De acuerdo con la hora fijada, me presenté en la residencia
situada en el número uno de la
Rué Charles Dubois. Era una casa grande, pero modesta, con
pesadas ventanas de madera pintada de azul. Justo delante de la casa discurría
un pedazo de la vía férrea que cruzaba Amiens. Los sones de la banda del
regimiento local que tocaba en una plaza de la ciudad me llegaron confundidos
con el pitido de un tren que anunciaba su salida. Pensé que esa combinación de
sonidos, el estrépito de la máquina y el romance de la música, le iba muy bien
al hombre que habitaba desde hacía muchos años la casa que ahora tenía
enfrente: el escritor Julio Verne.
Le dije a la anciana
empleada que abrió la puerta que había concertado una cita con el señor Verne.
Ella asintió, dándome a entender que ya me estaban esperando, y me condujo a
través de un patio pavimentado que atravesaba el jardín de la casa. Estábamos a
finales del verano y las hayas cobijaban con su sombra grandes extensiones de
un césped bien cuidado, donde no se veía ni una sola hoja caída.
Una escalera en forma de espiral, con los
barrotes pintados de rojo, nos condujo a las habitaciones del piso superior.
Comprendí que habíamos llegado a los dominios privados del autor, donde había
permanecido encerrado una gran parte de su vida y donde escribió muchos de sus
famosísimos libros. Cruzamos por un pasillo alfombrado, cuyas paredes estaban
decoradas con mapas antiguos, y nos detuvimos frente a una sólida puerta de madera
de roble situada al final de éste.
La criada llamó un par
de veces con los nudillos y abrió sin esperar repuesta.
—El señor De Chardin
—dijo.
Escuché la voz de Verne
invitándome a pasar. Así lo hice, y la criada cerró la puerta detrás de mí.
¿Cómo describir el primer encuentro con una persona a la que has
admirado desde hace tanto tiempo, cuyos libros has devorado desde que eras un
niño, intentando imaginar cómo sería el gigante de la imaginación capaz de
crear tales obras?
Julio Verne, en
persona, no respondía en absoluto a la idea que la gente tiene sobre un gran
autor. Más bien daba la impresión de ser un viejo marino de melena gris y una
corta barba plateada enmarcaba su rostro sanguíneo. Sus ojos eran azules y
llenos de vida; aunque uno de sus párpados había comenzado a caer ligeramente,
su mirada se mantenía firme y clara. Estaba de pie frente a la puerta y extendía
una mano que yo estreché de inmediato.
Estoy encantado de
conocerle, señor Verne —fueron mis primeras y algo torpes palabras. Lo cierto
era que me sentía impresionado por estar en su presencia.
Su estatura estaba un
poco por debajo de la media. Iba vestido con un modesto traje negro, cuya
chaqueta estaba decorada con un pequeño botón rojo que denotaba que era
poseedor de la alta distinción de la
Legión de Honor. Se cubría la cabeza con una gorra puntiaguda
de tela fina.
—Y yo de conocerle a
usted, señor De Chardin. Su familia es de Sarcenat, ¿verdad? He oído hablar de
ella. Según creo, usted tiene parentesco con Voltaire.
—Un parentesco muy
lejano, señor Verne... La tatarabuela de mi madre fue Marguerite Catherine
Aroueten, que era hermana de Voltaire.
El anciano escritor
sonrió.
—Parentesco al fin y al
cabo —dijo—. Y usted es muy joven, señor De Chardin. ¿Qué edad tiene? Si no le
parece indiscreto que se lo pregunte...
—Dieciocho años, señor
Verne —repuse yo. Y añadí de inmediato—: He leído sus novelas desde que era
niño y tenía uso de razón.
—Oh, eso está muy bien.
Leer en la infancia es un sano ejercicio para la mente. Mi favorito de entonces
era James Fenimore Cooper. Y ya en mi juventud, Dickens. Ciertamente sigo
siendo un apasionado admirador de Dickens. Creo que él tenía todo lo que debe
poseer un buen escritor: sensibilidad y sentimiento de buena factura, y
personajes, excelentes personajes. Como Sterne, del cual también soy un gran
lector y admirador...
—Para mí usted siempre
ha sido el más grande —exclamé, llevado por la emoción del momento.
Julio Verne sonrió algo turbado por mi
afirmación.
—Exagera usted,
muchacho. —Las palabras dejaban traslucir cierta ironía que afloró en su rostro
como una triste sonrisa—. Pero es muy amable.
—Señor —le dije con
verdadero entusiasmo—, usted es para mí, y para millones como yo, un gran
maestro, el artista que he admirado desde niño. Sus novelas han deleitado a mi
generación, y estoy convencido de que seguirán maravillando a las generaciones
venideras.
Julio Verne me observó durante un momento, en
silencio, antes de decir:
—Es una pena que cierta
gente no piense como usted... —Era estremecedor el tono de tristeza con el que
pronunció estas palabras—. No es un secreto que llevo mucho tiempo intentando
entrar en la Academia
sin ningún resultado. Y lo cierto es que ya estoy perdiendo las esperanzas.
Hace quince años, mi amigo Alejandro Dumas propuso mi nombre. Como en ese
momento tenía varios conocidos en la Academia , entre los que estaban Labiche, Sandoz y
otros, parecía que era la gran oportunidad para que se determinara mi elección
y el reconocimiento formal de mi trabajo. Pero nunca ocurrió.
Había amargura en sus palabras. El lamento de un anciano que desearía
tener la oportunidad de volver atrás y hacer las cosas de otro modo. Me causó
un profundo sentimiento oírlo hablar de este modo, y tuve la sospecha de que
Verne habla accedido finalmente a recibirme, a pesar de la total reclusión en
la que vivía, interesado por las numerosas influencias de mi familia. El
malhumor que le provocaba aquel tema había agriado por un momento su gesto
afable, pero el anciano alejó todo aquello con un ademán, y una sonrisa volvió
a iluminar su rostro mientras decía:
—Y ahora, si me
disculpa, me voy a sentar. Tengo una herida en la pierna que nunca ha
cicatrizado por completo y que hace de mí prácticamente un inválido.
Verne se acercó a un
sillón y se sujetó a los brazos con ambas manos para reclinarse lentamente. Me
acerqué para ayudarlo, pero él rechazó mi oferta agradeciéndome mi preocupación.
Miré alrededor. Era
ésta la habitación en la que Verne trabajaba cada mañana. El cuarto contiguo
estaba reservado para varios estantes llenos de libros, que iban desde el techo
hasta la alfombra, pero aquel era el lugar preciso donde el escritor había
creado la mayor parte de su magnífica obra. Intenté grabar en mi mente todo lo
que veía, sin perder un detalle. Junto a un pequeño balcón se encontraba la
mesa escritorio, sobre la que pude ver una gran cantidad de papel manuscrito
cuidadosamente cortado. Me pregunté si serían las pruebas de su última novela.
Encima del manto que cubría una pequeña chimenea descansaban dos bustos de
bronce, uno de Moliere y el otro de Shakespeare. Se miraban el uno al otro con
expresión concienzuda, como si se interrogasen sobre las grandes verdades de la
vida. Sobre ellos colgaba un cuadro pintado con acuarela, que representaba la
entrada de un yate en la bahía de Nápoles.
