Otra vez se movió la plataforma intermitente para llevarse al que acababa de plantear su caso y acercar otro a su ventanilla. El recién llegado era un viejo rústico, de anacrónica barba y nada tipificado, de los que hacía muchos años ya no se veían por las urbes y suburbes mundiales. Venía desconcertado por los vertiginosos ascensores y por las plataformas mecánicas.
La máquina interrogadora entró en acción.
_¿Número? _preguntó su altavoz.
Como el silencio del viejo la dejara sin impresionar, la máquina pasó a la insistencia explicatoria. _Debe declarar su número de identidad.
_No tengo _repuso el viejo_. Yo me llamo Nohé.
En el despacho del controlador se encendió la luz de «caso anormal». Entre tanto la máquina hizo girar la plataforma y, mientras otro peticionario se enfrentaba con el altavoz, el viejo se vio llevado por los suelos móviles, entre barandillas y vástagos, como los botes de conserva en las máquinas empaquetadoras que asombraban a los antiguos del siglo XX. Cuando todo paró, Nohé se vio ante el controlador, que ya había recibido un televisionama de las palabras del viejo.
_¿Dice que no tiene número?
_Así es. Sólo nombre. Nohé.
_¿No_Sé?
El controlador pronunciaba con dificultad aquellas voces arcaicas.
_Nohé _corrigió el viejo, ya como avergonzado de tener nombre.
El controlador miró asombrado aquel rostro curtido y sin rastro de la normal operación de estiramiento epidermial. ¿Qué edad tendría? Hacía doscientos cuarenta y siete años que se había implantado la clasificación numérica en los registros humanos. Claro que eran años de los modernos, después de corregida y normalizada la rotación de la Tierra; pero, de todos modos ...
_¿Y no tiene número, además?
Algunas regiones atrasadas todavía conservaban la costumbre de dar nombre, para uso privado, pero oficialmente sólo era válido el número.
_No.
En tal caso, aquel viejo estaba sin clasificar. Era un problema pues, en los números de identidad, cada una de las cifras daba, sucesivamente, el sexo, la localización originaria, la clasificación mental, el grupo energético, el complejo característico, el número cromosómico y las posibles variantes atípicas distintivas. Las dos últimas cifras que, naturalmente, eran variables, correspondían a la edad. Resultaba sencillísimo. Pero, ¿qué hacía uno con aquel viejo?
_¿De dónde viene? _le preguntó al fin.
_ Del Gluchistán.
El controlador tuvo que consultar un atlas histórico para averiguar que aquello era justamente la cordillera cuyas nevadas cumbres se veían desde la ventana del control los días que el Consejo Urbano decretaba serenos. Eran las únicas montañas que quedaban en el mundo, como Parque Internacional, para conocimiento de los historiadores y conservación de algunos ejemplares de animales. Por eso se habían salvado del normalizador allanamiento previsto en ciertos proyectos.
_ Y, ¿cuál es su profesión?
_Pastor.
¿Pastor? ¿Qué era eso? Bueno, había que acabar rápidamente con aquel loco o resucitado, porque el reloj que controlaba al controlador estaba a punto de marcar «ineficiencia» en la hoja del día.
_Bueno. ¿Qué quiere?
El viejo reaccionó como si por primera vez hubiera oído algo razonable.
_ Un arca _estalló angustiosamente_. Tengo que hacer un arca flotante. Con urgencia.
_¿Un arca? ¿Qué es eso? ¿Por qué?
_Dios me lo ha ordenado.
_¿Dios?
_ Dios. Me envió un sueño profundísimo, se me apareció y me mandó construir rápidamente un arca y meterme en ella con mi familia y con una pareja de animales de cada especie.
_¿Animales? ¿De cada especie?
_Bueno _dijo, el viejo temiendo pedir demasiado_, quizás baste con los grandes solamente. Ya se encargarán ellos de llevar los microbios y los parásitos.
El controlador meditó, pero sólo un instante, por causa del reloj. El viejo estaba loco, pero había que tramitado de todos modos. Si era un sueño, ¿por qué no había ido a un Dispensario de Psicoanálisis? A lo mejor le gustaba una de sus terneras. Pero allí seguía el viejo sin resolver y el tiempo pasaba. Miró el reloj.
_En fin, ¿qué puedo hacer yo? ¿Quiere acaso algo de la Jefatura de Materiales?
_¡Sí, materiales! Para hacer el arca. Y animales de cada especie. He de cumplir el mandado del Señor.
El controlador ya no le escuchaba. ¡Por fin!, pensó mientras apretaba un pulsador del reloj de control, justamente a punto de expirar el plazo. Y mientras las bandas y plataformas se llevaban al viejo, le gritó:
_ ¡Exponga su petición al informista general!
Así lo hizo. Pero, como era caso raro, las máquinas instanciadoras no sirvieron y un viejo ordenanza ya declarado a extinguir tuvo que venir desde su habitáculo colectivo para redactar una instancia como las de los archivos históricos, en la que Nohé, sin número, natural de Gluchistán, de profesión pastor, a V. I. suplicaba respetuosamente, etc. Y tampoco sirvieron las máquinas resolvedoras que, apenas había pasado la instancia por tres o cuatro pares de tambores, la expulsaban del circuito normal con el sello de «anómala». Así es que el curioso y anacrónico documento recorrió todas las dependencias administrativas, saliendo de cada una de ellas cada vez con más metros de microfilme archivable.
