Lady Inzúa, Elizabeth Sheridan de soltera, llevaba casada con Gonzalo Inzúa Aguirre poco más de tres años. Era éste acaudalado comerciante y eminente miembro de la sociedad porteña, proveniente de las Vascongadas españolas, perseguido en 1819 acusado de afrancesado y liberal por el gobierno absolutista de Fernando VII, y aunque no lo pareciera a simple vista, dados su tamaño y aspecto rústico y campechano, era hombre de excelsa cultura, refinados modales, carácter retraído y taciturno, que casi rozaba la melancolía. Si bien eran parte de su carácter estos sentimientos sombríos, es verdad que, para sorpresa de todos y de la misma lady Inzúa, y contrariamente a lo esperado, dado el amor sostenido durante el noviazgo y que continuaban profesándose, los sentimientos sombríos, repito, iban gradualmente acentuándose a medida que pasaban los años y comprobaba, con profunda tristeza, cómo los sueños de perpetuar su estirpe se desvanecían con cada primavera. Gonzalo le llevaba a su esposa veinte años y esta diferencia de edad le provocaba un profundo aunque infundado sentimiento de culpa, así como una continua tendencia a infravalorarse.
Elizabeth apenas frisaba los veintitrés años, tenía esa piel de aspecto transparente y frágil que refleja una exquisita procedencia familiar, un privilegiado linaje y los mayores cuidados recibidos a lo largo de todas las etapas de su vida. Su cabello, de un negro azulado, habitualmente partido al medio y recogido en un moño a la nuca, brillaba con más fuerza a medida que pasaban los años, y en sus ojos no había indicio alguno de su íntima y oculta tristeza. Su carácter abierto, jovial y extremadamente dulce, contrastaba con el de su marido, que se agriaba año tras año volviéndose más huraño a causa de ese hijo anhelado que se resistía a venir al mundo y llenar sus vidas de plenitud.
Esa relampagueante noche, los Inzúa Sheridan celebrarían en su casona de Palermo una fiesta por todo lo alto. No había sido Elizabeth la única responsable en concebir y convocar esta fiesta, lo fue sólo en parte, como un intento más de los que habitualmente hacía para distraer a su amado esposo procurando paliar su tristeza; porque las verdaderas artífices, quienes vislumbraron la idea original del espectáculo que habría de quedar registrado en los anales de la historia de Buenos Aires, fueron tres importantes damas de la rancia sociedad porteña, íntimas amigas, sí, de lady Inzúa, quienes inocentemente conspiraron a espaldas de Gonzalo. Una de estas damas, Celeste Rocamora, apodada en la intimidad «la pizpireta», había sido, meses antes, quien le había sugerido a Elizabeth lo de la momia.
-Querida -le había dicho-, es lo que se lleva en los salones de Londres y París. ¡Hace furor!
En efecto, el mayor refinamiento y esnobismo que podía exhibirse por entonces en una fiesta de aristócratas que se preciara de serlo, consistía en desenvolver ante los invitados atónitos una momia traída de Egipto. Abundaban de tal forma estas reliquias en los desiertos, que los barcos llegaban a Liverpool cargados de sarcófagos cuya dudosa utilidad hacía que acabaran en su mayor parte en los hornos de los telares a vapor de las industrias textiles de Inglaterra.
Al oír la propuesta de su amiga, Elizabeth se había llevado una mano al pecho con un marcado mohín de disgusto. Escandalizada, le había respondido que la idea le parecía de mal gusto y una afrenta a los muertos.
—¡Pero querida, mi conciencia me impide hacer semejante cosa! —protestó-. Jamás me perdonaría si llegase a cometer tal afrenta a la naturaleza humana y divina. No volvería a pegar ojo y el remordimiento acabaría conmigo.
Dos años antes, los señores Rocamora Stegman, padres de Celeste y Blanca, con ocasión de un viaje de placer por Europa, asistieron a una velada en un salón londinense, donde se llevó a cabo el desenvolvimiento de una momia especialmente traída desde El Cairo. Según palabras del matrimonio: «Una experiencia inolvidable, sublime y muy inquietante». A su regreso a Buenos Aires, la señora de Rocamora había comentado a sus amigas más íntimas mientras tomaban el té:
—¡Ya pueden imaginarse lo que sentí, queridas, cuando vi aquello! Me quedé paralizada de miedo, a punto estuve de desmayarme en brazos de un general prusiano que se encontraba a mi lado en aquel momento terrorífico-. Y había continuado su narración—: Y esa misma noche, según nos contaron al día siguiente, tanto la momia como el policromado sarcófago acabaron en el sótano, formando parte del combustible para las estufas y salamandras.
Ante la negativa de Elizabeth, Celeste buscó apoyo en su hermana Blanca y en Rosaura Laprida, para convencerla.
Quizá fruto de la insistencia de éstas, y en parte también por su carácter un tanto inseguro, e incluso movida por el profundo y tenaz deseo de contribuir a que su marido recuperase la alegría y el entusiasmo por la vida, Elizabeth fue cediendo a los ruegos de sus amigas, hasta convencerse plenamente de que desenvolver una momia egipcia sería lo único capaz de devolver la felicidad a su amado esposo. Su convencimiento pronto derivó en enorme entusiasmo.
Fue Celeste quien se encargó, a partir de ese momento, casi de todo, y empezó por rogarle al coronel Gutiérrez Anchorena, íntimo y fiel amigo de su familia, que usara sus influencias para gestionar ante el consulado británico la consecución de una momia egipcia, una cualquiera de las que tanto abundaban allí.
-Se lo agradecería eternamente -le dijo, tomándole las manos y besándoselas con sentimiento tal, que el coronel, débil ante las súplicas de la agraciada dama, acabó por ceder y comprometerse a hacer cuanto estuviera en sus manos. No obstante, quiso saber el motivo de tan extraño pedido, pero Celeste Rocamora esquivó con sonrisas y arrumacos una respuesta y además le hizo jurar que lo mantendría en secreto. Pocos hombres se resistían a los caprichos de Celeste Rocamora; su belleza, frescura, carácter tierno y agraciado cautivaban al instante a cualquier alma sensible, por viril que fuera el pecho donde ésta se alojase.
-Ni siquiera los sirvientes deben enterarse de esto. Ya sabes cómo son estos indios, unos desagradecidos incapaces de guardar un secreto; olvidan con demasiada frecuencia que cuanto poseen nos lo deben a nosotros —fue éste uno de los consejos que Celeste dio a sus amigas durante las frecuentes, estrechas visitas y reuniones en las cuales las cuatro muchachas, como una piña, fueron urdiendo los detalles de la fiesta.
En los días siguientes, cuando la decisión estuvo plenamente aceptada, pudo verse a una Elizabeth más jovial que nunca, yendo de un lado a otro de la casona de Palermo, encerrándose horas en su gabinete, diseñando los adornos con los que habría de engalanar los salones, confeccionando el menú, encargando empanadas de Córdoba y Tucumán; pasteles del Barrio del Tambor, mazamorra y dulces; agregando y quitando nombres a la lista de invitados y atendiendo los pormenores de la fiesta, pues no quería que un descuido tonto empañara el brillo de tan crucial evento.
La decepción de las muchachas llegaría al cabo de unas semanas cuando, entre las misivas que los criados llevaban y traían de casa de Elizabeth a la de los Rocamora de la calle Victoria, Celeste recibió una carta del Coronel Gutiérrez Anchorena, comunicándole, muy compungido, la imposibilidad de conseguir en Londres una momia egipcia. Se excusaba diciendo que había hecho las gestiones a su alcance, que incluso había echado mano de sus socios y albaceas en el extranjero, pero que a pesar de sus influencias, nada había logrado: las autoridades de Londres se habían negado de plano, sin dar un solo motivo que justificase tal arbitraria negativa.
