«No había previsto que ese recuerdo me iba a
atenaza!
de forma tan mala. Creo que es por el olor de las quemaduras, creo que no es natural que unos hombres
maten a otros con fuego» Una temporada de
machetes, Jean Hatzfeld
—¡Papá! —gritó una voz a mi espalda.
Me volví, me acuclillé y esperé con los brazos
abiertos a mi hijo, que corría hacia mí con una sonrisa radiante en su rostro.
Nos abrazamos durante varios segundos, sintiendo el roce de nuestra piel
contra las ropas, respirando el olor de nuestros cuerpos recién bañados. Mi
mujer caminaba tras el niño, con las manos entrelazadas en el regazo. Descubrí
en su mirada preocupación y me incorporé para besarla en los labios. Una de
las cámaras situada en las torres de acceso se giró para inmortalizar el
momento. Acaricié el pelo de mi hijo, sonreí. Ella se limitó a apoyar su
rostro contra mi cuello, aspirar mi olor, abrazarme.
—Es tarde —dije, liberándome por un instante de
su abrazo. De pronto me sentía molesto por su contacto—. Deberíamos entrar.
Nos situamos en una de las doce colas de acceso
al recinto, el niño agarrado a mi mano derecha, mi mujer acariciando
discretamente mi mano izquierda. Aún tendríamos que esperar varios minutos para
llegar hasta las taquillas, pequeños cubículos de cristal y aluminio donde
operarios anónimos que nunca aparecían en las pantallas, vestidos con ridículos
trajes verdes y blancos, nos entregarían nuestros billetes.
¿Acaso importaba? Cambiaban los protagonistas,
los secundarios, el escenario, pero la obra era la misma. La mujer que nos
precedía se volvió sonriendo (pude apreciar un moratón recorriendo su rostro,
el golpe de la culata de un fusil mal disimulado por el maquillaje) y le dedicó
un guiño cómplice a mi hijo. Agradecí el gesto, y me dediqué a observar a mi
mujer. Sentir sus dedos entrelazados entre los míos me ayudaba a mantener la
tranquilidad. Notaba en sus movimientos su nerviosismo, su inquietud. Supuse
que había sentido una de sus premoniciones, y no me atreví a decirle nada.
Malditas premoniciones: siempre confiando en
ellas, siempre temiéndolas.
Avanzábamos despacio en
las filas, mirándonos unos a otros, evaluando nuestro aspecto con escasa
sensación de culpabilidad. Imagino que todos creíamos que, por mínima que fuera
nuestra ventaja, nos encontrábamos en mejor situación que nuestros vecinos. Yo
llevaba mis pantalones rojos y mi camiseta roja, una llamarada de fuego entre
los grises y azules que poblaban mi fila. Mi mujer y mi hijo vestían de blanco,
como en las anteriores ocasiones que habíamos entrado en el recinto. La
elección de los colores escapaba a mi comprensión de la vida diaria. En conversaciones
fugaces había oído comentarios de todo tipo referentes a las imágenes que
transmitía la televisión.
—Un gigantesco mosaico, un mensaje que se
transmite con nuestras ropas —me había susurrado una anciana en una de las
filas, para salir corriendo a continuación gritando como una perturbada hasta
que uno de los guardianes la había detenido, derribándola al suelo de un
puñetazo.
Los guardianes siempre vestían de negro. De
alguna forma sabía que aquél era el color adecuado. El negro para ellos, el resto
de los colores para nosotros. Nunca hablaban con nosotros si no era para dar
una orden, nunca nos miraban a los ojos. Se limitaban a estar allí, entre las
filas, controlándonos. Su sola presencia nos conminaba a permanecer quietos,
callados o hablando entre susurros con lo nuestros. Pocas veces los había visto
actuar con violencia —la ocasión de la anciana, otra vez con una mujer
desesperada que había perdido a su hija pequeña—, pero sabía que podían ser muy
peligrosos si se les provocaba. A menos eso murmuraban las personas con las que
ocasiona mente intercambiaba unas palabras, sentado en las sillas t plástico y
sosteniendo mi billete entre las manos.
—Ya nos toca —dijo mi hijo, tirando de la pernera
de n pantalón.
Estaba en lo cierto. Apenas dos personas más y
llegaríamos hasta las taquillas. Los guardianes apostados a ambo lados de las
diminutas casetas portaban, a diferencia de li que se movían entre las filas de
entrada y aparecían en televisión, armas de fuego. Los de este tipo llevaban un
distintivo rojo en sus botas y campaban a sus anchas por el recinto. Nunca vi
que una de las cámaras les enfocara, nunca y a ninguno de ellos en las
grandes pantallas colocadas en li i accesos a las zonas de espectáculo. Botas
rojas, los llamaban los más ancianos, y nos sonreían como si supieran ;il
que nosotros ignorábamos. Al fin y al cabo, ellos
habían sido traídos hasta aquí en el pasado, y nosotros habíamos nacido en el
campo. No conocíamos otra cosa, no necesitábamos otra cosa.
—Vamos, papá —dijo mi hijo, y me acerqué hasta la
taquilla.
