Tras arduas buscas un aviador lo percibió a la mitad del desierto, allá abajo, en la gran extensión de fulgurante arena y muy lejos del avión caído. En el viaje de retorno fue hundiéndose en un terco silencio, fijando la mirada en las nubes que pasaban como gigantescas ballenas espectrales tras la redonda ventanilla del avión del rescate. Se mantuvo indiferente a los flashes de los fotógrafos y a las preguntas de los reporteros, a las exclamaciones de sorpresa y de alegría de los amigos, a los abrazos de los hermanos y a los besos de la esposa y las caricias de los hijos. Tardó meses en adaptarse a la, como suele decirse, vida común y corriente, y a la ciudad, a la oficina, a la tertulia, a los partidos de fútbol vistos por la tele y al coito conyugal del sábado en la noche. Y todo, al parecer, iba bien, pero a veces, en la alta noche, salía del lecho procurando no despertar a la esposa, iba a la salita, se servía una copa de coñac, fumaba un lento cigarrillo y se enfrentaba al gran espejo de encima del trinchador para escudriñarse la mirada, y si aquella era su noche feliz veía surgir de sus ojos reflejados en el espejo un vasto, un silencioso, un soleado desierto, al que retornaba durante el tiempo de un parpadeo, y, así, en pijama, con la copa en la mano y el cigarrillo en los labios, tarareando mentalmente una vieja y querida cancioncilla, caminaba gozosamente sin rumbo y se perdía en el horizonte de infinita arena que se confundía con el horizonte de infinito cielo que era en realidad (¿en realidad?) el horizonte del infinito espejo.
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