Celeste fue a casa de Elizabeth y le comunicó la triste noticia. Ésta, tras oírla con aparente entereza y cuando su amiga se hubo marchado, se encerró en su habitación donde dio rienda suelta al llanto. En los días siguientes procuró disimular su abatimiento, sobre todo ante su marido, pero su estado de ánimo no escapó a la sagacidad de su ama de cría, la negra Prudencia que, alarmada, le pidió que abriera su corazón y se lo contara todo. Así fue como Prudencia se enteró de lo de la momia y, sin inmutarse, le lanzó con la mayor naturalidad:
—Ezo no ez un problema, zeñora Elizabeth, momiaz zobran en las zierras de Córdoba. Yo hablaré con la zeñorita Celeste.
—¿Una momia de indio? —quiso cerciorarse Elizabeth, extrañada.
-¿Por qué no? ¿Acazo están máz muertaz las momiaz egipciaz que las nueztraz?
Elizabeth lo pensó un momento y decidió que Prudencia, demostrando una vez más su sentido práctico, no estaba desencaminada en su propuesta, y que seguramente Celeste estaría de acuerdo y encontraría una forma de llevarlo a cabo.
—De acuerdo —le dijo a Prudencia—, pero deberás prometerme que esto no saldrá de esta habitación. Será un secreto.
Después de prometerle el silencio más absoluto y jurar por sus ancestros, la negra Prudencia salió rauda a casa de los Rocamora y se lo contó todo a Celeste. Esta, su hermana Blanca y Rosaura Laprida, se presentaron horas después en casa de Elizabeth, visiblemente entusiasmadas:
—Darling— le propuso Celeste a su querida amiga—, mi prometido saldrá el lunes próximo rumbo a Córdoba. El coronel Vieytes Alsina le ha encomendado una misión muy delicada e importantísima: sosegar a los indios rebeldes amotinados en la Cueva del Tigre, en las Sierras Chicas, al pie del Cerro Uritorco.
-Lo conozco, querida. Allí cerca tenemos la estancia -la interrumpió Elizabeth. Celeste continuó:
-No creo que mi querido y dulce Thomas se niegue a hacerme este pequeño favor, él jamás se atreve a contradecirme; ni creo que le resulte dificultoso hacerse con una momia de Comechingón, pues dicen que abundan por esa zona -y agregó haciendo un mohín de repugnancia-; y es fácil encontrarlas tiradas por todas partes.
Blanca asentía a cada palabra de su hermana y cada tanto se tapaba la boca para ahogar la sensación de aprensión que le producía la charla. Rosaura ponía los ojos en blanco y se abanicaba, próxima al sofoco o al desvanecimiento, como era habitual en ella.
Celeste continuó, ilusionada, sin dejar de sonreír y gesticular:
—La envolveremos en gasas y nadie notará la diferencia —y añadió, fingiendo escalofríos-: Al fin y al cabo todas las momias se parecen, con esas bocas descarnadas, esas crenchas hirsutas, esos cuerpos resecos y marrones como vainas de algarrobo.
—Pero las momias de comechingones —protestó Elizabeth con un conato de rebeldía fruto de su propia inseguridad y el temor a fracasar-están sentadas, en cuclillas...
—Eso tiene remedio, darling. Con dejarla un par de días en remojo será suficiente: las articulaciones volverán a hidratarse y recuperarán la elasticidad. La estiraremos y... listo.
Fue cuando intervino Rosaura:
—De todas maneras, querida, no puedes comparar una momia egipcia con una momia de Comechingón. ¡Existe un abismo de clases entre una y otra! Es como si vos te pusieses a la altura de uno de tus sirvientes...
-Rosaura tiene razón; los egipcios eran todos ellos reyes... o faraones, nobles y civilizados, no como estos indios miserables y taimados-acoto Blanca.
-No se hable más -zanjó Celeste-. Yo me ocuparé de todo y nadie notará la diferencia.
-¡Oh, queridas! -exclamó Elizabeth, emocionada-, son ustedes maravillosas. No sé yo qué haría sin ustedes, mis amigas, estaría perdida en la oscuridad. Esta fiesta excede mis escasas fuerzas, a pesar de la energía que me otorga el inmenso cariño que siento por mi esposo.
-Tu adorable esposo te lo agradecerá eternamente -dijo Celeste, en-fatizando lo de adorable-; pero no tenes que darnos las gracias por esto, porque nosotras lo hacemos de corazón, por tu bienestar y felicidad.
El verano se presentó ese año particularmente húmedo y bochornoso, los patios olían como nunca a carne podrida por más que se cubrieran con tablas y arpilleras mojadas los pozos de desperdicios. Las tormentas hicieron más ruido que dejaron lluvias y hubo abundantes tardes en las que el cielo se encapotó de tal manera que pareció caer la noche, y los relámpagos convulsionaron de azul la ciudad entera durante largas horas.
Por esos mismos días comenzaron a llegar de Europa numerosos barcos con mercancías procedentes de los puertos de Liverpool y Havre: ponchos de Inglaterra, loza y vajillas de Sevres y Limoges, sedas de Japón, especias de la India, vestidos y sombreros a la última moda y exquisitas fragancias de Grasse, y de España llegaban objetos para el sagrado culto en la catedral. También desembarcaron algunos extranjeros: petimetres, presumidos y románticos bohemios provenientes de París; avaros comerciantes oriundos de Holanda y Cataluña; industriales, científicos y viajeros curiosos de Inglaterra y una extravagante dama portuguesa procedente de Brasil, que se presentó en sociedad diciendo ser una afamada pitonisa. Asimismo, de España vino un cura y una veintena de monjas pertenecientes a la orden de las Adoradoras del Cuerpo Incorrupto, recientemente fundada por Fray Miguel Pastrana de Almeida y Garay, excomulgado unos quince años atrás y despojado de sus hábitos jesuítas por anatema, blasfemo y sacrilego, durante sus años de misionero en Paraguay, donde se decía que había vendido su alma a dioses paganos, y cuya muerte, acaecida el año anterior a manos de una tribu de indígenas del Amazonas, había sido muy sonada pues se decía que había sido convertido en un acerico viviente durante una fiesta donde los aborígenes se excedieron con sus brebajes de mandioca fermentada. Iban todos estos religiosos destinados a un convento en Cosquín, en las sierras de Córdoba, abandonado desde hacía años, perteneciente otrora a la orden de las Teresianas de clausura y ahora nuevamente consagrado —merced a la influyente intermediación de un importantísimo miembro de la masonería inglesa— para alojar a esta nueva orden. Eran muchachas jovencísimas, de espesas cejas, gesto sombrío y enjuto, y olían bastante mal. Sus hábitos eran de riguroso negro y semejaban estar confeccionados con vendas, retales y remiendos; llevaban al cuello un crucifijo igualmente envuelto en trapos negros y, desde el momento de su ordenación hasta el día de su muerte, ceñían un cinturón de castidad de cuero que jamás se quitaban, ni siquiera para hacer sus necesidades más íntimas, pues poseían éstos una hechura y ciertas aberturas pensadas para tales propósitos: una rejilla por delante y un orificio por detrás, rodeado de púas ligeramente orientadas hacia fuera. Este cinturón las obligaba a permanecer casi todo el tiempo de pie o recostadas de lado y las salvaguardaba de caer en garras de la concupiscencia o de indígenas violadores; y a pesar de soportar estas incomodidades y padecer las llagas y escaras que el talabarte les producía a lo largo de sus vidas, aceptaban el tormento como penitencia y prueba de su amor al cuerpo incorrupto de Cristo.
