la muerte. Cuando vuelvo a mi posición, Toni no existe, y a Joseph le falta la mitad inferior de su cuerpo.
―¿Qué ha pasado? ―grita entre sollozos―. ¿Qué ha sido eso?
Pobre diablo. ¿Qué más te da? Estás muriéndote, Joseph. ¿Eres consciente de que te acaban de matar? Te quedan unos interminables minutos de vida, aunque eso puedo evitarlo también. Mi teniente se asoma por la galería, echa un vistazo, asiente y vuelve por donde ha venido; yo cojo mi pistola, remato a mi amigo muerto y sigo a mi oficial.
Las cosas no están demasiado bien tampoco en esta trinchera. Hay heridos apoyados en el parapeto, y el capellán castrense no sabe donde acudir primero. Un chaval de unos dieciséis llora junto a un cabo con barba al que le falta un ojo y parte de la cabeza. Franqueo el paso a un zapador cubierto de barro y desciendo a la sala (caverna) de oficiales. Mi teniente me ofrece una taza de café. Me siento en un banco de madera adosado a la pared.
―Bruselas ha caído ―dice el coronel Gianella, y a mí se me cae el mundo encima, por enésima vez en lo que va de semana. Caer significa dejar de existir, evaporarse: ellos no conquistan, sólo destruyen.
Mi teniente abofetea al teniente Gómez, que se ha puesto a llorar y a pedir clemencia a un enemigo imaginario que, en su cabeza, debe estar justo junto a Gianella. Le doy un sorbo a mi café.
―Bruselas ha caído ―repite el oficial al mando como un autómata. Noto un deje de melancolía en él. Ya está echando de menos la sede del gobierno, la academia de cadetes, el Hospital Militar Central, la cerveza de Deux Moulins y las fiestas de la primavera. Y los tulipanes de importación. Y los turistas franceses en pantalón corto.
―Qué haremos. ―No es una pregunta. El sargento Wilcox, mi camarada, el que desvirgó mi cerebro con sus drogas, nunca hace preguntas, se limita a obedecer. Sopesa un último momento su pitillera y la deja caer en su regazo. Yo vuelvo a concentrar mi atención aparente en el café, mientras pienso en el pobre Wilcox. Nadie puede ordenarle nada ahora. Nos han descabezado, y ninguno de los oficiales puede mandarle al frente, o a la retaguardia, o a cualquier otro sitio, con la conciencia tranquila ahora que no hay nadie arriba a quien obedecer, ahora que la guerra parece definitivamente perdida.
Ojalá nos obligaran a echarnos en el suelo y dejarnos morir. Wilcox lo haría con gusto, y yo también.
Mi café se ha acabado.
―La tropa aún sigue luchando ―comento, y mis palabras vienen de muy lejos. Es como si mi padre, allá en Granada, las hubiera dicho desde su sillón de orejas.
―La tropa seguirá luchando hasta que Mando Táctico diga lo contrario ―afirma el coronel―. Se ha trasladado a Le Havre. Esperaremos órdenes.



Lo escuchamos como en un sueño, y no me queda claro si lo que se ha trasladado a Le Havre es Mando Táctico, la capitalidad de la Unión o el Estado Mayor. No importa, la cadena nos lo aclarará en poco tiempo: si el gobierno subsiste, el Estado Mayor del Ejército recibirá órdenes; si el Estado Mayor subsiste, Mando Táctico recibirá órdenes; si Mando Táctico subsiste, nosotros recibiremos órdenes.
Si yo subsisto, recibiré órdenes y estaré obligado a darlas. Me acuerdo de mi trinchera casi vacía, de los hombres muertos y de mi teniente abofeteando a Gómez. No me queda casi nadie a quien mandar a la muerte.
Me sirvo más café y eludo las miradas vacías de mi coronel y mi teniente.
II.
Mando Táctico se puso en contacto con nosotros la primera noche. Un cabo de enlace apareció de la nada con un sobre con las benditas órdenes. Gianella lo leyó para sí y levantó la cabeza hacia nosotros, fruncido su ceño en un rictus casi cadavérico.
―La Rochelle nos insta a defender esta posición.