Julio Verne advirtió mi
interés y me preguntó.
—¿Sabe qué barco es
ese? —El mismo respondió antes de que yo tuviese oportunidad de hacerlo—: Es el
St Michel. Le puse ese nombre por mi hijo, ¿sabe? Cuando tenía su edad, solía
acompañarme en mis excursiones náuticas. Después todo empezó a ir mal...
Bueno, en realidad siempre fue mal. Era un chico muy rebelde y nunca hizo nada
de provecho. Ahora está casado y vive en París. Hace tiempo que no sé nada de
él...
Yo conocía perfectamente
la historia de Michel. Se había criado en un ambiente de olvido paterno y
frialdad afectiva. Julio Verne, que tanto había sufrido por el autoritarismo
de su padre, el abogado Pierre Verne, no se mostró menos autoritario con su
propio hijo. Poco después del nacimiento de Michel ya se quejaba de que sus
llantos no lo dejaban trabajar, y muy joven decidió internarlo en un
reformatorio. El muchacho logró salir de allí para enrolarse como grumete en
un barco para la India. A
su regreso, Julio Verne lo expulsó de su casa y el joven, de apenas diecinueve
años, se casó con una cantante. Sólo para abandonarla tres años después y
raptar a una menor de dieciséis años, con la que tuvo dos hijos en el lapso de
once meses. Ciertamente la comunicación con su padre era casi nula, excepto
para que este se hiciera cargo de las numerosas deudas que el muchacho iba
contrayendo a lo largo de su azarosa vida.
—¿A qué piensa
dedicarse usted, señor De Chardin?
—Estoy a punto de
ingresar en un noviciado.
La mirada de Verne
contenía ahora una extraña mezcla de simpatía y envidia.
—Sus padres son
afortunados entonces. ¿Tiene preferencia por alguna orden?
—Mi deseo es ser
sacerdote de la Compañía
de Jesús.
—Un jesuita —dijo el
anciano—. Es un loable empeño. Al menos se puede afirmar que la lectura de mis
libros no ha tenido nada que ver con su vocación.
—Pues yo creo que sí, señor, con todo mi respeto.
—¿Quiere decir que
descubrió su vocación leyendo mis novelas? Lo siento, muchacho, pero eso
resulta difícil de creer. No recuerdo haber tocado jamás el tema religioso en
ninguna de ellas. Al menos con la profundidad que merecería algo así.
—Descubrí mi vocación
contemplando las maravillas de la creación, señor Verne, y sus libros
contribuyeron a abrir mis ojos ante aquellas que eran lejanas y desconocidas.
Para nuestros antepasados, adorar era preferir a Dios sobre su obra,
refiriéndose a Él y sacrificándosela a Él. Pero yo creo que adorar es
consagrarse en cuerpo y alma a Su acto creador, adhiriéndose a este acto para
perfeccionar al mundo mediante el esfuerzo y la investigación. Y de esto último
es de lo que hablan sus novelas.
—Y usted ya habla como
un jesuita —dijo Verne.
Ahora fue mi turno de
sonrojarme.
—Mi padre suele decirme
que coloco el carro delante de los bueyes. Aún me queda mucho camino que
recorrer para poder hablar como tal con propiedad.
—Lo recorrerá, estoy
seguro. Y dígale a su señor padre que lo envidio. Siempre he dicho que yo no he
tenido suerte como padre; pero soy consciente de que no se trata de suerte,
sino de saber cumplir correctamente con nuestras obligaciones como
progenitores. Y yo no lo he hecho bien. He estado demasiado atareado con mis
libros, a los que siempre consideré como mis verdaderos hijos, y descuidé la
educación de Michel. Cuando quise reaccionar ya era tarde; a partir de un punto
ya no se puede enderezar una rama que ha crecido torcida. Entonces quise
enmendar mi mala conciencia con mi querido sobrino Gastón. Empecé a tratarlo
como a un hijo y... Bueno, seguramente, usted ya está enterado de esta triste
historia... Creo que fue publicada por todos los periódicos.
Claro que la conocía,
pero era evidente que Verne sentía la necesidad de contármela, así que le
pregunté: —¿Qué sucedió, señor Verne?
—Mi sobrino me adoraba
y yo también lo quería mucho a él, como a un hijo. Vino a verme un día a Amiens
y después de murmurar algo, ferozmente, me apuntó con un revólver y me
disparó, hiriendo mi pierna izquierda. Como consecuencia de este hecho, nunca
más he podido caminar como lo hacía antes. La herida no se ha cerrado y nunca
me han extraído la bala. El pobre muchacho estaba fuera de sus cabales. Luego
dijo que lo había hecho para atraer sobre mí la atención, de manera que se
escucharan mis demandas por un puesto en la Academia francesa. Él está ahora en un asilo y
temo que nunca se curará. El gran pesar que esto me trajo es el hecho de que
nunca más podré viajar de nuevo. Me hubiera gustado visitar la ciudad de
Chicago, pero dado el estado de mi salud y esta herida que no cierra, será imposible
que salga de esta casa.
El anciano sonrió con
amargura y añadió al cabo de un momento.
—A veces la vida nos
gasta bromas crueles... Pero a los hombres no nos queda más remedio que
resignarnos ante los planes de Dios. ¿No cree, señor De Chardin?
—Lo cierto es que no lo
veo así, señor Verne. Ayer resignarse significaba la aceptación pasiva de las
desgracias que el mundo nos quisiera enviar. Pero hoy, resignarse sólo le está
permitido al que lucha hasta desfallecer. Eso es lo que pienso.
Julio Verne me observó
con curiosidad.
—Un pensamiento muy
atrevido, señor De Chardin —dijo—. Imagino que hay que ser muy joven e
idealista para ver las cosas de ese modo.
—Usted, sus libros, contribuyeron a formar en mí esa perspectiva de
las cosas.
-¿Yo?
—Por muy grandes que
sean los desafíos a los que se ven enfrentados, sus héroes jamás se rinden...
Como el doctor Samuel Fergusson, empeñado en cruzar África en un globo de
hidrógeno caliente. Cuando su amigo Dick Kennedy trata de convencerlo para que
abandone la idea del viaje, el audaz explorador le responde: «Los obstáculos se
han creado para vencerlos. En cuanto a los peligros, ¿quién es capaz de
librarse de ellos? Cada paso, en la vida, constituye un peligro. Puede ser
peligroso sentarse a comer o ponerse el sombrero...» —Había citado su texto con
pasión. Tomé aire y seguí hablando, no menos emocionado—: Fergusson simboliza
la fuerza del hombre de ciencia y su entusiasmo por descubrir siempre nuevos
horizontes, sin desmayar jamás ante las dificultades que se le presenten.
¿Acaso no es ésta la misma esencia de su obra?
—Ficción, hijo, sólo
ficción. No cometa el error de confundirla con la realidad. Ni tampoco el de
confundir a un autor con sus personajes. La vida es mucho más injusta y cruel
que las novelas; y los finales felices no abundan para aquellos personajes que
habitan en el mundo real. Lo cierto es que todos perdemos al final. Todos.
—Quizá no todos —repuse
manteniendo su mirada.