Comandando a las monjas venía Sor Estigma, mujer de unos cincuenta años, de mirar torvo y gesto duro, que apenas hablaba, y un fraile llamado Mamerto Fernández Ñuño, natural de Castilla, cuyo destino junto a las religiosas era el citado convento de Córdoba. Era éste un hombre joven, de rostro afilado y pálido, con profundos ojos negros, penetrantes y severos, a la vez que soñadores cuando se lo sorprendía a solas. Su figura era recia y fuerte, como la de un campesino, pero había en sus gestos una delicadeza y elegancia que lo desmentían y ponían al descubierto cierta condición y cierto origen noble. Al poco de llegar a puerto, las religiosas salieron en dos carretas rumbo a Córdoba, pero Fray Mamerto hubo de permanecer en Buenos Aires hasta recibir las nuevas órdenes del obispo que, a decir verdad, se había mostrado reticente en todo momento con esta dudosa orden religiosa.
Las jóvenes amigas continuaban organizando la fiesta a la espera de noticias de Thomas, el prometido de Celeste, y mataban su tiempo a la sombra de los sauces del riachuelo tomando sorbetes de granizo con limón o visitando a los tenderos de la calle Maipú y próximos a la Recova, que exhibían en sus vidrieras sus mejores géneros recientemente venidos de Europa.
Al cabo de seis días de traqueteado viaje, llegó en una carreta proveniente de las sierras de Córdoba la esperada vasija con la momia, embalada en un esqueleto de madera de quebracho. Desde la ventana de su gabinete, situada en el piso superior, lady Elizabeth y sus amigas observaban, presas de gran agitación, las esmeradas maniobras de los esclavos que, bajo las ceceantes órdenes de la negra Prudencia, la bajaron del vehículo y entraron en la casa por la puerta de servicio, desde donde la trasladaron al gabinete en el cual habitualmente recibía los jueves a los más íntimos.
—Déjenla aquí— les indicó ésta, señalando un quillango de vicuña a los pies de una mesa redonda que había hecho disponer para la ocasión.
Y despidió a los negros en cuanto hubieron retirado las tablas del embalaje, no sin antes advertirles que nunca jamás hablaran del asunto; y para mejor asegurarse su silencio, les dio a cada uno medio real de plata.
-Vos también ándate abajo, Prudencia -le pidió a la negra, haciéndole un guiño—. Prefiero que estés abajo vigilando para que a nadie le dé por subir aquí a chusmear. -Prudencia reajustó el nudo del pañuelo con lunares rojos que ceñía su pelo y obedeció a su señora sin rechistar, pues aparte de lista era sumamente obediente. Antes de salir se volvió y, haciendo un gesto altivo y de desdén a la vez, puntualizó—: Era de un príncipe, dijeron ezoz que la trajeron.
Las muchachas quedaron a solas, de pie alrededor de la vasija de barro, observándola con ansiedad, mordiéndose los labios e intentando apaciguarse inútilmente, pues cuando fueron a decir algo, lo hicieron las cuatro a la vez. Riéronse ante la situación, y fue Elizabeth quien habló para decir:
—Bueno, por fin ya está aquí —suspiró aparatosamente—. Ahora, ¿a ver qué hacemos?
—¡Oh! —exclamó Rosaura Laprida, llevándose una mano a la boca—. Éste será un momento inolvidable. Querida Elizabeth, ¿te das cuenta de que esto significa el principio de tu reencuentro con la felicidad?
-Dios te oiga, darling.
-Sí, querida amiga -asintieron las hermanas Rocamora-. A partir de hoy tu vida dará un vuelco.
—Ya verás como recuperas tu felicidad y la de tu adorable esposo -sentenció Blanca-. Pero ahora soseguémonos y pongámonos manos a la obra.
Se miraron entre ellas esperando ver quién de las cuatro tomaba la iniciativa. Y fue Celeste, siempre dispuesta y comedida, quien lo hizo, pidiendo a Elizabeth que le diera unas tijeras con las que cortar los tientos que ceñían el trozo de cuero tensado que tapaba la boca de la vasija.
Una vez retirado el tapón, dudaron un momento antes de asomar los ojos al interior de la vasija, de la cual salía un penetrante olor ácido. Rosaura retrocedió un paso y se mantuvo tensa, junto a la ventana, sin atreverse a mirar directamente a la vasija. -Mandaré que suban una canasta con limones -dijo Elizabeth-. Está claro que aquí huele a chiquero.
Fue Celeste la primera en atreverse a mirar dentro de la vasija y anunció:
—Bah, es sólo una momia inofensiva envuelta en trapos. Vamos a sacarla y ponerla sobre la mesa. No podemos perder el tiempo, hay mucho que hacer. ¡Vamos, niñas! —ordenó a la par que las sacudía de un brazo para que se espabilaran-. Y ahora, Rosaura, hace el favor de cerrar las puertas con llave para que nadie nos moleste, no sea cosa que Prudencia se descuide.
Nada más asomar del envoltorio la momia, Rosaura Laprida se desvaneció y cayó redonda al suelo, sobre el quillango que amortiguó el golpe, pero tanto Elizabeth como las hermanas Rocamora permanecieron, aunque sudorosas, íntegras, en pie, e inmediatamente acudieron en su auxilio y, abanicándola, la reanimaron.
-Sos una floja, Rosaura -Celeste Rocamora fue la primera en recriminarle su debilidad—. Si vas a estar desmayándote a cada rato, como siempre te ocurre, mejor bajas a la sala a tocar el piano, que nosotras tres, sólitas, podemos hacerlo todo.
-Tiene razón Celeste -apostilló su hermana.
Pero Rosaura, desde la butaca en la que se desmadejaba, pálida como la cera, con un hilo de voz prometió reponerse y no volver a desmayarse: no quería perderse aquello por nada del mundo.
Después de numerosas y torpes maniobras pudieron extraer el cuerpo de la momia y colocarlo encima de la mesa, hecho un ovillo como estaba, sentado en cuclillas. Fue entonces cuando las muchachas se quedaron de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, observando detenidamente por primera vez, llenas de malsana curiosidad, al malogrado príncipe comechingón. Rosaura temblaba, pero fiel a su juramento, hacía lo imposible por mantenerse íntegra y rogaba en silencio no volver a desmayarse, mientras los colores le iban y volvían, se le nublaba la vista, y la salita, con todo lo que en ella había, le daba vueltas.
Desde lo alto de la mesa, envuelta en varios ponchos y mantas de lana de guanaco, tocada la cabeza con los restos de una principesca pero apolillada corona de plumas de ñandú, la momia, cuya faz asomaba entre trapos, parecía observarlas a su vez, con similar curiosidad e incomprensión, también atónita, a través de unos ojos convertidos en dos pasas de uva que reposaban al fondo de las órbitas exageradamente abiertas, pues los párpados habían desaparecido por completo. Acaso el infeliz no entendiera qué significaba aquello: ese entorno cúbico limitado e insólito, lleno de ricas colgaduras e incomprensibles objetos, y esas cuatro mujeres blancas, pasmadas, cubiertas con inútiles y raros ropajes, que se comportaban con afectación y olían tan raro.
—¡Es horrible!— murmuró Rosaura en voz muy baja, como si quisiera evitar que la momia la oyera, y se llevó una mano a la boca, igual que si hubiera escapado de sus labios una palabrota.
-Sí, querida, la verdad es que la pobre es un poco repugnante -dijo Celeste, rompiendo así la tensión acumulada. Y todas se echaron a reír, con esa risa nerviosa que pretende encubrir un miedo intermitente y ancestral.
Armadas de coraje, sobre todo Rosaura, que temblaba como una hoja y sudaba copiosamente, procedieron a retirar las mantas y ponchos que la envolvían, el tocado de plumas y las hojotas de cuero de los pies, hasta dejarla totalmente desnuda, en la piel y los huesos.
—Parece que es un hombrecito —manifestó Celeste Rocamora, haciendo un gesto picaro con los ojos, que discretamente dirigió a la entrepierna de la momia.
-¡Por Dios, Celeste! -exclamó Rosaura, con las mejillas arreboladas-. ¿Cómo podes decir esas cosas? Estás ante un muerto que, a pesar de su lamentable estado, merece respeto.
-¿A ver? -Blanca se acercó muerta de curiosidad, pero Elizabeth la retuvo por un brazo y la reconvino:
—Blanca, no le hagas caso a tu hermana, que es una irrespetuosa.