La Rochelle no es Le Havre, le hizo notar mi teniente. El coronel alzó los hombros un instante y salió de la sala de oficiales junto a Madeleine y Xabier, sus asistentes.
Un cabo furriel de mi compañía me espera junto a la letrina.
―Se nos ha acabado el papel higiénico, mi sargento.
Han pasado dos días y medio desde las órdenes de La Rochelle, y no estoy de demasiado buen humor.
―¿Y a mí qué coño me importa, cabo?
El chico no pestañea siquiera.
―El brigadier Allen ha muerto, mi sargento.
Y ahora me toca a mí ocuparme de estas mierdosas cuestiones, completo mentalmente la idea implícita. Allen llevaba una semana herido de gravedad, pero pensé que, como todo buen hijo de puta, sobreviviría. Me equivoqué.
―¿Falta algo más, cabo? ―bramo. Él dice que no y sale huyendo hacia otra galería.
Ruido de morteros cerca, muy cerca, probablemente de las defensas automáticas de Albacete. Me echo al suelo y me cubro el casco con las manos. Nadie me ha visto, gracias a Dios: otra estupidez más que añadir a un día no especialmente estúpido, pese a lo que pudiera parecer a primera vista.
Mi catre está frío y sucio. Me tiendo, cojo papel y lápiz (el grafito sirve para algo más que para matar civiles, después de todo), y visualizo a mi padre en su sillón.
“Querido papá”, escribo. “Nos están masacrando”.
Tacho la última frase. Lo pienso mejor, rasgo el papel y lo tiro a un rincón. El cabo furriel asoma su cara ratonil por entre los tablones que hacen las veces de improvisada puerta, y pienso que me va a acusar de malgastar papel.
―La teniente Martins quiere verle, mi sargento.
Mi teniente es un ángel de rizos rubios, y yo mataría por ella. En realidad lo he hecho, cumpliendo órdenes de disparar contra objetivos civiles defendidos por ellos. Llego a su pequeña mesa y pido al Cielo que me ordene matarme.
El Cielo no escucha, fiel a su costumbre. Inmolarse por un ángel de rizos rubios sería un final demasiado poético para un sargento de Artillería.
―Sargento, mañana llega nuestro reemplazo. Prepare a sus hombres: nos vamos a las siete horas a eme en punto.
III.
No necesito más infiernos que mi trinchera, pero a Mando Táctico le importa un bledo lo que yo necesite. Somos treinta y seis almas en pena vagando hacia Altea para pasar unos días de permiso mientras esperamos que nos reasignen. Una cruel ley de la Unión no permite que un soldado pase más de nueve meses en línea de frente, así que, con probabilidad, renombrarán a nuestra compañía y nos enviarán a reconstruir alguna ciudad, vigilar algún camino, repartir suministros a civiles o algo peor. No necesitamos más infiernos, pero a ellos les da igual.
Altea está tan desierta como pensábamos. Hace un año hubo un fuerte bombardeo y la población huyó al interior, lo lógico. Sólo encontraron más bombardeos y nuevas armas automáticas, pero es más cómodo morir como desplazado que como residente, menos traumático para los familiares que entierran tus restos. Es mucho más fácil decir “mi padre murió en Madrid” que “a mi padre lo desgajó un misil en la puerta del Mercado Viejo”.
Al menos comemos bien, pescado de Santa Pola, queso manchego y vino de Barbastro nuestra primera noche de permiso, todo a cuenta del III Ejército. Me tiro a la soldado Díaz en el almacén de suministros, aunque pensando en la teniente Martins. Me levanto con resaca y una patética expresión de desconfianza en mí mismo me saluda desde el espejo del lavabo del barracón de ingenieros. Ya no queda ningún ingeniero en Altea, los mandaron a Elche para reconstruir algo, así que nos han dado su bonito pabellón de suelos de gres verde y gotelé en las paredes. Odio a los ingenieros, a sus gafas de pasta y a sus uniformes impolutos.
―¿David? ―Díaz se ha despertado y me mira desde la puerta. Nos observamos a través del espejo.
―¿Díaz? ―le respondo. Ella sonríe, entendiendo, y se da la vuelta. Yo vuelvo a pensar en Martins.