Y entonces noté que
Veme había percibido algo extraño en mí. Es posible que le chocara mi aplomo o
la extraña seguridad que transmitían las palabras de alguien tan joven. Quizá
había recordado al fin cuál era su situación real. No lo sé, pero su actitud
cambió de repente. Apartó la vista de mí y la volvió hacia un gran reloj suizo
que se apoyaba contra la pared donde estaba la chimenea.
—Me temo que estoy
empezando a cansarlo, mi querido muchacho —dijo—. Los minutos pasan tan
rápidamente en una conversación, y ya ve, hemos estado hablando desde
hace casi media hora. He estado encantado de
recibirle y espero que me visite pronto para contarme cómo marchan sus estudios
en el seminario...
—Señor Verne —le dije
con tranquilidad—, le aseguro que pasarían muchas horas antes de que alguien
pudiera cansarse estando en su presencia.
—Es usted muy amable,
pero...
Julio Verne me miró
sorprendido mientras yo me ponía en pie y caminaba, no hacia la puerta de
salida sino hacia el gran balcón que se abría hacia el bulevar Longueville. Un
antiguo y ornamentado catalejo de latón descansaba sobre un trípode de madera
situado junto al balcón. Lo sujeté con ambas manos y miré por él. Ofrecía una
vista muy pintoresca del pueblo de Amiens, con su vieja catedral y sus casas
medievales. Imaginé que desde aquella ventana, Verne podía divisar el alba cada
mañana, cuando ésta comenzara a despuntar por encima de las tejas de la
catedral de Amiens.
Sin soltar el catalejo lo giré verticalmente en
un ángulo de setenta y cinco grados. Me volví hacia mi anfitrión.
—Un hermoso aparato
—dije—. ¿Nunca se le ha ocurrido enfocarlo hacia el cielo, señor Verne?
Me aparté del balcón y
del catalejo y paseé por la habitación. Sus ojos me siguieron con recelo y se
apartaron de mí sólo para mirar brevemente hacia la puerta
—No es un aparato
adecuado para eso —dijo.
Ahora en la voz del escritor ya no había amabilidad. Era evidente que
yo estaba actuando con una imperdonable descortesía ante su clara intención de
dar por terminada nuestra charla. Me había puesto en pie, caminaba con descaro
por su habitación privada y tocaba sus juguetes con la misma naturalidad con la
que me movería por mi propia casa. Quizá empezaba a preguntarse si yo era
realmente quien afirmaba ser.
—Sin embargo, le
aconsejo que mire ahora por él. —Hice un gesto, invitándolo a que se acercara
al catalejo—. Le sorprenderá lo que ha de mostrarle.
Sentí pena. Era
perfectamente comprensible su temor. Después del incidente con su sobrino, no
tenía motivos para sentirse seguro en una habitación en compañía de un joven
desconocido. Pero había comprendido también que no tenía ninguna posibilidad de
escapar si yo intentaba hacer algo violento, y que lo mejor era seguirme el
juego.
—No deseo hacerlo,
muchacho —dijo—. No deseo cansar mis viejas piernas levantándome sólo para ver
algo que ya he visto cientos de veces. Le recuerdo, por si lo ha olvidado, que
parece que sí, que ésta es mi casa y que conozco perfectamente las vistas que
me ofrecen sus ventanas.
—¿Desde cuando no ha
salido de esta habitación, señor Verne?
Él suspiró y cerró los
ojos, como si se sintiera repentinamente fatigado por todo. Pero, al cabo de
un instante, los volvió a abrir y me miró con desafío. Era justo la mirada que
uno imaginaría en cualquiera de sus héroes cuando se enfrentaban a una
dificultad. Si yo insistía en quedarme a pesar de sus deseos, de acuerdo. No
iba a darle a aquel delgado mozalbete la satisfacción de mostrarse atemorizado
por su presencia.
—Las personas me
preguntan a menudo, tal y como usted lo ha hecho, por qué me he encerrado en
esta casa y por qué resido en Amiens; especialmente yo, que en mi juventud fui
tan parisino en mis instintos. Pero soy de sangre bretona y adoro la calma y la
tranquilidad por encima de todo. Nunca podría ser más feliz que entrando en un
claustro, como usted dice que se dispone a hacer. Una vida tranquila, llena de
estudio y trabajo, es todo lo que deseo. Si viviera en París hubiera escrito,
al menos, diez novelas menos.
—Pero un hombre como
usted, que nos ha hecho viajar a todos con sus novelas... Resulta muy extraño
que quiera permanecer aquí encerrado, entre estas cuatro paredes, si me permite
decirlo.
—Ya he viajado mucho en
esta vida, muchacho. Desde que tenía su edad me he dedicado a la navegación por
puro placer, o con el objetivo de conseguir información para mis libros. Cada
una de mis novelas han sido beneficiadas por mis viajes; y con gran pesar me
veo ahora forzado a abandonar tal distracción como consecuencia del
desgraciado accidente que ya le he relatado.
—Señor Verne —le dije
dando un paso hacia su silla y extendiendo los brazos—. Permítame acompañarle
hasta el exterior, puede usted apoyarse en mí si lo desea. Sería maravilloso
poder seguir charlando con usted mientras damos un paseo por Amiens...
—Muchacho —en la mirada
del anciano ya no quedaba otra cosa que hostilidad—, ya he sido muy paciente
con usted. Por favor, me está incomodando con su presencia, así que le ruego
que sea tan amable de abandonar esta casa y dejarme solo.
No iba a rendirme en
ese momento. No después de todo el trabajo que había realizado para tener ese
encuentro con Julio Verne.
—¿Qué piensa usted de
la eternidad? —le pregunté mientras volvía a la ventana para mirar por el
catalejo.
-¿Qué?
—La vida eterna, señor
Verne. Eso es algo de lo que no suelen tratar sus libros.
No obtuve respuesta y me volví hacia el anciano, que me observaba con
una expresión de terror y desconcierto. Pero no me miraba directamente a mí,
sino a algo que había justo a mi espalda.
—¿Quién es usted? —dijo
mientras se frotaba los ojos.
Me volví hacia mi reflejo en la ventana, que era
exactamente lo que el novelista había estado mirando con estupor. Estábamos en
1899 y en esa fecha yo contaba exactamente dieciocho años, tal y como le había
asegurado a Verne. Era un chico muy delgado, alto para mi edad, con el rostro
afilado y los ojos avispados. Pero el reflejo mostraba a un hombre anciano, de
la edad de Verne más o menos; pero delgado, alto y aristocrático, con el pelo
gris y vestido con el hábito negro de los jesuítas. Mientras lo miraba, el
reflejo fluctuó como si se tratara de una reverberación en el agua, luego se
desmenuzó en diminutas partículas y volvió a integrarse en la imagen del
adolescente.
—Mi nombre es
Marie-Joseph Pierre Teilhard de Chardin, como ya sabe... ¿Se encuentra mal,
señor Verne?
—No, yo... —El
novelista seguía frotándose los ojos—. Mi vista es cada día peor, y a veces veo
cosas extrañas... Le ruego, señor De Chardin, que me deje solo. Estoy muy cansado,
créame.
—Por favor, señor Verne
—le rogué—, conteste tan sólo a mi pregunta y me iré. —Sí, por supuesto...