-Es más fea de lo que imaginaba -comentó Rosaura, acercándose e inclinándose hacia la momia para observarla más de cerca, y apoyando la barbilla en una mano y el brazo plegado sobre el pecho, en actitud reflexiva, suspiró profundamente y recapacitó en voz alta—: Pensar que esta pobre criaturita estuvo viva un día... que rió, sufrió y amó como cualquier hombre creado por Dios...
-Rosaura, darling, no es momento de ponerte trascendental -la interrumpió Celeste-. Todavía hay mucho que hacer.
Elizabeth, en esos momentos se disponía a tirar dentro de la vasija los trapos de lana, que se deshacían sólo con tocarlos, y al asomarse descubrió algo en el fondo. Se trataba de un envoltorio doblado en numerosas partes, aparentemente hecho con algún tipo de corteza o cuero muy fino. Dejó en el suelo los trapos para poder maniobrar con facilidad, metió un brazo en la vasija para alcanzarlo y una vez en sus manos lo desplegó no sin dificultad. Había en la superficie dibujos torpemente ejecutados, pintados en rojos, verdes y azules desvaídos, que no se molestó en observar detenidamente, porque le pareció un objeto muy feo, acaso pintado por un niño o un adulto muy torpe.
—Cosas de indios —murmuró con desdén. Y volvió a dejarlo en el fondo de la vasija, donde asimismo echó los restos de vestiduras y las plumas del tocado que había dejado a un lado.
Venía la parte más complicada de toda esta ceremonia fútil y caprichosa, que era enderezar a la momia, vendarla y darle un aspecto tal que pasara inadvertido su origen criollo plebeyo y adquiriera la apariencia noble de una auténtica y noble momia egipcia. Para esto, Elizabeth ya había pensado y tenía dispuesta en su habitación la tina de zinc en la que un día tuvo el capricho de bañarse con la triste consecuencia de enfermar gravemente, y que desde entonces permaneció arrinconada detrás de un biombo chino. Las criadas, convencidas de que su ama había enloquecido encaprichándose por segunda vez en bañarse, la habían llenado horas antes con agua muy caliente, a la que habían agregado pétalos de rosas frescas, cogidas del jardín esa misma mañana, agua de lavándula y hojas de té.
Celeste sugirió dejar la momia sumergida hasta el día siguiente, convencida de que serían necesarias al menos veinticuatro horas para que las articulaciones volvieran a adquirir la flexibilidad originaria que les permitiera estirarla y cruzarle los brazos sobre el pecho, hasta darle la postura de una auténtica momia egipcia. Secaron sus manos en toallas humedecidas con agua de violetas y bajaron a las cocinas, lejos de los fogones, donde llegaba el aire fresco que salía del sótano, allí se aposentaron a una mesa y, amablemente, se pusieron a tomar mate perfumado con canela, acompañado con tortas fritas, y a charlar en inglés, como lo hacían habitualmente delante de los criados y esclavos, que a esas horas de la tarde pululaban desplumando palomas, vaciando achuras, limpiando las verduras y lo necesario para la cena, bajo las indicaciones y la mirada celosa de la negra Prudencia, cuyas facciones simulaban la mayor de las ignorancias.
Esa noche, Elizabeth apenas pudo dormir, pues no tuvo en cuenta su temeridad cuando dejó la momia remojándose en su recámara, detrás del biombo, a escasos tres o cuatro metros del lecho. Intentó conciliar el sueño en varias ocasiones sin resultados, pues cada tanto, desde la duermevela, la asaltaba la imagen del indio mirándola a través de las cuencas vacías.
Por la mañana, mientras tomaba el mate que cebaba Prudencia en la galería, decidió participarle a ésta su inquietud, esperando acallar su conciencia, pues algo la reconcomía, pero la negra la tranquilizó diciéndole que las momias estaban muertas pero que bien muertas, y que a quienes había que temer era a los comechingones y sanavirones vivos:
—Ezoz zí que zon peligrozoz, zeñora, dígamelo a mí...
La negra Prudencia hablaba por boca de la experiencia, ya que de niña había sufrido en sus carnes las consecuencias de un malón: los indios le habían destrozado los dientes superiores de un macanazo, antes de que pudiera huir y esconderse en los galpones, bajo las parvas de alfalfa; «azi me dejaron ezoz demonioz», decía, señalándose la boca.
Mediaba la tarde cuando volvieron a presentarse las tres amigas en casa de Elizabeth y lo primero que hicieron fue reprocharle su estado:
—Pero ¿qué te pasó, darling, que tenes tan mala cara?
—¿No dormiste, acaso?
Pero Elizabeth no respondió, se limitó a ordenarles que subieran de inmediato, pues todavía quedaba mucho por hacer. Y le preguntó a Celeste con viveza: —¿Trajiste las plumas que te pedí, querida?
-Sí -contestó ésta, agitando delante de sus ojos un envoltorio alargado de papel.
Una vez en el gabinete, sacaron la momia del agua, la tendieron sobre la mesa usada el día anterior, y procedieron a flexionarle las extremidades buscando la postura deseada. No fue complicado, porque las articulaciones se habían ablandado bastante, salvo la del hombro derecho, que se partió nada más intentar torcerla.
-Esto no es ningún problema -dijo Celeste, muy resuelta. Y sacándose del cabello una cinta azul de raso, le ató la escápula al hombro en un santiamén. Una vez enderezada le ajustaron a la cabeza una vincha roja de lana, en la que ensartaron las plumas de pavo real traídas por Celeste, y con tiras de sábanas y enaguas gastadas, la vendaron de arriba abajo con numerosas vueltas. Satisfechas, cubrieron la momia con sábanas limpias y la ocultaron debajo de la cama hasta el día siguiente, día señalado para la gran fiesta.
—Hay un detalle... —comentó Rosaura, ciertamente preocupada.
-¿Cuál?
—No hay sarcófago.
-Bah, no te preocupes por eso -la tranquilizó de inmediato Celeste-. Diremos que durante la travesía en alta mar una fuerte tormenta destrozó el sarcófago y el capitán se vio obligado a arrojar los restos por la borda.
Por la mañana se celebró una misa especial en la catedral, por encargo de lady Elizabeth. Todo se desenvolvía con marcada etiqueta, únicamente se oían en el sacro recinto los estornudos de la negra Prudencia, que padecía una fuerte alergia a las flores de retama, con las que Elizabeth había mandado engalanar el altar. De improviso, en el inviolable momento de la consagración, las feligresas sintieron un escalofrío que les recorrió el cuerpo, y una extraña pero agradable sensación las recorrió por dentro aposentándose finalmente en los lugares más escondidos de su delicada anatomía; fue un hormigueo creciente e íntimo que duró unos segundos, segundos que se hicieron escasos y acabaron en una indescriptible sensación de plenitud femenina. Todas ellas suspiraron a un tiempo, aturdidas por las oleadas de bienestar, pero afortunadamente no se oyeron los suspiros, pues en ese mismo instante el monaguillo, hijo menor de los Druring Bartrina, niño extraño por sus refinados modales, exagerados y un tanto equívocos, agitaba como un poseso la campanilla en alto. Su carita rubicunda, enrojecida más de lo habitual, estaba tan congestionada que más parecía un pequeño demonio que un monaguillo.
También el obispo que oficiaba fue presa de escalofríos, del aliento lascivo que se esparció por el ámbito con el filo de una blasfemia, y tuvo una súbita y marcada erección que —por fortuna para él y los asistentes, aunque no para Dios, a cuyos ojos son inútiles velos y encubrimientos- quedó oculta bajo los hábitos holgados y negros. También los hombres y los niños, aunque ajenos a tales lúbricos influjos, notaron un momentáneo malestar, una ligera ansiedad que atenazó sus corazones con similar angustia a cuando se pierde de repente a un ser amado.