El día está despejado. Wilcox y yo paseamos buscando un bar que finalmente hallamos en una pequeña plaza que tiene una minúscula iglesia y poco más. Nos sentamos en la barra. Él pide un café, yo un Martini seco. Al camarero le falta un ojo, no creo que lleve un parche por un retorcido mal gusto estético. Su hija, que limpia los vasos y tazas con parsimonia, es francamente bonita, la típica chica que un soldado de permiso de otros tiempos habría querido violar. Mira la televisión, absorta, mientras las pecas parecen resbalar desde su mejilla hasta el sucio lavaplatos, mezcladas con sus lágrimas.
―Un enjambre de autonaves de fabricación italiana han asolado esta noche Palma de Mallorca ―lee sin entonación alguna el presentador―. El coronel Hodgson, desde el portanaves USS Michigan, cifra la destrucción en más de dos terceras partes de la ciudad, hasta el día de ayer una de las menos afectadas…
Dios, ¿no se dan cuenta? Mi pecho arde. Salgo del bar dando un portazo: ese presentador, su voz, su cara. Tiene que ser mecánico. Tiene que ser uno de ellos.
IV.
China resiste bastante bien. Algunos de mis superiores estaban convencidos, al menos al empezar la guerra, de que los chinos eran nuestra mayor esperanza. “No la única”, se apresuraban a explicar. “Nosotros también tenemos puños”. Ya, y los yankees, pero el Air Force One fue derribado la primera semana de conflicto por uno de sus SF-21 de escolta. Un virus en sus sistemas informáticos de nueva generación, dijeron, pero lo único cierto es que el piloto eyectó, sin paracaídas, y ningún virus electrónico puede inducir al suicidio, al menos que se sepa.
Me acabo de duchar con la teniente Martins. Habían tocado diana, pero no tenemos que formar hasta después del desayuno. Llevábamos meses sin ducharnos, y ahora lo hacemos a todas horas a la espera de que Mando Táctico nos de algo que hacer.
―¿Otro día tranquilo, sargento?
Yo me sonrojo. Estamos desnudos, después de todo. El jabón-con-olor-a-rata (así lo bautizamos en su día) resbala por su pecho y se pierde en la entrepierna. Me dejaría matar si pudiera, en contraprestación, acariciar esos muslos generosos una sola vez.
Un cabo nos saluda y se empieza a enjabonar, a mi derecha, mientras tararea una canción de moda.
―Eso parece ―respondo yo, azorado.
Nada más lejos de la realidad: el comandante a cargo de Altea-I se nos acerca nada más empezar el insípido desayuno.
―Teniente Martins, sargento Wilcox, sargento Estévez ―saluda. Yo trago saliva y gachas de maiz; él tiende una hoja mecanografiada a mi teniente―. Mañana partirán hacia Andalucía.
El comandante no tiene nada más que decir. Mi teniente lee el papel y nos lo tiende. Nos reasignan a la Base Aérea de Armilla, en Granada, para labores de Defensa Civil, un nombre rimbombante para llamar a los policías que evitan saqueos en almacenes gubernamentales de víveres.
―Parece que vuelves a casa ―comenta lacónicamente Wilcox, no sé si envidiando mi suerte o compadeciéndome.
Mi teniente me sonríe. Yo no tengo fuerzas ni para sostenerle la mirada. No, Dios, esto no. Esto no.
V.
La casa de mi padre está justo enfrente, pero yo paso de largo sin mirar.
Mi ciudad ya no es mi ciudad, y yo no soy más que el sargento David Estévez, suboficial del Cuarto Regimiento de Artillería del III Ejército de la Unión, nada más.
Unos niños harapientos se agolpan ante las puertas del antiguo Media Markt, ahora uno de los centros de redistribución. Las madres los envían a ellos los días en que tocan cupones de leche porque saben que la tropa está más predispuesta a saltarse los límites con ellos. El ser humano es muy listo, aunque lo suficientemente tonto como para crear las máquinas, darles inteligencia y hacernos depender de ellas. Eso fue el principio de nuestro fin.