¿Cuál era la pregunta? —¿Qué piensa de la eternidad?
—¿La eternidad? —Verne
sonrió con amargura—. Imagino que eso es lo que busco con mis esfuerzos por ser
aceptado en la Academia ,
¿no? Que mi voz y mi talento sean reconocidos por las generaciones futuras. Que
al menos quede eso de mí...
—Me refería a otra
eternidad. La que la gente de fe, como yo, suele creer que nos aguarda al otro
lado de la muerte...
—Ah, esa eternidad...
—Julio Verne pasó una mano por su cabellera gris—. Generalmente no consideramos
todo lo que encierra esa palabra, ¿verdad? Aunque creamos en ella, no solemos
considerar nuestra existencia más allá de la muerte. Vemos el final de la vida
de un hombre allí donde, según nos asegura la religión, tendríamos que ver un
nuevo comienzo... Pero esa eternidad no es algo tranquilizador y por más
perspectivas que ofrezca, no compensan las expectativas de penas sin fin... A
veces creo que más valdría que el alma no fuera inmortal.
Lo miré extrañado.
—¿Qué quiere decir?
—Usted ya sabe a lo que
me refiero. Aunque es muy joven, demuestra un espíritu muy perspicaz para su
edad, y su vocación lo lleva a ingresar en una comunidad que lo hará partícipe
de todas estas cosas. Quizá pueda, entonces, ser usted quien me explique a mí
si un hombre rico, cuya familia puede pagar muchas plegarias, misas, servicios,
etcétera, tiene más posibilidades de permanecer menos tiempo en el purgatorio
que un pobre diablo, cuyo fallecimiento no enriqueció a nadie. No puedo
creerlo. Y si no es así, ¿para qué todas esas misas pagadas por los parientes?
No sé qué pensar al respecto.
—A veces yo tampoco lo
sé —admití.
—Yo no sé lo que me
reserva la eternidad, señor De Chardin. Sé que no he sido un buen padre y no
tengo claro si he sido un buen hombre... O un buen escritor...
Me estremecí al comprender
que yo jamás iba a olvidar el patetismo con el que Julio Verne pronunció estas
palabras. Aquél fue un momento de absoluta sinceridad por parte de aquel hombre
anciano que me miraba como un niño asustado.
Me acerqué a él y coloqué mis manos sobre las suyas.
No rehuyó mi contacto.
—Créame, señor Verne, si le digo que el purgatorio es sólo un lugar
que cada hombre fabrica en su mente y del que tan sólo él puede salir por la
tuerza de su voluntad, y no por las misas o los rezos de sus parientes.
El anciano no apartó
sus ojos azules de mí. Ahora había comprensión y certeza en ellos. Creo que
había empezado a recordarlo todo.
—Dígame quién es usted
—me volvió a preguntar.
—Soy quien le he dicho
que soy —le aseguré—. Y usted es un gran hombre y un gran artista. Pero tiene
que abandonar este encierro. Por favor, venga ahora conmigo.
Julio Verne empezó a
levantarse con dificultad. Le ayudé sujetando sus manos.
—De acuerdo —dijo—.
¿Adonde vamos?
—Afuera, quiero que vea
el exterior.
Abandonamos juntos
aquella estancia y descendimos por la escalera de caracol hasta el patio de la
casa. La sirvienta había desaparecido y el lugar parecía haber estado abandonado
durante años. La hierba del jardín estaba tan crecida que ocultaba por completo
el sendero de piedra que yo había cruzado unos minutos antes.
—¿Cómo es posible?
—musitó Verne al contemplar atónito aquel desorden.
—Usted se ha refugiado
aquí de los demonios que cree que le aguardan en el exterior. Ésta es su
pequeña isla en el océano de la realidad. Ha naufragado en ella y se ha consolido
un refugio con sus miedos, sus remordimientos y su autocompasión. Pero los
demonios, señor Verne, tan sólo habitan en nuestras mentes.
Nos abrimos paso por la
maleza hasta que llegamos al portal. Empujé con dificultad la pesada puerta de
madera que daba acceso a la calle, y ésta chirrió como si sus goznes no
hubiesen sido engrasados durante años. La abrí al exterior.
Julio Verne miraba a un
lado y a otro con la expresión de un hombre que despertara de repente en un
país lejano.
Pero aquella ciudad era
Amiens, su querida Amiens que tan bien conocía. La gente que paseaba por la Rué Charles Dubois
parecía la misma de siempre, pero en el aire él percibía una vibración
distinta.
—¿Le parece que demos
un paseo? —le dije.
Julio Verne había
olvidado su bastón y me dijo que iba a regresar al interior para recogerlo. Aún
no había traspasado el quicio de la puerta.
—No es necesario —le
aseguré mientras le ofrecía mi brazo para que se apoyase en él.
El anciano se sujetó a
mí y apoyó uno de sus pies en la acera empedrada.
—Vamos —lo animé.
Dio un paso más y se
encontró fuera. El cielo estaba despejado. El sol era muy agradable a aquella
hora de la tarde, pero caía en un ángulo tal que dificultaba la visión de la
calle. Julio Verne parpadeó y dejó que su vista se fuera acostumbrando a la
nueva iluminación. Sonrió al cabo de un instante, aquello que veía empezaba a
coincidir con sus recuerdos.
Empezamos a caminar. El
me iba señalando algunas calles, contando anécdotas y recordando pasajes de su
vida en la ciudad. El aire estaba anegado por el aroma del carbón de las
cocinas y el perfume de tintes vegetales que llegaban desde las fábricas
textiles. Hacía casi tanto calor como en el sur, pero la atmósfera era más
ligera y apetecía disfrutar de la brisa de la tarde. En algunos bancos situados
bajo frondosos chopos del parque se sentaban dignos ancianos vestidos
totalmente de negro, con las manos apoyadas en los bastones y los ojos
entornados. Nos saludaron al pasar.
Nuestro tranquilo paseo nos condujo hasta la avenida comercial, donde
se alineaban los locales uno junto a otro. Piezas de tela de intensos colores
se exhibían en los escaparates. Las perfumerías mostraban una miríada de
frascos de vidrio pintados con líneas de oro, al estilo de los cuentos de las
mil y una noches. Los puestos de comidas despedían un olor apetitoso a carne
asada a la leña y los camareros circulaban entre las mesas donde la gente
cenaba al aire libre.
Julio Verne no paraba
de saludar y de recibir saludos e invitaciones para que se sentara a una u otra
mesa, donde comían alegremente sus amigos de toda la vida.
—Quizá dentro de un
momento —decía—. Ahora estoy dando un paseo con este muchacho de Auvergne. Le
estoy enseñando la ciudad...
Tardamos varios minutos
en llegar al inicio de una de las calles que desembocaban en la avenida. El
anciano autor se detuvo al reconocer a la persona que nos esperaba allí.
Era un hombre
corpulento, alto pero algo cargado de espaldas, de tez oscura y rostro leonino.
La barba y el cabello rojizos, desordenados, como la estampa de un náufrago
rescatado tras largos años de soledad. Llevaba un vistoso chaleco a cuadros,
una levita que le quedaba demasiado ajustada, y se cubría la maraña de pelo con
una chistera que le daba el aspecto de ser mucho más alto de lo que realmente
era.