Pero la ilusión que los concurrentes tenían puesta en la fiesta de los Inzúa Sheridan, en cuyo programa anunciaban el desenvolvimiento de una momia, era tal que a media tarde ya había olvidado lo ocurrido en la catedral.
La fiesta se inició a las siete, con la concurrencia de lo más granado de la sociedad porteña. Mariquita Sánchez de Thonson interpretó al piano el minué, el cielito criollo, el montonero, y un par de veces el pericón nacional, que los asistentes bailaron con patriótico entusiasmo, porque, como susurrara al oído de lady Elizabeth el coronel Mansilla durante la danza: «Querida, no podemos dejar pasar esta ocasión, pronto hará treinta años que arrojamos a los buitres esa pesada e impropia corona española que oprimía nuestras sienes».
Blanca Rocamora consumó el anhelado sueño de interpretar una danza egipcia vestida de odalisca, envuelta en superpuestos velos, luciendo una hermosa peluca azul y una gargantilla copiada del pectoral de una momia de El Cairo, cuyo grabado había visto en un ejemplar de El Grito Argentino. Un flautista libanes, un criado chino que tocaba las campanillas y un mulato con un tambor, disfrazados todos ellos de árabes, fueron los encargados de interpretar la música egipcia inventada y compuesta por su hermana Celeste, que sin llegar al virtuosismo al piano de Mariquita Sánchez, se defendía con bastante dignidad, sobre todo cuando interpretaba a Chopin.
Elizabeth y sus amigas habían dispuesto una mesa alargada de cocina en el salón de baile, ante la chimenea de piedra, cubierta por un faldón de terciopelo rojo con pasamanería. Tras las cortinas cerradas que daban al distribuidor de la zona de servicio, aguardaba la momia en una improvisada camilla cubierta por una sábana, y dos criados vestidos de egipcios, con sendos nemes dorados en la cabeza y faldones de piel de tigre el uno y de gato montes el otro, se encargarían de introducir la momia y retirarla luego una vez desenvuelta.
Circulaban el vino y las empanadas, los cuencos con mazamorra, cuando a unos sonoros acordes al piano, de manos de la virtuosa Mariquita Sánchez, los criados apagaron ceremoniosamente las velas de sebo y dejaron encendidas únicamente las lámparas de aceite, cuidadosamente cubiertas con velos de seda carmesí, que crearon una penumbra misteriosa e inquietante. Asimismo, a un acorde señalado, los criados introdujeron la momia al salón, a paso solemne, sin llegar a la pompa de un desfile fúnebre, y la depositaron sobre la citada mesa.
Elizabeth y Celeste, vestidas asimismo de egipcias, con profusión de velos, entraron por la puerta enfrentada. Con una sonrisa de lado a lado, y tras una reverencia graciosa al público, anunciaron el espectáculo y se aplicaron a la paciente y aparatosa tarea de quitarle las vendas a la momia, que habían bautizado con el rimbombante nombre de «Alef-Katón, faraón del Alto y Bajo Egipto», según rezaba el programa. Durante el vendaje, habían tomado la precaución de introducir baratijas entre las bandas de tela, de manera que cada tanto fingían sorprenderse, lanzaban a la concurrencia un exagerado: «¡Oh!», y exhibían en alto uno de los supuestos tesoros egipcios que, acto seguido, ante los ojos atónitos de damas y caballeros, arrojaban al aire como si fueran flores.
Temerosas, las señoras avanzaban con las manos en alto, disputándose la posesión del valioso presente, que luego recogían no sin gesto de aprensión, y volvían junto a los demás con paso apresurado y una risita histérica y juguetona, como si acabaran de cometer una travesura.
Pero el momento culminante, en el que las anfitrionas depositaron toda la tensión y el buen arte del aspaviento, llegó cuando Elizabeth anunció que procederían a retirar las últimas capas del vendaje, e instó a los asistentes a acercarse para disfrutar mejor del espectáculo. Hubo un murmullo de aprobación y también una oculta resistencia a hacerlo, cierto temor a la proximidad con aquel sujeto u objeto inerte que encerraba tanta dignidad real a pesar de su repugnancia.
Celeste y Elizabeth, dado el éxito obtenido, confiaron plenamente en su talento teatral, redoblaron sus afectaciones y, morosamente, con aparatosidad estudiada, fueron quitando las últimas vendas, dejando a la vista los miembros resecos y marrones de la momia. Un par de criados, severamente instruidos, no daban abasto en administrar sales entre las damas, pues una tras otra se desvanecían entre ayes a medida que el cuerpo descarnado del indio salía a la luz. Y en el preciso momento en que Elizabeth retiró las gasas que envolvían el cráneo, hubo un grito de horror generalizado y algunos, incapaces de resistir el miedo, salieron de allí huyendo hacia los jardines. Fue entonces cuando la anciana Mariquita Sánchez, demostrando su temple, arreció los acordes al piano aporreando las teclas más bajas de la escala cromática, acordes que acabaría con un glissando que abarcaba más de la mitad del teclado, seguido de un acorde sonoro y definitivo.
Los aplausos no se escatimaron y los vítores y risas resonaron a lo largo y ancho de todas las dependencias de la enorme casona de Palermo. Elizabeth corrió junto a su marido, dichosa, radiante y más bella que nunca y lo abrazó riendo, consciente y satisfecha de haber cumplido su cometido, pues vio enseguida en el semblante de éste dibujada la alegría y en los ojos negros y duros, por primera vez después de años, destellar el fulgor acuoso de la felicidad.
Mientras tanto, los asistentes se reponían de tantas emociones y, envalentonados, se acercaban a la mesa donde yacía la momia entre un revoltijo de vendas perfumadas y se atrevían a tocarla con la punta de los dedos, acompañando el gesto valiente con un gritito agudo y breve que les robustecía el coraje. Y aquellas señoras que no habían tenido la suerte de verse agraciadas con alguna reliquia, osaban incluso recoger una falange, una uña, un diente o un trozo de piel reseca, para llevárselo como recuerdo.
—¡Ha sido maravilloso, querida! ¡Nunca habíamos disfrutado de una fiesta tan original!
Elizabeth no dejó de recibir elogios durante el resto de la velada. Y por qué no, también ella tenía derecho de guardar para sí un recuerdo, de manera que, cogiendo del brazo a su marido, se acercó a lo que quedaba de la momia y, a falta de una pieza definida, se quedó con un trozo de materia renegrida, tal vez un apéndice carnoso que semejaba un puñado de pasas de ciruela. Recogió una servilleta bordada de una mesa vecina y en ella lo envolvió.
También Fray Mamerto, que había sido invitado antes de su partida definitiva al convento donde habría de hacerse cargo de los futuros feligreses y de las monjas, venciendo sus pruritos recogió algo de la momia y se lo guardó en un bolsillo de la sotana.
Había una alegría desmedida en la atmósfera del salón de baile, ciertos efluvios de extraña jocosidad se desplazaban de un lado a otro y envolvían a los asistentes como pámpanos carnosos de una insolente enredadera. Acaso fuera el espíritu de las bebidas, el ponche, los vinos priorato y carlón o acaso fuera el ánima del príncipe indio, que arrancada de su milenario letargo se mezclaba jubilosamente con los asistentes, contagiada de la jarana y empeñada en participar de la fiesta desde el más allá.