En el interior, oculto tras una mampara de
cristal traslúcido, una voz opaca, metálica, inhumana, recitó un número a
través de un micrófono. De las paredes de aluminio se desprendían vaharadas de
calor, aumentando la sensación pegajosa que empapaba mis ropas.
—Somos tres, consecutivos —murmuré.
La garganta me ardía, muy posiblemente de la
noche anterior, cuando nos habían preparado aquella comida picante (para
amortiguar nuestra hambre) y después nos habían retirado la botella de agua que
acostumbraban a servirnos. Las cámaras habían revoloteado a nuestro alrededor
como insectos ávidos de sangre. Otra frivolidad del campo, aunque no había
sentido una mala intención declarada. Quizá un pequeño juego, un guiño a la
audiencia, significara lo que significase esa palabra.
Una discreta sección de la taquilla se alzó y una
mano enguantada, de dedos largos, me tendió los billetes. Los Cogí y los
sostuve un instante entre los dedos, admirándolos. Había sentido su contacto
tantas veces antes que nada especial podía descubrir en ellos, pero no pude
apartar la vista. Fabricados en cartón, serigrafiados en negro sobre un color
marrón claro, mostraban los tres números que el sor-teo no había asignado.
Ciento noventa y ocho, ciento noventa y nueve y doscientos.
—Vamos, avance al
interior del recinto —susurró la voz metálica, impersonal, que surgía de la
taquilla, y disculpándome con un gesto entré en el recinto.
Uno de los guardianes me indicó que le entregara
un billete a mi mujer y otro a mi hijo. Conocía el procedimiento, pero siempre
me asustaba tomar la decisión. Los altavoces cantaban viejos temas con voz
melancólica y una suave melodía de piano. En las pantallas de televisión, In
sonrisa del presentador lo llenaba todo, como un viejo tiburón que exhibiera su
dentadura mellada antes de intenta devorar a su última presa. Di un paso en
dirección al camino de tierra que conducía a las zonas valladas, pero el
guardián me detuvo y me abofeteó.
—Reparte los billetes, idiota. No me obligues a
repetirle lo delante de una cámara personal —dijo. Asentí.
Como acostumbraba, mezclé entre mis manos los
billetes y le di primero uno a mi hijo, y después otro a mi mujer. Sin mostrar
intención alguna por comprobar el número que m había entregado, lo sostuvieron
en su mano y esperaron las órdenes procedentes de los altavoces. Varias
familias M habían desplazado ya hacia las zonas valladas del oeste siguiendo el
camino de tierra que atravesaba el pequen. > bosque de pinos hasta las
secciones dedicadas a los animales más grandes. Nosotros, junto a una pareja
joven y ;.....
anciano, esperamos en silencio, sin atrevernos a
levantar la mirada y mirar a los guardianes que nos custodiaban. I Q altavoces
debían cantar nuestros números.
Hacía calor allí y permanecer de pie requería un
esfuerzo consciente. El sudor se pegaba a nuestras ropas corría una capa de
aceite y tenía la sensación de que mi billete se deshacía entre mis manos,
borrándose el número convirtiéndome automáticamente en un elegido. Mi mujer
sonrió varias veces y llamó mi atención con miradas furtivas. Mi hijo
permaneció en silencio, la mirada baja, sumido en sus propios pensamientos. Era
difícil precisar el paso del tiempo en el interior del recinto, pero pareció
transcurrir una eternidad antes de que los altavoces nos hablaran.
—Ciento sesenta y tres, ciento setenta y ocho,
ciento noventa y dos, ciento noventa y ocho, doscientos seis, diríjanse al
acuario. Ciento cuarenta y cinco, ciento cincuenta y tres, ciento cincuenta y
nuevo, ciento noventa y nueve, doscientos, doscientos nueve, diríjanse a
primates.
Miré mi número y vi que me había correspondido el
cíenlo noventa y ocho.
—Esta vez me quedo yo solo —murmuré, y me encaminé
hacia el túnel que conducía al acuario sin mirar atrás.
Sentía miedo, qué duda cabe. Una mirada en aquel
momento podía interpretarse como una despedida y yo no estaba preparado para
ello. Mi hijo y mi mujer no alzaron la voz, no dijeron nada. Supuse que,
acompañados del resto, caminaban en dirección a las zonas valladas. Al fin y al
cabo, ¿qué otra cosa podían hacer?
Entré en el túnel. Una mujer anciana caminaba a
mi lado muy erguida.
—¿Cuál es su nombre? —dijo sin mirarme, y tardé
unos segundos en comprender que se dirigía a mí.
En el interior del túnel, la iluminación era más
pobre y sólo dos cámaras grababan nuestros pasos. Probablemente ni siquiera
habían instalado sistemas de sonido. Probablemente. En cualquier caso, hablar
con uno de los residentes del campo no unido por lazos en muchas ocasiones
terminaba en un castigo, por lo que opté por mantenerme en silencio.
Otro hombre llegó a nuestra altura. Caminaba
deprisa, a grandes zancadas, como si quisiera llegar antes que nosotros.
Ignoraba el motivo de su prisa, pues el espectáculo no empezaría hasta que
hubiéramos llegado todos. La mujer anciana, su pelo blanco plateado recogido en
una coleta, se acercó a mi lado cuando llegábamos a la mitad del túnel.