—¡Nadar! —exclamó Verne
lleno de júbilo.
—Mi querido y viejo
amigo —dijo el hombretón, enterrándolo entre sus brazos.
Tras el abrazo, Verne
se retiró un poco y contempló a su amigo. Su verdadero nombre era Gaspard Félix
Tournachon, pero el escritor seguía prefiriendo dirigirse a él por el
pseudónimo que lo había hecho famoso cuando ascendió en globo sobre París, para
fotografiar por primera vez la ciudad desde las alturas.
—Te noto muy cambiado,
querido Nadar, y este viejo escritor no lo está menos. Parece que es la vida.
¿Cuándo subiste en globo por última vez? Dime, ¿por qué no llegaste hasta el
cielo? Tal vez habrías encontrado en él la razón de todas las cosas.
—Lo hice, amigo mío, lo
hice —dijo Nadar enigmáticamente.
Julio Verne se volvió
hacia mí con la intención de presentarme a su amigo.
—Ya nos conocemos —me
apresuré a explicarle—. En realidad, el señor Tournachon ha sido tan amable de
ofrecerme su ayuda para que pueda seguir mostrándole el mundo en el que vivimos.
Verne me lanzó una
mirada que era casi picara, como un niño que le revelara a sus padres que ya
sabe quién es Papá Noel, y que no tienen que seguir con ese cuento.
—¿Vivimos, señor De
Chardin? ¿Acaso usted y yo somos seres vivos?
—¿Qué ha deducido hasta
ahora, señor Verne?
Me crucé de brazos y
esperé a escuchar sus palabras. Nadar se acercó interesado.
—Para empezar, usted no
es un muchacho de dieciocho años...
—Tenía dieciocho años
en 1899, cuando ingresé en el noviciado. Y le aseguro que mi mayor deseo de
entonces hubiera sido poder visitar su casa de Amiens y tener la oportunidad
de charlar con usted tal y como hemos hecho antes.
—Pero, ¿estamos de
verdad en 1899?
—No exactamente, señor
Verne. Las fechas han dejado de tener significado en esta realidad en la que
vivimos ahora. Pero usted sí cree estar en ese año. De hecho, su tiempo
subjetivo se detuvo justo en los meses que precedieron al inicio del nuevo
siglo. Todo su entorno se ha ajustado a esa visión, y por eso me ve ahora con
el aspecto que yo tuve en esos años.
—Entonces, ¿cuál es la realidad?
—Mire a su alrededor.
Todo lo que nosotros miramos se precisa en sus contornos —afirmé—. Esta ley
general de la percepción vale también para el sentido cósmico.
—¿Qué soy entonces,
señor De Chardin? ¿Un fantasma? ¿Un espectro encerrado en las cuatro paredes de
la casa que habitó durante la mayor parte de su vida?
Apreté su muñeca y noté
cómo su pulso se aceleraba. Luego apoyé mi joven mano sobre la suya de anciano
y dejé que el calor de nuestras pieles en contacto le diera una respuesta a su
pregunta.
—¿No lo nota, señor
Verne? ¿Nota el calor de su propio cuerpo, el latido de su pulso, el flujo de
la sangre por sus venas? Es el movimiento propio de la vida y de la consciencia
expresado en el cuerpo, en las palabras y en las sensaciones. Está vivo, señor
Verne. Le aseguro que no es un espectro sino un hombre de carne y hueso. Como
yo, el señor Tournachon o toda la amable gente de Amiens que hemos visto en
nuestro paseo.
—En ese caso no
entiendo nada, muchacho.
—Incluso para mí, que
concebí este mundo tal y como es, cuando yo era un joven jesuita, resultó muy
difícil entender todas las implicaciones de la realidad que ahora nos rodea.
Tardé mucho tiempo en comprender los detalles y aceptar finalmente que lo que
estaba viendo no era un sueño, sino una gloriosa verdad. Usted, un profeta del
futuro, acabará por aceptarlo igual que yo. Pero el proceso no está exento de
dificultad.
Nadar carraspeó y dijo:
—Por eso mismo, amigos
míos, os propongo que continuemos con el plan previsto y que sigamos
mostrándole todas estas maravillas al señor Verne.
—Me parece muy
oportuno, señor Tournachon. ¿Está usted de acuerdo, señor Verne?
—Por supuesto. Sigamos.
Nadar nos llevó por una
angosta calle empedrada hasta una gran mansión que tenía el aspecto de ser muy
antigua. De los muros encalados colgaban medallones de bronce con bustos de
grandes aeronautas desde los tiempos de Joseph y Etienne de Montgolfier. Un
portón de madera noble nos condujo hasta un patio solado con cantos de río, un
lugar fresco y agradable como un ajarafe árabe. La luz se derramaba desde lo
alto sobre una gran lona que cubría la parte central del patio y desde allí se
difundía tamizada sobre las paredes, que de tan blancas que eran parecían
relucir.
El amigo de Verne tiró
de unos cordeles y la lona se plegó para mostrar un globo aerostático. El
escritor observó con admiración aquel gran balón repleto de gas que estaba
envuelto por una ajustada red de cuerda de cáñamo. Esta red estaba destinada a
sostener la barquilla, que tenía una forma circular, un diámetro de cinco
metros, y era de mimbre. Estaba reforzada exteriormente con una ligera armadura
de hierro y revestida en su parte inferior de resortes elásticos destinados a
amortiguar el impacto del aterrizaje. El dispositivo de propulsión había sido
sujetado a la estructura metálica de la barquilla y estaba compuesto por
varios motores eléctricos y hélices, además de otros medios para ajustar la
fuerza ascensional, tales como bolsas de lastre llenas de arena que podía ser
soltada en caso de necesidad.
—¿Es nuevo? —preguntó
Julio Verne tras contemplar cada detalle—. No me habías hablado de él. Me
recuerda enormemente al aparato que concebí para mi novela Cinco semanas en
globo... Excepto por el sistema de propulsión, claro... ¿De verdad que esas
pequeñas hélices resultan efectivas?
—No se trata un
aeróstato común, como pronto comprobarás.
—¿A qué te refieres?
Nadar sonrió y arrimó
una ancha escalera de madera contra la cesta del globo. —Vamos, Julio, te
ayudaré a subir a bordo —dijo. —¿Vamos a volar ahora? —Esa es la idea, amigo
mío.
Una vez que nos acomodamos todos en su interior,
el aeronauta manipuló unos mandos situados en una caja a un extremo de la
cesta. Julio Verne se acercó para mirar con curiosidad por encima del hombro
de su amigo. Parecía fascinado por aquellos mecanismos de apariencia tan
extraña. La caja tendría un metro de altura y era de latón y bronce, decorada
con querubines dorados sobre su tapa. Unas perillas eléctricas se iluminaron y
un arco eléctrico chisporroteó en su interior.
—Asombroso —exclamó
Verne—. ¿Qué función tiene ese fantástico artilugio?
—Me permitirá dirigir
el globo aerostático en la dirección y a la velocidad que desee —dijo Nadar.