Y mientras la luna lucía esplendorosa y llena en el cielo y los grillos vibraban lanzando sus requiebros en el aire para regalo de las hembras, cuando los numerosos relojes de campana distribuidos en las habitaciones tocaron al unísono las doce campanadas, se levantó un viento frío que entró por las puertas y ventanas abiertas y estremeció a la sorprendida concurrencia, no dispuesta para unas temperaturas fuera de estación, y apagó las lámparas y las velas dejando en tinieblas el salón y el resto de la casa. El cielo se cubrió de nubes espesas y plomizas y estallaron furiosos truenos que conmovieron la vajilla de Sevres y la cristalería, quebrando las piezas más elegantes y frágiles. Un relámpago furioso, de un azul intenso, iluminó la estancia como una fantasmagoría, y fue entonces cuando las parejas interrumpieron el pericón nacional y descubrieron horrorizadas a la momia, sentada en la mesa. Y cuando tenían puestos sus ojos aturdidos en ella, con un chirrido de huesos, el indio giró la cabeza hacia el público. Su cara descarnada era el mismísimo horror incrustado en el nimbo de iridiscencias verdes de las plumas de pavo real. Para mayor sorpresa y terror de los asistentes, el indio abrió la boca y se puso a hablar, con voz de ultratumba, grave y sonora: —Ima_rayku ruwaranki chayta.
Se hizo un gélido silencio que heló los corazones. El coronel Mansilla ordenó, alzando un brazo en alto:
—¡Silencio! ¡Está hablando en quechua! —y luego de escuchar con atención, agregó-: Pero no entiendo del todo lo que dice, es quechua, sí, pero mezclado con kakán —y volvió a pedir silencio, un silencio que no se hizo, pues el horror era de tal magnitud que muchas damas lloraban, otras huían como posesas por los grandes ventanales, los hombres juraban por sus antepasados llevándose las manos a la cabeza, y los militares desenvainando sus espadas. Pero el griterío acabó muy pronto, cuando la negra Prudencia se llevó una mano al pecho como impidiendo que se le saliera el corazón y con la otra señaló hacia el fondo del salón en dirección opuesta a la horrible momia y gritó:
-¡Ez ella, la pitoniza portugueza!
Todos se volvieron hacia donde señalaba y vieron a Agostinha Das Luengas traspuesta, de pie junto a una columna con su vaporoso vestido verde, con las manos crispadas en alto, el rostro congestionado y los ojos en blanco, la boca llena de espumarajos, profiriendo palabras en quechua:
-Sunqunkuna...
-¡Silencio, silencio! -insistió Mansilla-. Habla de muerte...
Pero nadie le hizo caso, por el contrario, arreciaron las voces y chillidos, el llanto de impotencia y pánico.
—¡Eztá pozeída por la momia! —destacó por encima de las voces el grito agudo de Prudencia. Y en todo el salón se dejó oír un «Ho», generalizado. En efecto, Agostinha das Luengas, la portuguesa, hablaba por la boca del indio. El espíritu del infeliz se había metido en su cuerpo y lo usaba para lanzar su maldición de momia, maldición que, si bien todos reconocieron como tal, nadie supo adivinar su alcance o contenido, pues el coronel Mansilla aunque tenía conocimientos de la lengua quechua, no distinguió más que algunas palabras dispersas, que hablaban de desgracias, podredumbre y muerte.
Ante la mirada atónita de todos, la pitonisa emitió un fuerte suspiro y enmudeció de pronto; sus ojos se cerraron, sus manos recuperaron la laxitud y la cabeza le cayó sobre el pecho: dormía profundamente y una baba espumosa se deslizaba por la comisura de sus labios. Se hizo un enorme y gélido silencio, no se atrevieron ni a hablar ni a moverse, permanecieron allí paralizados por los extraordinarios sucesos. Pero éstos no acabarían aquí, porque cuando los cuerpos y las mentes comenzaban a templarse y cada uno de los asistentes recuperaba la vida que había estado a punto de salirle huyendo del pecho, la momia, como si hubiese acabado su cometido, se derrumbó sobre sí misma, el cráneo cayó de la mesa al suelo y rodó a lo largo del salón hasta acabar a los pies del piano, junto al ruedo de holandas del vestido de Mariquita Sánchez, que cerró el teclado y se levantó de un salto, con un grito, seguido de un silencio y una sonora e histérica carcajada, hilaridad que, pasado el susto, todos acompañaron de buen grado. Y aunque la risa pareciera estar fuera de lugar, tenía el poder de conjurar el terror, alejar los espíritus llegados de ultratumba y devolver a los allí reunidos al plano de la vida terrenal.
Horas después de medianoche, quizá a causa de estos sucesos de naturaleza inquietante y enigmática, si bien inofensivos, los que permanecieron en la casona de Palermo, tanto las familias patricias invitadas como los criados y esclavos, e incluso los animales: las aves del columbario, las gallinas y los conejos, se vieron invadidos por un infundado y contradictorio entusiasmo, por cierta jocosidad malsana con visos de indecencia que, en algunos casos terminó en sofocos y calenturas. Se trataba de similares extraños efluvios a los acaecidos en la catedral esa misma mañana. Los criados, por su naturaleza simple e ignorante, libres de prejuicios y ataduras morales, se lanzaron a las calles oscuras y se metieron en los zaguanes, donde dieron rienda suelta a sus bajos instintos poseyéndose unos a otros. Mientras, en la casa, más de uno y una, con cuidada discreción, se deslizó por los amplios corredores a oscuras en busca de una puerta que no era exactamente la de su aposento, buscando al otro lado las manos y los labios precisos para aplacar su apetito. Fray Mamerto, recluido en la habitación de huéspedes asignada en lo más alto de la casa, se azotaba las carnes prietas y ardientes conjurando así corrompidos pensamientos, deseos inconfesables, imágenes sacrilegas y lujuriosas que surgían de la oscuridad cenagosa de su mente. Jamás en sus treinta y seis años el demonio lo había tentado con semejante encono, jamás había tenido que luchar contra él con tal ahínco y tal energía.
Elizabeth, a pesar de sus sólidos principios y sentido de la responsabilidad propios de su rango, no se vio exenta del general embrujo, tampoco su marido que, contraviniendo su habitual carácter frío y distante, le sonreía lascivamente y le echaba miradas encubiertas desde el lecho donde se había tumbado, completamente desnudo, contrariando el decoro. Supo ella enseguida que este cambio no se debía a los efectos del ponche, pues su amado esposo nunca bebió más allá de lo que marcan las reglas de la etiqueta. Y fue esa noche cuando Elizabeth conoció por vez primera la pasión de un hombre desbocado como un potro salvaje, y ella, debido a la influencia de la noche, también dio rienda suelta a sus instintos de yegua en celo.
Simultáneamente, a doscientas leguas de posta de allí, en el recientemente ocupado convento de las Adoradoras del Cuerpo Incorrupto, la atmósfera de los claustros se enrareció de golpe, la madre superiora y las monjas despertaron a causa de una repentina opresión en el pecho y un calor sofocante que las bañaba en sudor frío. Abrieron las ventanas y se asomaron buscando alivio en el sereno de la noche, pero al poco volvieron a asfixiarse y se echaron a los jardines y la huerta donde corrieron como posesas entre los yuyos y abrojos, pisoteando los recientes almacigos de flores y hortalizas con los pies desnudos. Sus voces despertaron a calandrias y zorzales que, confundidos, se pusieron a gorjear como si fuese el alba; y los chelcos y lagartijas, víboras, cuises, mulitas, tatús, vizcachas y quirquinchos abandonaron las madrigueras y, como si huyeran de las voraces llamas de un incendio, se escabulleron hacia los montes más lejanos. Ya en el paroxismo de la locura, las hermanas se desvanecieron entre ayes. Amanecieron tiradas entre las matas de carqueja y paja brava, con los hábitos desgarrados y sucios, llenas de magulladuras y cortes. Con horror, descubrieron abiertos los cinturones de castidad y, sin perder un instante, unas a otras se palparon en lo más íntimo para comprobar, con un suspiro de alivio, que seguían intactas. En Cosquín, pueblo vecino al convento, no faltaron quienes afirmaron haber oído esa noche al lobisón sietemesino aullar con mayor desgarro que nunca, como poseído por el mismo mandinga.
Aplacados los extraños sucesos, los ánimos se serenaron y la rutina volvió a instalarse entre amos y criados según fueron pasando los días; Elizabeth fue comprobando, con creciente dicha, significativos cambios en el ánimo de su marido: el semblante más luminoso, el gesto menos endurecido que de costumbre y en sus ojos un antiguo brillo que denotaba una íntima satisfacción con la vida.