Porque éste es el fin, qué duda cabe. Los chinos resistirán, nunca dependieron al ciento por ciento de ellas, sino de su gran número y de estúpidas máquinas extractoras o manufactureras. Lo de la gran cantidad de chinos, ahora, ya no es un tópico: un país de mil quinientos millones puede permitirse perder gran parte; eso incluso eleva el nivel de vida de la población. Las imágenes de televisión de una China que resiste no hacen más que humillarnos y deprimirnos. También es ilusionante, en cierto modo. India, o al menos un trozo de ella, se ha cerrado en sí misma y también perdurará, al menos un tiempo. Algunas comunidades del Medio Oeste norteamericano, del Brasil, o del este europeo, han echado a la basura hasta sus viejas analógicas, y rescatado sus transistores de dos bandas como único nexo informativo con el exterior. Son los menos: estos niños que piden leche, y azúcar, y chocolate, y huevos, han nacido en un mundo sin Red, programa espacial, bolsa de valores o realidad virtual; pero sus padres y, lo que es más determinante, los que daban trabajo y alimentaban a sus padres, no pudieron sostener un sistema basado en la informática y el caos del binario. Todo se colapsó y, cuando no quedaban sino los inicios prototípicos de un Nuevo Occidente desconectado y basado en ordenadores sin conexión, vino el ataque, la declaración de guerra nunca formulada, la destrucción y la muerte. Silos de misiles, cazabombarderos, estaciones orbitales y bases automatizadas de defensa habían callado durante diez siglos, negándose a dar respuesta alguna a los comandos que les hacían llegar sus creadores. Toda IA fue silenciada una década y resucitada después por ese ente abstracto que algunos llaman Nexo Glaxo, que se hizo fácilmente con el control absoluto de todo aparato conectado a la red inalámbrica. Como incluso la mayor parte de los espejos de la red estaban controlados por IAs, y fueron las primeras plazas fuertes que ellas defendieron, no había nada que hacer para contrarrestar su poder.
Nos está exterminando la computadora de una empresa farmacéutica. El ser humano es extremadamente tonto y estos niños sólo quieren un poco de leche. Cielos.
VI.
Mi teniente enfermó hace una semana. La gripe, hace veinte años, era un mal casi anecdótico en el Primer Mundo, pero tras dos décadas en que la investigación médica y la producción farmacéutica se han detenido, no es raro que mueran millones por un simple resfriado.
Mi teniente, mi dulce ángel de ojos verdes y pechos pequeños, no va a morir, al menos no ahora y de gripe. Su habitación en el Hospital Militar de San Juan de Dios huele a lavanda y azafrán. Las blanquísimas sábanas de su cama son el marco perfecto para su piel nívea. Me cuadro ante ella y me permito sonreír. Ha vuelto a la conciencia tras tres días de incertidumbre, y los médicos ya no temen por su vida.
Ella también sonríe.
―Mi teniente ―susurró.
―David ―se limita a decir.
Y mi nombre en su boca es una puñalada. bajo la vista, ruborizado por enésima vez en su presencia. Ella arrastra su mano hasta la nariz y palpa la sonda; luego la tiende hacia mí, pretendiendo que la recoja.
Quiere que la toque, pienso. Me sublevo: no, no quiero que me toques, no aquí, no en un maldito hospital militar de sábanas blancas y olor a limpio. No contigo en una aséptica bata verde, no conmigo en mi ajado uniforme de paseo, no con nosotros jugando a ser soldados en un mundo que se acaba.
Me sublevo y soy vencido, y alzo su mano hasta mi boca y beso sus dedos. Y tiemblo, sobre todo tiemblo. No es así como debería pasar.
―David ―repite ella, y yo suelto bruscamente su mano, malinterpretando su llamada. Ella vuelve a sonreír. ¿Comprende lo que me está pasando? Mi teniente, ordéname que me tire por la ventana: no habría réplica por mi parte. Ordéname que me vaya, ordéname que me pegue un tiro en la cabeza en mitad de la nave central del Perpetuo Socorro; pero, por favor, no permitas que vuelva a tocarte, que vuelva a mancillar con mi cuerpo tu cuerpo.
Mi teniente recuesta la cabeza y mira hacia la ventana, evitándome.
―De pequeña me operaron de apendicitis. El hospital de Rennes no se parecía a esto.