Verne, que nunca había
confiado demasiado en las posibilidades de los ingenios voladores más ligeros
que el aire, se mostró muy interesado y permaneció junto a su amigo pendiente
de cada uno de sus movimientos. Nadar giró algunas llaves, accionó palancas, y
golpeó con los nudillos unos manómetros cuyas agujas se movieron lentamente
hasta indicar determinados valores que el aeronauta anotó con cuidado en una
libretita. Finalmente se volvió hacia mí.
—Está preparado —dijo—.
Cuando quiera podemos partir, señor De Chardin.
Yo apoyé mi mano en el
hombro del escritor.
—Cuando usted diga,
señor Verne.
—Adelante entonces
—dijo con su expresión de viejo capitán—. Zarpemos.
El globo se elevó
silenciosamente a través del patio. Al salir, el exterior nos recibió con una
bofetada de luz y calor.
Entonces nos remontamos
en línea recta sobre Amiens hasta que alcanzamos una gran altitud y el aire se
volvió más grato. Vimos los tejados de la ciudad, las perfectas y espectaculares
proporciones geométricas de la catedral de Nôtre Dame, y los complejos mosaicos
que dibujaban los huertos en los alrededores. A veces, a pesar de la distancia,
se adivinaba el punto de color de una fruta escondida entre las hojas de algún
árbol, el reflejo del agua corriendo por una acequia, o un hombre clavando el
azadón en aquella tierra mullida.
Seguimos nuestro
ascenso imparable y Julio Verne no tardó mucho en comprender que el mundo ya no
era como lo recordaba. El horizonte se alejaba y alejaba sin llegar a mostrar
nunca la habitual curvatura de la
Tierra. La llanura que cruzaba el río Somme aparecía como un
fragmento de un mundo inmenso y plano. A lo lejos se divisaban vastas zonas
boscosas que, en medio de aquellas soledades, componían la más intensa figura
de la fertilidad y de la vida. Toda Francia era un parche de un color verde
intenso mitigado por la inmensidad de un mar que parecía no tener fin. La
vieja Europa era cómo un espejismo aislado en medio de un universo líquido.
Pero, cuando el dirigible siguió ascendiendo, se empezaron a distinguir el
perfil de tierras remotas salpicando su azul interminable. Las capas de aire
superpuestas teñían aquellos lejanos e irreconocibles continentes de una
tonalidad muy similar a la del océano infinito. Las masas de nubes eran como
delgados recortables de papel blanco dejados al azar por un niño.
—¡No estamos en la Tierra ! —exclamó Julio
Verne, admirado, emocionado por todo lo que ahora estaban contemplando sus
viejos ojos.
—No —le confirmé—. La
Tierra , el Sol y el sistema solar, y todas las estrellas del
universo que usted conoció, hace mucho que desaparecieron.
—¿Dónde estamos
entonces? ¿En un futuro remoto? ¿Hemos viajado por el tiempo como proponía el
señor Wells en su novela? Pero este mundo parece... ¡plano!
Le hice una señal a
Nadar para elevara aún más la nave. A nuestro alrededor se creó una burbuja de
contención que hizo vibrar durante un instante la imagen de aquel mundo inmenso
como si lo contemplásemos a través de una cortina de aire caliente.
Julio Verne extendió
una mano para tocar la superficie de la burbuja, pero yo se la retuve.
—No es conveniente
—dije.
—¿Por qué?
—¿Recuerda lo que le
dice Impey Barbicane a Michel Ardan cuando éste pretende recuperar con la mano
desnuda el termómetro que han sacado al espacio?
Verne se quedó
boquiabierto y miró hacia el azul del cielo que nos rodeaba y que empezaba a
oscurecerse rápidamente a nuestro alrededor.
—El... vacío...
¿Estamos en el espacio? —preguntó, como si este hecho fuese lo más asombroso de
todo lo que le había sucedido hasta ese momento.
—¿No te parece justo,
amigo mío? —le preguntó Nadar con sorna—. ¿Acaso no te inspiraste tú en mí para
crear a ese francés loco que quiere viajar a la Luna ?
—Pero en este globo
aerostático... —empezó a protestar Julio Verne.
—Ya te dije que éste no
era un aparato común, viejo amigo.
—¡Desde luego! Algo así
parece más propio del señor Wells... ¡Dios mío!
La exclamación de Verne
nos hizo volvernos a Nadar y a mí para contemplar la espectacular visión que
ahora se presentaba ante nuestros ojos. Tengo que admitir que por muchas veces
que yo haya admirado este paisaje inconcebible, siempre me provoca la misma
sensación de asombro. La inicial vibración de la burbuja que nos rodeaba, y que
mantenía el aire y el calor confinados alrededor de la barquilla, había
desaparecido por completo y un majestuoso entorno se dibujaba con perfecta
nitidez.
Imaginen una esfera
sólida de algún material inconcebible, con un diámetro igual a la órbita de la Tierra. Brillando
deslumbrante a nuestro alrededor en todos los tonos del azul, pues toda aquella
esfera era un inmenso mar y estaba salpicada de islas, que eran como puntitos
diminutos equidistantes unos de otros, separadas por distancias semejantes a
la que separaba la vieja Tierra de la
Luna.
Pues bien, cada una de
aquellas islas, de dimensión despreciable en el azul de aquel océano casi
infinito, tenía el tamaño de la
Tierra. No sólo eso, sino que era una reproducción casi
exacta de los continentes del planeta que Julio Verne había conocido. Así lo
pudo comprobar el anciano escritor cuando le entregué un potente catalejo que
Nadar llevaba atado a uno de los tirantes de la barquilla. Nosotros habíamos
salido de una de esas isla-tierra, la que estaba directamente bajo nosotros y
en la que el perfil de los continentes aún era reconocible, dada su menor
distancia.
Julio Verne bajó el
catalejo y se volvió hacia mí. Había lágrimas en sus ojos.
—Gracias —me dijo,
embargado por la emoción—. Jamás hubiera imaginado...
—Seguro que sí, señor
Verne—le dije con cariño—. Seguro que habría podido si hubiera dispuesto de los
datos necesarios. Pero nuestro viaje continua, y aún quedan por contemplar más
maravillas. Señor Tournachon, cuando quiera.
Nadar accionó unos mandos en su fantástica caja de latón y el
aeróstato saltó hacia las alturas con su velocidad incrementada. De repente, el
paisaje a nuestro alrededor empezó a distorsionarse. La imagen quedó
comprimida en dos círculos luminosos situados delante y detrás de nuestro
vehículo y rodeados por un túnel de negrura. El de delante tenía una tonalidad
aún más intensamente azul y el de detrás se volvió rojo.
—Tiene que imaginar el
colosal tamaño de la esfera que nos rodea, señor Verne —le expliqué—. Su
diámetro es de trescientos millones de kilómetros, y para movernos por su
interior necesitamos alcanzar velocidades igualmente colosales. La propia luz
tardaría minutos en recorrer estas distancias. Ese efecto que ahora ve es
absolutamente normal, y se produce al aproximarnos a la velocidad de la luz. No
se preocupe, desaparecerá en el momento en que reduzcamos nuestra marcha.
Entonces podremos ver de nuevo con claridad el panorama que nos rodea.
Y así fue. Cuando
nuestro vehículo deceleró, Julio Verne pudo contemplar sin distorsión alguna la
más fantástica obra de ingeniería que pudiera concebirse.