Movida por la esperanza, después de tantos años de padecer la lánguida frialdad de su marido, el lento descenso a la indiferencia y la tristeza, Elizabeth concluyó que el mérito de semejante cambio no podía ser otro que el éxito de la fiesta y el aún más acertado desenvolvimiento de la momia. Recordó entonces el despojo que esa noche había recogido de entre los vendajes y tuvo la certeza de que su naciente felicidad se debía a éste, a los efluvios del alma del príncipe que de él emanaban, y decidió convertirlo en un talismán y hacerlo objeto de reverencia.
A dos cuadras del Cabildo, vivía el maestro orfebre Henri Chabrom, venido de París hacía una veintena de años, famoso entre otras cosas por sus hermosas y trabajadas bombillas de alpaca, plata y oro. Elizabeth no dudó un instante en dirigirse hacia allí una tarde bochornosa, montada en el sulky, acompañada de la negra Prudencia, llevando envuelta en un pañuelo su preciada reliquia.
Fue tanta la felicidad de Elizabeth por aquellos días que, en las siguientes semanas a la fiesta no cesó de acudir a casa de sus amigas, cómplices de su argucia, para agradecerles su colaboración y participarles, llena de entusiasmo, la notoria mejoría de carácter de su marido, pormenorizando y prodigando detalles de su amable y dulce comportamiento.
—Y no es de extrañar —les dijo dejando ver una enorme sonrisa, para agregar a continuación-: ¡Estoy encinta!
—¡Oh, darling! Esa sí que es una buena noticia —dijeron éstas a coro. Y, tras mirarse unas a otras, rompieron en un llanto convulso.
-¿Qué ocurre, queridas? -preguntó Elizabeth, llena de desconcierto, mirando a una y a otra en busca de un gesto, una palabra-. Pero ¿qué pasa aquí? -reiteró al ver que callaban. Y fue Celeste quien rompió el silencio con un hilo de voz:
—También nosotras estamos encinta...
-¿Qué? Pero si..., ¿es broma, no?
-No, no es broma. Te parecerá imposible, pero es así.
-Pero, Blanca, ¿tú también?
-Sí -respondió ésta, ruborizándose y mirando el suelo.
-Naturalmente, nadie debe saberlo -dijo Celeste-, reponiéndose y recuperando su habitual temple.
-Pero ¿quién es el padre? -insistió Elizabeth, acercándose a Blanca y rodeándola con sus brazos.
-Nadie. No hay padre. Será un hijo del viento, como dicen las indias —y Blanca volvió a deshacerse en llanto.
Una tarde, por mediación de un aprendiz, Elizabeth recibió recado del joyero comunicándole que el relicario estaba listo, y si deseaba retirarlo personalmente o prefería que se lo enviase a casa. Elizabeth despidió al negro, se echó la toquilla sobre los hombros y sin perder un momento llamó a Prudencia, le ordenó recoger la sombrilla y acompañarla a la joyería. A continuación mandó enganchar los caballos al sulky y partió rauda.
El resultado fue una primorosa caja de alpaca labrada, con cristales de roca a los lados, a través de los cuales se apreciaba perfectamente la extraña reliquia. La tapa practicable era igualmente de alpaca, en la que había Incrustados tallos y hojas de ónice verde y flores del mismo mineral en tono rosa. Una vez en casa, Elizabeth se lo enseñó a su esposo diciéndole que debían su felicidad a la reliquia, y lo colocó sobre la cómoda en su dormitorio, junto a una imagen de la virgen.
Una extraña influencia ejercía aquel despojo sobre Elizabeth. Influjo del que no era totalmente consciente, pero pasaba horas contemplándolo con fijeza mientras era invadida por una progresiva sensación de plenitud, y al cabo de unos minutos se hacía tan intensa que se estremecía bajo estertores y escalofríos, los dientes le castañeteaban y, sin proponérselo, alcanzaba una sensación muy similar al éxtasis. Era entonces cuando Elizabeth se acariciaba el vientre convexo en cuyo interior palpitaba una vida.
Pero al cabo de un par de meses, cuando lady Inzúa y su marido rubricaban lo que parecía la cúspide de su felicidad, unas fiebres vespertinas y una pertinaz debilidad se apoderaron de ella, y sus mejillas comenzaron a perder color. Curanderos y gualicheras desfilaron por las habitaciones de la casona del barrio de Palermo, incluso Agostinha das Luengas, que por sus acertadas predicciones estaba haciéndose famosa y rica entre los poderosos de Buenos Aires, hizo un diagnóstico poco feliz por boca del espíritu de Paracelso. Pero nada pudieron hacer vivos y muertos. Elizabeth continuó empalideciendo, adelgazando día a día y perdiendo su espíritu alegre y emprendedor. Poco le costó al médico de a bordo de la nave Beagle, en esos días de paso por El Plata, diagnosticar tuberculosis, pues vio claros los síntomas aunque todavía no hubiera esputo sanguinolento. El hombre prescribió sosiego, una dieta a base de lentejas e infusiones de carqueja y le prohibió el mate cocido. Si deseaban salvaguardar las vidas de la madre y su retoño, Elizabeth tendría que abandonar el clima húmedo y fétido de Buenos Aires, alejarse del bullicio, las reuniones sociales y también obligaciones, y guardar reposo al amparo del aire de las Sierras Chicas.
A la semana, el matrimonio cuya felicidad se veía tronchada por el destino de forma tan repentina e injusta, partió en compañía de la negra Prudencia, en diligencia rumbo a «Los Sauces», escoltada por un puñado de gendarmes, ya que los indígenas vagaban soliviantados por aquellas tierras, diezmados, hambrientos, desarrapados y deseosos de justicia. Dos carretas cargadas de criados y baúles con los ajuares y las vestimentas de los señores, los seguían a escasos metros. Elizabeth llevaba a buen recaudo, en el bolso de mano, el querido relicario del que jamás se separaba.
Justamente por entonces, cuando a pesar de su dispersión los escasos y diezmados indígenas rumiaban un fuerte resentimiento contra los invasores blancos, llegó a oídos de los indios lo del robo y sacrilegio de la momia de su príncipe a manos de los señores Inzúa Sheridan, propietarios de la estancia.
Sanavirones y comechingones se unieron bajo el mando del cacique Vinachel con la excusa de recuperar la momia; evasiva falsa, pues la verdadera razón de esta alianza no era otra que presionar al gobierno central para que les devolviera sus legítimas tierras, arrebatadas durante la conquista. Hartos de chicha, montados a pelo en sus alazanes, ataviados con sus cueros y sus vinchas emplumadas ceñidas a la frente, enarbolando lanzas, macanas y boleadoras, avanzaron una medianoche en desvencijado malón sobre «Los Sauces», aprovecharon el sueño de los moradores, derribaron la tranquera y saquearon lo que pudieron de la estancia con sus dependencias, incluidos los establos, de donde robaron los caballos; se alzaron con los aperos de los galpones y de la capilla se fueron cargados con la plata, la ropa del cura, los santos y los objetos litúrgicos; entraron en algunas habitaciones torpemente, con más miedo que convencimiento y arrasaron con cuanto pudieron o, como urracas, con cuanto brillaba, incluido el relicario, del que jamás sospecharon su verdadera esencia, pues lo desconocían. Huyeron al galope, algunos malheridos por los escasos peones que, aunque reaccionaron a destiempo, repelieron con todas sus fuerzas y armas de fuego el ataque, a pesar de que se vieron obligados a atender también los numerosos focos de incendio provocados por los infelices. Los indios huyeron a campo traviesa perdiendo lo saqueado en cada empellón, dejando tirados a los heridos; así regresaron al valle al otro lado del Cerro Uritorco, a la Cueva del Tigre, donde dos semanas después la mayoría sería masacrada y desorejada por los hombres del caudillo Juan Manuel.