—¿Cuál es su nombre? —repitió, y no pude evitar
mirarla.
Había una luz brillante en sus ojos, más
brillante que los esporádicos focos que iluminaban nuestro camino. Volví la
vista al frente, hacia el fondo iluminado que anunciaba la entrada al acuario,
apenas a doscientos metros de donde nos encontrábamos. Me pregunté si nos
entrevistarían al llegar.
—Yo tengo un nombre, uno propio que sólo yo
recuerdo, no un código absurdo grabado en mi nuca que nunca podría leer —dijo
la anciana, y sentí un escalofrío.
Aceleré el paso, tratando de evitarla, de olvidar
su presencia. En la boca de entrada al acuario nos esperaban dos mujeres de
rostros cuadrados y sonrisa perfecta, sus largos cabellos enmarañados formando
una extraña imagen tribal Sus cuerpos, unidos por la cintura mediante un cable
corlo de alambre, avanzaban en perfecto sincronismo a nuestro encuentro. Dos
cámaras móviles barrían el perímetro tras ellas. Presentadoras, pensé, y traté
de escabullirme entre la multitud. Ellas detuvieron a una joven de pelo cortado
al cero y a mí, que había tratado sin éxito de pasar desapercibido entre dos
hombres acompañados de un niño que no paraba de pestañear.
—¡Bienvenidos al acuario! —dijeron a coro.
Sonreían
Una de ellas, la que aportaba trazos negros a la
imagen capilar, me retuvo apoyando su mano sobre mi ante I ni Llevaba guantes,
claro.
—¿Cuál es su número? —preguntó.
Las cámaras revoloteaban a mi alrededor,
iluminando con sus focos mi rostro, cegándome. Parpadeé una par de veces, cubrí
mi rostro con una mano.
—Ciento noventa y ocho —murmuré.
Varias personas cruzaron a mi lado en dirección
al acuario. Desde donde me encontraba apenas podía atisbar la entrada, una
aglomeración de uniformes de colores con el brazo alzado, sosteniendo su
billete. Los focos bailaron de nuevo sobre mi rostro, obligándome a bajar la
vista.
—¡Ciento noventa y ocho, señores! ¡Nos ha dicho
el número de su boleto! —dijo la presentadora, volviéndose a una cámara—. Pero
no era eso lo que le estábamos preguntando, ¿verdad?
Creí oír un coro de risas proveniente de los
altavoces, el rumor de unos aplausos contenidos. Alguien me golpeó con suavidad
en la nuca y por inercia continué con mi camino. Las presentadoras —si en
realidad eran dos, tan extrañas me resultaban— se enzarzaron en una cháchara
sin sentido con mi compañera de pelo rapado. Aproveché para evitar las cámaras
y fundirme con la multitud.
—Vayan ocupando sus localidades en orden, por
favor. Eviten que los guardianes se vean obligados a actuar —cantaron los
altavoces.
Alguien me pisó, alguien me empujó. Oí murmullos,
maldiciones, pero ninguna palabra más alta que otra. En las entradas de los
escenarios no se permitían altercados. Las cámaras lo registraban todo,
y no querían emitir escenas de violencia no controlada entre nosotros. Un
guardián se acercó hasta mí, colocó un lector en mi nuca. Oí el suave silbido
que validaba mi identificación.
Vamos, adelante, busca una localidad en las
gradas azules—dijo el guardián.
Asentí con la cabeza, mostrándole en un gesto
involuntario mi código de identificación. Mi nombre. Al principio no se
molestaban en comprobar nuestros códigos. Imaginaban que no existía ningún interés
por la gente de fuera por entrar en los campos. Eso fue al principio. Una uno
de los ancianos me comentó que habían descubierto a alguien del exterior entre nosotros,
grabando y filmando los escenarios.
—La competencia entre cadenas rivales, ya sabes —me
había dicho pocos días antes de desaparecer en uno de los fosos.
Yo no sabía a qué se refería, desde luego, pero
algo podía conjeturar.
Desde que tuve uso de razón había pensado en las
cámaras. Nos acompañaban día y noche, girando en monótonos movimientos
circulares, siguiendo nuestros pasos cuando entrábamos en el recinto,
acompañándonos a los campos, a los escenarios. Cuando era sólo un niño, uno de
mis compañeros de juegos, un chico que descansaba en uno de los habitáculos
cercanos con su madre, había tratado de encaramarse a una de las torres para
alcanzar una cámara. Nosotros le habíamos ayudado distrayendo a uno de los
guardianes con nuestras bromas infantiles. Eso había sido entonces; ahora sólo
nos habríamos ganado un golpe en el rostro o algo peor. En cualquier caso,
aquel día había sido posible y el chico había llegado apenas a un palmo de la
cámara. Entonces se había agitado como un pelele y había caído al suelo, la
boca cubierta de espuma, los dedos de su mano ennegrecidos.
No habíamos vuelto a verlo después de aquello.
Ni siquiera en las pantallas.