Intentaré explicar aquí
lo que el escritor vio en ese momento, aunque es difícil dar una idea de la
majestuosidad de aquel artefacto y yo nunca poseí el genial talento para la
descripción de Julio Verne. La esfera tenía dos ejes sólidos que la atravesaban
por sus polos e iban a encontrarse cerca de su centro geométrico. Imaginen la
dimensión de aquellos ejes cilindricos, cada uno de ellos con el diámetro de la Tierra y con una longitud
de ciento cincuenta millones de kilómetros. No llegaban a encontrarse, pues sus
extremos ahusados estaban separados uno de otro por un vacío de miles de
kilómetros. Y entre ellos saltaba un arco voltaico que hubiera podido reducir a
la Tierra
entera a cenizas en un segundo si la hubiese atravesado por su centro.
Un complejísimo anillo
de espejos rodeaba aquel arco voltaico descomunal y distribuía y reflejaba su
luz por toda la superficie de la esfera. Las inclinaciones de los espejos, y su
geometría variable, permitían reproducir con exactitud todas las situaciones de
luz de la vieja Tierra en cada una de las horas del día y en cada una de las
estaciones del año. Los espejos (había varios miles) tendrían el tamaño del
planeta Júpiter y estaban sujetos a un armazón móvil del diámetro de la órbita
de Venus. El conjunto trazaba una interminable y elegante danza alrededor del
arco voltaico, como un instrumento de relojería imaginado por Johannes Kepler.
—Es una máquina...
—musitó Verne. De repente hablaba en un tono muy bajo, como si temiese
despertar al dios gigante que había construido semejante aparato.
—Así es, señor Verne.
Es una máquina.
—¿Quién...? ¿Quién ha
podido crear algo así...?
—Nosotros. La
humanidad, aliada con otras consciencias del universo.
—¿Es posible? —Julio
Verne sacudió la cabeza—. Se necesitaría el poder de un dios... Asentí.
—O el potencial que Dios ha otorgado a sus criaturas. El futuro
siempre me ha apasionado, señor Verne. Mientras leía sus novelas y los tratados
de los grandes científicos, me preguntaba sobre todo cómo la especie humana
proseguiría con su desarrollo evolutivo. Desde la perspectiva estática abrazada
por la Iglesia
a lo largo de su historia, el hombre aparecía separado de la naturaleza que lo
rodea, como un espectador al que todo le estaba sometido. Según los observadores
de entonces, todo era invariable y estático; los cambios que se producían eran
superficiales y no llegaban a alterar la esencia de las cosas. En cambio, desde
una perspectiva dinámica, como la que proponía el señor Darwin y sus
seguidores, tanto el mundo como el ser humano forman parte de un gran proceso
cuyo desarrollo lo llevaría a lograr la plenitud de su crecimiento. Ésta es la
perspectiva que yo abracé. El hombre, señor Veme, no es un inexplicable camino
sin salida en el proceso cósmico de la Noogénesis.. .
El vehículo en el que
viajábamos aceleró de nuevo hasta velocidades cercanas a la luz y se desplazó
paralelo al eje central de la esfera, hasta uno de sus polos. De nuevo la
visión de lo que nos rodeaba se condensó en dos círculos (azul delante, rojo
detrás) rodeados de negrura, que se expandieron y fundieron cuando el globo
desaceleró.
—¿La Noogénesis ? —preguntó
el escritor, que estaba tan fascinado por nuestra charla que apenas había
prestado atención al hecho de que nos habíamos trasladado a una enorme
distancia.
—Descubrí que la
materia siempre ha obedecido a la ley de la complejidad creciente. En mis
estudios, interpreté la evolución como un proceso deliberado en el que la
materia y la energía del universo han estado cambiando de un modo continuo en
la dirección de un incremento de la complejidad. Fíjese en los cambios tan
extraordinarios producidos por la aparición del hombre en el universo, y que
usted supo reflejar tan bien en sus novelas... Cuando el ser humano empezó a
dominar de manera prodigiosa las fuerzas de la naturaleza, encauzándolas a
fines cada vez más precisos, entró en una nueva fase de su historia en la que
ya no le era posible prescindir del significado que comportaba el futuro. El
futuro, señor Verne. Así, de la biosfera, que es la parte de la Tierra donde se
desarrollaron los seres vivos, emergió la noosfera, una capa espiritual que
rodeó nuestro planeta Tierra. Esta capa mental a su vez dio origen a una
superconsciencia cada vez más poderosa. Este proceso fue lo que yo denominé
como Noogénesis.
—¿Y esa evolución de la
mente humana continuará para siempre...? —quiso saber el escritor—. ¿No tendrá
fin?
Contemplé con una
profunda admiración a aquel hombre anciano, recién salido del siglo XIX y que,
sin embargo, había comprendido tan rápidamente el concepto de la Noogénesis y había
puesto el dedo en la llaga de su principal implicación.
—Precisamente, señor
Verne, si Dios ha creado a la humanidad con un objetivo determinado, ese
proceso debe tener una meta final, y esta meta no puede ser sólo el resultado
de un proceso inmanente de la evolución. Por necesidad y coherencia
energéticas tenía que existir un punto de realización plena más allá de los
límites del tiempo y del espacio, un centro de atracción motora fuera de las
dimensiones y de la física del universo conocido. Éste es el Punto Omega,
donde la ciencia y la conciencia han alcanzado su meta y ha vencido al último
enemigo que le quedaba por derrotar: la muerte. Aquí, en el Punto Omega del
universo, hemos hecho renacer en cuerpo y alma a todo ser humano que haya
existido jamás.
—¿Cómo?
—Ésa es una pregunta difícil de responder, señor Verne, porque implica
unos conceptos científicos que aún no habían nacido en su tiempo. De momento
tan sólo le diré que la ciencia descubrirá en el siglo XX que todas las cosas
que existen, incluso los propios átomos, están compuestos de partículas
semejantes a cuerdas diminutas que vibran en varias dimensiones. Es un concepto
elegante y hermoso, porque esas vibraciones son como los acordes de una
guitarra y definen las características de todas las cosas que existen. Y pueden
ser reproducidas, como un concierto grabado en un gramófono. O emuladas, pues
hay una huella que queda para siempre grabada en esas diminutas dimensiones que
conforman la piel de nuestro universo. El pasado no se ha desvanecido, sino que
subsiste. Los acordes que definen a Julio Verne, Pierre Teilhard de Chardin, o
a cualquier otra criatura que haya vivido jamás, pueden volver a sonar ahora,
en este Punto Omega en el que nos encontramos.
Julio Verne miró
entonces a su alrededor, como si de repente tomara consciencia de que aquel
extraordinario vehículo con aspecto de globo aerostático se había movido por el
interior de la esfera.
—¿Qué? —musitó. Sus
ojos se volvieron para estudiar aquel lugar, siempre ávidos de maravillas.
Estábamos justo en uno
de sus polos, donde el eje que generaba el arco voltaico se unía con la
superestructura de la esfera. Esta giraba sobre sí misma para generar gravedad
en toda su superficie, pero no había gigantescos engranajes ni nada similar en
aquel extremo. El material negro con el que había sido construida la cáscara de
la esfera poseía unas características asombrosas, parecía licuarse conforme se
acercaba al vértice, y allí tomaba el aspecto de un inmenso océano de petróleo
en rotación.