Vuelvo la vista hacia donde ella y la veo: una paloma gris nos observa más allá del cristal, ajena a nuestra conversación, a la guerra y a los que están agonizando en este mismo edificio. Mi teniente vuelve la cara hacia mí.
―¿Puedo retirarme? ―pregunto estúpidamente. Soy un imbécil, ojalá ella lo tuviera tan claro como yo mismo. Ojalá estuviéramos en nuestra trinchera de Almansa, los dos de uniforme y ella pidiéndome que rematara a un compañero destrozado.
Ella asiente y doy tres pasos hacia la puerta. Ya no puedo verla, y es mejor así.
―Estuviste siempre a mi lado ―afirma, y yo contesto que sí y salgo al pasillo sin saber si se refiere a su convalecencia, a la trinchera o a qué sé yo.
Soy un imbécil. Ni siquiera era una pregunta y yo dije que sí.
VII.
Wilcox, mi amigo, ha muerto. Un grupo terrorista mecanoclasta de nombre impronunciable colocó una bomba en una mochila, depositó la mochila en el centro de distribución del mercado de San Agustín y mató a Wilcox y a siete personas más.
Wilcox no era un buen tipo. Era un cabronazo, un soldado profesional y, desde luego, asesino por vocación. Pero era mi amigo. Cuando el mal de la trinchera se cebaba en mí, sus drogas se convertían en mis drogas. Cuando mi mal de amores ―Dios, estoy enfermo por pensar en esto justo ahora― por mi teniente me golpeaba, era su ácido, conseguido de maneras inverosímiles, el que me calmaba. Era un cabrón asesino y drogadicto, pero era mi amigo, y ahora está muerto y su cuerpo hecho trizas por unos terroristas humanos.
Tal vez él lo habría preferido así, que los que lo mataron fueran personas con rostros y manos y familia muerta en bombardeos de armas automáticas o teledirigidas por automatismos sin alma ni memoria.
O tal vez no.
Mi teniente, mi dulce y cruel teniente (¿por qué me tocaste? ¿Por qué me obligaste a besar tus dedos con mi sucia boca?) se ha vestido con el nuevo traje de gala que le ha proporcionado Intendencia. Yo sigo en mi estropeado uniforme de paseo mientras el sepulturero sube con la grúa el ataúd hasta el nicho y lo sella con cemento.
No quiero que me vean llorar, y me separo de lo que queda de mi compañía. El cementerio de San José está en estado ruinoso, pero el gobierno provisional ha comprado tres nuevas grúas y contratado a dos docenas de operarios más. No todos tienen la suerte de yacer aquí, pero el III Ejército corre con los gastos del funeral de Wilcox (¿cual es su nombre?) y, por una vez, siento cierto agradecimiento por esos estúpidos generales que nos dirigen desde Barcelona, por el Mando Táctico de Nyon (La Rochelle también cayó), y por la madre que los parió a todos.
Mis pasos me llevan hasta las tumbas de mi madre y mis dos hermanas. Caídas en el primer bombardeo mientras intentaban recabar víveres, tuvieron la suerte de ser enterradas aquí.
Mi padre no, mi pobre padre no. Su casa, la casa en la que me crié, se volatilizó durante el sexto bombardeo de la ciudad, el mismo que destruyó lo último que quedaba de la catedral. No quedaron restos suficientes para llenar una urna con su cuerpo, impensable pues el robarle un ataúd y un nicho a un cadáver auténtico y completo.
Me vuelvo y allí está ella, brillante en su nuevo uniforme, tan brillante como mis mejillas y mi cuello.
―Teniente ―gimo.
Ella no sonríe.
―¿Cuándo me llamarás por mi nombre? ―pregunta.
Nunca, pienso. No dejaré que me importes tanto como para eso, vida mía. No quiero llorar ante tu tumba, ni imaginar en cuantos pedazos estás dividida, ni vivir junto a ti la muerte en otra trinchera u otro centro de redistribución.
―Sophie ―digo sin embargo, y sopeso la pistola en mi bolsillo, y corro camino al lugar en donde se levantaba lo que una vez llamé hogar.
Y no se me ocurre un lugar mejor para morir.

No comments:

Tales of Mystery and Imagination