Entré en el acuario, uno de nuestros escenarios
preferidos. Allí al menos todo ocurría con presumible rapidez, y las bebidas
estaban frías. Caminé unos pasos entre filas repletas de gente: niños, mujeres,
hombres, ancianos. Repartidos entre las filas, los guardianes mostraban sus
armas automáticas sin reparos, sabedores de que en el interior las cámaras no
los grabarían. Busqué los asientos azules y los hallé algunas filas más
arriba, cerca del borde de la cúpula y bastante alejados del acuario. Allí, en
el recinto de tranquilas aguas azules, nadaban algunos peces pequeños de
colores brillantes, ajenos a nuestra presencia. Sobre
el agua habían colocado, como en ocasiones
precedentes, un grueso tubo de plástico azul abierto en su parte superior y,
sobre él, una de las pantallas.
Nunca habíamos vuelto a ver a aquel chico, ni
siquiera en las pantallas. Era extraño, pues nuestra única diversión durante
los días que no teníamos escenario consistía en observar las imágenes que
proyectaban en el recinto y recordar a nuestros conocidos, a aquellos que se
habían marchado o habían sido agraciados con un sorteo.
Me senté junto a una joven de pelo rubio que
cruzaba sus brazos sobre el pecho, miraba al suelo y olía a jabón. Sostenía de
forma precaria entre los dedos de su mano izquierda el boleto con su número:
ciento cuarenta y dos. Me pregunté si la obligarían a modificar su postura para
que el número quedara visible. Observé, las manos sobre las rodillas, cómo la
multitud encontraba su sitio y se sentaba. La gran mayoría mantenía la vista
en el suelo, como si así pudieran pasar desapercibidos. Algunos saludaban a
conocidos, otros miraban hacia el acuario con aprensión.
—Ocupen sus asientos, guarden silencio. El
programa comenzará dentro de tres minutos —dijeron los altavoces.
Un murmullo recorrió el escenario mientras los
últimos llegados buscaban apresuradamente un lugar donde colocarse. A mi lado
se sentó un hombre acompañado de su hijo. Apenas me miró y desde luego no me
dirigió la palabra. Muchos se comportaban así, como si fuese la mejor opción en
la vida que nos había tocado vivir. Para mí representaban la peor casta, la de
los que habían perdido la razón esencial para seguir viviendo: el contacto humano.
Encerrados en su soledad martirizada, eran incapaces de crear y mantener vínculos
con los demás. Sólo esperaban su turno con estoicismo, amargados y solitarios
a pesar de contar, como todos nosotros, con una familia, como garantizaba la
ley.
—Hoy saldrán los grandes —dijo la chica sentada a
mi derecha, sin dirigirse a nadie en particular.
Dos personas sentadas en la fila de delante se
volvieron, le dedicaron una mirada desapasionada, y volvieron su atención al
acuario. La joven se balanceaba adelante y atrás, envuelta en su propio abrazo.
Una mujer a su lado apoyó una mano sobre su hombro para detenerla. Me fijé en
ella. No parecía formar parte de los ancianos, pero algo en sus ojos delataba
que sabía más de lo que aparentaba.
—Tiburones, niña, se llaman tiburones —dijo la
mujer, y la joven asintió sin comprender.
Miré de nuevo mi número. El billete parecía
querer deshacerse entre mis manos, hundirse con mi carne e integrarse en mi
cuerpo. Ciento noventa y ocho. Un número alto. Resultaba prácticamente
imposible llevar estadísticas de todos los números aparecidos, aunque sabíamos
que los controladores de las cámaras debían conocerlos todos. Suponía que para
muchas personas, seguidores habituales de los escenarios a través de las
cámaras, sería un dato importante.
O quizá no.
Quizá simplemente se sentaban como nosotros ante
las grandes pantallas y observaban en silencio, temerosos, conscientes de que
antes o después ellos podrían ser elegí dos. Al menos eso decían los más
viejos, que en el pasado los que entraban en los recintos lo hacían por sorteo.
Los recintos, como si existieran más lugares como éste en otras partes.
En las ciudades, como había oído llamarlas. Los recintos, las ciudades. A veces
me costaba entender alguna términos que otras personas de más edad empleaban en
sus conversaciones con naturalidad.
—Atención, por favor. El número seleccionado para
ti escenario acuático se mostrará a continuación. Permanezcan atentos a las
pantallas —dijeron los altavoces.
Noté cómo algunas personas se removían inquietas
en sus asientos, cómo otras buscaban con la mirada a sus familiares, a sus
conocidos. Yo estaba solo. Mi mujer y mi hijo se encontrarían en aquel momento
esperando, observando las pantallas, aguardando a que terminara nuestro
espectáculo para que diera comienzo el suyo. Sentí un escalofrío. Después
podría elegir entre quedarme o marchar de vuelta al exterior del recinto. No lo
había decidido todavía. En algunas ocasiones la sensación de pánico había sido
tan fuerte que había abandonado el recinto a toda prisa; en otras me había
quedado, con los ojos cerrados, esperando a que los altavoces cantaran los
números. Sabía que cuando había ocurrido al revés, cuando nos habíamos separado
y el primer escenario había sido el mío, ella siempre había esperado. Por mí y
por el niño.