—Aquí nos separamos,
señor Verne —dije con pesar—. Pero le aseguro que volveremos a encontrarnos...
El escritor se volvió
hacia mí. Había advertido el cambio en mi voz y no pareció sorprenderse cuando
en vez del muchacho de dieciocho años vio a un anciano jesuíta de rostro
delgado y algo encorvado por la edad.
—Usted se marcha...
—dijo Julio Verne.
—Sí. Debo regresar a mi
puesto entre los que dirigen este lugar...
—¿Por qué vino a
buscarme?
Lo miré. Unos viejos
ojos mirando a las profundidades de otros viejos ojos.
—Para que todo esto sea
posible —señalé a nuestro alrededor, con un gesto amplio—, tuvimos que
salvaguardarnos del desánimo y el desaliento. En nuestra vieja Tierra, las religiones
y doctrinas filosóficas que predicaban y fomentaban tanto el abandono del mundo
como la indiferencia o renuncia a la vida, fueron el verdadero demonio que
intentó apartarnos de nuestro destino. Usted, señor Verne, ha sido uno de los
grandes hombres que han renacido en este Punto Omega, pero los demonios de su
pasado lo atraparon y lo encerraron en aquella habitación, le negaron su
merecida gloria. Y yo no podía permitir esto. Por eso fui a buscarlo, señor
Verne.
Extendí mi mano y él la
estrechó.
—Ha sido un placer
poder conocerlo al fin, señor Verne —seguí diciendo—. Espero que pronto
volvamos a encontrarnos. El señor Tournachon lo llevará ahora de regreso a su
querida ciudad de Amiens...
—Espere —dijo sin
soltar mi mano—. Por favor, déjeme ver lo que hay al otro lado. Sólo una
mirada…
Dudé. Eso era algo que
no estaba previsto... Pero, caramba, se trataba nada menos que de Julio Verne.
Si alguien merecía contemplar el Punto Omega, era él.
—Por supuesto —acepté—.
Venga conmigo...
Nadar aproximó la
barquilla hasta casi rozar el océano negro en rotación. Abatió una pasarela de
madera que se hundió limpiamente en su superficie. Julio Verne y yo caminamos
juntos por aquel tablón y toqué con la punta de mis dedos la sustancia líquida
en la que se había transformado la cáscara de la esfera. La mano perdió su
color de carne para adquirir el color y el brillo aceitoso de un diamante
negro. Retiré la mano, que recuperó inmediatamente su aspecto habitual.
—Es una sensación extraña —le dije al escritor—. Pero no hay ningún
peligro.
Él asintió con un gesto
y me preguntó:
—¿Cuál es la naturaleza
de ese material?
—Nada que pudiera
haberse concebido en nuestra época, señor Verne. Podría decirse que es como
coral fabricado por la propia espuma espacio-temporal endurecida. No es
materia, en realidad; es espacio deformado, manipulado, tejido y entretejido.
—Nada que pudiera
haberse concebido en nuestra época. Entiendo.
—¿Preparado? —le
pregunté.
—Cuando usted quiera.
Dimos dos pasos y
atravesamos aquella superficie negra, gelatinosa y brillante como un lago de
petróleo. Aquella sustancia envolvió totalmente la carne de nuestros cuerpos,
haciéndolos cambiar, endureciéndolos hasta transformarlos en un material
cristalino, tan negro como el azabache e infinitamente más duro que el
diamante. Sólo así un cuerpo humano podía soportar el verse expuesto al Punto
Omega del universo.
—¡Dios mío! —exclamó
Julio Verne. No movía sus labios cristalizados, pero yo escuchaba su voz con
nitidez resonando en mi cabeza.
Estábamos rodeados de
fuego. Contemplar el Punto Omega era como ver una explosión congelada. Aunque
en realidad era una implosión. Toda la materia, las propias leyes de la física,
el tiempo, todo derrumbándose en un único punto infinitesimal en el preciso
momento final del universo. A mi lado, Julio Verne era como una perfecta
estatua de ébano dotada de movimiento. Miraba a un lado y a otro, sin dar
crédito a lo que veían sus ojos transformado en esferas de diamante negro.
En medio de las llamas
se recortaba una inmensa malla entretejida de fibras negras y cambiantes que
parecían dotadas de vida propia. Era como una red que hubiera adoptado forma
esférica y en la que cada uno de sus nudos fuera una esfera de trescientos
millones de kilómetros de diámetro como la que habíamos abandonado un instante
antes y que estaba a nuestra espalda. Y había miles de millones de aquellos
nudos.
Una estructura
esférica, varias veces mayor que uno de los nudos, ocupaba el centro geométrico
de la Malla e
irradiaba una energía que no era luz.
—Creo que no habrá
forma en que usted pueda explicarme lo que estoy viendo —dijo Julio Verne.
Me volví hacia él y vi
mi propio reflejo en su pecho. Éramos dos esculturas de sable, dos gárgolas de
cristal negro con rasgos humanos.
—Estamos en el colapso
final del universo, señor Verne. Donde las leyes de la física dejan de
funcionar y el tiempo se detiene en una singularidad total. En el interior de
cada una de esas esferas están todas las criaturas que han vivido en el
universo durante los cien mil millones de años que ha durado su existencia. Y
ahora, en su último instante, la energía que nos rodea es infinita y eso es lo
que ha permitido construir este lugar y hacer renacer en él, para siempre, a
la humanidad... ¿Entiende lo que le digo?
—Ni una palabra —dijo
el escritor con un tono jovial.
—Algún día lo hará.
—Estoy seguro de ello.
En todo caso, gracias por mostrármelo, señor De Chardin. Gracias por
convencerme para que abandonase mi encierro.
—Nos despedimos aquí,
señor Verne —le dije—. Regrese al interior y su amigo lo llevará de regreso a
su ciudad.
—¿Dónde irá usted
ahora?
Señalé la gran esfera negra que ocupaba el centro de la Malla.
—En una ocasión usted
dijo que todo lo que una persona pueda imaginar, otras podrán hacerlo realidad.
Allí me esperan los que hicieron realidad mi sueño... —¿Nuestros descendientes?
—Nuestros remotos
descendientes y los descendientes de todas las razas que algún momento poblaron
todas las galaxias de nuestro universo, unidos en una Consciencia Única.
—Parece maravilloso.
Espero que algún día pueda ir allí con usted.
—Algún día. Ahora
tenemos toda la eternidad por delante, amigo mío.
Nos estrechamos una vez
más las manos y Julio Verne regresó al interior de su esfera. Yo extendí los
brazos y salté hacia la gran estructura negra que ocupaba el centro orgánico
de todo el universo. El fuego del colapso final del espacio y del tiempo me
envolvió como las alas de una bandada de ángeles.
«Je voudrais étre, Seigneur moi, pour ma tres humble
part, l'apótre, et (si j'ose diré) l'évangéliste "de votre
Christ dans l'Univers". Je voudrais, par mes médiations,
par ma parole, par la pratique de toute ma vie, découvrir
et précher les relations de continuité qui font, du Cosmos
oú nous nous agitons, un milieu divinisé par
l’Incarnation...»
Voilá mon évangile et ma mission
Pierre Teilhard de Chardin
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