En general los informes fueron condescendientes con la rara pretensión del viejo. Así, por ejemplo, la Sección de Zoología Museal no se opuso a conceder las parejas de animales, aunque advirtiendo que no eran necesarias todas las especies, pues muchas podían obtenerse genéticamente, incluso por procedimientos ya anticuados, como el de cebra = yegua + tigre. Pero todo resultó inútil cuando la Junta de Materias raras denegó la concesión de madera para el arca, fundándose en lo injustificado del proyecto. El solicitante ignoraba, al parecer, que los océanos habían sido agotados muchos años antes para extraerles las sales disueltas, y que las aguas residuales habían quedado acumuladas en gigantescos depósitos, construidos sobre lo más desértico del allanado planeta. Y como la lluvia no era más que agua de aquellos depósitos, condensada en nubes por los Consejos Urbanos para componer a voluntad paisajes o para regular los ciclos de melancolía de los ciudadanos, era insensato amenazar con un diluvio catastrófico.
Cuando la máquina informante le leyó la resolución recaída en su expediente Nohé apenas comprendió otra cosa, sino que no había nada que hacer. En realidad, ¿acaso entendía siquiera las palabras corrientes, cuando eran dichas por aquellos agujeros? Y luego, las plataformas, tanta implacable geometría ante los ojos, la frialdad química de alimentos y ropas, y hasta las diversiones reglamentarias y el placer que, naturalmente, era obligatorio y estaba normalizado ... Después de todo, el hecho era que él había cumplido con su obligación al soportar todo aquello. No esperó más: hizo un hato con su vieja ropa y echó a andar rápidamente, sin querer saber nada de nada. Hasta que, al sentirse otra vez a la sombra de sus montañas, volvió a ponerse su túnica, de tibias lanas humanizadas por el telar doméstico y abandonó las ropas sintéticas como hubieran hecho sus antepasados, a la puerta del templo, con las impuras babuchas.
Fue después, ya sentado entre los suyos a la puerta de la cabaña patriarcal, cuando se dio cuenta de que las palabras del altavoz informante habían tenido mucha trascendencia. Y meditando su terrible significado, sintió espantado su no culpable corazón humano, al imaginar qué tremendos rayos lanzaría esta vez el Señor.
Sin embargo, todo fue mucho más fácil que la vez anterior. Ni siquiera hubo que recurrir a las cataratas del cielo. La flamígera espada de la exterminación tomó sencillamente la forma de una paloma, porque como aquel mundo sin imprevistos había renegado de las aves, quedaba tan inerme frente a ellas como no lo estuvo en ninguna de sus épocas anteriores. Sí; bastó con que, al expirar el plazo, una paloma tendiera el vuelo desde las montañas hasta la urbe y dejara caer sobre un gran edificio cierta excreción nada normalizada. Como las cubiertas estaban sin echar por no ser día lluvioso, aquello fue a caer sobre una diminuta célula fotoeléctrica del servomotor principal que, al quedar tapada, no pudo registrar el exceso de desintegración en las pilas. Así fue como estalló la central atómica de la urbe N-327.
Con eso fallaron también todos los reguladores alimentados por la energía de aquella central básica y explotaron todas las subsidiarias. Las reacciones en cadena alcanzaron a yacimientos de minerales radiactivos, que se des integraron abriendo inmensos cráteres rodeados de montañas. Los muros de los depósitos mundiales de lluvia se resquebrajaron y sus aguas inundaron la Tierra. Se destrozó también el compensador ecuatorial del eje terrestre y así renació el ciclo natural de las estaciones mientras, a medida que se sosegaban los huracanes desatados por la catástrofe, iban reconstruyéndose los alisios, las brisas, los monzones. Sí, bastó una paloma para aniquilar a todos aquellos hombres, por la sencilla razón de que ya estaban previamente aniquilados entre sus propios engranajes, mecánicos y mentales. Sólo quedó intacto el antiguo parque de Gluchistán, arca nueva de granito: a salvo de estallidos por no tener centrales, de inundaciones por no haber sido allanado, y de huracanes porque las prefundas cavernas del monte sirvieron de refugio, durante los cuarenta días, a la familia del patriarca y a las bestias.
Cuando Nohé se decidió a salir, contempló un nuevo mundo. El sol resplandecía sobre un increíble panorama de montañas y lagos, de valles y aguas bravas, de playas y ensenadas rocosas a la orilla de un cántico marino. Retumbaban todavía sordos ecos profundos, aún estremecía el ímpetu de las cumbres, quedaban desplomes de peñascos inquietos, vapores movedizos, ríos precipitados al océano desde los acantilados. Pero ya sombras de maravillosas nubes acariciaban el paisaje y se sosegaban en azul las lejanías. Sólo permanecía en tensión lo más secreto de la tierra, fecundando la fiel paciencia de olvidadas semillas para convocar los bosques futuros y las praderas dóciles al viento.
¡Aquel viento! El anciano irguió toda su estatura cuando hasta él llegaron las ráfagas de tanta vida. Bebiéndolas por los ollares, las bestias se desbandaban ya hacia las anchuras prometidas, mientras la nueva humanidad emprendía también la marcha monte abajo.
El patriarca no pudo seguir a los suyos inmediatamente. Inmóvil, incendiadas las venas, estaba respirando _no le quedaba ser para otra cosa_ la profundísima certeza de que otra vez, sobre el campo de los siglos, comenzaba la prodigiosa aventura del hombre.
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