—Primer número —dijeron los altavoces, y el
dígito apareció en las pantallas—. El uno.
Suspiros, murmullos, miradas de horror. No nos
permitían hablar hasta que la selección terminara, y sólo entonces, tras
estallar en aplausos para liberar nuestra tensión, podríamos dirigirnos a
nuestros compañeros. Sólo entonces las cámaras volverían toda su atención al
acuario, y nosotros deberíamos permanecer allí hasta que todo hubiera
terminado. Algunos cerrarían los ojos, otros no podrían apartar la mirada.
—Segundo número, el siete —dijeron los altavoces.
Parpadeé, agaché la cabeza. Las manos me
temblaban. Sostuve el billete ante mis ojos, asegurándome que, una vez más,
abandonaría el recinto por mi propio pie. Respiré una bocanada de aire,
profunda, dolorosa.
—Tercer número, el tres —dijeron los altavoces, y
todos estallamos en aplausos.
Aplausos dominados por el pánico, por el odio,
por la felicidad, por la maravillosa sensación que significaba poder vivir un
día más. Todos aplaudimos, incluso una mujer pequeña, pelirroja, el rostro
lleno de pecas, que vio cómo dos guardianes se llevaban a su hija en dirección
al acuario. Ni siquiera volvió la cabeza. La niña dejó caer su billete al
suelo, el rostro bañado en lágrimas, pero no gritó ni luchó como habían hecho
otros en el pasado. Al fin y al cabo, ¿de qué serviría? Algunos habían buscado
la muerte a manos de los guardianes, o al menos la bendición de la
inconsciencia. Nunca lo habían conseguido. Eran demasiado cuidadosos para
permitir algo así.
Dos mujeres vestidas con ropas de colores
chillones, mostrando enormes y falsas sonrisas, repartieron bebidas entre los
presentes. La chica a mi lado temblaba tanto que derramó la mitad de su bebida
sobre sus pantalones. Hizo ademán de levantarse, pero lo evité apoyando una
mano sobre su hombro.
—No queremos llamar la atención, ¿verdad? —dije,
y ella asintió con la cabeza.
—No, no —dijo, y se llevó el vaso de plástico a
los labios.
Yo sonreí, tomé mi bebida —algo turbio y oscuro
que tenía un sabor demasiado dulce—, y miré al acuario. Ya habían soltado a los
tiburones, si era así en realidad como se llamaban. Peces enormes de bocas
enormes plagadas de varias filas de dientes afilados que se contoneaban por el
agua esperando su comida. Porque, evidentemente, sabían que se encontraban allí
para ser alimentados. Vi moverse entre ellos a dos guardianes portando sendas
cámaras, envueltos en sus trajes negros brillantes que no parecían llamar la
atención de los animales. Otros dos de ellos, junto a la pantalla que coronaba
el escenario, sostenían a la niña. Ella ni siquiera parecía estar allí, el
cuerpo laxo, el rostro apático.
—Número ciento setenta y tres, protagonista del
escenario acuático —dijeron los altavoces. Algunas personas SI cubrieron el
rostro con las manos.
Yo no lo hice. No aparté la mirada mientras uno
de los guardianes extraía un arma blanca de entre sus ropas y abría con ella
una herida en el antebrazo de la niña, que chilló y trató de evitarlo arañando
y mordiendo. No aparté la mirada mientras los dos hombres la alzaban en vilo y
la depositaban en el interior del tubo azul, para a continuación abrir las
compuertas y lanzarla al interior del acuario. Sólo cuando el primero de los
tiburones abrió su enorme boca y se abalanzó sobre ella, fui capaz de apartar
la mirada. Me pregunté cuántas personas de las que seguían el espectáculo a
través de las cámaras habría apartado la mirada. Supuse que muy pocas.
Terminé mi bebida, me incorporé en el asiento.
Algunas personas abandonaban ya el escenario, arrastrando los pies, la mirada
baja. No me quedaría sentado viendo el sorteo, temía demasiado el número que
vería aparecer en pantalla. La premonición de mi mujer me había atrapado, y
ahora sólo podía pensar en salir de allí, caminar hasta las taquillas, y
esperar sentado en el suelo hasta que vinieran a buscarme. Los guardianes
harían la vista gorda, pues las cámaras estarían mucho más pendientes del
escenario que de los que caminábamos fuera.
Salí al exterior, al calor del sol que me
abrasaba y me hacía sudar, empapando mi ropa. Me pregunté si nos darían ropa
nueva mañana. Solían hacerlo después de la visita al recinto, ya que el resto
de la semana las cámaras estarían muy pendientes de nosotros, viendo nuestros
movimientos, nuestras acciones, nuestras relaciones. La sensación de ser
observado había pasado muy pronto, con apenas tres o cuatro años. Al fin y al
cabo, yo había nacido allí. Algunos de los ancianos comentaban lo difícil que
les resultaba en ocasiones. Yo no podía entenderlo.
—Sonríe, a partir de ahora todo puntúa —dijo una
voz a mi lado, y vi que se trataba de la anciana que me había abordado en los
túneles.
—No lo entiendo —dije, reprochándome en silencio
haber empezado una conversación.