Los señores de la casa, junto con unos cuantos sirvientes y esclavos entre quienes se hallaba la negra Prudencia., salieron ilesos gracias a que reaccionaron justo a tiempo para refugiarse en los sótanos.
El relicario desapareció aquella noche para siempre, si bien algunos años después, hubo quienes aseguraron haberlo visto formando parte del tesoro de la catedral de Toledo, en España.
A pesar de las bonanzas del clima cordobés, Elizabeth, lejos de reponerse, fue empeorando día a día. Su delgadez se hizo extrema, padecía fiebres, frecuentes accesos de tos y su pañuelo de mano empezó a ocultar flores malditas de sangre. Únicamente la mantenía con vida la esperanza: el fruto del amor que llevaba en su vientre abultado.
En la misma semana que en «Los Sauces» nació el hijo de Elizabeth, de manos de la negra Prudencia, en la capital vieron la luz tres niñas, hijas de Celeste, Blanca Rocamora, y de Rosaura Laprida; unas criaturitas del tamaño de ratas, oscuras, feísimas y ciegas como topos y que, por fortuna para todos, nacieron muertas. Nadie supo por entonces que dos meses antes, a doscientas leguas de Buenos Aires, en el convento de las hermanas españolas Adoradoras del Cuerpo Incorrupto, inexplicablemente habían venido a este mundo en una misma noche una veintena de sietemesinos varones que apenas tuvieron tiempo de exhalar su primer berrido, pues se esfumaron al instante de nacer, sin dejar rastro, gracias a la voracidad de los chanchos del chiquero. Y absolutamente nadie, salvo las monjas y la madre superiora, tuvo constancia de estos hechos ocurridos de puertas adentro del convento.
Y Elizabeth fue mejorando su aspecto y su salud dejó de quebrantarse. Su hijo, al que también llamaron Gonzalo, era hermoso, vivaz, con ojos renegridos como los de su padre, pero al cabo de los días, en los que no dejaba de llorar, y según iba acercándose el primer aniversario de aquella fiesta, empezó a frenar su crecimiento y a verse poseído por extrañas fiebres. No tardó en comenzar a deshidratarse y a perder su blancura a causa de unas manchas marrones que avanzaban desde el pecho hacia el resto de su cuerpecito inocente. Sus rasgos infantiles y puros se fueron deformando como si envejeciera prematuramente. Elizabeth desesperó y la enfermedad volvió a hacerla su presa: rosas rojas salían por su boca, flores de sangre maldita.
No hubo médicos capaces de diagnosticar el mal ni de impedir que avanzara apoderándose del niño, ni hubo curanderos venidos del interior con sus sortilegios, gualichos y pases mágicos que paliaran o interrumpieran su precipitado deterioro o el mal de la madre. En su desesperación, el coronel escribió urgentes cartas a la corona, solicitando la intervención de los mejores médicos de Londres, pero para cuando éstos contestaron el niño había muerto.
En los últimos días de vida de Gonzalito su aspecto fue algo horrible, espantaba y movía a las lágrimas, pues se había oscurecido como el color del café; se había resecado hasta quedar de él únicamente la piel finísima pegada a los huesos y las articulaciones se habían rebelado a las leyes de la anatomía humana doblándose caprichosamente en cualquier sentido. Y a las doce de la noche, el niño abrió desmesuradamente la boca por donde salió un eructo de adulto junto a su alma inocente. Así murió Gonzalito, con la boquita abierta. Después de cuatro días de velatorio en la catedral, al que asistió compungida la gran mayoría de los vecinos de Buenos Aires, fue enterrado en el cementerio de «La Recoleta», y al año exacto la tumba fue profanada y el cuerpo desapareció misteriosamente. Una leyenda asegura que los indios lo robaron y se lo llevaron a las tolderías donde lo guardaron en una tinaja en reemplazo del príncipe robado.
Elizabeth volvió a «Los Sauces», donde permaneció con el fin de recuperarse de su enfermedad y también de los golpes asestados por el destino. Al cabo de unos meses pudo vérsela un poco recuperada de semblante, si bien poseída por una melancolía que la perseguiría hasta la tumba. Se encontraba en los jardines de la estancia, bajo el sol cálido de la mañana, adormecida en un sillón de mimbre, con la bandeja del té en la mesa a su lado, atendida por un lacayo diligente y fiel.
Su marido, que jamás pudo recobrarse del golpe y cuya apariencia a pesar de sus cuarenta y cinco años era la de un anciano centenario, se acercó a ella diciéndole que había hallado algo muy curioso en los galpones de la estancia, que oficiaban de tambo.
-Mira, querida -le dijo-, parece un códice pintado por un niño. Son unos dibujos torpes y muy desvaídos, acaso lo pintaron los indios hace siglos. Estaba dentro de una tinaja enorme, junto a un montón de trapos deshechos y mugrientos.
Elizabeth fijó sus ojos desganados en el objeto que su marido depositó en la mesa, junto a la bandeja del té, y lo reconoció de inmediato. Sin dejar traslucir sorpresa ni sentimiento alguno que delatara su aversión por el objeto, ni reconocer su remota y cómplice familiaridad, lo tomó en sus manos y lo desplegó con cierta desgana, mientras su amable esposo la observaba con una sonrisa de resignación, doblegado a la fuerza del destino que había transformado a su hermosa y jovial mujer en un ser abatido que se consumía a orillas de la muerte.
Elizabeth dejó caer sus ojos hundidos en los dibujos, recordó entonces a su querida amiga Celeste Rocamora, «la pizpireta», muerta pocos días después del parto de su criatura desalmada y fea, la recordó en aquella tarde ahora lejana, cuando desnudaron la momia y ella se fijó en el sexo de ésta sonriendo con esa picardía y espontaneidad tan suyas. Distraídamente, con la mente puesta en aquel aciago pasado, Elizabeth recorrió con ojos húmedos la serie de dibujos cuya secuencia lógica descubría ahora por vez primera: sí, allí estaba plasmada su propia y desventurada historia, desde el día en que trajeron la momia a la estancia hasta el día de la muerte de su infortunado hijo; allí se iluminaban las escenas, como el vía crucisde todo su infortunio, encadenadas como una maldición: sus amigas, la sacrilega fiesta, los malogrados hijos. Y cuando creyó haber llegado al ñnal de la narración, nuevas escenas se iluminaron floreciendo del pergamino donde estaban latentes: su propia muerte y asimismo la de su amado esposo estaban allí, muy cercanas. Horrorizada, profirió un grito y, como si le quemara las manos, arrojó lejos de sí el códice.
-¡Pero Elizabeth! -alcanzó a protestar su marido, a la par que, con dificultad, se agachaba a recogerlo de entre el pasto.
Ella permaneció impertérrita, manteniendo toda la dignidad de la que fue capaz, a pesar de su profundo dolor. Le temblaba la barbilla y los ojos se le anegaron en lágrimas, fijos en un punto inconsistente del lejano Cerro Uritorco.
Su esposo volvió a mirar el pergamino con mayor detenimiento, pero no apreció más que monigotes, figuras humanas torpemente ejecutadas, formando escenas con un ligero aire obsceno en el que antes no había reparado.
—Perdona, querida, no creí que estos dibujos fueran a disgustarte tanto —le dijo a su esposa, inclinándose solícito hacia ella y acariciándole el cabello recogido en una trenza que encanecía.
—No es nada, Gonzalo —murmuró Elizabeth alzando la cabeza y mirándolo con dolorosa ternura. Y con un profundo temblor de amargura en la voz reiteró-: No es nada, Gonzalo. Es el sol que me deslumhra.
Se llevó a los labios la taza de té, sorbió apenas unas gotas y al cabo de unos instantes, entre los labios apretados precisó, esta vez con una voz firme, llena de resentimiento:
—Es el sol que incendia esta tierra de bárbaros.
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