—Lo entiendes, pero prefieres no oírlo —respondió
ella, tomándome del brazo mientras nos internábamos en el túnel—. Todo puntúa.
Las cámaras no sólo retransmiten los escenarios, también nos siguen a todas
horas. Somos peones, apuestas de personas con dinero, simples juguetes de niños
caprichosos.
Su mano se aferraba a mi antebrazo como una
tenaza. No podía liberarme. Avancé por el túnel con rapidez, intentando
dejarla atrás, pero ella no quería separarse de mí. Tuve miedo. ¿Qué pasaría si
alguno de los guardianes nos viera en el exterior unidos de aquella forma? Este
tipo de con tacto no estaba permitido.
—¿Qué quieres de mí? ¿Por qué me cuentas a mí
todo esto? —dije entre dientes, mirando a todos lados intentan do descubrir
alguna cámara autónoma que nos siguiera.
Ella vio mi gesto y sonrió con malicia.
—¿Qué buscas? ¿Cámaras? Por favor, no seas
idiota. La mayoría están ocultas, las que vemos son parte del escenario. Hemos
contactado contigo porque los números no son aleatorios. Todos están preparados
de antemano. Las apuestas en el exterior son altas y cada espectador tiene su
favorito. Aquí se mueve mucho dinero.
Llegábamos a la salida, y ella relajó su presa,
consciente de que en el exterior ambos estábamos en peligro. Aunque si lo que
había dicho de las cámaras ocultas era cierto quizá ya estábamos ambos condenados.
—¿Los sorteos están amañados? —murmuré.
—Desde luego. ¿Por qué crees que hemos contactad!
contigo? Acabo de decírtelo. El número del escenario de lo primates es el
doscientos.
Entonces se separó de mí y avanzó hacia el
exterior con grandes zancadas. Yo me quedé petrificado en mitad del túnel,
valorando sus últimas palabras. Doscientos. Uno de nuestros números. Podía
haberlo visto en las pantallas, podía estar jugando conmigo. Quizá me mentía.
En cualquier caso, ¿cómo sabía que ese número correspondía a un miembro de mi
familia? La anciana se volvió unos pasos antes de emerger a la luz. Vi cómo se
acercaban algunos guardianes hacia ella, sus cuerpos recortados contra la luz
como amenazadoras sombras negras.
—¿Por qué debo creerte? ¿Cómo sabes todo eso?
¿Cómo lo sabes? —grité, consciente de que los guardianes podían oírme,
consciente de que los guardianes probablemente ya me habían visto hablar con
ella.
Uno de los guardianes llegó a la altura de la
anciana, se detuvo a su lado mientras ella se volvía.
—¡Porque vengo del otro lado! ¡Yo aposté por él!
—dijo ella, y cayó al suelo como un fardo cuando la porra del guardián golpeó
su nuca.
Yo bajé la mirada, continué avanzando hacia la
salida del túnel. Si los guardianes me habían visto, no tendría ninguna
oportunidad. Me matarían sin contemplaciones, sin iludas, aunque yo no hubiera
hecho nada más que escuchar los desvaríos de una anciana perturbada. No merecía
el cas-tigo, pero si ellos consideraban lo contrario, no había nada que pudiera
hacer para evitarlo.
Llegué a la altura de la anciana y salí a la luz
del sol. Uno de los guardianes ayudaba a la anciana a incorporarse, el Otro
miraba a todo el mundo con aspecto amenazador. ¿Qué estás mirando? —me dijo al
pasar a su lado. Nada, señor —murmuré, y continué mi camino.
Sudaba. Todo mi cuerpo estaba empapado de sudor.
Sentía e1 estómago revuelto, y tuve que controlar las arcadas al reunirme con
la multitud que se amontonaba frente a una de las pantallas, como tiburones
danzando alrededor de una presa herida. Las imágenes de las muertes de los
escenarios se repetían una y otra vez, intercaladas por mensajes de productos
y lugares que desconocía. Publicidad, decía un pequeño cartel blanco en la
parte superior izquierda. No sabía que significaba esa palabra, ninguno de
nosotros lo sabía. Ofrecían productos que jamás tendríamos, lugares extraños a
los que no queríamos ir. ¿Acaso alguien más que nosotros miraba las pantallas
del interior del recinto? ¿O veíamos lo mismo que los de el exterior? ¿Qué
sentido tenía?
Miré a mi alrededor. El rostro me ardía. La gente
buscaba en las pantallas su rostro, afortunados por haber sobrevivido un día
más. Por primera vez en mi vida me sentía incómodo en aquel lugar, con aquellas
ropas, rodeado por hombres uniformados que me ordenaban lo que debí» hacer.
Todo aquello no podía estar bien. Me pregunté ni qué consistía el recinto,
nuestras vidas, los escenarios. Miro de nuevo a la pantalla. Todos lo hacían,
incluidos los guardianes. Nadie podía apartar la mirada de aquellas cosas
repletas de imágenes que bailaban, cambiaban, ofrecían.
Cerré los ojos, notando ríos de sudor
descendiendo por mi nuca, por mi nombre. Yo tengo un nombre, uno propio que
sólo yo recuerdo, había dicho la anciana. Si era así, ¿por qué no lo había
compartido conmigo?
—A continuación se mostrarán las imágenes
referente! j los dos escenarios de hoy —cantaron los altavoces- . Por favor,
permanezcan atentos a las pantallas.
Abrí los ojos. Murmullos de aprobación, sonrisas,
manos buscándose entre la marabunta de cuerpos, dedos entrelazados y miradas
alzadas. En las pantallas, los tiburones se abalanzaron sobre la niña, los
enormes gorilas alzaron m brazos el cadáver mutilado de un niño.
De mi hijo.
Cerré los ojos y vomité sobre los pies de una
mujer, que se apartó de mí con un chillido. Un hombre me increpó, gritándome
palabras que no pude entender. Un puñado de cámaras autónomas se abalanzaron
sobre mí revoloteando a mi alrededor, buscando los detalles más escabrosos. Caí
de rodillas al suelo cuando algo me golpeó en la cadera. Otro golpe en la
cabeza me tumbó en el suelo. Sonríe, todo puntúa a partir de ahora, había dicho
la anciana. Recibí otro golpe en la espalda y me retorcí en el suelo,
intentando cubrir mi cabeza con las manos.
—Por favor, diríjanse hacia las taquillas de
forma ordenada. La visita al recinto ha terminado —silbaron los altavoces, y
la multitud se alejó, dejándome solo.
Solo con los guardianes.
Me alzaron dos de ellos sujetándome por las
axilas. Un tercero sostenía una cámara ante mi rostro.
—Si te tranquilizas un poco te llevaremos de
vuelta a tu cuarto —dijo una voz a mi izquierda.
Yo tenía el rostro cubierto de tierra, apelmazada
sobre mis mejillas por el efecto del sudor y los restos de vómito. Me ardían
los ojos, me ardía el cráneo. Traté de hablar, pero no pude, y me limité a
asentir con un leve movimiento de cabeza. Abrí los ojos, cegados por el sol y
el dolor.
—Buen chico —dijo la voz a mi izquierda, y una
mano enguantada me palmeó la cabeza.
Me condujeron sin miramientos hacia las taquillas.
Nadie prestó atención; aquello sucedía a menudo. Padres incapaces de aceptar
las cosas tal y como eran, incapaces de comprender lo afortunados que eran de
continuar vivos un día más. Padres que no salían bien parados en las pantallas.
Intenté caminar al ritmo de los guardianes, pero mis pies resbalaban sobre el
suelo de tierra. A ellos no parecía importarles. Supuse que, en aquel momento,
lo único que pensaban era en abandonarme en mi cubículo y olvidarse de mí. Si
la anciana no había mentido, podía estar seguro de una cosa: mi número sería
uno de los seleccionados en el próximo sorteo. O quizá desapareciera sin dejar
rastro, ya había ocurrido anteriormente y todos habíamos tratado el hecho como
algo sin importancia. Todos, sin excepción.
Al llegar a las taquillas oí una voz, un grito
desgarrado. Mi mujer gemía junto a los torniquetes de entrada, extendiendo una
mano hacia mi rostro, con una entereza de la que yo carecía. Las cámaras
grabaron el instante que sus dedos rozaron mi rostro, antes de que los
guardianes In apartaran de nuestro paso con un empellón. Volvería a su propio
cubículo, alejado del mío, y no volvería a verla hasta la próxima visita al
recinto. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas, lágrimas de tristeza y de
dolor y de odio.
En la entrada del recinto nos esperaban más
cámaras móviles. El odio dio paso al pánico. ¿Por qué me grababan de esa
manera? ¿A quién le importaba lo que me estaba sucediendo? Uno de los
guardianes pasó un lector por mi nuca, y sentí cómo el pelo se me erizaba.
—Hoy es tu día de suerte, chico —dijo. Antes de
qui tuviera oportunidad de responder, sentí una descarga eléctrica en el brazo
y la realidad se convirtió en gelatina.
Oí el llanto de un niño.
Desperté sobresaltado sobre mi jergón de paja.
Miré a un lado y a otro, a las paredes blancas que conformaban mi cuarto, a las
rejas de hierro negro y oxidado que me confinaban en el interior de aquel
lugar. Los latidos de mi corazón martilleaban mi cabeza. Me llevé una mano a la
sien, sentí cómo palpitaba la piel. Los ojos me ardían y sentía I dentadura de
un tiburón unida a mi nuca.
Oí de nuevo el llanto del niño, y me levanté. Ya
habían apagado las luces, todos dormían. Sentí la presión de la vejiga y oriné
en la letrina; después me lavé las manos y el rostro con el agua almacenada en
la palangana. Estaba fría, me despertó. Me acerqué hasta las rejas y apoyé las
manos contra ellas. En el exterior brillaban las luces del recinto, como (odas
las noches. Celebraban los espectáculos nocturnos que nosotros desconocíamos,
aunque se rumoreaba que no tenían nada que ver con los escenarios que
frecuentábamos. El llanto había callado y sólo perturbaba el silencio de la
noche el rumor procedente de los generadores de electricidad del recinto. Me
pregunté cómo había realizado el camino desde las taquillas hasta mi cubículo:
no recordaba nada.
Entonces, como un zarpazo, las imágenes de mi
hijo siendo mutilado por los gorilas aparecieron en mi mente.
Retrocedí un paso. Me dejé caer y quedé sentado
en el suelo de tierra con la vista perdida en las lejanas pantallas, ahora
apagadas. La oscuridad que mostraban era fiel reflejo de mi interior. Había
perdido todo lo que quería en este mundo. Mi mujer no dejaba de ser una
compañera ocasional, alguien en quien volcar mi afecto de manera incontrolada.
Ella se sentía igual conmigo, no como otras mujeres que mostraban un cariño por
sus hombres que rayaba en lo desagradable. Pero mi hijo era distinto. No sabía
bien por qué, pero mi hijo representaba, de alguna forma, todo lo que yo estaba
destinado a ser. Sin él, la vida carecía de sentido.
Tardé unos segundos en advertir que estaba
llorando, llorando como un niño. Otra vez. El dolor de la pérdida me
doblegaba. Tracé con los dedos en la tierra los dígitos del número que había
destrozado mi vida. Doscientos. Dos, cero, cero. Me arrodillé y coloqué mis
manos a ambos lados del número. Doscientos. ¿Por qué precisamente aquel número?
¿Por qué precisamente nosotros? Cuántas personas se habrían formulado aquellas
mismas preguntas hi noche posterior a un escenario.
—Haz de él un símbolo —dijo una voz.
Un hombre, el rostro surcado de arrugas, me
obsérvala desde el otro lado de los barrotes. Bajo la mortecina luz de la
noche apenas podía distinguir sus ojos, pero algo indefinible en el tono de su
voz y en la posición de su cuerpo me indujo a pensar que me miraba con ternura.
—No... no entiendo —dije, controlando mis
lágrimas.
El hombre se acuclilló, dejando su rostro frente
al mío Por sus ropas debía de ser uno de los limpiadores, aquellos de nosotros
que se encargaban de las tareas más repugnantes, las que se llevaban a cabo al
amparo de la oscuridad de la noche y las cámaras no grababan.
—Haz de él un símbolo —repitió—. Conviértelo en
un sentido para vivir, para enfrentarte a ellos.
Nos mirábamos a los ojos como dos rivales. No
comprendía qué quería decirme, no sabía de qué me hablaba.
—Yo... no... —dije, y él me interrumpió.
—Todos, no sólo tú. Pronto nos levantaremos y
lucha limos. En realidad, lo que hay fuera no es mejor que esto. Yo he estado allí,
te lo aseguro —dijo, pasándose los dedos por el pelo—. Pero merece la pena la
lucha. Le dará sentido I esta locura. Déjame que te enseñe.
Buscó en sus bolsillos y extrajo un palo delgado.
Con ¿I trazó tres dibujos en el suelo, lo suficientemente cerca de los barrotes
para que la luz de los focos que iluminaban la entrada de mi cubículo me
permitieran verlos. Dos. Cero. Cero.
—Doscientos —dije, y el hombre asintió mientras
borraba el primer dígito y trazaba un nuevo dibujo.
Al principio creí que había escrito de nuevo la
cifra, pero vi que el número dos ahora estaba estilizado, alargado.
—No conozco ese número —dije, y el hombre sonrió.
—Zoo. Es una palabra, no un número. Hemos
olvidado demasiadas cosas —dijo el hombre, levantándose—. Debajo de tu cama
hemos dejado algo que te será útil muy pronto. Quizá mañana, quizá al día
siguiente. Te avisaremos.
Yo me levanté también, confuso.
—¿Qué es zoo? —pregunté.
El hombre abrió los brazos, abarcando el recinto
iluminado en la distancia.
—Esto es un zoo. Nosotros somos un zoo. Todo lo
que nos rodea —dijo, y en su voz había tristeza—. Recuerda, l i enes que estar
preparado. Pronto. Y no te preocupes, esta noche las cámaras no nos están
grabando.
Se marchó en dirección a la siguiente fila de
cubículos, y yo me quedé allí de pie, las manos en los barrotes, viendo en la
distancia las luces del recinto. Me pregunté cómo sabía si esta noche las
cámaras nos grababan o no. Siempre habíamos pensado que, en el interior de
nuestros cubículos, no lo hacían. Era nuestro lugar privado, nuestro lugar de
reposo. De las palabras del limpiador podía deducirse que, probablemente, nos
mentían.
¿Por qué?
Volví a mi cama, busqué bajo el colchón. Encontré
una de las varas eléctricas, similar a la que los guardianes utilizaban contra
nosotros. Me temblaron las manos cuando la sostuve y la desplegué. Sabría
utilizarla, no tenía dudas sobre ello. Pronto, había dicho el hombre. Guardé la
vara bajo la cama, me tumbé sobre ella. Estaba cansado, cansado de todo.
Pronto, había dicho el hombre.
Deseé en silencio que fuera al amanecer.
2 comments:
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http://www.eximeno.com/ant_SN.html
Seguro que muchos lectores sibaritas querrán disfrutar de ella. Fraternales saludos.
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